El Séptimo Secreto (13 page)

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Authors: Irving Wallace

BOOK: El Séptimo Secreto
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—Debieron de oír el disparo.

—No oyeron nada. La doble puerta de acero de los alojamientos privados de Hitler no sólo estaba fabricada a prueba de fuego y a prueba de gas, sino también insonorizada.

—Algunos historiadores escribieron que se oyó un disparo. Vogel movió la cabeza enérgicamente:

—No, no. Eso fue un error. Cuando luego Kempka entró precipitadamente en el búnker para ver qué había pasado, Günsche le dijo que Hitler había muerto. Günsche hizo un gesto familiar, apuntando con un dedo el interior de su boca como si fuera una pistola, aunque él sabía que Hitler se había disparado en la sien. Después, cuando los servicios de inteligencia americanos y británicos interrogaron a Kempka, le preguntaron si había oído el disparo suicida. Kempka sabía lo que ellos querían oír, por lo cual dijo que todos habían oído el disparo. En realidad, nadie oyó disparo alguno.

—¿Estaba usted entre los colaboradores de Hitler cuando entraron en su habitación al cabo de diez minutos?

—No —dijo Vogel con pesar—. Me ordenaron que volviera a mi puesto, en el exterior de la entrada del búnker. Pero después de aquello vi otras cosas que ya le contaré. De todos modos, oí lo que sucedió cuando los demás entraron en el salón de Hitler. Linge entró el primero, y el olor a almendra amarga y a cordita que había en la habitación le produjo náuseas. Entraron detrás suyo Bormann, Günsche, Goebbels y Artur Axmann, jefe de las Juventudes Hitlerianas, que acababa de llegar.

—¿Todos ellos vieron a Hitler muerto? —preguntó Emily.

—Los vieron muertos a los dos. Hitler estaba hundido en el rincón izquierdo del sofá. Había ingerido una cápsula de cianuro y además, con la mano izquierda, había colocado la boca de su pistola, una Walther 7.65 negra, en su sien derecha, a la altura de la ceja, y había apretado el gatillo. El proyectil le abrió la sien y la herida rezumaba sangre. Su pistola había resbalado hasta la alfombra.

—Y Eva Braun de Hitler?

—Estaba medio metro más allá. Había arrojado las zapatillas, tenía las piernas dobladas bajo su cuerpo. Se había tragado una cápsula de cianuro y había caído sobre Hitler, golpeando con las piernas un jarrón blanco de Dresden con tulipanes que había sobre la mesita de café. Al parecer, también ella había pensado utilizar una pistola, una Walther más pequeña, pero Linge la encontró sin usar encima de la mesa, con las recámaras todavía cargadas. Avisaron al doctor Ludwig Stumpfegger, un cirujano ortopédico. Los examinó y declaró que ambos estaban muertos.

—Ambos muertos —repitió Emily—. Luego la incineración.

—Lo vi personalmente casi todo —dijo Vogel bajando la voz—. Fue horroroso. —Se sumió por un momento en sus pensamientos y luego empezó a hablar de nuevo—: Yo, junto con varios otros guardias, era uno de los Zaungaste, lo que ustedes llamarían un mirón. Me dijeron que el ayuda de cámara Linge echó una manta marrón del ejército sobre la parte superior del cuerpo de Hitler, cubriendo su rostro ensangrentado. Linge llevó a Hitler desde su habitación privada, a través de la antesala y el pasillo, hacia el fondo del hueco de la escalera que conducía a la salida de emergencia abierta al jardín. Pero Hitler pesaba unos ochenta y dos kilos y era demasiado para Linge solo. Entregó el cuerpo a los tres jóvenes de las SS que lo llevaron, con la cabeza por delante, los cuatro tramos de escalones. Después apareció Bormann cargando con Eva, parcialmente cubierta con una manta, pero con el rostro claramente visible. Kempka me dijo que Bormann la llevaba como si fuera «un saco de patatas» Kempka sabía la antipatía que Eva sentía hacia Bormann en vida, así que arrebató a Bormann su cuerpo y se lo entregó a Günsche, quien lo llevó escaleras arriba con la ayuda de dos hombres más de las SS. Entre estallidos de proyectiles rusos pude oír, o sentir, por breves momentos, que algo estaba pasando dentro del Führerbunker. Así que abandoné mi puesto y me di una vuelta para ver qué sucedía.

—¿Los vio enterrar a los dos?

—Lo vi todo —dijo Vogel—. Los tres hombres de las SS habían salido del búnker transportando el cuerpo de Hitler.

—¿Pudo verle la cara?

—Estaba aún cubierta. Pero pude ver claramente sus familiares pantalones negros y sus gruesos zapatos asomando bajo la manta. A unos diez metros de la salida había una fosa poco profunda y metieron en ella el cuerpo de Hitler. Luego llevaron a Eva Braun. Pude ver su cara. Parecía tener una gran paz. Pude ver también sus pies, con los zapatos de Ferragamo, sobresaliendo de la manta. Bajaron su cadáver a la fosa junto a Hitler. Inmediatamente después, en aquella tarde ventosa, salieron del búnker nueve de ellos y se quedaron mirando. Reconocí a Linge, Goebbels y Bormann, y también al doctor Stumpfegger. —Vogel se estremeció con el recuerdo de aquellos momentos—. Dos hombres de las SS avanzaron empujando los bidones, y empezaron a verter gasolina encima de los cuerpos; creo que había unos doscientos litros. Linge intentó encender algo y prender fuego a los cuerpos, pero la explosión de una serie de proyectiles los mandó a todos al interior de la puerta de emergencia del búnker. Al final, Linge se las arregló para encender una antorcha improvisada, un trozo de papel o trapo retorcido en forma de cono, dio unos pasos y consiguió arrojarlo sobre los empapados cuerpos. Al momento se levantó una humeante llamarada azul. Los nueve testigos que se habían retirado hicieron con el brazo en alto el viejo saludo nazi. Las llamas crecieron más. Los testigos volvieron al búnker y yo me arrastré hacia mi puesto.

—¿La incineración había terminado?

—No del todo. No fue tan fácil quemar dos cuerpos en una fosa poco profunda. Se habían dado órdenes de seguir arrojando gasolina sobre los cuerpos. Así que durante tres o cuatro horas los guardias de las SS siguieron yendo a la trinchera para verter más bidones de gasolina sobre los cadáveres. Luego, antes del anochecer, cuando aún había luz, decidí echar un vistazo.

—Y vio usted los restos de Hitler y Braun.

Vogel asintió.

—No había nadie por allí, así que me acerqué a la fosa sin ser visto. Las llamas eran ya mortecinas. Conseguí distinguir los contornos del rostro de Hitler. Hacía un calor terrible. Los dos cuerpos estaban humeantes, su carne había hervido hasta desaparecer. La parte inferior de Hitler estaba completamente quemada, sólo pude ver el hueso de su espinilla. Y en cuanto al cuerpo de Eva Braun, era imposible reconocerlo, no era más que un cuerpo de mujer carbonizado. Me di la vuelta y vomité. Después de aquello supe que habían enterrado los dos cuerpos.

—¿Le dijo alguien dónde los enterraron? —preguntó Emily.

—Me dijeron que el Brigadeführer de las SS, Johann Rattenhuber, jefe de seguridad del búnker, ordenó a otros tres guardias de las SS que sacaran los cadáveres de aquella somera fosa y que los enterrasen por allí cerca. Los guardias de las SS cogieron un trozo de lona de una tienda, pusieron como pudieron lo que quedaba de los cuerpos, los huesos y las cenizas sobre la lona, y la llevaron arrastrando hasta un cráter de proyectil más profundo, no muy lejos de allí. Cubrieron el cráter con tierra suelta y cascotes, y machacaron la tierra con un pisón de madera o una pala. Oí que Axmann se acercaba y pedía a los guardias que recogieran algunas de las cenizas de Hitler y las metieran en una caja que él se llevó Dios sabe dónde. Después de aquello, los que quedaban en el búnker se escaparon, intentando salvar sus vidas. Me ordenaron que me quedara allí, junto con tres guardias más de las SS, para eliminar cualquier documento comprometedor que quedara dentro del búnker. Todos bebimos y dormimos un poco, y luego por la mañana aparecieron en el búnker los primeros rusos. Eran del NKVD. Nos preguntaron por Hitler. Yo les dije lo que le acabo de contar. Querían ver el lugar del entierro. Uno de nuestros hombres los condujo hasta el cráter lleno de escombros. Poco después, los rusos excavaron y sacaron del foso la mandíbula de Hitler. Comprobaron que aquellos dientes, examinados por rayos X, coincidían con los de Hitler de una ficha dental. Se convencieron de que Hitler había muerto, y de que luego fue enterrado en el jardín de su búnker. Y eso es todo, Fräulein Ashcroft. Emily continuó sentada, muy callada, dejando descansar la mano, contraída de tanto escribir. Todo sonaba muy real, muy auténtico, como un hecho fuera de toda posible duda.

Sin embargo, Emily tenía su profesión, la profesión de su padre, y se sorprendió a sí misma al preguntar:

—¿Los restos, la mandíbula, no podían haber sido de nadie más que de Hitler?

Por un momento, Vogel la miró asombrado.

—¿Cómo iban a ser de alguien más?

Emily recordó que el suicidio de Hitler había sido el punto neurálgico de la vida de Vogel, su vida entera, su historia tantas veces repetida, y que por tanto nunca sospecharía lo contrario ni renunciaría a ella.

Y además sonaba a cierto. Eso Emily tenía que admitirlo. Habían habido tantos, tantos testigos.

¿Se pudieron haber puesto todos de acuerdo para mentir? Imposible. ¿O los engañaron a todos? Improbable. ¿O lo quisieron creer todos así porque había sido, como fue para Vogel, un gran momento histórico en sus vidas, y querían que fuese cierto? ¿Había sucedido realmente como se lo acababan de contar, y era ésa la verdad absoluta?

Emily se preguntaba si era esto más cierto que las sospechas de un dentista posiblemente chiflado. A menos que viera al dentista y éste resultara absolutamente convincente, Emily tendría que quedarse con la historia de Vogel, la versión aceptada, para el momento culminante del libro. Era posible que su padre hubiera estado equivocado, o que le hubiesen embaucado. Era probable que lo que acababa de oír fuera toda la verdad, y que no necesitara indagar más. Podía acabar el libro sin peligro con este relato.

Pero la versión disidente seguía importunándola. Siempre había respetado a su padre: su diligencia, su firmeza, su objetividad, y había habido algo en la versión histórica que a él le molestaba. Además, el periodista Nitz la había advertido: «No deje que Vogel la desanime demasiado... Después de oír su versión, persiga con más fuerza a su esquivo informador. Utilice el material de primera mano que obtenga de Vogel como cebo para su disidente.»

Emily se daba cuenta de que debía dar un paso más. Era preciso dar un paso más. Si aquélla no era la verdad, entonces debía ser ésta.

Se levantó, dio las gracias a Vogel y prometió enviarle uno de los primeros ejemplares del libro.

Emily volvió a sentirse indecisa cuando regresó a su suite en el Kempinski.

Ernst Vogel había estado tan convincente al narrar la muerte y el entierro de Hitler en 1945 que cualquier esfuerzo para rebatirlo parecía pura tontería. Tal vez la última búsqueda de su padre en Berlín había sido quijotesca, un desliz en su normal estabilidad, el síntoma de un inexplicable deseo de causar sensación en sus últimos años. Tal vez ella, como la mayoría de las hijas, estaba repitiendo automáticamente la relación freudiana que unía a las hijas con sus padres. El padre no podía estar equivocado. En este conflicto de incertidumbre, Emily estaba dispuesta casi a retirarse, hacer su equipaje, marcharse de Berlín, regresar a Oxford y terminar el maldito libro.

Sin embargo, el fantasma paterno la estaba acechando. Emily dudaba. Era difícil renegar de su herencia tan bruscamente.

Aunque la asaltaban las dudas, Emily entró lentamente en el dormitorio, cogió el fichero de la correspondencia reciente que se había llevado de Oxford, se sentó en el borde de la cama y la hojeó. Sacó la carta dirigida a su padre que había iniciado todo aquel asunto, la carta del dentista, el doctor Max Thiel de Berlín occidental. Comenzó a releerla. «Todas las versiones que confirmaron la muerte de Adolf Hitler y Eva Braun pueden estar equivocadas en un punto importante. Es muy posible que Hitler y Braun no se suicidaran en el búnker del Führer en 1945. Ambos pueden muy bien haber sobrevivido. Creo que tengo la prueba para demostrarlo.» Mientras tocaba distraídamente la carta recordó que su padre había visto al doctor Thiel y que se había sentido lo bastante impresionado para organizar la excavación de la zona del búnker del Führer en busca de una nueva prueba, omitida hasta entonces.

Emily siguió repasando el fichero de la correspondencia. Encontró la copia de la carta que ella había escrito al doctor Thiel diciéndole que pensaba seguir adelante con la investigación de su padre, y que necesitaba su ayuda. Él era crucial para su investigación le había escrito Emily, y era indispensable que ambos se vieran. Prendida con un clip a su propia carta estaba la lacónica respuesta, en una sola frase, del doctor Thiel. «Querida señorita Ashcroft, lo siento pero me es imposible verla, a usted o a cualquier otra persona, respecto a este asunto.»

Luego recordó de pronto algo que su padre le había dicho en su última conversación: «Emily, nuestro libro ha de ser la última palabra, la verdad absoluta, la palabra final.»

¿Quijotesco? No. Él iba detrás de algo.

Emily dejó el fichero a un lado, entró resueltamente en el cuarto de estar, se sentó frente al teléfono del escritorio y marcó con rapidez el número del doctor Thiel.

Un toque, dos toques, y descolgaron:

Una voz de anciana dijo en alemán:

—¿Sí?

—¿Es aquí la residencia del doctor Max Thiel?

Un corto silencio.

—¿Quién llama?

—Soy la hija del doctor Harrison Ashcroft. Debo hablar con el doctor Thiel. He venido desde Inglaterra para hablar con él.

—Un momento, por favor.

Emily pudo oír voces sordas al fondo. Esperó con gran tensión.

Su padre le había dicho que cuando habló con el doctor Thiel por teléfono, la voz profunda del dentista había resultado firme y segura. Después de conocerlo, su padre le había comentado que el dentista se mostró de lo más cordial con él.

Sin embargo la voz que oía ahora, una voz masculina, era algo menos que cordial, era incluso bronca.

—¿Quién es?

—¿Doctor Thiel? Me llamo Emily Ashcroft. —Le explicó brevemente quién era y le recordó a su padre y su libro—. Usted invitó al doctor Ashcroft a venir a verle. Él vino, y vio que era usted amable y que estaba dispuesto a ayudarle. Yo he venido a Berlín para llevar adelante la investigación de mi padre, doctor Thiel...

—Por favor, no vuelva a mencionar mi nombre por teléfono —dijo bruscamente.

—Lo siento. No lo haré si usted no quiere.

—No, no quiero. Es una imprudencia.

Emily pudo percibir un cierto temor en la voz del doctor y creyó que iba a colgar. Así que habló rápidamente:

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