«Que te den morcilla,
Fischkopp
arrogante», pensó Scholz. Había estado en Hamburgo sólo un par de veces. Bonita ciudad, lástima de la gente. Y la comida dejaba mucho que desear: lo único que comían era pescado o aquella mierda de
Labskaus
.
Desvió la vista de las carpetas y miró por la ventana de su despacho en el Präsidium de Colonia, pero no vio nada de la ciudad que no apareciera gris oscuro bajo el cielo inestable de invierno. Scholz desvió también sus pensamientos de los asesinatos que estaba investigando a su otro problema: acabar de organizar aquella maldita carroza y los disfraces de Carnaval. Scholz había consultado muchos libros y muchas páginas web sobre el carnaval: sus orígenes, su significado, qué había cambiado y qué había permanecido igual a lo largo de los siglos. Tal vez fuera en eso en lo que se estuviera equivocando: lo estaba pensando demasiado.
Mientras Scholz se encontraba en ese estado doblemente sombrío sonó el teléfono.
Y, para su sorpresa, se trataba del poli de Hamburgo, Fabel.
—¿No se supone que abandona usted el cuerpo? —dijo Scholz—. Pensaba que no llegaría a hablar con usted.
—Sí se supone que abandono el cuerpo, y está usted hablando conmigo —dijo Fabel.
«Ese famoso encanto norteño», pensó Scholz.
—¿Ha mirado los informes que le mandé, Herr Fabel?
—Sí.
—¿Y…?
—Y tiene usted un caníbal en su territorio, en mi opinión —dijo Fabel.
—Mierda… —exclamó Scholz—. Así que el trozo de culo que se lleva… ¿va directo a la parrilla, cree usted?
—Yo lo habría expresado con un lenguaje un poco más técnico, Herr Scholz, pero, efectivamente, así es. Probablemente cuece su trofeo y se lo come. Existen contradicciones en su mecanismo de ataque, pero mi suposición es que se trata de un caníbal sexual. Su consumo de carne va probablemente acompañado de una eyaculación involuntaria o de una masturbación activa.
—Supongo que eso basta para que se te atragante McDonald’s. —Scholz se rio de su propia ocurrencia. Al otro lado de la línea, en cambio, hubo silencio—. ¿Ha tenido alguna experiencia con este tipo de criminales, Herr Erster Hauptkommissar?
—Scholz adoptó un tono más sobrio y oficial.
—Algo parecido —dijo Fabel—. Pero su asesino parece obsesionado por la llegada del carnaval. Adivino que para él tiene algún tipo de significado simbólico.
—Para él y para toda la población de Colonia, Herr Fabel. En Hamburgo no celebran el carnaval, ¿no?
—No. No lo celebramos.
—El carnaval es más de lo que usted ve en televisión. No son sólo los disfraces sofisticados ni los monólogos cómicos del
Büttenrede
recitados delante del
Elferrat
.
Disculpe, el
Elferrat
es el comité de once miembros que se eligen para el carnaval…
—Ya sé lo que es el
Elferrat
, Herr Scholz —dijo Fabel, cortante—. Soy de Hamburgo, no de Kuala Lumpur.
—Perdone… en fin, lo que quería decir es que el carnaval define lo que significa ser
Kólner
; forma parte de nuestra alma. Es una experiencia emocional que no puede explicarse, sólo puede vivirse. El hecho de que este chiflado se centre en el carnaval no me parece descabellado: solamente me indica que es nativo de Colonia.
—Creo que hay algo más —dijo Fabel—. Pero lo podemos comentar cuando vaya a verle.
—¿Cómo?
—Ya lo he acordado con la Policía de Hamburgo. Iré en coche el viernes. Tengo previsto llegar entre las dos y las tres de la tarde. ¿Podría reservarme una habitación en un hotel? No tiene por qué ser nada sofisticado: me temo que los gastos corren de su cuenta.
«¿Qué más se puede esperar de un norteño?», pensó Scholz.
—Estupendo —dijo animadamente—. No hay problema.
Después de colgar su llamada a Colonia, Fabel usó el móvil para llamar a Anna Wolff y le pidió que se reuniera con él en el apartamento de María.
—¿Sabes aquel llavero que guardas en tu cajón, Anna?
—Sí… —dijo ella, dubitativa y con cierto deje de desconfianza.
—Pues tráelo.
—¿Detecto cierto aire de ilegalidad en todo esto? —dijo Anna. Y luego, más seria—: ¿Está bien María?
—Eso es lo que me gustaría aclarar, Anna. Y sí, lo que haremos es probablemente ilegal, pero me atrevería a decir que María no nos denunciará.
—Nos vemos allí en media hora.
En la planta donde estaba el piso de María había otros dos apartamentos. Fabel llamó a los dos pero sólo le respondieron en uno, que tenía el nombre «Franzka» en el interfono: una mujer pequeñita de mediana edad y una expresión fatigada salió a la puerta.
—Los Mittelholzer están fuera trabajando a esta hora del día —explicó Frau Franzka.
Fabel le mostró su identificación de la Mordkommission y le dijo que no tenía de qué preocuparse. El semblante de Frau Franzka sugería que para alarmarla haría falta mucho más que la mera presencia de Fabel.
—Soy el jefe de Frau Klee —le explicó—. Últimamente no ha estado bien y estamos un poco preocupados por ella. ¿La ha visto recientemente?
—Hace un tiempo que no —respondió—. La vi bajando equipaje a su coche. Fue un miércoles, es decir, hoy hace exactamente dos semanas. Era como si se marchara por algún asunto de trabajo, porque llevaba una bolsa de ordenador y un maletín.
—Gracias —dijo Fabel. El y Anna cruzaron hasta la puerta de la casa de María. Frau Franzka los observó desde su puerta, luego se encogió de hombros y volvió a meterse en su casa. Anna llevaba su colección de llaves: un colgador de alambre doblado en forma de círculo con cien o más llaves colgando, como si fuera un collar tribal improvisado. Fabel recordó que cuando todavía no existían los cierres centralizados y los mandos para abrir coches, todas las comisarías tenían el mismo lío de llaves de coches. Decidió no preguntarle a Anna por qué consideraba necesario tener un medio tan exhaustivo de entrada ilegal; siempre había sospechado que a veces Anna se saltaba las normas con demasiada alegría. De hecho, hasta hoy había fingido no estar al tanto de la colección de llaves que tenía. Al cabo de cinco minutos y un sinfín de llaves, fueron recompensados con un «clic». Anna hizo una pausa y se volvió hacia su jefe.
—¿Sabes si María tiene alarma?
—Ni idea… —Fabel pareció desconcertado unos instantes y luego asintió decidido.
Anna se encogió de hombros y empujó la puerta. Se oyó un fuerte pitido que provenía del teclado de alarma del recibidor.
—Mierda… —exclamó. Fabel se le adelantó y tecleó una secuencia de números. La pantalla indicó ERROR CODE y siguió pitando. Tocó la tecla de borrar e introdujo una nueva secuencia. El pitido cesó.
—¿Su fecha de nacimiento? —suspiró Anna.
—La fecha en que se incorporó a la policía de Hamburgo. Las he buscado las dos en su historial.
—¿Qué habrías hecho si ninguna de las dos hubiera funcionado?
—Arrestarte por allanamiento de morada —dijo Fabel, dirigiéndose pasillo adentro.
—No me sorprendería…
Entraron en el salón del piso de María. Era exactamente como se esperaban: impecable, ordenado y amueblado con un gusto exquisito. Las paredes estaban pintadas de blanco, pero contrastadas con cuadros de llamativos colores, óleos y obra original. Él supuso que debían de ser de artistas prometedores en su momento de máximo esplendor. María era de ese tipo de personas que sacian su gusto por lo artístico con perspicacia.
—¿Sabes que siempre he envidiado a María? —dijo Anna.
—¿En qué sentido?
—Siempre he querido ser como ella. Ya sabes… elegante, divertida, equilibrada.
—Ahora no está muy equilibrada.
—¿A ti no te pasa nunca? —preguntó Anna mientras examinaba la colección de CD de María—. ¿No deseas ser otra persona ni siquiera un rato?
—No me entrego tanto como tú a las disquisiciones filosóficas —le mintió, con una sonrisa.
—Siempre me he considerado demasiado impulsiva, caótica. María siempre ha sido muy disciplinada y organizada. Dicho esto… —señaló la colección de CD—, lo de María raya con lo obsesivo compulsivo. Mira estos CD… todos ordenados por género y alfabéticamente. La vida es demasiado corta…
Fabel se rio, pero más bien para disimular la inquietud que sintió al comprobar lo parecidos que eran los gustos y la manera de vivir de María a la de él. Revisaron todo el apartamento, cada una de las habitaciones. Fabel encontró lo que buscaba pero había esperado no encontrarlo en el más pequeño de los tres dormitorios.
—Mierda… —Anna soltó un pequeño silbido—. Eso tiene mala pinta. Una pinta horrible. Es un poco obsesivo.
—Anna…
—Quiero decir que es el tipo de cosas que nos hemos encontrado con los asesinos en serie…
—Anna… no me estás ayudando.
Fabel observó la habitación pequeña. Tenía las paredes cubiertas de fotos, recortes de prensa y un mapa de Europa salpicado de chinchetas y notas pegadas. No había un solo centímetro cuadrado de espacio vacío. Pero no había caos. Fabel pudo ver cuatro zonas definidas de investigación: una relacionada con Ucrania, una con la historia personal de Vitrenko, una con el tráfico de personas y otra con el crimen organizado en Colonia.
—María no ha aprovechado su baja para recuperarse —dijo Anna—. Ha estado trabajando sola.
—Te equivocas. Esto no es trabajo. Es venganza. María está planeando su venganza de Vitrenko.
Anna se volvió hacia Fabel.
—¿Qué hacemos,
Chef
?
—Tú mira el escritorio, yo revisaré el archivador. Y, Anna… esto queda entre tú y yo, ¿vale?
—Tú mandas.
Fabel y Anna pasaron dos horas revisando los informes y las notas de María.
Estaban llenas de los contactos con los que había hablado —probablemente utilizando su cargo como agente de policía de Hamburgo— para obtener acceso a información que, de otra manera, sería confidencial: el centro antitráfico de Belgrado, Human Rights Watch, un experto en tráfico de personas de la Interpol. Había notas sobre todos los aspectos del tráfico de personas actual en Europa, un dossier entero sobre las unidades de fuerzas especiales Spetsnaz ucranianas y una carpeta con más recortes que no habían llegado a colgarse en la exposición de la pared. Entre ellos había artículos sobre el incendio de un contenedor de camión en el que perecieron varios inmigrantes ilegales que intentaban llegar a Occidente; sobre una modelo en Berlín que fue asesinada con ácido; sobre una querella sangrienta clandestina en la antigua república soviética de Georgia; sobre un padrino del crimen judío ucraniano que fue hallado asesinado en su apartamento de lujo en Israel.
—¿Qué has encontrado? —le preguntó a Anna.
—Una lista de hoteles en Colonia. Nada que indique cuál de ellos va a usar, pero diría que era una selección. Se ha estado escribiendo con alguien del Ministerio de Interior de Ucrania. Un tal Sasha Andruzky.
Fabel asintió con la cabeza. Lo que habían estado examinando era detallado pero secundario. La parte central de su investigación se había ido con María a Colonia.
Buscó con la mirada alguna bolsa o maletín.
—Ayúdame a empaquetar todas estas carpetas. Luego tengo unas cuantas llamadas que hacer.
Fabel hizo un alto en su camino de cuatro horas hasta Colonia bajo un cielo plomizo en un
Raststatte
de la autopista Al y llenó el depósito de su BMW. Mientras lo hacía, unos cuantos copos poco convencidos de nieve le acariciaron el rostro. En vez de entrar en el restaurante de la estación de servicio, Fabel se compró un café en vaso de papel y un bocadillo de salami para llevar. Se sentó en el coche con la calefacción puesta y se tomó el almuerzo sin saborearlo, mientras repasaba las notas que había tomado a partir de la información que Scholz le había facilitado. Para Fabel, este proceso no era distinto de leer una novela. Lo transportaba a un lugar y a una vida distintos. Disponía de todos los detalles de la noche en que murió la primera víctima, dos años atrás. Lo raro era que a Fabel le costaba colocarse en el contexto del carnaval.
Los coloneses parecían obsesionados con su alegría forzada y su irreverencia. Leía sobre los movimientos de la primera víctima la noche de su muerte: oficialmente, aquel día Sabine Jordanski no trabajó, pero en cambio se pasó buena parte del día haciendo lo mismo que habría hecho de haberse encontrado en el trabajo. Era la noche del carnaval de las Mujeres y ella y un grupo de amigas habían planeado participar en una procesión por la ciudad antes de salir por los bares en los que las exuberantes bandas
Kolsch
estarían tocando. Sabine se había pasado el día tiñendo el pelo de sus amigas y luego el suyo. Los tintes eran distintos de los que acostumbraba a utilizar: rosas fuertes, rojos, azules y amarillos eléctricos, y en varios casos más de un color en una misma cabeza. El carnaval parecía aportar el elemento de conversión en otro, esa auténtica liberación del orden cotidiano que sólo pueden ofrecer una máscara, un disfraz o un cambio de aspecto radical.
Sabine Jordanski parecía una colonesa típica: expresiva, cariñosa, jovial. Tenía veintiséis años y llevaba cuatro trabajando en el salón de belleza. En el momento de su muerte no se le conocía novio, o al menos ningún novio permanente del que hubiera algún rastro a seguir, pero al parecer se trataba de una situación estrictamente temporal. Sabine había disfrutado de las atenciones de varios jóvenes. La noche de su muerte fue vista hablando poco antes con tres hombres, todos ellos investigados y descartados. El grupo de seis chicas había visitado cuatro bares durante la noche.
Todas bebieron, pero ninguna de ellas llegó a emborracharse. Las muchachas se dirigieron juntas al apartamento de Sabine en Gereonswall hacia las dos de la ma drugada y se despidieron de ella delante de la puerta. En ese momento había varias personas por allí, pero nadie en quien las chicas se fijasen especialmente. Nadie vio a Sabine subir a su apartamento, pero todas supusieron que eso era lo que había hecho.
A la mañana siguiente la encontraron en un callejón a tan sólo doscientos metros de su casa. La habían estrangulado con una corbata roja que había quedado en el escenario del crimen, estaba parcialmente desnuda y le habían extraído 0,468 kilos de carne de la nalga derecha. La hora estimada de la muerte era similar a la hora en que sus amigas decían haberse despedido de ella. Alguien la había estado esperando, o había seguido al grupo por la ciudad, y la había acechado como un león que espera que su presa se separe del rebaño para atacarla.