El séptimo hijo (22 page)

Read El séptimo hijo Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ficcion, fantasía

BOOK: El séptimo hijo
7.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Aquí en las tierras inhóspitas no encontrará ningún Hamilton, ni Adams ni Jefferson... —comentó David.

—Tal vez no —dijo Truecacuentos—, pero si vosotros, los jóvenes del lugar, no establecéis vuestro propio gobierno, podéis apostar a que habrá un sinfín de hombres de la ciudad deseosos de hacerlo por vosotros. Así fue como Aaron Burr llegó a ser gobernador de Suskwahenny antes de que Daniel Boone lo matara de un disparo en el noventa y nueve...

—Tal como lo dice usté —juzgó Mesura—, parece un asesinato. Pero fue un duelo justo.

—Tal como yo lo veo —repuso Truecacuentos—, un duelo no es más que dos asesinos que convienen en turnarse para tratar de asesinar al otro.

—No cuando uno de ellos es un justo hombre de tierra adentro y el otro es un embustero advenedizo de la ciudá—dijo Mesura.

—No quiero que ningún Aaron Burr trate de ser gobernador del territorio de Wobbish —dijo David—. Y si hay alguien como él, es ese Bill Harrison, allá en Ciudad Cartago. Antes que votarle a él votaría a Soldado de Dios.

—Y antes que votar a Soldado de Dios yo te votaría a ti —aseguró Truecacuentos.

David gruñó. Siguió pasando cuerdas por entre las muescas de los troncos del trineo para ajustarlos entre sí. Truecacuentos hacía lo mismo del otro lado.

Cuando llegó al sitio donde debía hacer los nudos, Truecacuentos se dispuso a atar ambos extremos de la cuerda.

—Aguarde —lo interrumpió Mesura—. Iré a buscar a Al Júnior. —Mesura subió al trote la ladera de la colina.

Truecacuentos dejó caer los extremos de la cuerda.

—¿Alvin ata los nudos? Habría pensado que unos hombres como vosotros podríais hacerlo mejor...

David sonrió.

—Tiene un don...

—¿Y vosotros no tenéis ningún don?

—Algunos.

—David tiene cierto don con las damas... —dijo Calma.

—Calma tiene pies de bailarín en los rodeos. Y nadie toca el violín como él, tampoco —dijo David—. No siempre afina, pero hay que ver cómo le da al arco...

—Mesura, donde pone el ojo pone la bala —opinó Calma—. Ve las cosas a mucha más distancia que cualquiera de nosotros.

—Todos tenemos lo nuestro —agregó David—. Los mellizos tienen el don de saber dónde van a surgir los problemas y el de estar allí justo a tiempo.

—Y Papá sabe unir cosas. Cuando hay que hacer muebles, le pedimos a él que se ocupe de las junturas de madera.

—Y las mujeres tienen dones de mujer...

—Pero, con todo —concluyó Calma—, no hay otro como Alvin Júnior.

David asintió gravemente.

—La verdá, Truecacuentos, es que parece no darse cuenta de ello. Lo que quiero decir es que siempre que algo le sale bien se muestra sorprendido.

Cuando le encargamos alguna labor, no sabe cómo ocultar su agrado. Jamás le he visto avasallar a nadie por tener más dones que él.

—Es un buen niño —afirmó Calma.

—Algo torpe... —agregó David.

—No es torpe —le corrigió Calma—. Las más de las veces no es culpa suya...

—Digamos que a su alrededor suceden accidentes con más frecuencia de lo normal.

—Yo no diría que le hayan echado un mal de ojo, ni nada de eso... —se apresuró a añadir Calma.

—No, yo tampoco diría eso del mal de ojo...

Truecacuentos advirtió que ambos lo habían dicho efectivamente, pero no comentó su indiscreción. Después de todo, era la tercera voz la que hacía que la mala suerte se hiciera realidad. Su silencio sería la mejor cura para la indiscreción. Y los demás no tardaron en notarlo. Nadie habló.

Al cabo de un rato, Mesura apareció junto a Alvin Júnior. Truecacuentos no se atrevió a ser la tercera voz, ya que él había intervenido en la conversación anterior. Y peor sería que a continuación hablase Alvin, ya que él había sido relacionado con el mal de ojo. Conque Truecacuentos miró a Mesura y enarcó las cejas para indicarle que él debía hablar.

Mesura respondió aquello que creyó le preguntaba Truecacuentos.

—Ah, Papá se quedará al lado de la roca. Para vigilarla.

Truecacuentos oyó cómo David y Calma suspiraban de alivio. La tercera voz no pensaba en la mala suerte, de modo que Alvin Júnior estaba a salvo.

Ahora Truecacuentos era libre de preguntar por qué razón Miller había creído conveniente quedarse vigilando en la cantera.

—¿Qué podría sucederle a una roca? Jamás he oído decir que los pieles rojas robaran rocas...

Mesura guiñó un ojo.

—A veces ocurren sucesos extraños y poderosos. Especialmente cuando se trata de ruedas de molino...

Alvin bromeaba con Calma y Mesura, mientras anudaba los cabos. Se esforzaba por atarlos con todas sus fuerzas, aunque Truecacuentos vio que su don no se revelaba en el nudo en sí.

Cuando Alvin tiraba de las cuerdas, éstas parecían retorcerse y morder la madera en cada muesca y hacer que todo el trineo quedara firmemente unido. Era algo sutil, y si Truecacuentos no hubiese estado mirando no lo habría notado. Pero era real. Lo que Al Júnior ataba quedaba firmemente unido.

—Está tan firme que podría ser una balsa —dijo Alvin con orgullo, retrocediendo para admirar su obra.

—Bueno, pero esta vez habrá de flotar sobre tierra —dijo Mesura—. Papá dice que nunca más meará siquiera sobre el agua.

El sol ya se estaba poniendo por el oeste. Se dispusieron a encender el fuego.

El trabajo los había mantenido en calor durante el día, pero por la noche necesitarían del fuego para mantener alejados los insectos y el frío del otoño.

Miller no se acercó, ni siquiera para comer, y cuando Calma se puso de pie con intenciones de llevar alimentos a su padre hasta el pie de la colina, Truecacuentos se ofreció para ir.

—No sé —lo pensó Calma—. No es necesario.

—Quisiera ir...

—A Papá... no le agrada que haya mucha gente alrededor de la roca en ocasiones como ésta. —Calma parecía un poco avergonzado—. Es molinero, y se trata de su rueda...

—Yo no soy mucha gente —arguyó Truecacuentos. Calma no agregó nada.

Dejó que Truecacuentos lo siguiera por la senda entre las rocas.

Durante el camino pasaron por dos lugares donde se veían recientes cortes en la roca. Los restos de piedra cortada habían sido empleados para formar una suave rampa desde la ladera del risco hasta el nivel del suelo. Los cortes eran casi perfectamente redondos. Truecacuentos había visto muchísimas canteras, pero jamás un corte así: perfectamente redondo, y sobre la misma pared de roca. Casi siempre se cortaba una laja entera y se la redondeaba en tierra.

Eran muchas las razones para hacerlo de este modo, pero la mejor de todas era que no había cómo cortar la cara trasera de la rueda a menos que uno tallara la laja primero. Calma no aminoró el paso, por lo que Truecacuentos no tuvo oportunidad de examinarlas más de cerca, pero hasta donde se atrevía a opinar, no había forma posible de que el cantero pudiese tallar el revés de la piedra en esa cantera.

En el nuevo emplazamiento ocurría lo mismo. Miller estaba formando una rampa frente a la piedra de molino con restos de roca caída. Truecacuentos retrocedió unos pasos y, bajo los últimos fulgores del día, estudió la faz rocosa. En una sola jornada, trabajando solo, Al Júnior había pulido el frente de la rueda de molino y tallado toda la circunferencia. La rueda estaba prácticamente lijada, y eso que aún seguía adherida a la superficie de la roca.

Y no sólo eso, sino que además había cortado el orificio central donde iría el eje principal del mecanismo de molienda. Estaba completamente cortado. Y no había forma en el mundo en que nadie pudiera situar el cincel en una posición que le permitiera cortar la faz trasera.

—Vaya don que tiene el niño... —comentó Truecacuentos. Miller asintió con un gruñido.

—Oí decir que pensaba pasar aquí la noche.

—Oyó bien.

—¿Le molesta si lo acompaño?

Calma se encogió imperceptiblemente.

Pero al cabo de un rato, Miller se encogió de hombros.

—Allá usted.

Calma miró a Truecacuentos con los ojos desorbitados y las cejas en alto, como si dijera: nunca dejará de haber milagros.

Calma se retiró una vez servida la comida del molinero. Miller hizo a un lado el rastrillo.

—¿Ya ha comido?

—Iré a coger leña para el fuego —anunció Truecacuentos—. Antes de que anochezca. Coma usted.

—Cuidado con las víboras —lo previno Miller—. Casi todas están escondidas por el invierno, pero quién sabe...

Truecacuentos se mantuvo alerta, pero no vio ninguna serpiente. Y no tardaron en tener un buen fuego, encendido con un grueso tronco que ardería toda la noche.

Se acurrucaron a la luz del fuego, envueltos en mantas. Truecacuentos pensó que Miller bien podía haber elegido un terreno más llano, a unos metros de la cantera, pero aparentemente era más importante no quitar el ojo de la rueda de molino.

Truecacuentos comenzó a hablar. Lenta pero firmemente, comentó lo difícil que debía ser para un padre ver crecer a sus hijos, tan lleno de anhelos pero sin saber nunca cuándo podía la muerte venir a llevarse a alguno de ellos.

Dijo las palabras precisas, pues pronto fue Alvin Miller quien siguió la conversación. Le contó el relato de la muerte de su primogénito Vigor en el río Hatrack, pocos minutos después del alumbramiento de Alvin Júnior. Y de allí pasó a contar las docenas de formas en que casi había muerto el pequeño.

—Siempre es el agua —dijo Miller por fin—. Nadie me cree, pero es así.

Siempre agua...

—La pregunta —dijo Truecacuentos— es: ¿Se trata de un agua mala, que trata de destruir a un buen niño? ¿O se trata de un agua buena que busca destruir un poder maligno?

Era una pregunta capaz de enfurecer a más de un hombre, pero Truecacuentos había renunciado a la tarea de adivinar cuándo sobrevendría la ira de Miller. Esta vez no lo hizo.

—Eso mismo me he preguntado yo —admitió—. Lo he observado atentamente, Truecacuentos. Desde luego, tiene el don de haser que la gente lo quiera. Incluso sus hermanas. Las ha atormentado sin piedá desde que tuvo edá suficiente para escupir en la comida. Pero no hay una de ellas que no se desviva por hacerle algo especial, y no sólo en Navidad. Le cosen la abertura de los calcetines para que no pueda ponérselos, o ensucian con hollín el asiento del retrete antes de que lo use, o le llenan de alfileres el camisón, pero también darían la vida por él.

—He descubierto —dijo Truecacuentos— que ciertas personas tienen el don de hacerse acreedores del amor ajeno incluso sin ganárselo...

—Yo también temía eso —respondió Miller—, pero el niño no sabe que posee dicho don. No induse a la gente con trucos para que hagan lo que él quiere.

Cuando se equivoca, me deja que lo castigue. Y si quisiera podría detenerme.

—¿Cómo?

—Porque sabe que a veces, cuando lo veo, también veo a mi hijo Vigor, a mi primogénito, y entonces no puedo hacerle ningún daño, aun cuando sea por su bien.

Tal vez fuera una razón cierta en parte, pensó Truecacuentos. Pero no era toda la verdad. De eso estaba seguro.

Poco más tarde, Truecacuentos atizó el fuego para que el tronco prendiera bien. Y Miller le contó la historia que Truecacuentos había venido a buscar.

—Tengo una historia —comenzó— que podría figurar en su libro.

—A ver...

-—Pero no me sucedió a mí. —Tiene que ser algo que usted haya visto —dijo Truecacuentos—. He escuchado las historias más insensatas que alguien oyó contar sobre un amigo de su amigo...

—Ah, pero yo lo vi suceder. Ya hace años de esto, y he tenido ciertas conversaciones con el sujeto en cuestión. Es uno de los suecos que viven sobre el río, y habla inglés tan bien como yo. Lo ayudamos a levantar su choza y su granero nada más llegar aquí, unos años después de nosotros. Y desde entonces que lo vengo observando. Tiene un niño, sabe. Un rubito, ya sabe cómo son... —¿Esos de cabello casi blanco? —Como la escarcha de la mañana, así de blanco y sedoso. Un primor de niño.

—Me lo imagino como si lo viera —dijo Truecacuentos.

—Y el padre adoraba al pequeño. Más que a su vida. ¿Conoce esa historia de la Biblia, del padre que dio a su hijo un abrigo de muchos colores? —He oído hablar de ella. —Bueno. Así amaba al niño este hombre. Pero yo los vi caminando por la orilla del río, y el padre, de buenas a primeras, se agazapó, dio un empellón a la criatura y lo lanzó de cabeza al Wobbish. Hete aquí que el niño se cogió a un madero, y entre su padre y yo lo ayudamos a salir de las aguas, pero era algo espeluznante pensar que el padre pudiese haber matado a su propio hijo tan amado. No adrede, ya sabe, pero eso no habría significado que el hijo estuviera menos muerto ni que el padre fuera menos culpable.

—Creo que ese padre jamás se habría repuesto de algo semejante.

—Bueno, desde luego que no... Pero poco después lo vi un par de veces más.

Partía leña, y manejaba el hacha con tal imprudencia que si el niño hubiese resbalado y caído en ese preciso momento, el filo se habría hundido en su misma cabecita, y nunca vi que alguien sobreviviera a un golpe así.

—Ni yo.

—Y traté de imaginarme qué podía estar sucediendo. Qué debía de pensar el padre. Conque un día me le acerqué y le dije: Neis, debe tener más cuidado con ese niño. Un día de éstos le sacará la cabeza si sigue manejando el hacha con tal imprudencia.

—¿Y sabe qué me contesta ese Neis? Me dice: Señor Miller, no fue ningún accidente. Bueno, me quedé que me podrían haber tumbado con el eructo de un niño de pecho. ¿Cómo que no había sido un accidente? Y entonces me dice: No se imagina lo terrible que es. Creo que debo estar embrujado, o que el diablo debe de haberse apoderado de mí. Sin embargo, estoy trabajando, pensando en cómo quiero a este niño, y de pronto siento el deseo de matarlo. La primera vez fue cuando aún lo amamantaba su madre. Estaba en lo alto de las escaleras, con él en los brasos, y dentro de mi cabeza sentí que una voz me decía arrójalo, y quise haserlo, aunque al mismo tiempo sabía que sería lo más atroz del mundo. Estaba desesperado por arrojarlo, como se pone un niño cuando quiere aplastar un insecto con una piedra. Quería ver su cabeza partida contra el suelo...

—Y bien, luché contra ese sentimiento, me lo tragué, y sostuve al niño con tal fuerza que casi lo estrujo. Finalmente, cuando lo posé sobre su cuna, supe que desde ese día nunca más volvería a llevarlo conmigo por las escaleras.

Other books

La señora Lirriper by Charles Dickens
The Musashi Flex by Steve Perry
The Rose Garden by Susanna Kearsley
First Command by A. Bertram Chandler
A House in Order by Nigel Dennis
Definitely Maybe by Arkady Strugatsky, Boris Strugatsky
Sweet Silken Bondage by Bobbi Smith
Lies of Light by Athans, Philip
The Dark Light of Day by T.M. Frazier