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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

El sol de Breda (20 page)

BOOK: El sol de Breda
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—No hay mucho que decir —respondí.

Asintió despacio, como aceptando mis palabras, y con dos dedos se acarició ligeramente el bigote. Callaba. Su perfil inmóvil parecía el de un águila morena, tranquila, descansando en lo alto de un risco. Observé las dos cicatrices de su cara —en una ceja y en la frente— y la del dorso de su mano izquierda, recuerdo de Gualterio Malatesta en el portillo de las Animas. Había más bajo sus ropas, hasta sumar ocho en total. Luego miré la empuñadura bruñida de la espada, sus botas remendadas y sujetas con cuerdas de arcabuz, los trapos que asomaban por los agujeros de las suelas, los zurcidos de su deshilachado capote de paño pardo. Tal vez, pensé, también él amó una vez. Quizás a su manera aún ama; y eso incluya a Caridad la Lebrijana, y a la flamenca rubia y silenciosa de Oudkerk.

Lo oí suspirar muy quedo, apenas un rumor expulsando aliento de los pulmones, e hizo amago de levantarse. Entonces le alargué la carta. La tomó sin decir palabra y me estuvo observando antes de leerla; pero ahora era yo quien miraba los lejanos muros de Breda, tan inexpresivo como él hacía un instante. Por el rabillo del ojo noté que la mano de la cicatriz subía de nuevo para acariciar con dos dedos el mostacho. Luego leyó en silencio. Al cabo, escuché el crujido del papel al doblarse, y tuve otra vez la carta en mis manos.

—Hay cosas… —dijo al cabo de un momento.

Luego calló, y creí que eso era todo. Lo que no habría sido extraño en hombre más dado a silencios que a palabras, como era su caso.

—Cosas —prosiguió por fin— que ellas saben desde que nacen… Aunque ni siquiera sepan que las saben.

Se interrumpió otra vez. Lo sentí removerse incómodo, buscando un modo de terminar aquello.

—Cosas que a los hombres nos lleva toda una vida aprender.

Después calló de nuevo, y ya no dijo nada más. Nada de ten cuidado, precávete de la sobrina de nuestro enemigo, ni otros comentarios de esperar en tales circunstancias; y que por mi parte, como él sabía sin duda, habría desoído en el acto con la arrogancia de mi insolente mocedad. Luego se estuvo todavía un poco mirando la ciudad a lo lejos, caló el chapeo y se puso en pie, acomodando el capote en sus hombros. Y yo me quedé viéndolo irse de regreso a las trincheras, mientras me preguntaba cuántas mujeres, y cuántas estocadas, y cuántos caminos, y cuántas muertes, ajenas y propias, debe conocer un hombre para que le queden en la boca esas palabras.

Fue a mediados de mayo cuando Enrique de Nassau, sucesor de Mauricio, quiso probar fortuna por última vez, acudiendo en socorro de Breda para dar con nuestros huevos fritos en la ceniza. Y plugo a la mala fortuna que en esas fechas, justo la víspera prevista por los holandeses para el ataque, nuestro maestre de campo y algunos oficiales de su plana mayor estuviesen girando una ronda de inspección por los diques del noroeste, a cuyo efecto la escuadra del capitán Alatriste, destacada esa semana en tal menester, oficiaba de escolta. Marchaba don Pedro de la Daga con el aparato que solía, él y media docena a caballo, con su bandera de maestre de tercio, seis tudescos con alabardas y una docena de soldados, entre los que se contaban Alatriste, Copons y los otros camaradas, a pie, arcabuces y mosquetes al hombro, abriendo y cerrando plaza a la comitiva. Yo iba con los últimos, cargado con mi mochila llena de provisiones y reservas de pólvora y balas, mirando el reflejo de la hilera de hombres y caballos en el agua quieta de los canales, que el sol enrojecía a medida que progresaba su declinar en el horizonte. Era un atardecer tranquilo, de cielo despejado y agradable temperatura; y nada parecía anunciar los acontecimientos que estaban a punto de desencadenarse.

Había movimiento de tropas holandesas en el paraje, y don Pedro de la Daga tenía órdenes de nuestro general Spínola para echar un vistazo a las posiciones de los italianos junto al río Merck, en el angosto camino de los diques de Sevenberge y Strudenberge, a fin de comprobar si hacía falta reforzarlas con una bandera de españoles. La intención de Jiñalasoga era pernoctar en el cuartel de Terheyden con el sargento mayor del tercio de Campo Látaro, don Carlos Roma, y tomar al día siguiente las disposiciones necesarias. Llegamos así a los diques y al fuerte de Terheyden antes de la puesta de sol, y todo ejecutóse como venía dispuesto, alojándose nuestro maestre y los oficiales en tiendas previstas para ello, y asignándosenos a nosotros un pequeño reducto de empalizada y cestones, a cielo abierto, donde nos instalamos envueltos en nuestros capotes, tras cenar un magro bocado que los italianos, alegres y buenos camaradas, nos ofrecieron al llegar. El capitán Alatriste llegóse a la tienda del maestre a preguntar si a éste se le ofrecía algún servicio; y don Pedro de la Daga, con su grosería y desdén habitual, respondióle que para nada lo necesitaba, y que dispusiera a conveniencia. A su vuelta, como estábamos en lugar desconocido y entre los de Látaro había lo mismo gente de honra que otra poco de fiar, el capitán decidió que, con italianos o sin ellos, hiciésemos nuestra propia guardia. Así que designó a Mendieta para la prima, a uno de los Olivares para la segunda, y reservó para sí la de tercia. Quedóse Mendieta por tanto junto al fuego, el arcabuz cargado y la cuerda encendida, y los otros nos echamos a dormir como cada cual pudo arreglarse.

Rompía el alba cuando me despertaron ruidos extraños y gritos llamando al arma. Abrí los ojos a una mañana sucia y gris, y en ella vi moverse a mi alrededor a Alatriste y los otros, todos armados hasta los dientes, encendidas las mechas de los arcabuces, cebando cazoletas y atacando a toda prisa balas en los caños. En las cercanías remontaba una escopetada ensordecedora, y oíanse con gran confusión voces en lenguas de todas las naciones. Supimos luego que Enrique de Nassau había enviado por el estrecho dique a su mosquetería inglesa, que era gente escogida, y a doscientos coseletes, todos con armas fuertes, guiados por el coronel inglés Ver; y para sustentarlos seguían franceses y alemanes, todos hasta número de seis mil, precediendo a una retaguardia holandesa de artillería gruesa, carruajes y caballería. A pique del alba habían dado con gran ánimo los ingleses sobre el primer reducto italiano, guarnecido por un alférez y pocos soldados, echando de allí a algunos con granadas de fuego y degollando al resto. Luego, poniendo la arcabucería arrimada al reducto, ganaron con la misma felicidad y osadía la media luna que cubría la puerta del fuerte, trepando con manos y pies por el muro. Y ocurrió que los italianos que defendían las trincheras, viendo al enemigo tan adelante y ellos descubiertos por aquel lado, echaron la soga tras el caldero y las desampararon. Peleaban los ingleses con mucho esfuerzo y honra, sin que faltase nada a su valor, hasta el punto de que la compañía italiana del capitán Camilo Fenice, que acudía a sostener el fuerte, viéndose muy apretada volvió espaldas con no poca vergüenza; quizá por hacer verdad aquello que Tirso de Molina había dicho de ciertos soldados:

Echar catorce reniegos,

arrojar treinta porvidas,

acoger hembras perdidas,

sacar barato en los juegos;

y en batallas y rebatos,

cuando se topa conmigo,

enseñar al enemigo

la suela de mis zapatos.

El caso era que, no con versos sino con muy arriscada prosa, habían llegado los ingleses también hasta las tiendas donde pernoctaban nuestro maestre de campo y sus oficiales; y viéronse todos ellos fuera y en camisa, armados como Dios les permitió, dando estocadas y pistoletazos entre los italianos que huían y los ingleses que llegaban. Desde el lugar donde estábamos nosotros, distante un centenar de pasos de las tiendas, vimos la desbandada italiana y el tropel de ingleses, punteado todo ello por los fogonazos de las armas que la luz grisácea del amanecer dejaba ver relampagueando por todas partes. El primer impulso de Diego Alatriste fue acudir con su escuadra a las tiendas; pero apenas puso el pie sobre el parapeto diose cuenta de que todo era en vano, pues los fugitivos pasaban corriendo el dique, y nadie huía por el nuestro porque tras éste no había salida: era una pequeña elevación de tierra con el agua de un pantano a la espalda. Sólo don Pedro de la Daga, sus oficiales y la escolta tudesca retrocedían hacia el reducto, batiéndose sin perder la cara al enemigo que les cortaba la retirada por donde corrían los otros, mientras el alférez Miguel Chacón intentaba poner a salvo la bandera. Al ver que el pequeño grupo quería alcanzar nuestro reducto, Alatriste alineó a los hombres tras los cestones y dispuso fuego continuo para protegerles la retirada, calando él mismo su arcabuz para dar un tiro tras otro. Yo estaba acuclíllado tras el parapeto, acudiendo a dar pólvora y balas cuando me las reclamaban. Veníasenos ya todo aquello encima, y remontaba el alférez Chacón la pequeña cuesta cuando un arcabuzazo entróle por la espalda, dando con él en tierra. Vimos su rostro barbudo, con canas de soldado viejo, crispado por el dolor al intentar alzarse de nuevo, buscando con dedos torpes el asta de la bandera que se le había escapado de las manos. Aún llegó a asirla, alzándose un poco con ella, pero otro tiro lo tumbó boca arriba. Quedó la enseña tirada en el terraplén, junto al cadáver del alférez que tan honradamente había hecho su obligación, cuando Rivas saltó desde los cestones a buscarla. Ya conté a vuestras mercedes que Rivas era del Finisterre, que es como decir de donde Cristo dio las siete voces; el último, pardiez, a quien uno imagina saliendo del parapeto en busca de una bandera que ni le va ni le viene. Pero con los gallegos nunca se sabe, y hay hombres que te dan esa clase de sorpresas. El caso es que allá fue el buen Rivas, como decía, y bajó seis o siete varas corriendo la cuesta antes de caer pasado de varios tiros, rodando terraplén abajo, casi hasta los pies de don Pedro de la Daga y sus oficiales que, desbordados por los atacantes, veíanse acuchillados allí sin misericordia. Los seis tudescos, como gente que hace su oficio sin echarle imaginación ni complicarse la vida cuando la tienen bien pagada, se hicieron matar como Dios manda, vendiendo cara la piel alrededor de su maestre de campo; que había tenido tiempo de coger la coraza y eso le permitía tenerse en pie, pese a que llevaba ya dos o tres ruines cuchilladas en el cuerpo. Seguían llegando ingleses, que gritaban seguros de la empresa, a los que la bandera tirada en mitad del terraplén azuzaba el valor, pues una bandera capturada era fama de quien la lograba y vergüenza de quien la perdía; y en aquélla, escaqueada de blanco y azul con banda roja, estaba —eso decían los usos de la época— la honra de España y del rey nuestro señor.


No quarter!… No quarter!
—voceaban los hideputas.

Nuestra escopetada dio con varios de ellos en tierra, pero a esas alturas nada más podía hacerse por don Pedro de la Daga y sus oficiales. Uno de ellos, irreconocible por tener la cara abierta a tajos, intentó alejar a los ingleses para que escapase el maestre de campo; pero de justicia es decir que Jiñalasoga fue fiel a sí mismo hasta el final: zafándose con un manotazo del oficial que le tiraba del codo, incitándolo a subir la cuesta, perdió la espada en el cuerpo de un inglés, abrasó de un pistoletazo la cara de otro, y luego, sin agacharse ni hurtar el cuerpo, tan arrogante camino del infierno como lo había sido en vida, se dejó acuchillar hasta la muerte por una turba de ingleses, que habían reconocido su calidad y se disputaban sus despojos.


No quarter!… No quarter!

Sólo quedaban dos supervivientes de los oficiales, que echaron a correr terraplén arriba aprovechando que los atacantes se cebaban en el maestre. Uno murió a los pocos pasos, horadado de parte a parte por una pica. El otro, el de la cara abierta a tajos, llegó dando traspiés hasta la bandera, se inclinó para recogerla, alzóse de nuevo, y aún pudo dar tres o cuatro pasos antes de caer acribillado a tiros de pistola y mosquetazos. Quedó de nuevo la enseña en tierra, pero arriba nadie se ocupó de ella porque todos estaban muy ocupados en dar buenas rociadas de arcabuz a los ingleses que empezaban a aventurarse cuesta arriba, dispuestos a añadir al cuerpo del maestre de campo el trofeo de la enseña. Yo mismo, sin dejar de repartir la pólvora y las balas cuya provisión menguaba peligrosamente, aproveché los intervalos para cargar y disparar una y otra vez, por entre los cestones, el arcabuz que había dejado Rivas. Lo cargaba con torpeza, pues era enorme en mis manos, y sus coces de mula me dislocaban el hombro. Aun así hice no menos de cinco o seis disparos. Atacaba la onza de plomo en la boca del caño, cebaba de pólvora la cazoleta con mucho cuidado, y luego calaba la cuerda en el serpentín, procurando tapar la cazoleta al soplar la mecha, como tantas veces había visto hacer al capitán y a los otros. Sólo tenía ojos para el combate y oídos para el tronar de la pólvora, cuya humareda negra y acre me ofendía ojos, narices y boca. La carta de Angélica de Alquézar yacía olvidada dentro del jubón, contra mi pecho.

—Si salgo de ésta —mascullaba Garrote, recargando con prisa el arcabuz— no vuelvo a Flandes ni por lumbre.

Proseguía mientras el combate en los muros del fuerte y sobre el dique que había debajo. Viendo huir a la gente del capitán Fenice, que murió en la puerta haciendo con mucho pundonor su deber, el sargento mayor don Carlos Roma, que era hombre de los que se visten por los pies, había tomado él mismo una rodela y una espada, y poniéndose delante de los fugitivos intentaba restaurar la pelea, consciente de que si podía frenar a los atacantes, al ser angosto el dique por el que llegaban era posible irlos empujando hacia atrás; pues al agolparse en éste sólo podrían pelear los primeros. Así, poco a poco, iba emparejándose el reñir por aquella parte; y los italianos, ahora rehechos y con renovado coraje en torno a su sargento mayor, batíanse ya con buena raza —que los de esa nación, si tienen ganas y motivos, saben hacerlo muy bien cuando quieren—, echando a los ingleses abajo desde el muro, y dando al traste con el ataque principal.

Por nuestro lado las cosas iban peor: un centenar de ingleses, muy arrimados, amenazaba ya alcanzar el terraplén, la enseña caída y los cestones del reducto, sólo estorbados por el mucho daño que nuestros arcabuces, escupiéndoles balas a menos de veinte pasos, hacíanles de continuo.

—¡Se acaba la pólvora! —avisé con un grito.

Era cierto. Apenas quedaba para dos o tres descargas más de cada uno. Curro Garrote, blasfemando como un condenado a galeras, se agachó tras el parapeto, un brazo mal estropeado de un mosquetazo. Pablo Olivares se hizo cargo de la provisión de dos tiros que le quedaba al malagueño, y estuvo disparando hasta agotar esa y la suya propia. De los otros, Juan Cuesta, gijonés, llevaba un rato muerto entre los cestones, y pronto lo acompañó Antonio Sánchez, que era soldado viejo y de Tordesillas. Fulgencio Puche, de Murcia, se desplomó después con las manos en la cara y sangrando entre los dedos como un verraco. El resto disparó sus últimos tiros.

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