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Authors: Dan Brown

El símbolo perdido (73 page)

BOOK: El símbolo perdido
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De pronto, Langdon se vio contemplando un pozo sin fondo..., una interminable escalera de caracol que descendía hacia las profundidades de la tierra.

«¡Dios mío!»

Sintiendo que le fallaban las rodillas, se agarró a la barandilla para no caer. Era una escalera de caracol cuadrada tradicional, en cuya caída Langdon pudo ver al menos treinta rellanos, antes de que la luz de la linterna se desvaneciera en la nada.

«¡Ni siquiera puedo distinguir el fondo!»

—Peter... —tartamudeó—, ¿qué sitio es éste?

—Te llevaré al pie de esa escalera dentro de un momento, pero antes tienes que ver otra cosa.

Demasiado anonadado para protestar, Langdon dejó que su amigo lo apartara del hueco de la escalera y lo guiara a través de la extraña y reducida cámara. Peter mantenía la linterna orientada hacia el desgastado suelo de piedra bajo sus pies, por lo que Langdon no podía hacerse una idea cabal del espacio a su alrededor, del que sólo intuía las escasas dimensiones.

«Una pequeña cámara de piedra.»

No tardaron en llegar a la pared opuesta del recinto, donde había un rectángulo de vidrio incrustado. Langdon pensó que podía ser una ventana a otra habitación, y sin embargo, desde donde estaba, no vio más que oscuridad al otro lado.

—Adelante —dijo Peter—. Echa un vistazo.

—¿Qué hay ahí?

Por un breve instante, volvieron a la mente de Langdon la imagen de la cámara de reflexión en el sótano del Capitolio y su momentánea idea de que podía contener un portal hacia una gigantesca caverna subterránea.

—Solamente mira, Robert —Solomon lo empujó hacia el cristal—. Y prepárate, porque estoy seguro de que vas a llevarte una sorpresa.

Sin saber qué esperar, Langdon avanzó hacia el cristal. Mientras se acercaba, Peter apagó la linterna, sumiendo la pequeña cámara en la más completa oscuridad.

A la espera de que sus ojos se adaptaran, Langdon buscó a tientas la pared y el cristal y, cuando los halló, acercó un poco más la cara al portal transparente.

Al otro lado, seguía sin distinguir nada más que oscuridad.

Se aproximó un poco más y apretó la cara contra el cristal.

Entonces, lo vio.

La oleada de conmoción y desorientación que le azotó el organismo le llegó hasta la médula y volvió del revés su brújula interna. Estuvo a punto de caer de espaldas, mientras su mente se esforzaba por aceptar la visión completamente inesperada que se abría ante sus ojos. Ni siquiera dando rienda suelta a toda su fantasía habría sido capaz Robert Langdon de adivinar lo que había al otro lado del cristal.

Tenía ante sí un espectáculo glorioso.

Allí, en la oscuridad, una brillante luz blanca resplandecía como una gema reluciente.

De pronto, Langdon lo comprendió todo: la barrera en el sendero de acceso, los guardias en la entrada principal, la pesada puerta metálica de la entrada, las puertas automáticas que zumbaban al abrirse o cerrarse, la desagradable sensación en la boca del estómago, la pérdida de equilibrio y la diminuta cámara de piedra donde ahora se encontraban.

—Robert —susurró Peter tras él—, a veces un cambio de perspectiva es lo único que se necesita para ver la luz.

Sin poder articular palabra, Langdon miraba fascinado por la ventana. Su mirada viajó por la oscuridad de la noche, atravesando casi dos kilómetros de espacio vacío, y descendió más... y todavía más..., a través de la oscuridad..., hasta posarse sobre la cúpula refulgente y blanquísima del Capitolio de Washington.

Nunca había visto el Capitolio desde esa perspectiva, a ciento setenta metros de altura, en la cúspide del gran obelisco egipcio de la capital estadounidense. Esa noche, por primera vez en su vida, había montado en el ascensor que sube hasta el minúsculo mirador..., situado en la cima del Monumento a Washington.

Capítulo 129

Robert Langdon quedó electrizado ante el portal de cristal, asimilando la fuerza del paisaje que se extendía a sus pies. Tras ascender más de cien metros sin saberlo, estaba admirando una de las vistas más espectaculares que había contemplado en su vida.

La reluciente cúpula del Capitolio se levantaba como una montaña en el extremo oriental del National Mall. A ambos lados del edificio, dos líneas paralelas de luz se extendían hacia él; eran las fachadas iluminadas de los museos de la Smithsonian, faros del arte, la historia, la ciencia y la cultura.

Langdon comprendió entonces, para su asombro, que gran parte de lo que Peter le había asegurado era literalmente cierto.

«Es verdad que hay una escalera de caracol que desciende decenas de metros, bajo una piedra enorme.»

El colosal vértice del obelisco se encontraba justo sobre su cabeza, y Langdon recordó entonces un dato sin importancia, que de pronto le pareció investido de una misteriosa relevancia: el vértice del Monumento a Washington pesaba exactamente tres mil trescientas libras.
7

«Treinta y tres centenas. Otra vez el mismo número.»

Más sorprendente, sin embargo, fue recordar que el remate del vértice, en lo alto del obelisco, era una diminuta y lustrosa punta de aluminio, metal que en su día había sido más valioso que el oro. El refulgente ápice del Monumento a Washington medía apenas unos treinta centímetros de altura, lo mismo que la pirámide masónica. Y por increíble que pudiera parecer, esa pequeña pirámide de metal tenía grabada una famosa inscripción:
. Súbitamente, Langdon lo comprendió todo.

«Ése es el verdadero mensaje inscrito en la base de la pirámide de piedra.»

«¡Los siete símbolos son una transliteración!»

El más sencillo de los códigos.

«Los símbolos son letras.»

La escuadra de cantero — L
El símbolo del oro — AU
La sigma griega — S
La delta griega — D
El mercurio de los alquimistas — E
El uróboros — O

—Laus Deo
—murmuró Langdon.

La conocida frase latina, que significaba «alabado sea Dios», estaba inscrita en el remate del Monumento a Washington, en caracteres cursivos de menos de tres centímetros de altura. «A la vista de todos y, aun así, invisibles.»

.

—Alabado sea Dios —dijo Peter tras él mientras encendía la luz tenue del mirador—. El mensaje final de la pirámide masónica.

Langdon se volvió. Al ver que su amigo lo miraba con una ancha sonrisa, recordó que Peter incluso había llegado a usar esas mismas palabras —«¡alabado sea Dios!»— cuando estaban en la biblioteca masónica. «Y ni siquiera entonces lo comprendí.»

Sintió un estremecimiento al reparar en lo apropiado que resultaba que la pirámide masónica los hubiera guiado precisamente hasta allí, hasta el gran obelisco de la capital estadounidense, el símbolo de la antigua sabiduría mística, tendido hacia el cielo en el corazón de la nación.

Completamente fascinado, Langdon empezó a desplazarse en sentido antihorario en torno al perímetro del diminuto recinto cuadrado, hasta llegar a una segunda ventana panorámica.

«El norte.»

Por la ventana orientada al norte descubrió la familiar silueta de la Casa Blanca, justo delante de él. Levantó los ojos al horizonte, donde Sixteenth Street discurría rectilínea, al norte de la Casa del Templo.

«Estoy al sur de Heredom.»

Siguió recorriendo el perímetro hasta la ventana siguiente. Mirando al oeste, sus ojos trazaron el largo rectángulo del estanque del Lincoln Memorial, cuyas aguas reflejaban la arquitectura griega clásica del edificio, inspirada en el Partenón de Atenas, el templo de Atenea, la diosa de las empresas heroicas.

«Annuit coeptis
—pensó Langdon—. Dios aprueba nuestra empresa.»

Prosiguió hasta la última ventana y miró hacia el sur, a través de las aguas oscuras del Tidal Basin, donde el Jefferson Memorial brillaba intensamente en la noche. Como bien sabía Langdon, su cúpula de suave pendiente tomaba como modelo el Panteón, la casa original de los grandes dioses de la mitología romana.

Después de mirar en las cuatro direcciones, Langdon pensó en las fotografías aéreas que había visto del National Mall, con los cuatro brazos extendidos desde el Monumento a Washington, en el centro, hacia los cuatro puntos cardinales. «Estoy en el punto donde se cruzan los caminos de este país.»

Langdon siguió su recorrido por el perímetro del recinto hasta volver adonde estaba Peter. Su mentor se veía radiante.

—Bueno, Robert, aquí es. Aquí está sepultada la Palabra Perdida. La pirámide masónica nos ha conducido hasta aquí.

Langdon lo miró asombrado. Había olvidado por completo la Palabra Perdida.

—No conozco a nadie que me merezca más confianza que tú, Robert, y después de una noche como ésta, creo que tienes derecho a saberlo todo. Tal como promete la leyenda, la Palabra Perdida está enterrada al pie de una escalera de caracol.

Indicó con un gesto el hueco de la larga escalera del monumento.

Langdon por fin empezaba a recuperarse, pero no pudo evitar una expresión de desconcierto.

Rápidamente, Peter se metió una mano en el bolsillo y sacó un pequeño objeto.

—¿Reconoces esto?

Langdon cogió la caja de piedra que Peter le había confiado mucho tiempo atrás.

—Sí, pero me temo que no cumplí muy bien la promesa de protegerla.

Solomon rió entre dientes.

—Quizá haya llegado el momento de que vea la luz.

Langdon miró el cubo de piedra, preguntándose para qué se lo habría dado Peter.

—¿A qué te recuerda?

Robert contempló la inscripción —1514
— y recordó su primera impresión, cuando Katherine había desenvuelto el paquete.

—Parece una piedra angular.

—Exacto —replicó Peter—. Verás, quizá haya algunas cosas que ignores acerca de las piedras angulares. En primer lugar, la idea misma de colocar una piedra angular viene del Antiguo Testamento.

Langdon asintió.

—Del libro de los Salmos.

—Correcto. Además, una auténtica piedra angular siempre ha de estar sepultada en el subsuelo, como símbolo del primer paso que da el edificio, de la tierra a la luz celestial.

Langdon dirigió la vista al Capitolio y recordó que su piedra angular estaba enterrada tan profundamente en los cimientos que hasta entonces ninguna excavación había conseguido localizarla.

—Y por último —añadió Solomon—, al igual que la caja de piedra que tienes en la mano, muchas piedras angulares tienen en su interior pequeñas cavidades abovedadas, donde se guardan y entierran tesoros (o talismanes, si prefieres llamarlos así), que son símbolos de esperanza en el futuro del edificio que está a punto de ser construido.

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