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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (14 page)

BOOK: El sudario
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Pero los pensamientos inquietantes no la abandonaban. Primero, el doctor Johanson le ocultó los resultados de la ecografía, y ahora la señora Greene había desaparecido sin decírselo. Era como si Hannah hubiera sido reducida a un papel secundario —sólo servía para llevar dentro de sí el bebé, pero no merecía estar al tanto de acontecimientos significativos—. La estaban excluyendo. Al menos, eso le parecía.

Una madre joven, empujando un cochecito, pasó a su lado. El niño vestía ropas amarillas y un gorrito de igual color atado al mentón. Estaba dormido. La mujer, rubia, llevaba el pelo recogido en un moño que parecía una corona. Sonrió a Hannah con aire de complicidad. Parecía existir una hermandad secreta de embarazadas y madres primerizas, forjada por todos los miedos y alegrías sufridos en común. No hacía falta una comunicación verbal entre las componentes de esa sociedad. Una mirada era suficiente para decir: «¿No es maravilloso?», «merece la pena aguantar tantas molestias».

Hannah se quedó en el parque más tiempo del que pensaba. Cuando por fin se puso en camino, el tráfico de salida de Boston estaba muy congestionado. Los coches no comenzaron a moverse con rapidez hasta que alcanzó la salida de la carretera 128, la de East Acton.

Aunque era tarde, Hannah se detuvo en Nuestra Señora de la Luz Divina y fue directamente a la rectoría. La encargada le informó de que el padre Jimmy se había ido un par de días.

—Su familia tiene una cabaña en New Hampshire —le dijo.

—¿Volverá el lunes?

—No, querida. Estará de regreso para la misa de siete. Por la mañana tempranito. Los sacerdotes no tienen libres los fines de semana. ¿Quieres que le diga que has venido?

—No, no se moleste —contestó Hannah, pensando que éste era el final adecuado para un día desalentador.

Las luces estaban encendidas en la casa de los Whitfield. Marshall ya había vuelto del trabajo.

—Bueno, si es la alegre aventurera —dijo Jolene desde la cocina—. Estábamos a punto de sentarnos a cenar. Espero que esta pierna de cordero no esté seca como una suela de zapato. Ve a lavarte las manos, ¿quieres? —tomó la pierna de cordero con un tenedor—. Marshall, ¿te parece que es una suela de zapato?

Se sentaron en torno a la mesa y Jolene llenó los platos de todos con cordero, puré de patatas y brócoli fresco.

—Bueno —dijo mientras le pasaba un plato a Hannah—, ¿has tenido un buen día?

—Sí, pero estoy un poquito cansada.

—Vas a tener que empezar a guardar energías. Una cosa es ser joven y otra distinta es ser una joven embarazada. ¿Qué tal tu día, Marshall?

—Igual que siempre. Nada especial.

Hannah masticó un pedazo de cordero.

—He estado a punto de visitarte por sorpresa.

—¿En Boston? —el tenedor de Marshall se detuvo antes de llegar a la boca.

—Pensé que ibas a Framingham Mall —dijo Jolene.

—Fui, pero no conseguí lo que quería. Y como hacía un día agradable, decidí seguir hasta Boston.

—¿En tu coche? Me preocupa que lo uses. Marshall, dile que no conduzca ese cacharro distancias largas. Sabes que se va a estropear uno de estos días, ¿y dónde terminarás? Tirada en cualquier lugar de la carretera.

—El coche anda bien. Tiene pinta de viejo, pero nunca me ha dado problema alguno.

—Así y todo, no me gusta. Estaré encantada de llevarte a donde quieras ir. Te lo he dicho cientos de veces. Prefiero llevarte a preocuparme por lo que pueda pasarte a cada momento del día.

—Gracias, Jolene.

Marshall continuó comiendo.

—Posiblemente estés cansada de East Acton. No te culpo. Los jóvenes están habituados a cosas más excitantes. Estoy seguro de que Jolene y yo no somos lo más divertido del mundo para una chica como tú.

—Eso no es verdad. Soy muy feliz aquí.

—Bueno —dijo, dándole unas paternales palmaditas en el brazo.

Por unos momentos, en el comedor sólo se oyó el sonido de tenedores y cuchillos, el roce en los platos, el agua llenando los vasos y el ocasional chasquido de los labios de Marshall.

Hannah interrumpió el silencio.

—Estuve a punto de ir a verte por una razón. Pasé por la oficina de Aliados de la Familia.

—¿Para qué? —preguntó Jolene.

—No he visto a la señora Greene desde que se me empezó a notar el embarazo. Pero cuando llegué…

Marshall terminó la frase por ella.

—La oficina estaba cerrada.

Su respuesta cogió a Hannah por sorpresa.

—¿Lo sabías?

—Sí. Ya no usa la oficina. Ahora trabaja en su casa. ¿No es así, Jolene? La señora Greene trabaja ahora desde su casa.

—Ahora que lo mencionas, sí, recuerdo que dijo algo al respecto.

—Creo que los gastos eran excesivos —continuó Marshall—. Tiene razón, por supuesto. Los alquileres en Boston son astronómicos. Era una forma de tirar el dinero. Muchos de esos servicios operan desde casas particulares. Así que fue, posiblemente, una buena decisión. Creí habértelo dicho.

—Tal vez. Supongo que lo olvidé.

—Bueno, así son las cosas.

—Qué caro está todo —agregó Jolene—. ¡No me atrevo a decirles lo que pagué por este cordero! ¿Querías ver a la señora Greene por algún asunto en particular?

—¿Qué? No, fue sólo una visita. Como estaba por allí…

Jolene se puso de pie y comenzó a llevarse los platos.

—¿Y qué tal las compras? ¿Encontraste en Boston lo que andabas buscando?

Hannah le alcanzó su plato a la mujer.

—No, el día terminó siendo una completa pérdida de tiempo.

Capítulo XXII

La mañana siguiente, cuando hannah bajó a la cocina, no había señales ni de Jolene ni de Marshall. El único rastro eran los cacharros sucios en el fregadero. Se sintió agradecida por no tener que conversar. La conducta de Jolene como madre protectora se estaba volviendo excesiva, e incluso Marshall, con todo su sentido común, la había irritado la noche anterior con sus increíbles argumentos.

Empezaba a preguntarse dónde se encontrarían cuando las voces que escuchó, procedentes del estudio de Jolene, le dieron la respuesta.

El coche estaba estacionado en batería, contra la puerta del estudio. Marshall y Jolene cargaban el vehículo con los cuadros para la exposición y parecían librar una encendida discusión sobre la manera más práctica de hacerlo.

—Desliza los lienzos, Marshall, no los dejes caer. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—¿Por qué no te calmas? Los estoy deslizando.

Hannah decidió que era un buen momento para volver a su habitación. Lo que menos necesitaba esa mañana era verse metida en una discusión sobre logística del transporte de obras de arte.

Durante la hora siguiente continuaron los trajines, con las inevitables recomendaciones de Jolene de «tener cuidado», «mirar por dónde vas» y «ojo con la puerta» multiplicándose minuto a minuto. La mujer estaba más nerviosa que nunca. Hannah intentó concentrarse en un libro y casi lo había logrado cuando el más agudo de los gritos le hizo sobresaltarse en su silla.

—¡Marshall, Marshall! Ven inmediatamente. ¡Dios mío, Dios mío!

Hannah se apresuró hasta la ventana de su cuarto, esperando ver una de las pinturas de Jolene tirada en la grava o atravesada por la rama de un árbol. Lo que vio, en cambio, fue a la mujer arrodillada en el jardín, agachada sobre un objeto demasiado pequeño para ser un cuadro. Marshall se acercó velozmente a su lado.

—¡Mira! ¡Muerto! ¡Está muerto! —sollozando, Jolene se sentó y se abrazó a la cintura de su esposo, permitiendo que Hannah pudiera ver la causa de tanta congoja. En la hierba, frente a ella, había un gorrión muerto.

—¿Por qué se murió, Marshall? ¿Por qué? Se supone que éste es su santuario, el lugar donde nada puede ocurrirles.

—Está bien, Jolene. No sufras. Todo muere, tarde o temprano.

—¡Pero no aquí! Nada debería morir aquí —la continua convulsión de sus hombros indicaba que Jolene se resistía a ser consolada—. ¿Qué significa esta muerte, Marshall?

—No significa nada —insistió. Mientras levantaba del suelo a su esposa, elevó la vista y vio a Hannah en la ventana de su dormitorio.

—Te traeré una taza de té —le dijo a su esposa, que permitió que la condujera hasta la casa. Justo antes de entrar a la cocina, agregó—: Estás nerviosa por la exposición. No hay nada de malo en ello. Es normal. Todo está perfectamente bien.

Hannah presintió que esas palabras eran pronunciadas tanto para Jolene como para ella.

Capítulo XXIII

La galería prisma estaba ubicada en el segundo piso de una casa restaurada, en la calle Newbury, sobre una droguería de lujo. No había ascensor. Un cartel colocado en un atril, a la entrada, señalaba hacia la escalera.

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Visiones y vistas
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Nuevos trabajos de Jolene Whitfield

Del 2 al 25 de septiembre

La inauguración estaba programada para las cinco de la tarde. Cuando llegaron Hannah y Marshall, apenas pasada la hora (Jolene había estado allí todo el día, atendiendo detalles de última hora), ya se encontraban en la galería varias docenas de personas, charlando animadamente. Un mozo servía vino blanco y refrescos en una mesa que había en un rincón, mientras otro circulaba entre la gente con una bandeja llena de bocadillos.

Insegura, sin saber muy bien cómo comportarse, Hannah se detuvo a la entrada. Para ella las galerías de arte, como las iglesias y los museos, eran lugares que inspiraban mucho respeto, donde se hablaba en voz baja y se estaba en actitud reverencial. Pero se había encontrado algo más parecido a una fiesta que a una solemne ceremonia, con gente riendo y hablando en voz alta todo el rato.

—No te sientas intimidada —le dijo Marshall al ver su nerviosismo—. Aquí todos son amigos y conocidos de Jolene. Los críticos vienen después.

Hannah paseó la mirada por la multitud y enseguida vio al doctor Johanson entre los invitados. La mujer que estaba a su lado le resultaba conocida, pero hasta que no se puso de perfil no se dio cuenta de que era la recepcionista del doctor, que había cambiado su uniforme blanco por un vestido negro con un escote muy atrevido. Al menos conocía a un par de personas.

—Déjame que avise a Jolene de que hemos llegado —dijo Marshall—. ¿Quieres que te traiga un refresco?

—De momento no, gracias —respondió Hannah—. Antes voy a echar un vistazo a los cuadros —pensaba que de esa manera, alejada del centro de la sala, llamaría menos la atención.

Más de una docena de grandes pinturas colgaban de las paredes de la galería. A Hannah le parecieron más confusas que cuando las vio en el estudio de Acton. Allí tenían sentido, se aceptaban como un extraño pasatiempo de Jolene. Pero aquí, en un lugar público, las encontraba raras, aunque la gente las examinaba con detenimiento y en general todos asentían y hacían comentarios favorables. Pensó que, obviamente, significaban algo.

Hannah se acercó a uno de los cuadros, dividido en cuatro partes desiguales por gruesas líneas marrones que corrían de arriba abajo y de izquierda a derecha. En el centro de la tela se había abierto una incisión de unos sesenta centímetros con un cuchillo sin filo. Jolene había cosido el corte con hilo, pero las puntadas eran rudimentarias y dejaban al espectador la impresión de que los dos extremos pugnaban por separarse. Tal costurón, supuso Hannah, sería una de las «heridas» que Jolene infligía a sus telas y luego «curaba» con gran trabajo…

Cierto material daba textura esponjosa a la parte inferior de la tela. Pero lo que más confundía a Hannah eran las manchas, o mejor dicho las salpicaduras. Jolene parecía haber salpicado deliberadamente agua rojiza en la parte superior de la tela, para luego dejarla escurrir.

La joven intentó recordar lo que Jolene le había dicho alguna vez —una pintura significa lo que quieras que signifique—, pero, por más que pensara en ello, seguía sin tener ni idea de lo que el cuadro intentaba decir. No era agradable. Pensó que uno no querría despertarse por la mañana y tener una pintura como ésa delante.

Se acercó al título colocado a la derecha, en busca de una pista.
Renovación
, decía. No fue de ayuda alguna. Siguió sin entender.

Pasó a contemplar la pintura siguiente, identificada como
Catedral
. Un hombre musculoso con una ajustada camiseta negra y el pelo de color azul —la chica se preguntó al principio si ese color no sería una alucinación suya— la estaba examinando junto a un señor delgado, miope y con orejas en forma de asas, que bien podría haber pasado por un contable. Los dos hombres le echaron una mirada furtiva y luego se alejaron, dejándola a solas en la contemplación de la tela.

Consistía en su mayor parte en fragmentos de vidrio coloreado incrustados en manchas de pintura negra. Hannah tenía dificultades para distinguir la catedral a la que aludía el título. No se veía, a menos que fuera un templo destruido por una bomba o un incendio. En el trabajo de su amiga había un tono violento, presente en todos los cuadros. Era como si Jolene estuviera descargando todas sus tensiones sobre las telas. Y así debía de ser. Hannah la había visto trabajando, y desde luego no lo hacía pacíficamente.

—Saluda a
Yvette
.

La frase, pronunciada por una aguda voz, había sonado tras ella. Hannah se dio la vuelta y vio a una pequeña y arrugada mujer que llevaba un llamativo turbante púrpura. Un gran bolso colgaba de su huesudo hombro.

—¿Perdón?

La mujer abrió el enorme bolso para que Hannah pudiera mirar su interior. A través de tupidas matas de pelo negro y blanco se encontraba, mirándola, un pequeño perrillo.

—Habitualmente ladra a los extraños. Pero insistió en que te la presentara.

Hannah alargó con cierta prevención la mano y acarició al perro, que respondió lamiéndola.

—¿Ves? ¿Ves? —dijo la mujer, extasiada—.
Yvette
te identificó inmediatamente como una persona muy especial. ¿No es así, repollito?

—Es muy amistosa la perrita.

—No creas, no siempre lo es. Al principio, cuando la compré, casi no me hablaba. Necesité meses para conseguir que saliera de su caparazón. Y a mi marido, Dios lo tenga en su gloria, no le reconoció ni en el día de su muerte. ¿Quieres tenerla en brazos?

—No quiero molestarla.

Miró sobre el hombro de la mujer, ansiosa por que Marshall regresara. La galería se había llenado y el ruido crecía de manera notable. Hannah vio a Jolene en el centro de un grupo de admiradores y la saludó, pero antes de que la mujer pudiera responder, nuevos admiradores se le acercaron y fue literalmente secuestrada. Sus pinturas eran realmente un éxito.

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