Fabel se asustó cuando se dio cuenta de que no tenía consciencia de la última media hora de conducción, como si hubiera tenido algún tipo de piloto automático mientras su mente divagaba sobre su futuro, su relación con Susanne o un asesino sin rostro de una ciudad que apenas conocía. De pronto advirtió que Norden había adoptado una forma monocroma a su alrededor. Siguió conduciendo por Norddeicher Strasse hacia el mar del Norte, hacia la casa de su madre.
María Klee pasó de nuevo frente al restaurante. En los últimos dos días lo había hecho una docena de veces, cada vez ataviada con algo distinto. Hasta había ido con unos vaqueros viejos y una camiseta, ocultando su cabellera rubia en el gorro de punto que se había comprado en el Karstadt. Había aprendido la lección. Si este restaurante estaba bajo algún tipo de vigilancia federal, la frecuencia de sus visitas no debía notarse.
Los propietarios del Biarritz no eran ucranianos, pero el restaurante figuraba en un listado de veinte páginas sobre negocios alemanes del informe del BKA sospechosos de utilizar a ciudadanos ucranianos con los que traficaba la organización de Vitrenko.
María se sentía en desventaja. En Hamburgo conocía la manera de hacer las cosas, incluso en Hanover, pero aquí se encontraba cazando en terreno desconocido. Se sentía expuesta. Perseguía a una presa peligrosa y, con la misma facilidad, podía encontrarse siendo ella la presa y no el cazador. Había encontrado la manera de acceder a la puerta trasera del Biarritz: una ruta enrevesada de carriles y callejones.
Sabía que el chico ucraniano hacía las tareas más bajas y que en una cocina de restaurante siempre hay basura por sacar y clasificar. Observó la parte trasera del local desde un callejón lleno de desperdicios y contenedores de reciclaje; carecía de ventanas en la planta baja y la salida de incendios era una puerta sólida laminada de metal. Esas medidas de seguridad significarían probablemente que la dirección del local había considerado innecesario un sistema de CCTV; y eso permitía a María acercarse al chico sin que hubiera grabaciones ni testigos del encuentro. Si quería hacer hablar al ucraniano, debería hacerle sentir seguro. Eso si lograba que dijera algo.
Hacía frío, y María iba bien abrigada. Había desarrollado un odio intenso hacia el frío, algo que nunca le molestó antes de aquella noche. Mientras yacía en medio del césped descuidado, con el rostro de Fabel cerca del suyo, sintió un frío como el que jamás había experimentado en su vida. Luchó por mantenerse despierta y su respiración era entrecortada y poco profunda. Sintió el aliento cálido de Fabel en la mejilla y se dio cuenta de que la muerte es fría. Desde entonces, se aseguró de no volver a pasar frío nunca más.
La puerta trasera del restaurante se abrió y apareció un hombre flaco de unos veinte años de edad. Llevaba una camiseta blanca y un delantal manchado de la cintura hasta media pierna. Miró hacia atrás, a la cocina, antes de encender un cigarrillo y apoyarse en la pared. Parecía cansado y demacrado y se fumaba el pitillo con el placer de alguien que ha robado un precioso y raro momento de soledad. Cuando vio acercarse a María se enderezó. Luego se dio la vuelta para volver a entrar en la cocina.
—¡Espere! —gritó María. Levantó su placa ovalada de la policía criminal—. Policía… —Confiaba en que el joven ucraniano no la desafiaría pidiéndole ver su identificación de policía, lo cual, obviamente, revelaría que estaba a varios cientos de kilómetros de su jurisdicción. El joven ucraniano pareció sorprendido, asustado—. No pasa nada —dijo María, con una sonrisa fatigada—. No estoy interesada por su situación aquí. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas.
El ucraniano asintió lacónicamente con la cabeza. María sacó su grueso cuaderno negro del bolsillo de su abrigo.
—¿Su nombre…? —María fingió buscar su nombre en la libreta, como si lo tuviera anotado en alguna parte, lo cual no era cierto.
—Slavko Dmytruk… —dijo el joven ucraniano, aparentemente ansioso por cooperar. De todos modos, volvió a mirar fugazmente a la cocina para comprobar que nadie lo veía. Salió un poco y cerró la puerta de la salida de incendios casi del todo.
Buscó en sus bolsillos y sacó su documentación para entregársela a María. Con ella, demostraba que era ilegal: el documento no era alemán; su foto estaba encabezada por unas leyendas en escritura cirílica y el tridente amarillo sobre un fondo azul identificaba el carnet como ucraniano.
—No he hecho nada malo —dijo Slavko, con su alemán de acento casi impenetrable—. Quiero quedar en Alemania. Yo buen trabajador.
—No he dicho que hayas hecho nada malo. Sólo quiero hacerte unas cuantas preguntas.
—¿Sobre qué?
—Sobre cómo llegaste hasta aquí.
La inquietud de Slavko se convirtió en un miedo genuino.
—No sé lo que usted habla.
—¿Cómo viniste desde Ucrania? —preguntó María en el tono más tranquilizador que pudo. Se daba cuenta de que Slavko estaba cada vez más agitado, y se sorprendió deseando poseer el don de Fabel para tranquilizar a la gente—. No tienes de qué alarmarte, Slavko, nadie sabrá que has sido tú quien me dio la información, lo prometo. Pero si no cooperas me veré obligada a informar a inmigración. —María hablaba despacio y en un alemán sencillo para darle tiempo de asimilar lo que le decía—. ¿Me entiendes, Slavko? Necesito saber quién organizó tu transporte hasta aquí, te consiguió el trabajo, un lugar en el que vivir…
—No lo sé… un hombre muy peligroso. Gente muy peligrosa. —Volvió la vista hacia la rendija de la puerta.
—La mayoría lo son, Slavko. Pero necesito saber quién te dio este trabajo.
—Trabajo mucho. —Slavko parecía al borde de las lágrimas—. Trabajo tan duro.
Quiero mandar dinero familia en Ucrania, pero no puedo. Trabajo todo el día y casi toda la noche y tengo que dar mitad al hombre que me llevó aquí. Luego él coge la mitad de lo que me queda para el sitio que yo dormir. No es justo. No es nada justo.
María advirtió que Slavko temblaba. Empezó a darle pena. También lamentó haberle engañado para que creyera que estaba en algún tipo de misión oficial. Sabía que lo estaba exponiendo a un peligro del que no podía protegerlo; ni a él ni a ella misma.
—Slavko, lo único que necesito es una lista de nombres. Un nombre. Tú sabes que esto no está bien. Esto no es trabajo, es esclavitud. Esta gente te tendrá trabajando toda la vida a cambio de nada. Y tú eres de los afortunados, piensa en las mujeres y los niños que han sido vendidos para Dios sabe qué.
Slavko la miró atentamente. Parecía estar sopesando sus alternativas.
—Me llevaron en un camión contenedor desde Lvyv hasta Hamburgo. Luego, en mitad de la noche, nos metieron en un furgón. Nos dejaron en distintos lugares de Colonia. Yo fui llevado aquí, a restaurante. Era medianoche y me dijeron espera aquí, al fondo, hasta la mañana, y alguien vino a abrir. Luego tengo que trabajar quince horas y luego me llevan al apartamento. Somos ocho. Dos dormitorios. Nos turnamos para dormir.
María asintió con la cabeza. De modo que todavía había una conexión en Hamburgo; el imperio de Vitrenko no se había retirado de la ciudad, tan sólo de la vista.
—¿Quién lo organizó todo?
—Hay un hombre en Lvyv… sólo lo conozco como Pyotr. No sé nombres de ninguna otra gente que nos recogió del camión en Hamburgo. Excepto hombre que conduce el minibús… lo vemos cada semana. Su nombre Viktor. En la primera parada que hicimos aquí en Colonia, un Mercedes grande y negro esperaba. Un hombre salió y dio órdenes al conductor minibús. Parecía un hombre muy duro. Como un soldado.
María buscó en su bolso una de las copias reducidas de la foto de Vitrenko.
—Este hombre… ¿podría ser el soldado?
Slavko negó con la cabeza.
—No, soldado mucho más joven. Treinta. Treinta y cinco, quizá.
—¿Ucraniano?
—Sí. Lo oí hablar. No lo que decía, pero oí que era ucraniano.
En aquel instante, un africano alto y delgado salió por la puerta con un cubo de restos y lo metió en uno de los contenedores. Al volver a entrar miró a María con aire desconfiado.
—El jefe te busca —le dijo a Slavko.
—Voy ahora mismo. —A Slavko le preocupaba claramente que lo vieran hablando con María—. Tengo que irme.
—Entonces tendré que volver —dijo ella.
—Le he dicho todo lo que sé. No sé más.
—No me lo creo. ¿Quién te cobra el dinero para el alojamiento?
Slavko parecía confundido.
—Tu apartamento —dijo María. Realmente sentía hacerle las preguntas, pero necesitaba una pista—. El hombre que te trajo hasta aquí en el minibús: Viktor. Lías dicho que él te cobra el dinero.
—Ah… él. —Slavko volvía a parecer preocupado—. Si tú hablas con él, entonces saben que yo he hablado.
—No es él quien me interesa, son sus jefes. Él ni siquiera sabrá que voy detrás de él.
—Sólo sé su nombre es Viktor. No sé apellido.
—¿Cuándo le ves? ¿Cada cuánto?
—Nos pagan cada viernes. Casi todos trabajamos el viernes hasta tarde y dormimos sábado porque volvemos a trabajar el sábado por la noche. Viktor viene a cobrar dinero sábado y domingo, hacia mediodía. Algunos trabajan sábado mediodía, así que vuelve a venir el domingo. —Slavko movió la cabeza con desánimo—. Nos deja sin nada. Dice que tenemos que devolver todos los gastos de llevarnos aquí.
Viktor es malo. Todos tienen miedo de Viktor.
—¿Crees que Viktor es un ex soldado, como el otro hombre?
—A mí no me parece soldado. Gánster. Un día uno de los hombres de apartamento dice que no está bien que Viktor se lo lleva todo. Viktor le golpeó con un palo grande de madera. Le pegó mucho. Al día siguiente, el hombre ya no estaba.
Viktor dice que lo mandó de vuelta a Ucrania y se quedó con su dinero. —El recuerdo de este hecho pareció alterar todavía más a Slavko, que volvió a mirar hacia la puerta que el africano había dejado más abierta—. Ahora me voy. No sé nada más.
—La dirección… —le ordenó ella—. Dame la dirección de tu apartamento. —Al ver la expresión de alarma de Slavko, levantó las manos en un gesto tranquilizador—. No temas, no lo sabrá nadie. No pienso ir a visitar tu alojamiento ni mandaré a otros policías ni a inmigración. Sólo quiero saber cómo es Viktor, eso es todo. Tienes que confiar en mí, Slavko.
Slavko volvió a vacilar, luego le dio a María una dirección de la zona de Chorweiler. Ella intentó recordar dónde estaba por los planos de Colonia que había tratado de memorizar.
Slavko volvió a meterse en la cocina. Dos tipos eslavos más levantaron la vista y miraron a María con desconfianza. Mientras se alejaba, María no podía quitarse de la cabeza el miedo en los ojos de Slavko; su timidez y su expresión demacrada y hambrienta. Por encima de todo, pensaba en cómo lo había tranquilizado; en cómo le había pedido que confiara en ella: de la misma manera en que también se lo había pedido a Nadja, la joven prostituta de Hamburgo, justo antes de que desapareciera.
22 25 enero
Buslenko había organizado una reunión del equipo en el refugio de caza para el lunes por la tarde, y llegó a Korostyshev dos días antes. Buslenko había nacido allí y, además, estaba a 110 kilómetros al oeste de la capital, lo bastante lejos de Kiev para poder estar tranquilo de que podría llevarse a cabo una sesión informativa segura antes de la misión. La ciudad se encontraba bajo un manto grueso de nieve, como si sus edificaciones fueran muebles cubiertos por sábanas blancas a la espera de sus visitantes veraniegos. Los sensatos ciudadanos se mantenían a cubierto o cruzaban Chervona Plosha con un objetivo concreto, como manchas oscuras en movimiento sobre la explanada blanca de la plaza, pero Buslenko consiguió encontrar a un vendedor de
pirog
lo bastante emprendedor o loco para montar su puesto, caldeado a base de parafina, para los transeúntes ocasionales. El
pirog
era un pan relleno de carne cocido al horno, y el que se hacía en Korostyshev era famoso en toda Ucrania.
Buslenko avanzó por entre los castaños sin hojas hasta el monumento a los caídos en la guerra. Detrás del obelisco había una hilera de piedras de granito conmemorativas, cada una con la cara tallada del oficial cuya memoria honoraba. De niño, su padre le había contado que ésos fueron los hombres que murieron luchando por salvar Ucrania de los alemanes; 14.000 personas perdieron la vida defendiendo la ciudad. El joven Taras Buslenko se quedó hipnotizado por aquellas caras tan detalladas y por la idea de ser defensor de Ucrania, igual que el Cosaco Mamay. Era mucho mayor cuando su padre le contó que muchos más murieron también en Korostyshev, en 1919, defendiendo sin éxito al país de los bolcheviques. Para ellos no había monumentos conmemorativos.
Buslenko estaba sentado en un banco y contempló su
pirog
un momento antes de dar un buen mordisco a sus recuerdos de infancia. Luego se limpió los labios con un pañuelo.
—Llegas tarde —respondió, como si hablara a la cara esculpida del lugarteniente del Ejército Rojo caído hacía muchos años que tenía delante.
—Impresionante… —dijo una voz detrás de Buslenko.
—No mucho. —Buslenko dio otro mordisco. La carne del relleno estaba caliente y le caldeó por dentro—. Te he oído viniendo por la nieve desde unos veinte metros atrás. Tú sigue haciendo tu trabajo, moviendo papeleo arriba y abajo y espiando a los políticos adúlteros, y yo seguiré haciendo el mío.
—¿Matar a gente?
—Defender Ucrania —dijo Buslenko con la boca llena. Hizo un gesto hacia las estatuas conmemorativas—. Como hicieron ellos. ¿Qué me traes, Sasha?
Sasha Andruzky, un hombre joven y delgado con un grueso abrigo de lana y un gorro de piel calado hasta las orejas, se sentó junto a Buslenko y se arrebujó para protegerse del frío.
—No mucho. Creo que es cierto. Por lo que me dijiste no habrá absolutamente ninguna autorización oficial para que hagas lo que te han pedido pero, de manera extraoficial, creo que sacar a Vitrenko es una obsesión del Gobierno.
—¿Malarek?
—Por lo que yo he podido entender, nuestro amigo el viceministro de Interior está limpio; si cuenta con otra agenda, la tiene muy bien escondida. Pero, claro, eso es exactamente lo que cabría esperar si estuviera relacionado con Vitrenko. Aunque no entiendo tu lógica… ¿que interés tiene Malarek en mandarte a una misión clandestina para asesinar a Vitrenko si él está a sueldo de éste? No tiene sentido.