El silencio de los claustros (51 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: El silencio de los claustros
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—¿Por mí?

—¡Pues claro! Usted relacionó las imprecaciones al paraíso de la Hermosilla con el nombre de la camioneta. Y a raíz de ahí...

—No me siento muy orgullosa. Puede decirse que lo hemos resuelto de puta casualidad.

—¡Ni hablar! Juanito Lledó huyó, y usted tuvo la idea de echar sal en la madriguera del hermano, intuyendo que su culpa era menor y saldría por propia voluntad.

—Dudo de que me condecoren. Por cierto, ¿sabe cómo consiguió Sonia que hablara ese chico?

—No he tenido tiempo de enterarme; pero le aseguro que siento una gran curiosidad.

—Yo también.

—¡Un cerebro, la hermana Domitila!, ¿no le parece? Nos mantuvo engañados hasta el final. Y la idea de ir dejando trozos de beato en los emplazamientos de los conventos quemados fue genial. Estuvo a punto de hacernos picar en el tema de Caldaña y la Semana Trágica. Nunca lo hubiéramos encontrado, claro está.

—Parece hacerle mucha gracia.

—Hay que reconocerle ingenio y dominio de la historia.

—No me gusta cómo han ido las cosas. No lo hemos hecho demasiado bien.

—Pero, inspectora, ¡era imposible aplicar el método deductivo! No hubiera tenido éxito ni el mismísimo Sherlock Holmes.

—En eso le doy la razón. Holmes era inglés, y todos estos asuntos de conventos y momias sagradas le hubieran dejado sin argumentos. Este tipo de casos sólo puede producirse en este dichoso país, en el que aún quedan rincones de oscurantismo y superstición.

El subinspector estuvo un rato pitorreándose de mi poco patriótica conclusión. En ese momento vinieron a buscarnos: el furgón policial estaba listo. Cuando nos dirigíamos hacia las corazonianas me encontraba preocupada por una cuestión circunstancial: ponerme cara a cara frente a la superiora y contarle lo que acababa de saber. Podía ser muy duro para una mujer que se había revelado tan inocente. Claro que también era inocente el asesino: una inocente máquina de matar.

Una vez en presencia de la madre Guillermina, no supe por dónde empezar, así que me comporté de modo poco diplomático y le espeté:

—Vengo a detener a tres de sus monjas: la hermana Bárbara, la hermana Anunciación y la hermana Domitila, encartada principal en este caso.

Asintió humildemente. Atrás había quedado su rebeldía y sus ganas de pelea. Estaba tan abatida que ni siquiera conseguía hablar.

—Ahora irán a buscarlas —dijo en el tono de una disculpa.

—Voy a hacerle un par de preguntas a la hermana Domitila aquí mismo. Me gustaría que estuviera presente usted. Eso le servirá de información. ¿Sabe que en el interior del cuerpo del beato... —Me interrumpió.

—Sí, la hermana Bárbara me lo ha contado. Demasiado tarde, pero se avino a hacerlo. Ahora, cuando salgan las hermanas verá que ya no llevan hábito. La superiora nacional está viniendo desde Tudela en tren. Por teléfono me dijo que las tres monjas ya han sido expulsadas de la orden. Hubo que ir a comprarles ropa hace un rato.

—Así es como se elude una responsabilidad, ¿no le parece, madre?

—A mí ya nada me parece nada, inspectora. He renunciado a juzgar. Lo único que hago es encomendarme a Dios y pedirle perdón de rodillas por haber consentido un mal que ni siquiera supe intuir.

Entraron en la sala tres mujeres vestidas con baratos y feos trajes de chaqueta. Las tres llevaban el pelo corto. Me quedé de una pieza. Sólo por las gafas pude reconocer a la hermana Domitila. Se la veía ahora como una mujer de mediana edad y rasgos duros, demasiado delgada, de miembros alargados y gesto tenso. Llevaba pintada en la boca una media sonrisa de indiferencia y desprecio. Me miró, retadora, y me dijo antes de que yo pudiera dirigirle la palabra:

—Nunca hubieran resuelto este caso si no hubiera sido por la estupidez de esos dos hermanos.

—¿Eso la llena de orgullo?

—Hubiera podido elaborar cualquier teoría histórica, cualquiera. De cualquier época, de cualquier cariz que ustedes decidieran darle al asunto, les hubiera llevado por donde hubiera querido. Aunque también debo reconocer que me lo pusieron bastante fácil. La ocurrencia del hermano Magí con la Semana Trágica me vino de maravilla y la coincidencia con los
Piñol i Riudepera
fue un verdadero regalo de la Providencia.

—Supongo que en la cárcel tendrá tiempo de seguir con sus estudios e investigaciones. Acabará siendo una brillante historiadora, sólo que presa.

—No me arrepiento. Espero que los demás paguen sus culpas también. Sobre todo esa estúpida niña.

—¿Pilar?

—Creí que tenía talento. En esta casa se le ofreció todo lo que necesitaba para desarrollarlo. Yo me volqué en ella. La ayudé en sus estudios, insistí que los ampliara, logré que viviera en un ambiente de concentración y respeto por el saber. ¿Y qué hace ella para compensar a todo el mundo de sus sacrificios? ¿Qué hace para llevar su propia vida por el camino adecuado? ¡Se lía con un desgraciado, un tipo sin oficio ni beneficio, una especie de inadaptado social corto de luces! ¡Maravilloso! Podía haber tenido un amorío con algún compañero de la facultad; hubiera sido un escollo, pero no la hubiera sumido de ese modo en la miseria moral. Pues no, tuvo que ser el primer patán que la solicitó y encima se dejó llevar hasta el embarazo. En verdad no merecía nada de lo que se le dio, nada.

La madre Guillermina saltó como una fiera.

—¡Le prohíbo que hable con semejante cinismo!

—Usted ya no es mi superiora; de manera que no me puede prohibir que diga lo que quiera.

—¡Ha hecho tanto daño!

—Mírese en un espejo, Guillermina, y dígame qué es lo que ve: una mujer inútil, que no se entera de nada de lo que ocurre a su alrededor, siempre pendiente de que funcione bien esta absurda organización de mujeres a las que desconoce, de que todo tenga una apariencia de armonía... puede que no sea mala persona, pero su mundo es tan minúsculo que cabe en un dedal.

El rostro de la superiora registraba los impactos que las palabras de la hermana lanzaban contra él. Le hice un gesto a Garzón para que nos marcháramos. Aquello estaba derivando hacia campos en los que era mejor no entrar. El subinspector fue a coger por el codo a Domitila, pero ésta se liberó como alcanzada por una corriente eléctrica.

—Se salir sola, no se preocupe.

Las otras dos exclaustradas la siguieron. Me acerqué a la madre Guillermina y comprobé que estaba a punto de llorar, reprimiéndose con un gran esfuerzo.

—Volveré otro día a despedirme de usted, madre.

Asintió tristemente y dio media vuelta. Se alejó, incapaz de soportar por más tiempo la congoja.

En comisaría se había montado un considerable follón. Coronas reinaba sobre todas las cosas, mientras recibía las felicitaciones del inspector jefe y el jefe superior. Me miró con simpatía.

—Bien, Petra, bien. Por un momento creí que este caso se iba al cajón, y con toda la polvareda que ha movido...

—No crea, comisario, la gente se hubiera olvidado al cabo de un tiempo.

—Puede que sí, pero es deber de la policía que los asesinos no anden sueltos y cuando hay tanta expectación queda bien subrayado que hemos cumplido.

—¿Van a convocar a los medios de comunicación, señor?

—No hasta que el juez lo permita. Después hemos pensado que la policía debería estar presente en un acto que se celebrará en el convento de las corazonianas.

—¿Cómo?

—Lo que oye. La madre superiora general y el jefe superior se han puesto de acuerdo. Se devolverá el cuerpo del beato a su hornacina con todos los honores. Naturalmente, algún monje de Poblet se ocupará de recomponerlo. Será una ocasión para que las cámaras de los fotógrafos funcionen. Espero que asistan usted y Garzón.

—Ya veremos.

La mención del comisario a los monjes de Poblet me recordó al hermano Magí. Le pregunté por él y no parecía ni saber quién era o quizá no era momento de mencionar a quien nos había ayudado en las hipótesis frustradas. Al encontrarme en un pasillo con Yolanda indagué de nuevo y me sorprendió al contestar que el fraile se encontraba en comisaría.

—Ha venido a declarar. Está en la sala de interrogatorios.

—Gracias, Yolanda, voy a ver si no se ha marchado aún.

Intercambiamos sonrisas y cuando ya habíamos caminado varios pasos cada una hacia su destino, le di una voz:

—¡Yolanda! ¿Dónde está Sonia?

—En la sala general. ¿Quiere verla?

—Sí, dile que me espere en mi despacho.

—No irá a reñirle hoy también.

—Sin comentarios.

En la sala de interrogatorios se había instalado el juez Manacor. Como había tantas declaraciones que tomar, había preferido trasladarse a nuestras dependencias. Domínguez montaba guardia en la puerta.

—¿Quién hay dentro, Domínguez?

—Un fraile.

—Cuando salga no deje que se marche, acompáñelo a mi despacho.

—Sí, inspectora.

Me encaminé hacia allí y al entrar comprobé que Sonia ya estaba sentada en la butaca del confidente. Se puso en pie en cuanto me vio, adoptando una postura de firme castrense.

—Vuelve a sentarte, Sonia.

Llegué hasta mi asiento y lo ocupé. La miré en silencio. Estaba nerviosa, esperando algo que no acertaba a determinar.

—Sonia, te he hecho venir para preguntarte cómo conseguiste que Miguel Lledó confesara el escondite de su hermano.

—¡Ah, bueno! Había oído decir que Juanito Lledó no era del todo normal. Por comisaría circulaba que era un poco autista o algo por el estilo. Entonces... entonces pensé que yo sabría cómo hablarle.

—¿Ah, sí? No sabía que tenías conocimientos de psicología.

—No, inspectora, si yo de psicología no sé nada. Pero es que... bueno, tengo una hermana con un poco de retraso mental. Somos cuatro y ésta nació al final, es la más pequeña. Para mis padres fue un palo de mucho cuidado, y al principio lo pasaron fatal. Luego ha resultado que la chica es muy maja, va a un colegio especial y se porta estupendo. Por eso es por lo que yo sé cómo están los chicos que tienen algún hermano especial, como Miguel Lledó. La paciencia que hay que gastar con el crío, cómo los padres se olvidan de ti y sólo se preocupan por el chico o la chica que tiene el problema, lo solo que a veces puedes llegar a encontrarte. Pensé que si le contaba eso a Lledó se sentiría comprendido. Y así fue. Vi que no estaban ustedes en la sala y me atreví a entrar. Cuando le dije lo de mi hermana se emocionó, me trató de igual a igual. Luego lo convencí de que lo mejor que podía hacer por su hermano era acabar con esta pesadilla y decirnos dónde se ocultaba. Y ya ve...

—Bueno, supongo que debes saber que lo has hecho muy mal.

—Sí, lo sé.

—Un policía no puede obrar a impulsos personales saltándose la cadena de mando. Hubieras podido hacer exactamente lo mismo consultando primero conmigo o con el subinspector Garzón.

—Lo sé, inspectora, y le pido perdón.

—Por esta vez, pase; pero en el futuro...

—Sí, inspectora, no se preocupe.

Se la veía satisfecha por haber orillado algún tipo de sanción o de reconvención más severa. Se incorporó levemente y le dije:

—Vuelve a sentarte, yo te indicaré cuándo quiero que te levantes.

—Sí, inspectora —susurró empezando de nuevo a no tenerlas todas consigo.

—Quiero comunicarte que voy a solicitar para ti una condecoración.

Me miró de hito en hito y puso cara de boba. Continué, evitando observar su reacción.

—En este caso te has arriesgado por encima del deber y has demostrado un celo que va más allá de lo que le correspondía a tus responsabilidades. Debido a ello estoy segura de que mi petición a la superioridad de que seas condecorada no tropezará con ningún impedimento.

Estaba colorada como si fuera a ponerse enferma.

—Yo, inspectora, yo quiero decirle que mi agradecimiento... que mi... bueno, que se lo agradezco un montón.

—Escúchame bien: si me comunicas alguna vez, una sola vez en forma de palabras ese agradecimiento que dices sentir, ahora o en el futuro... pediré inmediatamente que causes baja en mi grupo de investigación. ¿Estamos?

—Sí, inspectora —exclamó ufanamente. Su alegría se superponía a su eterna incomprensión de lo que yo podía querer. Fue a levantarse y se sentó de golpe, sonriente:

—Inspectora, ¿da usted su permiso para que me levante?

—Sí, por Dios, y lárgate.

Soltó una risita tonta y se fue casi dando saltos de felicidad. Una hermana con retraso mental, una familia con pocos recursos, cuatro hijos... realmente me sentí exactamente como debía sentirse la madre Guillermina: uno pasa la vida rodeado de gente de la que lo ignora prácticamente todo. Sólo la organización general parece contar, pero no es así, la gente tiene sus historias, sus pegas, sus conflictos, sus amores y pasiones... Claro que barajar todo eso sería imposible para un superior. Nuestro papel era obrar como si aquella pequeña parte de la persona que asistía al trabajo fuera el todo. Una empobrecedora pero clarificante reducción.

Recordé al hermano Magí y salí al pasillo. Allí estaba, luciendo hábito esta vez.

—Pase, hermano. ¿Tiene prisa?

—No —respondió mientras entraba y tomaba asiento.

—Es que lo he llamado solo para charlar con usted. ¿Cómo va todo por el monasterio?

—Bueno, se podría decir que bien. El prior está razonablemente satisfecho por la resolución del caso. Aunque claro, nadie puede estar contento por un asesinato. Al menos la familia ha quedado más conforme. Han visto que a su hijo nadie le odiaba.

—Un triste consuelo.

—Sí, pero todos nos aferramos a lo que tenemos para poder continuar.

—¿Y usted, cómo está usted?

—Conmocionado, debo decirle la verdad. Haber estado tanto tiempo junto a... bueno, junto a la hermana Domitila y después saber...

—¿Nunca sospechó nada?

—Nunca, se lo aseguro. Sólo alguna vez... sólo alguna vez me dejaba pasmado la energía con que esa monja trabajaba en los temas históricos. Sentía una auténtica pasión por la historia y, claro, la pasión es un sentimiento peligroso en cualquier campo.

—Hay quien dice que sin pasión no se pueden hacer cosas importantes.

—Es un razonamiento acertado, pero no especifica si esas cosas son buenas o malas, y ésa es la parte que más me interesa a mí. De todas maneras, yo no soy buen opinante para ese tema. Nunca he sido tan sabio como el hermano Cristóbal o como la hermana Domitila, a quien Dios perdone. Las tentaciones no son tan fuertes para los menos dotados.

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