Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Orden y el Caos - TOMO III Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Si están vivos —comentó otro, en voz baja.
—Cállate, Vesey. —El que había hablado primero le dirigió una severa mirada—. La dama ha sufrido ya bastante sin tus funestas predicciones. —Se volvió de nuevo a Cyllan—. Enviaremos exploradores inmediatamente y, mientras tanto, dos de los nuestros te llevarán a la villa de Wathryn, que no está lejos de aquí. —Se puso rápidamente en pie—. Gordach, Lesk, vosotros acompañaréis a la señora. Llevadla a Sheniya Win Mar, a la taberna del Arbol Alto, y más tarde me reuniré allí con vosotros. —Tendió una mano a Cyllan y se inclinó cortésmente—. Mañana tendrás noticias nuestras, señora; te lo prometo.
Cyllan asintió con un lento movimiento de cabeza y le dio las gracias; después dejó que sus compañeros la ayudasen a montar el caballo, que estaba plantado en el borde del camino, con la cabeza gacha por la fatiga. Les aseguró que podía cabalgar sin ayuda, pero el más viejo de los dos hombres insistió en sujetar las riendas y caminar delante de su montura, mientras el otro cabalgaba a su lado con la espada corta desenvainada y reposando sobre sus muslos. La luz de las antorchas quedó atrás, y Gordach, su acompañante más joven, aseguró a Cyllan que no corrían peligro viajando a oscuras; la villa quedaba a menos de una milla de distancia y, además, la lluvia estaba amainando; en cualquier momento saldrían las dos lunas para guiarles. Era un joven parlanchín y siguió hablando, mientras los caballos avanzaban con paso cansino. Cyllan se enteró de que sus salvadores formaban parte de una milicia de voluntarios constituida por orden del Margrave de la provincia, en un intento de poner coto a las cada vez más frecuentes tropelías de los bandidos. Todas las poblaciones relativamente importantes tenían ahora estas milicias, le dijo Gordach, y no menos de catorce facinerosos habían sido juzgados y ejecutados sólo en su distrito. Y ahora, con las últimas noticias llegadas del norte, sin duda tendrían todavía más trabajo.
Cyllan sintió un escalofrío de inquietud y dijo:
—¿Qué últimas noticias…?
Gordach sonrió con orgullo.
—Las trajo el correo una hora antes de que saliésemos a patrullar, señora. La nuestra debe ser una de las pocas poblaciones, aparte de las capitales de provincia, que tiene conocimiento de ellas. —Hizo una pausa, para dar mayor énfasis a sus palabras, y murmuró confidencialmente—: Noticias de la Península de la Estrella.
Cyllan cerró los puños sobre las riendas y hundió las manos en la crin del animal para que Gordach no viese que estaba temblando.
Tratando de mantener la voz tranquila, dijo:
—No he oído decir nada de eso.
—No; a decir verdad, ninguno de nosotros conoce todavía los detalles. El correo llegó agotado, y su mensaje no será hecho público hasta mañana. Pero creo —y Gordach sonrió de nuevo, claramente deseoso de impresionarla— que se trata de un peligroso asesino que ha escapado de la custodia del Círculo junto con su cómplice.
Conque había empezado la caza… Cyllan se pasó la lengua por los labios, que se habían secado súbitamente, y Gordach siguió hablando, satisfecho.
—Sabremos los detalles al amanecer, y espero que tendremos una descripción de los dos forajidos. He oído decir que la noticia fue traída por un ave mensajera desde la Tierra Alta del Oeste. Si esto es verdad, es un invento maravilloso, pues el mensaje habría tardado días, en vez de horas, en llegar a nuestro Margrave. —Cambió de posición sobre la silla, agarrando con fuerza la espada que reposaba en sus muslos—. Ojalá viniese a la provincia de Chaun el hombre al que buscan. ¡Nos ganaríamos una buena recompensa si fuésemos nosotros quienes le prendiésemos!
Cyllan no respondió, y el hombre que caminaba delante de su caballo volvió la cabeza, mirando por encima del hombro.
—Cállate de una vez, Gordach. La señora no está de humor para escuchar tu cháchara. Disculpe, señora, pero, si no le avisara, seguiría charlando hasta que se le cayese la lengua de la boca.
Cyllan asintió con la cabeza, pero todavía no se atrevió a hablar.
Gordach guardó silencio y, cuando ella levantó de nuevo la cabeza, vio que se estaban acercando a la villa. Las achaparradas siluetas de las casas se recortaban contra el cielo, y un halo de luz brotaba de la ventana de una de ellas, a pesar de lo avanzado de la hora. Al aproximarse más, un centinela invisible les dio el alto desde la oscuridad, y Lesk respondió bruscamente. Deteniendo el caballo de Cyllan, se adelantó solo, y ella oyó un breve intercambio de palabras con que éste explicaba su presencia; después volvió y tiró del caballo. Un hombre envuelto en una gruesa capa se llevó cortésmente un dedo a la frente cuando pasaron frente a él y entraron con los caballos en la población.
Aunque no era grande, en comparación con otras del interior, Wathryn era sin duda una villa próspera y de mucho movimiento.
Acres de bosque habían sido talados al crecer lo que empezó siendo solamente una colonia forestal, y Wathryn podía jactarse ahora de tener varias mansiones de mercaderes, un juzgado donde se celebraban juicios y se dirigían los negocios locales, y una plaza de mercado pavimentada. Pero ahora estaba todo tranquilo, aunque Cyllan pudo oír el sonido de un saetín no lejos de ellos, donde un riachuelo había sido domeñado.
—Casi hemos llegado, señora —dijo Gordach, sin dejarse amilanar por el ceño de Lesk.
Los cascos de los caballos resonaron con fuerza al llegar a la plaza del mercado, y Cyllan pudo ver un edificio largo y bajo que daba a la plaza, con la fachada adornada por la pintura estilizada de un roble de gran tamaño. Una sola luz brillaba en una ventana de la planta baja, y Lesk se detuvo delante de la puerta y llamó con fuerza con el puño.
—¡Sheniya Win Mar! Soy Lesk Barith. ¡Traigo una invitada que necesita de tu hospitalidad!
Un minuto más tarde se abrió la puerta y se asomó una mujer rolliza y de edad mediana, que abrió mucho los ojos al ver a Cyllan y a su escolta.
—Que Aeoris nos ampare, ¿qué significa esto a esta hora? ¿Has perdido el juicio, Lesk Barith?
Lesk le explicó brevemente lo ocurrido, mientras Cyllan permanecía sentada muda en su caballo, tratando de calmar el miedo creciente que amenazaba con sofocarla. La noticia de su fuga estaba ya circulando y habían puesto precio a su cabeza; por la mañana, la gente de la población podría comparar su cara y sus peculiares cabellos con la descripción de la perseguida asesina. Deseó desesperadamente emprender la fuga, hacer que su caballo diese media vuelta y alejarse al galope mientras estuviese a tiempo; pero tanto ella como el animal estaban agotados; la huida la delataría inmediatamente y no podía esperar librarse de una persecución. Al menos tenía unas pocas horas de plazo; era mejor aferrarse a su historia y esperar una oportunidad para marcharse sin ser advertida…, si es que se presentaba esa oportunidad.
Sheniya Win Mar escuchó lo esencial de la historia de Cyllan y su instinto natural pudo más que su enfado por haber sido molestada.
Reprendió severamente a Lesk por hacer esperar a la dama con su charla y después salió al encuentro de la joven en cuanto los otros la hubieron ayudado a desmontar.
—Ven, señora, pronto entrarás en calor y estarás cómoda. ¡Cuánto debes de haber sufrido! No quiero pensar en ello; pero ahora estás a salvo. Ven, entra e iré a buscar para ti el mejor sillón…
Cyllan oyó el ruido de los cascos del caballo que Lesk se llevaba de allí. Resistió la tentación de mirar ansiosamente atrás por encima del hombro y, lanzando un profundo y nervioso suspiro, se dejó llevar por su huésped al interior de la casa.
E
l halcón era apenas más que una mota contra el cielo turbulento, una forma diminuta que volaba velozmente hacia el este, a favor del viento. Era muy improbable que cualquier observador casual lo hubiese advertido, pero el hombre que estaba sentado al abrigo de una protuberancia rocosa en la vertiente de las colinas entre Han y la provincia Vacía había visto aparecer el ave en el horizonte y observaba ahora su rápido progreso aguzando los ojos verdes.
Tarod no sabía por qué despertó el halcón su interés y le producía cierta inquietud; pero había algo deliberado en su vuelo, como si viajase para alguna misión por encima y más allá de su instintivo impulso. Y el hecho de que viniese del noroeste, que era la dirección de la Península de la Estrella, podía ser muy significativo.
El ave casi se perdió de vista y Tarod cambió de posición, estirando una pierna para librarla de un calambre incipiente, y apoyando la espalda en la roca. La mañana era fría, pero él no estaba todavía en condiciones de reemprender viaje; había caminado durante casi toda la noche y, además de estar físicamente fatigado, necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que tenía que hacer.
Había salido de la Península de la Estrella de una manera espectacular que no deseaba experimentar de nuevo. Antes de partir, juró a Keridil que nada tenía contra el Círculo, pero creía que el Sumo Iniciado no tendría en cuenta su palabra. Keridil quería vengar a los que habían muerto… y también quería la piedra del Caos. Aquella gema era el eje alrededor del cual giraba todo ese feo asunto, y Tarod tuvo que sofocar la escalofriante mezcla de deseo y aversión que siempre le acometía cuando pensaba en ello. Por mucho que hubiese preferido negarlo, necesitaba la piedra; era parte vital e integral de él, pues era el recipiente de su propia alma. Sin ella, solamente podía esperar vivir a medias.
Pero la piedra era también una maldición, pues le ataba a un yo interior cuya esencia tenía su origen en el mal, y ése era el dilema que había obsesionado a Tarod desde que había descubierto la naturaleza de la gema. Yandros, Señor del Caos, despertó en él recuerdos de un pasado tan antiguo que casi desafiaba la imaginación, y no podía negar que aquel pasado tenía un terrible atractivo. Sin embargo, reconocer el verdadero poder de la piedra y aceptar todo su potencial sería volver la espalda a lo que había tenido como sacrosanto. Había sido un alto Adepto del Círculo, un siervo escogido de los dioses del Orden; el Caos era anatema para él. Y sin embargo, debía su existencia a aquellos poderes malignos…
Era una paradoja que no podía resolver y que se complicó aún más por el hecho de que también debía la vida a Yandros. De no haber sido por la intervención del Señor del Caos, a través de Cyllan, habría sufrido la espantosa muerte ordenada por Keridil, y la piedra habría caído en manos del Círculo. Esto habría contrariado el plan de Yandros; Tarod comprendía perfectamente que el malvado Señor seguía queriendo emplearle como vehículo para sus planes de desafiar el régimen de Aeoris y los dioses del Orden, y Yandros creía que, en la prueba final, las antiguas afinidades romperían cualquier barrera que Tarod tratase de levantar contra ellos.
Se estremeció interiormente ante la idea, pues sabía que, si tenía de nuevo la piedra en su poder, sería muy fácil sucumbir a su funesta influencia. Y aunque quería sobrevivir, la idea de que esa supervivencia lo convirtiera en un peón en el juego mortal de Yandros hacía que se le helase la sangre en las venas.
Sin embargo, no se atrevía a dejar la cuestión sin resolver y, después de su huida de la Península de la Estrella, se había dado cuenta de que sólo un camino se abría ante él. Cuando le fue revelada la naturaleza de la piedra, y ya le parecía que hacía de ello mucho tiempo, se juró a sí mismo llevar la joya a la Isla Blanca, en el lejano Sur, y darla a guardar al único ser lo bastante poderoso para combatir la fuerza de Yandros: el propio Aeoris. El conflicto con el Círculo y todo lo que vino después le había hecho dudar de la prudencia de aquella decisión; pero ahora no veía ningún camino alternativo. Había servido fielmente a Aeoris, aunque Keridil dijese lo contrario, y solamente el propio Señor Blanco podía resolver definitivamente su terrible dilema y librarle de la agobiante carga de la piedra.
Pero llegar a la Isla Blanca sería tarea inútil a menos que pudiese encontrar a Cyllan…
Tarod entrecerró los ojos al sentir un súbito y agudo dolor. Había tratado de no pensar en Cyllan, consciente de que, a pesar de lo que le decía su instinto, no tenía pruebas de que ella siguiese con vida.
Cuando el caballo del Margrave se había lanzado en pleno torbellino del Warp, con ella sobre el lomo, había desfogado su desesperación en un estallido de furor. Pero ahora que su mente había tenido tiempo de serenarse y de reflexionar, se daba cuenta de que si Yandros manipuló una vez los acontecimientos en su propio favor, podía hacerlo de nuevo, y el bien de Cyllan interesaba mucho al Señor del Caos. La intuición le decía que Cyllan vivía, y creía que, si ella podía conservar su libertad, viajaría hacia el sur, hacia Shu-Nhadek, sabiendo que también él lo consideraría su meta.
Pero encontraría peligros en el camino, sobre todo por parte del propio Círculo. Seguramente habrían puesto precio a la cabeza de Cyllan, como a la suya propia, y Keridil no ahorraría esfuerzos para encontrarles a los dos. Cyllan tenía la piedra del Caos, pero era de poco valor para ella, mientras que él, sin la piedra, corría un grave peligro. Había empleado todo el poder que le quedaba para escapar de la Península de la Estrella, y el esfuerzo fue casi excesivo para él; había tenido que confiar en su antigua afinidad con los orígenes caóticos del Warp y dejar que éste le llevase donde quisiera y, aunque sobrevivió, la experiencia le había agotado completamente. El Círculo podía esperar que emplease sus dotes de hechicero para descubrir el paradero de Cyllan y correr inmediatamente a su lado; Tarod sabía que, sin la piedra alma, sus poderes no eran suficientes para semejante hazaña. Sus condiciones eran poco mejores que las de un Iniciado de alto rango, y necesitaría de todos sus recursos físicos para poder compensar la pérdida de sus facultades de hechicería si tenía que encontrar a Cyllan antes que lo hiciera el Círculo.
Sonrió irónicamente en su fuero interno, consciente de que había hecho muy poco para atender a sus propias necesidades físicas. No había descansado desde su espectacular huida del Castillo; no tenía comida ni agua, ni dinero para comprarlas. Aunque hubiese caza en esas áridas colinas y fuese él un arquero bastante hábil, no podía hacer brotar un arco del aire. Sus únicos bienes eran la ropa que vestía, una insignia de oro de Iniciado y las pocas fuerzas que podían quedarle.
Cambió de nuevo de posición y miró al cielo. Detrás de una capa de inquietas nubes, el sol marchaba hacia el bajo meridiano de una primavera norteña. El viento del norte empezaba a soplar con más fuerza, y en el horizonte, donde los montes eran más altos y desiertos a medida que se acercaban a la triste región minera de la provincia Vacía, las nubes adquirían un feo color purpúreo que presagiaba lluvia. Calculó que los primeros chaparrones tardarían varias horas y, mientras tanto, el cambio del viento significaba que su oquedad en la roca era el mejor refugio para él. Había hecho bien en descansar antes de continuar su viaje; estaba cerca del agotamiento, y el sueño era ahora más importante que la comida. Además, esos montes desnudos, con sus viejos y desiertos caminos, eran un lugar de descanso más seguro que cualquiera que pudiese encontrar en las más pobladas tierras de labranza.