Read El sí de las niñas Online
Authors: Leandro Fernández de Moratín
DOÑA FRANCISCA.— Vamos… ¿No viene usted?
DON DIEGO.— Ahora no, Paquita. Dentro de un rato iré por allá.
DOÑA FRANCISCA.— Vaya usted presto.
(Encaminándose al cuarto de DOÑA IRENE, vuelve y se despide de DON DIEGO besándole las manos.)
DON DIEGO.— Sí, presto iré.
SIMÓN, DON DIEGO
SIMÓN.— Ahí están, señor.
DON DIEGO.— ¿Qué dices?
SIMÓN.— Cuando yo salía de la puerta, los vi a lo lejos, que iban ya de camino. Empecé a dar voces y hacer señas con el pañuelo; se detuvieron, y apenas llegué y le dije al señorito lo que usted mandaba, volvió las riendas, y está abajo. Le encargué que no subiera hasta que le avisara yo, por si acaso había gente aquí, y usted no quería que le viesen.
DON DIEGO.— ¿Y qué dijo cuando le diste el recado?
SIMÓN.— Ni una sola palabra… Muerto viene… Ya digo, ni una sola palabra… A mí me ha dado compasión el verle así tan…
DON DIEGO.— No me empieces ya a interceder por él.
SIMÓN.— ¿Yo, señor?
DON DIEGO.— Sí, que no te entiendo yo… ¡Compasión!… Es un pícaro.
SIMÓN.— Como yo no sé lo que ha hecho…
DON DIEGO.— Es un bribón, que me ha de quitar la vida… Ya te he dicho que no quiero intercesores.
SIMÓN.— Bien está, señor.
(Vase por la puerta del foro. DON DIEGO se sienta, manifestando inquietud y enojo.)
DON DIEGO.— Dile que suba.
DON CARLOS, DON DIEGO
DON DIEGO.— Venga usted acá, señorito; venga usted… ¿En dónde has estado desde que no nos vemos?
DON CARLOS.— En el mesón de afuera.
DON DIEGO.— ¿Y no has salido de allí en toda la noche, eh?
DON CARLOS.— Sí, señor; entré en la ciudad y…
DON DIEGO.— ¿A qué?… Siéntese usted.
DON CARLOS.— Tenía precisión de hablar con un sujeto…
(Siéntase.)
DON DIEGO.— ¡Precisión!
DON CARLOS.— Sí, señor… Le debo muchas atenciones, y no era posible volverme a Zaragoza sin estar primero con él.
DON DIEGO.— Ya. En habiendo tantas obligaciones de por medio… Pero venirle a ver a las tres de la mañana, me parece mucho desacuerdo… ¿Por qué no le escribiste un papel?… Mira, aquí he de tener… Con este papel que le hubieras enviado en mejor ocasión, no había necesidad de hacerle trasnochar, ni molestar a nadie.
(Dándole el papel que tiraron a la ventana. DON CARLOS, luego que le reconoce, se le vuelve y se levanta en ademán de irse.)
DON CARLOS.— Pues si todo lo sabe usted, ¿para qué me llama? ¿Por qué no me permite seguir mi camino, y se evitaría una contestación de la cual ni usted ni yo quedaremos contentos?
DON DIEGO.— Quiere saber su tío de usted lo que hay en esto, y quiere que usted se lo diga.
DON CARLOS.— ¿Para qué saber más?
DON DIEGO.— Porque yo lo quiero y lo mando. ¡Oiga!
DON CARLOS.— Bien está.
DON DIEGO.— Siéntate ahí…
(Siéntase DON CARLOS.)
¿En dónde has conocido a esta niña?… ¿Qué amor es éste? ¿Qué circunstancias han ocurrido?… ¿Qué obligaciones hay entre los dos? ¿Dónde, cuándo la viste?
DON CARLOS.— Volviéndome a Zaragoza el año pasado, llegué a Guadalajara sin ánimo de detenerme; pero el intendente, en cuya casa de campo nos apeamos, se empeñó en que había de quedarme allí todo aquel día, por ser cumpleaños de su parienta, prometiéndome que al siguiente me dejaría proseguir mi viaje. Entre las gentes convidadas hallé a Doña Paquita, a quien la señora había sacado aquel día del convento para que se esparciese un poco… Yo no sé que vi en ella, qué excitó en mi una inquietud, un deseo constante, irresistible, de mirarla, de oírla, de hallarme a su lado, de hablar con ella, de hacerme agradable a sus ojos… El intendente dijo entre otras cosas…, burlándose…, que yo era muy enamorado, y le ocurrió fingir que me llamaba Don Félix de Toledo nombre que dio Calderón a algunos amantes de sus comedias. Yo sostuve esa ficción, porque desde luego concebí la idea de permanecer algún tiempo en aquella ciudad, evitando que llegase a noticia de usted… Observé que Doña Paquita me trató con un agrado particular, y cuando por la noche nos separamos, yo me quedé lleno de vanidad y de esperanzas, viéndome preferido a todos los concurrentes de aquel día, que fueron muchos. En fin… Pero no quisiera ofender a usted refiriéndole.
DON DIEGO.— Prosigue…
DON CARLOS.— Supe que era hija de una señora de Madrid, viuda y pobre, pero de gente muy honrada… Fue necesario fiar de mi amigo los proyectos de amor que me obligaban a quedarme en su compañía; y él, sin aplaudirlos ni desaprobarlos, halló disculpas, las más ingeniosas, para que ninguno de su familia extrañara mi detención. Como su casa de campo está inmediata a la ciudad, fácilmente iba y venía de noche… Logré que Doña Paquita leyese algunas cartas mías; y con las pocas respuestas que de ella tuve, acabé de precipitarme en una pasión que mientras viva me hará infeliz.
DON DIEGO.— Vaya… Vamos, sigue adelante.
DON CARLOS.— Mi asistente
(que, como usted sabe, es hombre de travesura y conoce el mundo)
, con mil artificios que a cada paso le ocurrían, facilitó los muchos estorbos que al principio hallábamos… La seña era dar tres palmadas, a las cuales respondían con otras tres desde una ventanilla que daba al corral de las monjas. Hablábamos todas las noches, muy a deshora, con el recato y las precauciones que ya se dejan entender… Siempre fui para ella Don Félix de Toledo, oficial de un regimiento, estimado de mis jefes y hombre de honor… Nunca la dije más, ni la hablé de mis parientes, ni de mis esperanzas, ni la di a entender que casándose conmigo podía aspirar a mejor fortuna; porque ni me convenía nombrarle a usted, ni quise exponerla a que las miras de interés, y no el amor, la inclinasen a favorecerme. De cada vez la hallé más fina, más hermosa, más digna de ser adorada… Cerca de tres meses me detuve allí; pero al fin era necesario separarnos, y una noche funesta me despedí, la dejé rendida a un desmayo mortal, y me fui, ciego de amor, adonde mi obligación me llamaba… Sus cartas consolaron por algún tiempo mi ausencia triste, y en una que recibí pocos días ha, me dijo cómo su madre trataba de casarla, que primero perdería la vida que dar su mano a otro que a mí; me acordaba mis juramentos, me exhortaba a cumplirlos… Monté a caballo, corrí precipitado el camino, llegué a Guadalajara, no la encontré, vine aquí… Lo demás bien lo sabe usted, no hay para qué decírselo.
DON DIEGO.— ¿Y qué proyectos eran los tuyos en esta venida?
DON CARLOS.— Consolarla, jurarla de nuevo un eterno amor, pasar a Madrid, verle a usted, echarme a sus pies, referirle todo lo ocurrido, y pedirle, no riquezas, ni herencias, ni protecciones, ni… eso no… Sólo su consentimiento, y su bendición para verificar un enlace tan suspirado, en que ella y yo fundábamos toda nuestra felicidad.
DON DIEGO.— Pues ya ves, Carlos, que es tiempo de pensar muy de otra manera.
DON CARLOS.— Sí, señor.
DON DIEGO.— Si tú la quieres, yo la quiero también. Su madre y toda su familia aplauden este casamiento. Ella…, y sean las que fueren las promesas que a ti te hizo…, ella misma, no ha media hora, me ha dicho que está pronta a obedecer a su madre y darme la mano, así que…
DON CARLOS.— Pero no el corazón.
(Levántase.)
DON DIEGO.— ¿Qué dices?
DON CARLOS.— No, eso no… Sería ofenderla… Usted celebrará sus bodas cuando guste; ella se portará siempre como conviene a su honestidad y a su virtud; pero yo he sido el primero, el único objeto de su cariño, lo soy y lo seré… Usted se llamará su marido; pero si alguna o muchas veces la sorprende, y ve sus ojos hermosos inundados en lágrimas, por mí las vierte… No la pregunte usted jamás el motivo de sus melancolías… Yo, yo seré la causa… Los suspiros, que en vano procurará reprimir, serán finezas dirigidas a un amigo ausente.
DON DIEGO.— ¿Qué temeridad es ésta?
(Se levanta con mucho enojo, encaminándose hacia DON CARLOS, que se va retirando.)
DON CARLOS.— Ya se lo dije a usted… Era imposible que yo hablase una palabra sin ofenderle… Pero acabemos esta odiosa conversación… Viva usted feliz, y no me aborrezca, que yo en nada le he querido disgustar… La prueba mayor que yo puedo darle es mi obediencia y mi respeto, es la de salir de aquí inmediatamente… Pero no se me niegue a lo menos el consuelo de saber que usted me perdona.
DON DIEGO.— ¿Con que, en efecto, te vas?
DON CARLOS.— Al instante, señor… Y esta ausencia será bien larga.
DON DIEGO.— ¿Por qué?
DON CARLOS.— Porque no me conviene verla en mi vida… Si las voces que corren de una próxima guerra se llegaran a verificar… entonces…
DON DIEGO.— ¿Qué quieres decir?
(Asiendo de un brazo a DON CARLOS le hace venir más adelante.)
D CARLOS.— Nada… Que apetezco la guerra porque soy soldado.
DON DIEGO.— ¡Carlos!… ¡Qué horror!… ¿Y tienes corazón para decírmelo?
DON CARLOS.— Alguien viene…
(Mirando con inquietud hacia el cuarto de DOÑA IRENE, se desprende de DON DIEGO y hace que se va por la puerta del foro. DON DIEGO va detrás de él y quiere detenerle.)
Tal vez será ella… Quede usted con Dios.
DON DIEGO.— ¿Adónde vas?… No, señor; no has de irte.
DON CARLOS.— Es preciso… Yo no he de verla… Una sola mirada nuestra pudiera causarle a usted inquietudes crueles.
DON DIEGO.— Ya he dicho que no ha de ser… Entra en ese cuarto.
DON CARLOS.— Pero si…
DON DIEGO.— Haz lo que te mando.
(Éntrase DON CARLOS en el cuarto de DON DIEGO.)
DOÑA IRENE, DON DIEGO
DOÑA IRENE.— Conque, señor Don Diego, ¿es ya la de vámonos?… Buenos días…
(Apaga la luz que está sobre la mesa.)
¿Reza usted?
DON DIEGO
(Paseándose con inquietud.)
.— Sí, para rezar estoy ahora.
DOÑA IRENE.— Si usted quiere, ya pueden ir disponiendo el chocolate, y que avisen al mayoral para que enganchen luego que… Pero ¿qué tiene usted, señor?… ¿Hay alguna novedad?
DON DIEGO.— Sí; no deja de haber novedades.
DOÑA IRENE.— Pues ¿qué?… Dígalo usted, por Dios… ¡Vaya, vaya!… No sabe usted lo asustada que estoy… Cualquiera cosa, así, repentina, me remueve toda y me… Desde el último mal parto que tuve, quedé tan sumamente delicada de los nervios… Y va ya para diez y nueve años, si no son veinte; pero desde entonces, ya digo, cualquiera friolera me trastorna… Ni los baños, ni caldos de culebra, ni la conserva de tamarindos; nada me ha servido; de manera que…
DON DIEGO.— Vamos, ahora no hablemos de malos partos ni de conservas… Hay otra cosa más importante de que tratar… ¿Qué hacen esas muchachas?
DOÑA IRENE.— Están recogiendo la ropa y haciendo el cofre para que todo esté a la vela y no haya detención.
DON DIEGO.— Muy bien. Siéntese usted… Y no hay que asustarse ni alborotarse
(Siéntanse los dos.)
por nada de lo que yo diga; y cuenta, no nos abandone el juicio cuando más lo necesitamos… Su hija de usted está enamorada…
DOÑA IRENE.— ¿Pues no lo he dicho ya mil veces? Sí señor que lo está; y bastaba que yo lo dijese para que.
DON DIEGO.— ¡Ese vicio maldito de interrumpir a cada paso! Déjeme usted hablar.
DOÑA IRENE.— Bien, vamos, hable usted.
DON DIEGO.— Está enamorada; pero no está enamorada de mí.
DOÑA IRENE.— ¿Qué dice usted?
DON DIEGO.— Lo que usted oye.
DOÑA IRENE.— Pero, ¿quién le ha contado a usted esos disparates?
DON DIEGO.— Nadie. Yo lo sé, yo lo he visto, nadie me lo ha contado, y cuando se lo digo a usted, bien seguro estoy de que es verdad… Vaya, ¿qué llanto es ése?
DOÑA IRENE
(Llora.)
.— ¡Pobre de mí!
DON DIEGO.— ¿A qué viene eso?
DOÑA IRENE.— ¡Porque me ven sola y sin medios, y porque soy una pobre viuda, parece que todos me desprecian y se conjuran contra mí!
DON DIEGO.— Señora Doña Irene…
DOÑA IRENE.— Al cabo de mis años y de mis achaques, verme tratada de esta manera, como un estropajo, como una puerca cenicienta, vamos al decir… ¿Quién lo creyera de usted?… ¡Válgame Dios!… ¡Si vivieran mis tres difuntos!… Con el último difunto que me viviera, que tenía un genio como una serpiente…
DON DIEGO.— Mire usted, señora, que se me acaba la paciencia.
DOÑA IRENE.— Que lo mismo era replicarle que se ponía hecho una furia del infierno, y un día del Corpus, yo no sé por qué friolera, hartó de mojicones a un comisario ordenador y si no hubiera sido por dos padres del Carmen, que se pusieron de por medio, le estrella contra un poste en los portales de Santa Cruz.
DON DIEGO.— Pero ¿es posible que no ha de atender usted a lo que voy a decirla?
DOÑA IRENE.— ¡Ay! No, señor; que bien lo sé, que no tengo pelo de tonta, no, señor… Usted ya no quiere a la niña, y busca pretextos para zafarse de la obligación en que está… ¡Hija de mi alma y de mi corazón!
DON DIEGO.— Señora Doña Irene, hágame usted el gusto de oírme, de no replicarme, de no decir despropósitos, y luego que usted sepa lo que hay, llore y gima, y grite y diga cuanto quiera… Pero, entretanto, no me apure usted el sufrimiento, por amor de Dios.
DOÑA IRENE.— Diga usted lo que le dé la gana.
DON DIEGO.— Que no volvamos otra vez a llorar y a…
DOÑA IRENE.— No, señor; ya no lloro.
(Enjugándose las lágrimas con un pañuelo.)
DON DIEGO.— Pues hace ya cosa de un año, poco más o menos, que Doña Paquita tiene otro amante. Se han hablado muchas veces, se han escrito, se han prometido amor, fidelidad, constancia… Y, por último, existe en ambos una pasión tan fina, que las dificultades y la ausencia, lejos de disminuirla, han contribuido eficazmente a hacerla mayor. En este supuesto…
DOÑA IRENE.— ¿Pero no conoce usted, señor, que todo es un chisme inventado por alguna mala lengua que no nos quiere bien?
DON DIEGO.— Volvemos otra vez a lo mismo… No señora; no es chisme. Repito de nuevo que lo sé.
DOÑA IRENE.— ¿Qué ha de saber usted, señor, ni qué traza tiene eso de verdad? ¡Conque la hija de mis entrañas, encerrada en un convento, ayunando los siete reviernes, acompañada de aquellas santas religiosas! ¡Ella, que no sabe lo que es mundo, que no ha salido todavía del cascarón, como quien dice!… Bien se conoce que no sabe usted el genio que tiene Circuncisión… ¡Pues bonita es ella para haber disimulado a su sobrina el menor desliz!