El Séptimo Secreto (2 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: El Séptimo Secreto
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—¡Oh, papá, es mejor que no lo hagas! —exclamó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Que no digas nada a la prensa. No sé decírtelo de otro modo. Tienes fama de erudito en todo el mundo. Siempre te han caracterizado la cautela y la exactitud en lo que escribes. Nuestro libro sobre Hitler será el punto culminante de tu carrera. No lo eches a perder con especulaciones arriesgadas. Ya sé que has visto al tal doctor Thiel, y que has visto u oído ciertas pruebas. Pero podrían ser una falsificación, podrían estar equivocadas. Podrían hacernos pasar, a ti y a mí, por tontos. Las suposiciones del doctor Thiel se oponen a todas las pruebas sólidas existentes hasta ahora. Hitler se disparó un tiro y dio a Eva Braun una dosis de cianuro en su búnker en 1945. Algunas personas vieron cómo transportaban sus cuerpos. Luego los quemaron. Éstos son los hechos.

Ashcroft tardó en responder. En los cinco años de colaboración con su hija raramente habían discutido. Pero luego dijo:

—Quizás, Emily, quizá. Pero asegurémonos primero. Tengo que seguir adelante.

Y había seguido adelante, con rapidez, decidido a conjurar el último fantasma.

Había telefoneado a la empresa constructora Oberstadt, muy bien recomendada, para que se ocupara de la excavación. Después había dispuesto los preparativos para la conferencia de prensa que se limitaría a doce periodistas, cuatro de televisión y radio y los demás de los principales periódicos y revistas.

La conferencia de prensa había ido bien, desde el Guten Tag hasta el Auf Wiedersehen. Ashcroft estuvo hablando durante una hora sin interrupciones de la prensa y al final aceptó preguntas. Todos habían oído hablar de su libro sobre Hitler. Pero su declaración importante fue que estaba allí para llevar a cabo una investigación definitiva respecto a la muerte de Adolf Hitler y de Eva Braun. Una «nueva prueba» le obligaba a excavar el viejo lugar del entierro y escudriñarlo una vez más. A pesar de las numerosas preguntas que le formularon, había evitado hablar de la «nueva prueba» y de cómo consiguió su pista. No mencionó para nada el nombre del doctor Max Thiel.

Había sido todo un éxito, y quizás esta publicidad lograba sacar a la luz a algún viejo colaborador de la era nazi que pudiera quedar, a algún testigo al que interrogar aún.

Ashcroft se detuvo frente al restaurante, encantado con la actividad de la bulliciosa Kurfürstendamm. Era una de sus calles favoritas en todo el mundo. Picadilly y Picadilly Circus parecían pasadas de moda a su lado. Aquella avenida berlinesa tenía realmente la grandeza de los Champs Élyssés, pero solía estar más animada. Recorrió con la mirada las aceras, los numerosos escaparates acristalados, los verdes y frondosos árboles que se erguían como centinelas a cada lado de la calle.

Por un momento pensó que podía seguir paseando tranquilamente hacia la Breitscheidplatz, con su iglesia en memoria del Kaiser Wilhelm, el moderno edificio de culto, bajo y octogonal, construido con vidrio y acero, que se elevaba incongruentemente junto al campanario de la primitiva iglesia, que fue derribado durante la guerra y que seguía sin reparar. O visitar quizás el Centro Europa, con sus tres plantas de comercios, cafés y teatros, y sus diecinueve plantas de despachos coronados por el gigantesco emblema circular de la Mercedes Benz. O que podía pasar el rato en el nuevo café Romanisches; aunque no era ni la mitad de bonito que el antiguo que había conocido en su juventud, aún le producía nostalgia, y el Kaffee no estaba mal del todo.

Tal vez fuera más sensato renunciar a todo eso, dar los pocos pasos que le separaban de su habitación en el Kempinski y volver a estudiar el plano arquitectónico del búnker de Hitler, antes de comenzar, al día siguiente, las excavaciones en busca de la verdad.

La verdad y Hitler ganaron. No había tiempo para descansos.

Harrison Ashcroft aspiró el cálido aire estival y comenzó a bajar por la Kurfürstendamm en dirección al café Kempinski, un restaurante con una terraza exterior enfrente. Desde allí podía girar hacia Fasanenstrasse, la calle lateral que desembocaba en la entrada de mármol del hotel Bristol Kempinski.

Harrison Ashcroft, lleno de salud y de decisión a pesar de sus setenta y dos años, se dirigió hacia la esquina caminando enérgicamente. Iba pensando en la extraordinaria prueba del doctor Thiel, en la excavación del día siguiente, en el último día de Hitler.

Llegó a la esquina, cruzó la calle hacia el café Kempinski y giró a la derecha en dirección a la entrada del hotel.

En ese momento, al girar, cuando estaba a punto de seguir su camino, oyó que pronunciaban su nombre en voz alta, o le pareció oírlo, e instintivamente miró por encima del hombro para ver quién le había llamado.

Pero no había nada que ver, aparte de la gran rejilla metálica de un enorme camión que entraba girando en la calle lateral y le tapaba totalmente la perspectiva. De pronto el camión chirrió, se subió al bordillo, entró en la acera, destrozó la jardinera de la esquina mientras los clientes del restaurante se dispersaban entre gritos.

Luego el camión, fuera de control por un momento, se desvió bruscamente del café y avanzó rugiendo por la acera hacia él.

La rejilla y los neumáticos, gigantescos ahora, se abalanzaron encima suyo, y esta imprevista y espantosa aparición le dejó paralizado.

La rejilla del radiador le alcanzó de pleno, golpeándole como el puño de Sansón, le levantó del suelo y le lanzó hacia arriba catapultándole hasta la propia calzada.

Aterrizó brutalmente de cara, medio ciego, medio inconsciente, con fracturas y sangrando. Intentó alzar la cabeza del suelo para protestar por la agresión sufrida, cuando vio que la rejilla y los gruesos neumáticos del camión se abalanzaban de nuevo directamente encima suyo al enderezarse para regresar a la calzada.

Débilmente trató de levantar la mano para desviarlo, pero los neumáticos se le echaban ya encima, lo último que vería en su vida.

Los neumáticos rodaron sobre su cuerpo, aplastándolo y reventándolo.

La oscuridad fue instantánea. La oscuridad fue para siempre.

Después del entierro, Emily regresaba a Oxford sentada en el asiento trasero del Daimler negro de la funeraria y se sentía desconsolada. Su primer instinto, su primer deseo, era hablar a su padre del funeral. Quería contarle la ceremonia, tan concurrida por gente importante de la universidad, incontables amigos, todos sus parientes, varios funcionarios que habían ido desde Londres, incluso había asistido su dependiente predilecto de la librería Blackwell's. Emily quería compartirlo con su padre, contarle esto del mismo modo que le había contado siempre todo. Pero de repente se dio cuenta, sobresaltada, de que eso era imposible porque él ya no estaba allí. Estaba bajo tierra. Se había ido. Era increíble. Por primera vez en su vida, su padre no estaba con ella.

Entonces se dio cuenta de quiénes estaban allí. A su lado, en el asiento trasero del Daimler, iba Pamela Taylor, su tímida y pelirroja secretaria y mecanógrafa, que en aquel momento se secaba con un kleenex los hinchados ojos y la congestionada nariz. Al otro lado de Emily, mirando hacia adelante, hacia el chófer y el paisaje, iba su tío Brian Ashcroft, el hermano menor de su padre, de sesenta y nueve años, director de una empresa de contabilidad en Birmingham.

Ya nadie lloraba, habían agotado sus lágrimas y sus emociones y guardaban las pocas fuerzas que les quedaban para la recepción posterior al funeral, en la casa de su padre —la casa de Emily— situada a unas cuantas manzanas de la universidad, donde su padre había vivido toda una vida.

Emily recibió la espantosa noticia a media tarde, a través de una llamada telefónica de la policía de Berlín occidental. «¿La señorita Emily Ashcroft? Ha ocurrido un grave accidente. Se trata de su padre, sir Harrison Ashcroft, un camión le atropelló y le mató. El conductor huyó. Su padre murió en el acto. Lo sentimos, lo sentimos muchísimo.»

Habían dicho algo más, pero Emily fue incapaz de seguir escuchando. Con una total conmoción y cierta incredulidad, logró telefonear al viejo médico de la familia, pensando irracionalmente que él podría salvar a su padre. Pero el doctor, comprendiendo lo sucedido, se presentó en seguida en su domicilio, le administró un sedante y luego llamó a Pamela para que avisara a algunos de los amigos más íntimos del doctor Ashcroft en la facultad.

Fue un momento terrible, el peor de toda su vida.

Y ni siquiera podía acudir a Jeremy. Aquélla había sido otra muerte —no comparable a ésta, a la de su padre—, pero en cierto modo fue un preludio de la infelicidad. Ocurrió casi seis meses atrás, después de que Jeremy Robinson hubiera formado parte de su vida durante todo un año. Todo comenzó cuando convocaron a Emily a Londres para que escribiera y presentara un nuevo documental televisivo de la BBC sobre el ascenso y la caída del Tercer Reich. El rodaje de sus escenas se había desarrollado sin problemas, con gran profesionalidad, y cuando su colaboración hubo finalizado, aceptó con ilusión la invitación de Jeremy a una cena de despedida para dos.

Jeremy la había atraído desde el principio. Era un hombre de mediana edad, muy guapo y simpático. Un hombre casado, en realidad, con dos hijos pequeños. Jeremy quiso tener una aventura con ella, pero Emily no se decidía. Había vivido otras historias de ese tipo y sabía que sólo conducían a un callejón sin salida. Cuando Jeremy le aseguró que estaba tramitando su divorcio y que quería casarse con ella lo antes posible, su resistencia cedió y se hicieron amantes, aunque ella prefirió no irse a vivir con él.

La relación que mantuvieron en el apartamento de Jeremy, situado cerca del estudio, había sido estimulante y prometedora.

Emily había hablado a su padre de Jeremy desde el principio. Sir Harrison lo aprobó inmediatamente, pues deseaba la felicidad de su hija. Luego, un día, seis meses atrás, Jeremy llamó para cancelar la cita de los fines de semana que acostumbraban a pasar juntos en el campo. Le habían encargado una versión dramática de Moll Flanders para la BBC, interpretada por la joven actriz Phoebe Ellsmore. Era un trabajo fácil, pero los preparativos le tendrían ocupado el fin de semana. Después de aquel día canceló tres citas más y finalmente dejó de llamar. Al cabo de poco tiempo apareció en los periódicos la noticia: Jeremy Robinson había obtenido el divorcio y estaba a punto de casarse con Phoebe Ellsmore.

Aquello significó para Emily la más grosera humillación personal. Durante varios días fue incapaz de mirar a su padre a la cara, pero después, él la consoló y le dijo que así era mejor porque ya sabía lo que podía haberle esperado.

La herida siguió abierta, pero cada vez dolía menos. Sabía que en realidad el dolor no lo había provocado la pérdida del amor, sino su orgullo herido. Con la distancia pudo darse cuenta de que, en el fondo, no deseaba tanto a Jeremy como una estabilidad en el matrimonio, un hogar, sus propios hijos, y sobre todo un cambio de escenario. Más que Jeremy, le atraía la idea de abandonar las clases, de dejar la investigación y publicación de textos. Desde luego, él le gustaba. Pero cuando la atmósfera se despejó, comprendió que una boda con Jeremy hubiera sido un desastre. Cuando el dolor se hubo convertido en aversión, el recuerdo de Jeremy comenzó a desvanecerse dejando paso a la feliz euforia de quien se ha salvado del peligro.

A Dios gracias podía refugiarse en su trabajo. Y se lanzó con nuevas fuerzas a terminar la biografía de Hitler. Gradualmente, el libro y su padre se fueron convirtiendo en lo más importante de su vida.

Y ahora esto, la pérdida más devastadora de todas. Después de la llamada telefónica que le comunicó la muerte de su padre, los vivos habían cumplido sus obligaciones con el ser desaparecido. Emily quiso viajar a Berlín para estar junto a su padre, para acompañarle a casa; pero se impusieron criterios más juiciosos. Alguien la ayudó a telefonear a la comisaría central de Berlín y allí, cuando supieron quién era, la pusieron con el jefe de policía, Wolfgang Schmidt, quien habló con ella en inglés, en un tono afectuoso y protector. Schmidt volvió a contar los hechos del accidente, y luego quiso entrar en detalles. El camión iba descontrolado, se subió al bordillo, golpeó al doctor Ashcroft en la acera y le arrojó a la calzada, y después, por casualidad, le atropelló.

El doctor Ashcroft murió en el acto. El conductor, que sin duda debía de estar borracho, huyó con el camión. Debido a la confusión, las descripciones del vehículo variaban, pero se estaba haciendo todo lo posible para localizarlo. El jefe Schmidt tenía pocas esperanzas de éxito. Lamentaba profundamente el accidente.

Después, su tío la había obligado a descansar. Pamela se ocupó de llamar por teléfono para ultimar los preparativos, y el cuerpo se envió por avión de Berlín occidental a Oxford.

Y ahora se acabó. Su padre dormía en paz bajo tierra. Su gran obra quedaba inacabada, y ella sola.

Emily, sin lágrimas, sin ninguna energía, sentada rígidamente en el asiento de la silenciosa limosina, trataba de imaginarse el futuro. Pero no podía ver más allá de la recepción de las dos próximas horas.

Se puso sobre la falda el bolso que estaba tirado a sus pies para buscar un pañuelo, y al abrirlo encontró con sorpresa dos sobres encima de su billetero y su neceser. Mientras sacaba el pañuelo del fondo, se sonaba y lo volvía a guardar, le empezaron a intrigar los dos sobres. Luego recordó. Al salir esa mañana de casa para ir al funeral había visto la correspondencia que Pamela había dejado sobre la mesa de su despacho. Después de ojearla sin interés, pensó que la mayoría de los sobrecitos cuadrados debían de contener notas de pésame. Había también dos sobres mayores, ambos con sellos alemanes, uno timbrado en Berlín oriental y el otro en Berlín occidental. ¡Qué raro! Se preguntó quién podría escribirle desde Alemania. Pero no había tiempo para abrir los sobres y leer su contenido; tío Brian y Pamela estaban ya en la puerta para escoltarla hasta el funeral. Metió los dos sobres en el bolso y salió apresuradamente.

Los sobres seguían cerrados en su bolso, esperando a que los abrieran. Los sacó despacio, dejó el bolso a un lado y rasgó el primer sobre, el que llevaba matasellos de Berlín oriental.

La carta estaba escrita a mano por una sola cara y tenía grabado el membrete del profesor Otto Blaubach. Lo recordaba perfectamente. Era un buen amigo de su padre, un historiador experto en el Tercer Reich y en Hitler, y actualmente viceprimer ministro de Alemania oriental. Su padre había hablado con Blaubach el día antes de su muerte, y gracias a él había conseguido el permiso para excavar la zona situada en torno al viejo búnker de Hitler. Recordaba haber coincidido con Blaubach en una ocasión, era un alemán ceremonioso, una especie de Thomas Mann, pero a la vez era la cortesía y amabilidad en persona.

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