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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El señor de los demonios (33 page)

BOOK: El señor de los demonios
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—Espero que sepas lo que haces.

—Confía en mí.

Por extraño que parezca, Belgarath no respondió a este comentario.

Siguieron ascendiendo por el camino mientras la luz crepuscular caía sobre las colinas circundantes y las oscuras sombras comenzaban a agruparse alrededor de los troncos de los árboles.

—¡Ah, ahí está! —dijo Feldegast señalando el lecho de un arroyo seco—. Este trecho del camino es peligroso, así que será mejor que vayamos a pie. —El hombrecillo desmontó y comenzó a subir por el desfiladero. El cielo encapotado irradiaba cada vez menos luz y la noche caía deprisa. De repente el camino se estrechó en un recodo y Feldegast rebuscó en las alforjas de su mula hasta sacar una vela. Luego se volvió hacia Durnik—. ¿Podrías encenderla, amigo? Lo haría yo mismo, pero no encuentro la mecha.

Durnik abrió su bolsa, extrajo una piedra de chispa, un eslabón y el rollo de yesca. Después de algunos intentos fallidos, convirtió una chispa azul en una pequeña llama. La alzó, protegida entre sus manos, para que Feldegast encendiera su vela.

—¡Ah!, ya llegamos —dijo el comediante iluminando las empinadas paredes del desfiladero.

—¿Dónde está la cueva? —preguntó Seda, perplejo.

—Bueno, príncipe Kheldar, si la cueva estuviera a la vista y cualquiera pudiera dar con ella, no sería un buen escondite, ¿verdad? —respondió el hombrecillo, y se dirigió a uno de los murallones del desfiladero, donde había una plancha de granito erosionada por el agua.

Feldegast bajó la vela, protegiéndola con una mano, se inclinó un poco y desapareció seguido por su mula.

El suelo de la cueva estaba cubierto de arena blanca y las paredes parecían desgastadas por siglos de aguas turbulentas. Feldegast estaba en el centro de la caverna con la vela levantada. Contra los muros había toscas literas de troncos y una chimenea. Feldegast se dirigió a la chimenea, se inclinó y encendió con su vela las ramas que había debajo de los leños partidos.

—Bueno, eso está mejor —dijo mientras extendía las manos hacia el fuego—. ¿No es éste un paraíso?

Junto a la chimenea había una arcada, en parte natural y en parte construida por la mano del hombre. Estaba cerrada por varios postes horizontales. Feldegast, señalando la arcada, dijo:

—Ahí hay un establo para los caballos y una pequeña fuente. Es la mejor cueva de contrabandistas de esta parte de Mallorea.

—Un escondite ingenioso —asintió Belgarath mientras miraba a su alrededor.

—¿De qué clase de contrabando se trata? —preguntó Seda, movido por cierta curiosidad profesional.

—Sobre todo del de piedras preciosas. Hay grandes yacimientos en los montes de Katakor y obtenerlas es tan fácil como agacharse a recoger guijarros del río. Sin embargo, los recaudadores de impuestos se quedan con casi todo, de modo que los contrabandistas han ideado varias formas de cruzar la frontera sin que ellos se den cuenta.

Mientras tanto, Polgara inspeccionaba la chimenea. Había varios ganchos para cacerolas en las paredes y una gran rejilla de hierro apoyada sobre fuertes patas.

—Muy bien —dijo—, ¿hay bastante leña?

—Más que suficiente, mi querida dama —respondió el bufón—. Está en el establo, junto al forraje para las caballerías.

—Bien —dijo ella, y se dispuso a quitarse la capa azul y dejarla sobre una litera—. Creo que podré ampliar el menú que tenía pensado para esta noche. Sería una pena desperdiciar todas estas facilidades. Necesito más leña y, por supuesto, agua —añadió mientras se dirigía al caballo donde llevaba los utensilios de cocina, canturreando para sí.

Durnik, Toth y Eriond condujeron los caballos al establo, donde les quitaron los arreos. Garion, que había dejado la lanza fuera, colocó el escudo y el casco debajo de una de las literas y comenzó a quitarse con torpeza la cota de malla. Ce'Nedra se acercó a ayudarle.

—Hoy has estado magnífico, cariño —dijo ella con afecto.

Él respondió con un gruñido y se inclinó hacia adelante, con los brazos extendidos, para que ella pudiera quitarle la cota de malla. Ce'Nedra tiró y la prenda salió sin dificultad, pero su peso le hizo perder el equilibrio y la joven reina acabó sentada en el suelo con la camisa sobre el regazo.

—¡Oh, Ce'Nedra! —dijo, Garion riendo—, te quiero.

Le dio un beso y la ayudó a incorporarse.

—Esto es muy pesado, ¿verdad? —dijo ella, intentando levantar la cota de malla.

—¿Lo has notado? —dijo él mientras se frotaba un hombro dolorido—. ¡Y tú que creías que me estaba divirtiendo!

—Sé bueno, cariño. ¿Quieres que la cuelgue?

—Métela debajo de la cama —respondió él encogiéndose de hombros, pero ella le lanzó una mirada de desaprobación—. No creo que se arrugue, Ce'Nedra.

—Pero no está bien dejar las cosas tiradas, cariño. —Hizo un esfuerzo por doblar la prenda, pero enseguida se arrepintió, la hizo una bola y la empujó con el pie hasta ponerla debajo de la litera.

La cena consistió en gruesas lonchas del jamón que Vella les había regalado, una sopa tan espesa que casi parecía un guiso, grandes rebanadas de pan tostado y manzanas asadas con miel y canela.

Después de cenar, Polgara se levantó, echó un vistazo a la cueva y dijo:

—Ahora las damas y yo necesitaremos un poco de intimidad y varias vasijas de agua caliente.

—¿Otra vez, Polgara? —preguntó Belgarath, y suspiró.

—Sí, padre. Es hora de que todos nos lavemos y nos cambiemos de ropa. —Olfateó el aire de la caverna de forma sugestiva—. No cabe duda de que ya es hora.

Los hombres aislaron con cortinas una parte de la cueva para ofrecer a Polgara, Ce'Nedra y Velvet la intimidad que deseaban y comenzaron a calentar agua sobre el fuego.

Aunque al principio le había dado pereza, Garion tuvo que admitir que después de lavarse y ponerse ropa limpia comenzó a sentirse mucho mejor. Se recostó en una de las literas junto a Ce'Nedra, aspirando con placer el olor de su cabello húmedo. Tenía la agradable sensación de estar limpio, bien alimentado y abrigado después de todo un día endiabladamente inclemente a la intemperie. Estaba a punto de dormirse, cuando oyó un grito en parte humano y en parte animal que parecía proceder del desfiladero, un grito tan horrible que le heló la sangre y le puso los pelos de punta.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ce'Nedra, asustada.

—Calla, jovencita —dijo Feldegast en un murmullo mientras se incorporaba de un salto y cubría el fuego con un trozo de lona, sumiendo la cueva en una oscuridad casi completa.

Se oyó entonces otro aullido en el desfiladero, tan espantoso, que parecía presagiar momentos aterradores.

—¿Podéis distinguir de qué se trata? —preguntó Sadi en voz baja.

—Nunca he oído nada igual —le aseguró Durnik.

—Yo sí —dijo Belgarath con amargura—. Cuando estaba en la tierra de los morinds, había un mago que se divertía sacando a cazar a su demonio por las noches. El aullido del demonio era similar a éste.

—¡Qué práctica tan detestable! —exclamó el eunuco—. ¿Y qué comen los demonios?

—Creo que preferirías no saberlo —respondió Seda, y se volvió hacia Belgarath—. ¿Podrías calcular el tamaño de esa criatura?

—Varía de una criatura a otra —respondió Belgarath—, pero por el ruido que hace, yo diría que debe de ser bastante grande.

—Entonces no podrá entrar en la cueva, ¿verdad?

—Es un riesgo que preferiría no correr.

—Supongo que podrá olernos, ¿no es cierto? —El anciano asintió con un gesto—. Las cosas comienzan a complicarse, Belgarath. ¿No puedes hacer nada para ahuyentarlo? —Se volvió hacia la hechicera—. O tal vez tú, Polgara. Tú te ocupaste del demonio que convocó Chabat en el puerto de Rak Urga.

—No lo hice sola, Seda —le recordó ella—. Aldur vino a ayudarme.

Belgarath comenzó a caminar de un extremo a otro de la cueva, mirando el suelo con expresión ceñuda.

—¿Y bien? —lo apremió Seda.

—No me metas prisa —gruñó el anciano—. Creo que podría hacer algo —dijo, disgustado—, pero haría tanto ruido que me oiría hasta el último grolim de Mallorea, incluida Zandramas. Luego tendríamos a los chandims y a los grolims pegados a nuestros talones todo el camino hasta Ashaba.

—¿Por qué no usamos el Orbe? —sugirió Eriond alzando la vista de la brida que estaba reparando.

—Porque el Orbe hace más ruido que yo. Si Garion lo usa para ahuyentar al demonio, lo oirán en Gandhar, al otro extremo del continente.

—Pero funcionaría, ¿verdad?

Belgarath se volvió hacia Polgara.

—Creo que tiene razón, padre —dijo—. El demonio huiría del Orbe aunque estuviera cautivo, y un demonio libre de su amo, correría aún más rápido.

—¿No se te ocurre otra solución? —preguntó él.

—Un dios —respondió ella encogiéndose de hombros—. Todos los demonios, por poderosos que sean, huyen de los dioses. ¿Conoces a alguno?

—A varios —replicó—, pero en este momento están ocupados.

Otro poderosísimo aullido resonó entre las montañas. Ahora parecía venir de la boca misma de la cueva.

—Creo que debes tomar una decisión, viejo amigo —dijo Seda con ansiedad.

—¿Te preocupa el estruendo del Orbe? —preguntó Belgarath.

—El estruendo y la luz. Ese rayo azul que se enciende cada vez que Garion usa el Orbe atrae la atención de la gente.

—No pretenderéis que me enfrente con un demonio, ¿verdad? —preguntó Garion, indignado.

—Por supuesto que no —gruñó Belgarath—. Nadie puede enfrentarse a un demonio. Sólo estamos hablando de la posibilidad de ahuyentarlo. —Comenzó a pasearse otra vez, arrastrando los pies sobre la arena—. Me molestaría mucho que se enteraran de que estamos aquí.

Fuera, el demonio volvió a aullar y la gran plancha de granito que cubría la entrada de la cueva comenzó a chirriar, como si una enorme fuerza intentara apartarla.

—Creo que ya no tenemos elección, Belgarath —dijo Seda—, ni tiempo tampoco. Si no haces algo deprisa, esa criatura entrará aquí dentro.

—Intenta no señalar nuestra ubicación a los grolims —le dijo Belgarath a Garion.

—Entonces, pretendes que salga ahí fuera.

—Por supuesto. Seda tiene razón, no tenemos tiempo que perder. —Garion se dirigió a la litera y cogió su cota de malla—. No la necesitarás. De todos modos, no te serviría de nada.

Garion se llevó la mano a la espalda y desenvainó su espada. Hundió la punta en la arena y abrió la fina cubierta de piel de la empuñadura.

—Creo que esto es un error —dijo, y apoyó la mano sobre el Orbe.

—Permíteme, Garion —dijo Eriond poniéndose de pie. El joven se acercó al rey de Riva y le cubrió la mano con la suya. Garion lo miró atónito—. Me conoce, ¿recuerdas?, y tengo una idea.

Eriond sintió un extraño cosquilleo en la mano y el brazo y se dio cuenta de que Garion se comunicaba con el Orbe de una forma mucho más directa que él. Era como si durante los meses que la piedra había vivido con él, le hubiera enseñado su propio lenguaje.

De repente se oyeron potentes rasguños en la entrada de la cueva, como si enormes garras intentaran derribar la losa de piedra.

—Ten cuidado ahí fuera —advirtió Belgarath—. No corras riesgos inútiles. Limítate a levantar la espada para que él pueda verla. El Orbe hará el resto.

—De acuerdo —suspiró Garion, y se dirigió a la entrada de la cueva seguido por Eriond.

—¿Adonde vas? —le preguntó Polgara al joven rubio.

—Con Belgarion —respondió Eriond—. Para que esto salga bien, necesitamos hablar con el Orbe los dos. Ya te lo explicaré luego, Polgara.

La losa que cubría la abertura de la cueva se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Garion se escabulló rápidamente por ella y corrió varios metros por el desfiladero, con Eriond detrás. Luego se giró y alzó la espada.

—Todavía, no —dijo Eriond—, aún no nos ha visto.

En el desfiladero se olfateaba un penetrante olor nauseabundo; cuando Garion se acostumbró a la oscuridad, divisó la figura del demonio recortada sobre las nubes. Era tan enorme que sus hombros ocultaban la mitad del cielo. Tenía largas orejas puntiagudas, como si fuera un gato gigantesco, y sus horribles ojos brillaban con una llama verde que proyectaba un resplandor intermitente sobre el suelo del desfiladero.

La bestia rugió y extendió una de sus enormes garras cubierta de escamas hacia Eriond y Garion.

—Ahora, Belgarion —dijo Eriond con calma.

Garion alzó las manos, sosteniendo la espada con la punta hacia el cielo, y liberó el poder del Orbe.

El joven rey de Riva no estaba preparado para lo que iba a suceder después. Un espantoso ruido retumbó en la noche haciendo temblar la tierra, estremecer las montañas cercanas y sacudir los árboles en varios kilómetros a la redonda. Entonces no sólo se encendió la cuchilla, sino que el cielo entero se llenó de un intenso resplandor de color zafiro, como si alguien lo hubiera incendiado. Grandes llamas azules se extendían de un extremo al otro del horizonte, mientras el colosal estruendo seguía sacudiendo la tierra.

El demonio se quedó petrificado, mirando horrorizado el cielo azul con el hocico alzado hacia arriba. Garion se acercó a él con actitud amenazadora, siempre con la ardiente espada en la mano. El demonio retrocedió e intentó protegerse la vista de la intensa luz azul. Luego rugió como si le invadiera un insoportable sentimiento de angustia. Se tambaleó hacia atrás, cayó y volvió a levantarse con esfuerzo. Por fin echó un último vistazo al cielo en llamas, se giró y huyó gimiendo con un movimiento extraño, como si al andar sus cuatro garras se hundieran en la tierra.

—¿Esto es lo que entiendes por algo silencioso? —gritó Belgarath desde la abertura de la cueva—. ¿Y qué es eso? —añadió, señalando con un dedo tembloroso el cielo iluminado.

—No te preocupes, Belgarath —le dijo Eriond al enfurecido anciano—. Tú no querías que guiáramos a los grolims hacia nosotros, así que hicimos que el ruido sonara en toda la región. Nadie podrá identificar su origen.

Belgarath parpadeó y luego lo miró ceñudo.

—¿Y qué hay de la luz? —preguntó con voz un poco más tranquila.

—Es lo mismo —respondió Eriond con serenidad—. Todo el mundo puede distinguir una llama azul en una noche oscura, pero si el cielo se incendia por entero, nadie puede saber de dónde proviene el fuego.

—Tiene razón, abuelo —dijo Garion.

—¿Están bien, padre? —preguntó Polgara.

—¿Quién iba a hacerles daño? Garion puede aplanar montañas con esa espada y, de hecho, ha estado a punto de hacerlo. La cordillera de Karanda resonó como una campana. —Alzó la vista hacia el cielo, todavía cubierto de destellos—. ¿No puedes acabar con eso?

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