El sol de Breda (11 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: El sol de Breda
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Los holandeses se vinieron muy gentilmente sobre nosotros con la primera luz. Su caballería ligera dispersó nuestras avanzadillas de arcabuceros, y a poco los tuvimos encima en filas bien cerradas, intentando ganarnos el molino Ruyter y el camino que por Oudkerk llevaba a Breda. La bandera del capitán Bragado recibió orden de escuadronarse con las otras del tercio en un prado rodeado de setos y árboles, entre la marisma y el camino; y al otro lado de tal camino dispúsose la infantería valona de don Carlos Soest —toda de flamencos católicos y leales al rey nuestro señor—, de modo que entrambos tercios cubríamos la extensión de un cuarto de legua de anchura que era paso obligado para los holandeses. Y a fe que resultaba bizarra y de admirar la apariencia de aquellos dos tercios inmóviles en mitad de los prados, con sus banderas en el centro del bosque de picas y sus mangas de arcabuces y mosquetes cubriendo el frente y los flancos, mientras los suaves desniveles del terreno en los diques cercanos se iban cubriendo de enemigos en pleno avance. Aquel día íbamos a batirnos uno contra cinco; hubiérase dicho que Mauricio de Nassau vaciaba los Estados de gente para echárnosla toda encima.

—Por vida del rey, que va a ser bellaco lance —oí comentar al capitán Bragado.

—Al menos no traen la artillería —apuntó el alférez Coto.

—De momento.

Tenían los párpados entornados bajo las alas de los sombreros y miraban con ojo profesional, como el resto de los españoles, el relucir de picas, corazas y yelmos que iba anegando la extensión de terreno frente al tercio de Cartagena. La escuadra de Diego Alatriste estaba en vanguardia, arcabuces listos y mosquetes apoyados en sus horquillas, balas en boca y cuerdas encendidas por ambos extremos, formando una manga protectora sobre el ala izquierda del tercio escuadronado, ante las picas secas y los coseletes que se mantenían detrás, a un codo cada piquero de otro, ligeros y lanza al hombro los primeros y bien herrados los segundos de morrión, gola, peto y espaldar, con las picas de veinticinco palmos apoyadas en el suelo, esperando. Yo estaba a la distancia de una voz del capitán Alatriste, listo para socorrerlo a él y a sus camaradas con provisión de pólvora, plomos de una onza y agua cuando la hubieren menester. Alternaba mis miradas entre las cada vez más espesas filas de holandeses y la apariencia impasible de mi amo y los demás, cada uno quieto en su puesto, sin otra conversación que un apunte dicho en voz baja a los compañeros cercanos, una mirada plática allá o acá, una expresión absorta, una oración dicha entre dientes, un retorcer de mostachos o una lengua pasada por los labios secos, esperando. Excitado por la inminencia del combate, deseando ser útil, fuime hasta Alatriste por si quería refrescarse o algo se le ofrecía; pero apenas reparó en mí. El mocho de su arcabuz hallábase apoyado en el suelo y él tenía las manos sobre el cañón, la mecha humeante enrollada a la muñeca izquierda, y sus ojos claros observaban atentos el campo enemigo. Dábanle las alas del chapeo sombra en la cara, y llevaba el coleto de piel de búfalo bien ceñido bajo la pretina con los doce apóstoles, espada, vizcaína y frasco de pólvora cruzada sobre la descolorida banda roja. Su perfil aguileño subrayado por el enorme mostacho, la piel tostada del rostro y las mejillas hundidas, sin afeitar desde el dia anterior, lo hacían parecer más flaco que de costumbre.

—¡Ojo a la zurda! —alertó Bragado, echándose la jineta al hombro.

A nuestra izquierda, entre las turberas y los árboles cercanos, merodeaban caballos ligeros holandeses reconociendo el terreno. Sin esperar otras órdenes, Garrote, Llop y cuatro o cinco arcabuceros se adelantaron unos pasos, pusieron un poco de pólvora en los bacinetes, y apuntando con cuidado dieron una rociada a los herejes, que tiraron de las riendas y se retiraron sin ceremonia. Al otro lado del camino el enemigo ya estaba sobre el tercio de Soest, ofendiéndolo de cerca con descargas de arcabucería, y los valones respondían muy bien al fuego por el fuego. Desde donde me hallaba vi que una tropa numerosa de caballos corazas se acercaba con intención de darles una carga, y que las picas valonas se inclinaban como reluciente gavilla de fresno y acero, listas para recibirla.

—Ahí vienen —dijo Bragado.

El alférez Coto, que iba cubierto con un coselete y mangas de cota de malla —llevar la bandera lo exponía a tiros y toda suerte de golpes enemigos—, cogió el estandarte de manos de su sotalférez y fue a reunirse con las otras enseñas en el centro del tercio. De los árboles y los setos, recortados frente a nosotros por el contraluz de los primeros rayos horizontales de sol, los holandeses salían a cientos, recomponiendo sus filas al llegar al prado. Gritaban mucho para darse ánimos —iban con ellos no pocos ingleses, tan vociferantes en el reñir como en el beber—; y de ese modo, sin dejar de avanzar, se hilaban en buen orden a doscientos pasos, con sus arcabuceros sueltos tirándonos ya por delante, aún fuera de alcance. Ya dije a vuestras mercedes que, pese a ser plático en Flandes, aquélla era mi primera refriega general en campo abierto; y nunca hasta entonces había visto a los españoles esperando a pie firme una acometida. Lo más particular era el silencio en que aguardaban; la inmovilidad absoluta con que aquellas filas de hombres cetrinos, barbudos, venidos del país más indisciplinado de la tierra, veían acercarse al enemigo sin una voz, un estremecimiento, un gesto que no estuviera regulado por las ordenanzas del rey nuestro señor. Fue ese día, frente al molino Ruyter, cuando alcancé muy de veras por qué nuestra infantería fue, y aún había de ser durante cierto tiempo, la más temida de Europa: el tercio era, en combate, una máquina militar disciplinada, perfecta, en la que cada soldado conocía su oficio; y ésa era su fuerza y su orgullo. Para aquellos hombres, variopinta tropa hecha de hidalgos, aventureros, rufianes y escoria de las Españas, batirse honrosamente por la monarquía católica y por la verdadera religión confería a quien lo hiciera, incluso al más villano, una dignidad imposible de acreditar en otra parte:

Troqué por Flandes mi famosa tierra,

donde hermanos segundos, no heredados,

su vejación redimen en la guerra,

si mayorazgos no, siendo soldados.

…Como muy bien, y al hilo de este discurso, escribió el fecundo ingenio toledano fray Gabriel Téllez, por más famoso nombre Tirso de Molina. Que al socaire de la invencible reputación de los tercios, hasta el más ruin maltrapillo conocía ocasión de apellidarse hidalgo:

Mi linaje empieza en mí,

porque son mejores hombres

los que sus linajes hacen,

que aquellos que los deshacen

adquiriendo viles nombres.

En cuanto a los holandeses, ésos no gastaban tantos humos y se les daban un ardite los linajes; pero aquella mañana venían muy valientes y por derecho camino de Breda, resueltos a acortar distancias: algunos mosquetazos zumbaban ya al límite de su alcance, rodando sin fuerza las pelotas de plomo por la hierba. Vi a nuestro maestre don Pedro de la Daga, que bien rebozado de hierro milanés se tenía a caballo junto a las banderas, calarse la celada con una mano y alzar la bengala de mando en la otra. Al momento redobló el tambor mayor, y enseguida se le unieron las otras cajas del tercio. Aquel batir prolongóse interminable; y se diría que helaba la sangre, pues alrededor hízose un silencio mortal. Los mismos holandeses, cada vez más cercanos hasta el punto de que ya podíamos distinguir sus rostros, ropas y armas, calaron un instante y vacilaron, impresionados por el redoble que surgía de aquellas filas inmóviles que les estorbaban el camino. Luego, incitados por sus cabos y oficiales, reanudaron avance y vocerío. Se hallaban ya muy cerca, a sesenta o setenta pasos, con picas dispuestas y arcabucería a punto. Veíamos arder los cabos de sus mechas.

Entonces corrió una voz por el tercio; una voz desafiante y recia, repetida de hilada en hilada, creciendo en un clamor que terminó por ahogar el sonido de los parches:

—¡España!… ¡España!… ¡Cierra España!

Aquel
cierra
era grito viejo, y siempre significó una sola cosa: guardaos, que ataca España. Al oírlo retuve el aliento, volviéndome a mirar a Diego Alatriste; mas no alcancé a saber si él también lo había voceado, o no. Al batir de los tambores, las primeras filas de españoles movíanse ahora hacia adelante; y él avanzaba con ellas, suspendido el arcabuz, codo a codo con los camaradas, Sebastián Copons a un lado y Mendieta al otro, muy juntos al capitán Bragado y sin dejar espacios entre sí. Marchaban todos al mismo ritmo lento, ordenados y soberbios como si desfilaran ante el propio rey. Los mismos hombres amotinados días antes por sus pagas iban ahora dientes prietos, mostachos enhiestos y cerradas barbas, andrajos cubiertos por cuero engrasado y armas relucientes, fijos los ojos en el enemigo, impávidos y terribles, dejando tras de sí la humareda de sus cuerdas encendidas. Corrí en pos para no perderlos de vista, entre las balas herejes que ya zurreaban en serio, pues sus arcabuceros y coseletes estaban muy cerca. Iba sin aliento, ensordecido por el estruendo de mi propia sangre, que batía venas y tímpanos como si las cajas redoblasen en mis entrañas.

La primera descarga cerrada de los holandeses nos llevó algún hombre, arrojando sobre nosotros una nube de humo negro. Cuando éste se disipó, vi al capitán Bragado con la jineta en alto, y a Alatriste y a sus camaradas detenerse con mucha calma, soplar las mechas, calar arcabuces y arrimarles la cara. Y de ese modo, a treinta pasos de los holandeses, el tercio viejo de Cartagena entró en fuego.

—¡Cerrar filas!… ¡Cerrar filas!

El sol llevaba dos horas en el cielo y el tercio peleaba desde el amanecer. Las filas adelantadas de arcabuceros españoles habían mantenido su línea haciendo mucho daño a los holandeses hasta que, ofendidos de cerca por tiros, picas y escaramuzas de caballos ligeros, retrocedíendo sin perder cara al enemigo, habíanse vuelto sobre el tercio escuadronado; donde ahora formaban, junto a los piqueros, un muro infranqueable. A cada carga, a cada escopetada, los huecos dejados por los hombres que caían eran cubiertos por los que estaban en pie, y en cada ocasión los holandeses encontraban siempre, al llegar hasta nosotros, la barrera de picas que una y otra vez los hacía retroceder.

—¡Ahí vienen otra vez!

Diríase que el diablo vomitaba herejes, pues era la tercera que nos daban carga. Sus lanzas se acercaban de nuevo, brillando entre la densa humareda. Nuestros oficiales estaban roncos de dar voces; y al capitán Bragado, que había perdido el sombrero en la refriega y tenía la cara tiznada de pólvora, la sangre holandesa no llegaba a cuajársele en la hoja de la espada.

—¡Calad picas!

En la parte frontera del escuadrón, a menos de un pie uno del otro y bien guarnecidos con sus petos y morriones de cobre y acero, los coseletes arrimaron las largas picas al pecho, y tras hacerlas bascular sobre la mano zurda pusiéronlas horizontales con la derecha, prestos a cruzarlas con las del enemigo. Mientras, nuestros arcabuceros de los lados ofendían muy seriamente a los contrarios. Yo me hallaba entre ellos, bien arrimado a la escuadra de mi amo, procurando no estorbar a los hombres que cargaban y disparaban: a pulso los arcabuces, apoyados con la horquilla en tierra los más pesados mosquetes. Iba y venía socorriendo a éste con provisión de pólvora, al otro de balas, o alcanzándole a aquél la frasca de agua que llevaba yo atada con una cuerda en bandolera. La escopetada levantaba un humo que ofendía vista y olfato, y me hacía llorar; y las más veces debía guiarme casi a ciegas entre los que me reclamaban.

Acababa de entregarle al capitán Alatriste un puñado de balas, que ya le escaseaban, y vi cómo ponía varias en la bolsa que llevaba colgada sobre el muslo derecho, se metía dos en la boca y echaba otra al caño del arcabuz, la atacaba bien, y luego echaba polvorín al bacinete, soplaba la mecha enrollada en la mano izquierda, la calaba y se subía el arma a la cára para tomarle el punto al holandés más próximo. Hizo tales movimientos de modo mecánico, sin dejar de buscar al otro con la vista, y cuando salió el tiro vi que al hereje, un piquero con un morrión enorme, se le abría un boquete en el peto de hierro y caía atrás, oculto entre sus camaradas.

Ya se trababan picas con picas a nuestra derecha, y una buena hilada de coseletes herejes se desviaba también arremetiendo contra nosotros. Diego Alatriste acercó la boca al caño caliente del arcabuz, escupió dentro una bala, repitió con mucha flema los movimientos anteriores y disparó de nuevo. El rastro quemado de su propia pólvora le cubría de gris cara y mostacho, encaneciéndoselo. Sus ojos, rodeados ahora del tizne que acentuaba las arrugas, rojizos los lagrimales irritados por el humo, seguían con obstinada concentración el avance de las filas holandesas, y cuando fijaba un nuevo enemigo al que apuntar, lo miraba todo el tiempo cual si temiera perderlo; como si matarlo a él y no a otro fuese una cuestión personal. Tuve la impresión de que elegía con cuidado a sus presas.

—¡Ahí están!… —voceó el capitán Bragado—. ¡Tened duro!… ¡Tened duro!

Para eso, para tener duro, le habían dado Dios y el rey a Bragado dos manos, una espada y un centenar de españoles. Y era tiempo de emplearlos a fondo, porque las picas holandesas se nos venían con mucha decisión encima. En el fragor de la escopetada oí jurar a Mendieta, con ese fervor que sólo somos capaces de emplear en nuestras blasfemias los vascongados, porque se le había partido la llave del arcabuz. Después un gorrión de plomo pasó a una pulgada de mi cara, zaaas, chac, y justo detrás de mí se vino abajo un soldado. A nuestra diestra el paisaje era un bosque de picas españolas y holandesas trabadas unas con otras; y como una ondulación erizada de acero, aquella línea se disponía también a golpearnos a nosotros con su extremo. Vi a Mendieta voltear el arcabuz y agarrarlo por el caño, para usarlo como maza. Todos descargaban apresurados los últimos escopetazos.

—¡España!… ¡Santiago!… ¡España!

Tremolaban a nuestra espalda, detrás de las picas, las cruces de San Andrés acribilladas de balas. Los holandeses ya estaban allí mismo, alud de ojos espantados o terribles, rostros sangrantes, gritos, corazas, morriones, aceros; herejes grandes, rubios y muy valerosos que amagaban con picas y alabardas procurando clavárnoslas, o nos acometían espada en mano. Vi cómo Alatriste y Copons, hombro con hombro, tiraban los arcabuces al suelo y desenvainaban toledanas, afirmando bien los pies. También vi entrarse las picas holandesas por nuestras filas y sus moharras herir y mutilar, revolviéndose tintas en sangre; y a Diego Alatriste tirando tajosy cuchilladas entre las largas varas de fresno. Agarré una que pasóme cerca, y un español que estaba a mi lado le metió la herreruza por la garganta al holandés que la sostenía al otro extremo, hasta que la sangre, chorreando por el asta, me llegó a las manos. Cerraban ya las picas españolas en nuestro socorro, tendiéndose desde atrás para ofender a los holandeses por encima de nuestros hombros y en los huecos dejados por los muertos; todo era un laberinto de lanzas trabadas unas con otras, y entre ellas arreciaba la carnicería.

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