Read El señor de la destrucción Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
La brillante sangre pintaba las manos gris pálido de Lhunara, se acumulaba debajo de las destrozadas uñas negras y corría en regueros zigzagueantes por sus muñecas. Sus labios azules se separaron en una sonrisa de demente, y su único ojo sano brilló con resplandor febril. El otro ojo, hinchado y ennegrecido por la sangre putrefacta, giraba erráticamente dentro de la cuenca.
—Tenemos una misma mentalidad, mi señor —dijo con voz burbujeante a causa de que los pulmones se le licuaban, mientras alzaba las manos hacia la espantosa herida que tenía en el lado derecho de la cabeza.
Se oyó cómo sus dedos resbalaban sobre algo mojado cuando se metió dentro de la cavidad craneal infestada de gusanos la materia gris que sostenía.
—Una misma mentalidad —dijo, tendiendo las manos hacia la cara de él—. Un mismo corazón. Un mismo ojo...
Malus se despertó entre alaridos, debatiéndose sobre la resbaladiza marga, húmeda de rocío.
El corazón le dio un vuelco al descubrir con horror que tenía los brazos y las piernas apretadamente envueltos. Aún medio ciego y desorientado, se retorció y pataleó, escupiendo y bramando como un maldito. Luego, con un convulsivo tirón logró soltar una pierna y se dio cuenta de que estaba enredado en su propia capa.
Jadeando furiosamente, Malus se obligó a cerrar los ojos y posó la cabeza sobre la tierra húmeda. Cuando se tranquilizó el enloquecido ritmo de su corazón, desenredó las extremidades lenta y cuidadosamente, y abrió la capa, sin hacer caso del helor de las primeras horas de la mañana.
Por último, cuando su respiración se hizo más lenta, el noble abrió los ojos. Ya había amanecido hacía un rato, y una débil luz solar atravesaba las apretadas ramas de lo alto. Una gruesa raíz sobresalía del suelo bajo su espalda y le causaba dolor en la columna vertebral.
Con el ceño fruncido, Malus levantó la cabeza. Yacía en una senda abierta por animales entre dos sotos de altos robles. Verdes helechos goteantes le rozaron las mejillas y le provocaron un escalofrío.
No se encontraba ni remotamente cerca del claro en el que había acampado.
Mientras maldecía, soñoliento y legañoso, se puso de pie. El bosque se extendía en todas direcciones. Tenía trocitos de hojas entre las placas de la armadura, y las palmas de las manos manchadas de tierra. «Bendita Madre de la Noche —pensó—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?» Los recuerdos de la noche anterior eran borrosos en el mejor de los casos. Recordaba estar sentado en la oscuridad, intentando pensar en un modo de entrar en Naggarond, nada menos..., y entonces las cosas se volvían vagas. «¿Acaso me emborraché con aquel maldito vino avinagrado?»
Se volvió lentamente, mirando con ansiedad los alrededores para intentar orientarse. El sendero de caza le resultaba familiar, y al menos se dirigía hacia la linde sur del bosque. Después de frotarse la cara con las manos sucias, comenzó a avanzar senda abajo, al mismo tiempo que se daba cuenta de pronto de que no veía su hacha de guerra por ninguna parte.
Siguió el sendero a lo largo de aproximadamente un kilómetro y medio a través del denso follaje, y cada vez se sentía más confuso y aprensivo. Por el camino comenzó a ver signos que indicaban que podría haber seguido antes esa misma senda. Las huellas someras y las ramas rotas daban la impresión de que había caminado tambaleándose como un borracho en la oscuridad. Era asombroso que no se hubiera ensartado en una rama baja ni se hubiera partido el cráneo contra un árbol.
Cuando ya había recorrido dos kilómetros y medio, se encontró luchando para reprimir una creciente ola de pánico. Entonces, oyó un familiar siseo como de una tetera hirviendo en dirección sudoeste. Con un suspiro de alivio, el noble abandonó el sendero y se dirigió hacia el siseo, avanzando sonoramente a través del sotobosque a causa de la impaciencia. Tras unos doce metros, el bosque comenzó a hacerse menos denso, hasta que al fin tropezó con la periferia de su campamento.
Rencor
se puso de pie al verlo aparecer súbitamente, y se le dilataron las fosas nasales al percibir su olor.
Malus se detuvo en seco al borde del claro, y recorrió el pequeño espacio con mirada precavida. El hacha continuaba donde la había dejado, también estaba en el mismo sitio el pequeño paquete de tela que había contenido la comida de la noche anterior. Moviéndose con cuidado, atravesó el campamento y se acercó al nauglir.
—Tranquilo,
Rencor
-dijo mientras tendía las manos hacia las alforjas.
El gélido le bufó y lo miró funestamente con uno de sus ojos rojos mientras el noble rebuscaba entre sus cosas.
Las tres botellas de vino restantes no habían sido tocadas por nadie. Comprobó cada sello de cera y descubrió que estaban perfectamente intactos.
Rencor
se removió sobre las grandes patas con garras, y gruñó de irritación.
—Bueno, bueno —dijo Malus, que sujetó bien las alforjas y le dio al gélido una palmada en un flanco—. Vete a cazar. Necesito pensar.
El noble se apartó mientras la enorme bestia de guerra se deslizaba con asombroso sigilo por el espeso sotobosque. Entonces, se volvió y, una vez más, observó el terreno de la zona en la que se había sentado la noche anterior. No se veía nada que indicara que había habido alguien más allí. Era como si simplemente se hubiera levantado y se hubiera marchado oscuridad adentro.
Malus se instaló cansadamente contra el tronco e intentó limpiarse un poco la tierra de las palmas de las manos. Por mucho que lo intentaba, no conseguía recordar gran cosa de la noche anterior desde el momento en que había hablado con Eldire. ¿Podría haberle hecho ella algo? Y de ser así, ¿por qué? Sacudió la cabeza con irritación. La idea no tenía ningún sentido.
Luego, estaba la pesadilla. Había oído hablar de druchii que gritaban, que incluso se levantaban y caminaban cuando eran presas de fuertes pesadillas. ¿Había habido en aquel sueño algo más que él no recordaba? ¿Acaso la horrenda visión de Lhunara lo había hecho huir hacia las profundidades del bosque?
—Quizá deba comenzar a beber hasta dormirme otra vez —murmuró amargamente—. O ponerme una maniota cada noche, como si fuera un caballo.
Desde el norte le llegaron ruidos de un movimiento frenético repentino: algo enorme avanzaba por el bosque partiendo ramas y golpeando pesadamente contra los troncos de los árboles. Malus gruñó con suavidad.
Rencor
ya había encontrado el desayuno.
Entonces, como a modo de respuesta, oyó nuevos sonidos provenientes del sur, en la dirección del camino.
Sin pensarlo, Malus recogió el hacha y rodó silenciosamente para ponerse de pie con las piernas flexionadas, y se quedó observando con cautela desde detrás del tronco caído. Se mantuvo perfectamente inmóvil, sin apenas atreverse a respirar, y forzó los sentidos al máximo. Momentos después oyó un susurro mucho más suave en el sotobosque, a unos veinte metros hacia el sudeste. El noble cerró los ojos e intentó visualizar mentalmente el terreno circundante. Cualquier cosa que fuera, daba la impresión de que estaba avanzando por la senda de caza que recientemente había seguido Malus.
De pronto se oyó otro crujido de ramas rotas, esta vez procedente directamente del sur. El noble enseñó los dientes.
Por el sonido parecía tratarse de una partida de caza, y se dirigía hacia él.
Después de todo por lo que había pasado en los últimos diez meses, Malus ya no creía en la suerte. Quienesquiera que fuesen los cazadores, no habían tropezado simplemente con él por casualidad. Dudaba de que fueran ciudadanos de Har Ganeth, ya que el campamento estaba demasiado lejos y demasiado adentrado en los bosques como para llamar la atención de una banda de refugiados. Una posibilidad era una partida de cazadores autarii. Los sombras consideraban suya toda la cadena montañosa y el territorio de colinas situado al norte del Camino de los Esclavistas, y no era inaudito que pequeños grupos de incursión llegaran hasta las estribaciones meridionales para robar a las caravanas de esclavos que se dirigían al oeste. Pero ningún autarii que mereciera tal nombre sería tan torpe como para delatar su posición, particularmente en las profundidades de los bosques.
Eso dejaba una sola posibilidad: eran hombres del ejército de Malekith.
Malus apretó con fuerza el mango del hacha de guerra y miró por encima del tronco hacia las sombras de los árboles. Era posible que sólo se tratara de una partida de cazadores que buscaran ciervos o faisanes con los que alimentar a la horda del Rey Brujo. También cabía la posibilidad de que fueran otra clase de cazadores que peinaban el bosque en su busca. «Pero ¿cómo pueden haberme encontrado?», pensó Malus. Sin duda, conocía esos bosques mejor que cualquier soldado de Naggarond, y la tarde anterior había tenido el cuidado de borrar su rastro.
Algo se movió en el sotobosque a la derecha del noble, todavía a unos quince metros de distancia. Los cazadores se movían con cautela y se desviaban ligeramente al oeste. Volvió la mirada hacia el este, con la esperanza de captar alguna señal del segundo grupo de cazadores, pero el denso follaje se lo impidió. «Sin embargo —pensó—, si yo todavía no puedo verlos, ellos no pueden verme a mí.»
Entonces, le llegó el seco sonido de una rama al partirse cerca de la senda de caza. A unos diez metros de distancia, según calculó, y también un poco más hacia el este. Los dos grupos estaban dando un rodeo en torno al borde del campamento. Y aún más, de repente se dio cuenta de que no había oído indicio alguno de movimiento en dirección sur. «Saben dónde está el campamento —pensó mientras sentía que se le erizaba el pelo de la nuca—. Están intentando rodearlo, impedirme que pueda huir hacia el norte.»
Tenía que moverse ya, antes de que el lazo se cerrara a su alrededor. Por suerte,
Rencor
se encontraba ahora en alguna parte situada al norte de donde él estaba, desayunando. Tenía la certeza de que si podía llegar hasta el nauglir, podría dejar atrás a quienesquiera que estuvieran acechándolo, y huir hacia el norte, adentrándose en las estribaciones de las colinas. Por supuesto, eso significaría internarse sin permiso en territorio autarii, pero para hacerlo primero tendría que sobrevivir.
Aún muy agachado, dio media vuelta y se escabulló hacia el otro lado del campamento. En ese instante, se alzaron sonidos de movimiento al este y al oeste. Los cazadores se habían puesto en marcha.
Malus agachó la cabeza y siguió el sendero que había dejado
Rencor
cuando se había marchado. O al menos lo intentó, porque a medio metro del borde del claro se estrelló de cabeza contra unos matorrales de zarzas a través de los cuales el gélido de piel de hierro se había limitado a pasar por la fuerza. Las espinosas ramas hirieron la cara y cuello del noble, y le arrancaron un estrangulado siseo de dolor. Malus le asestó tajos de hacha a las matas con la esperanza de que unos pocos bastarían para abrirle camino, pero las finas ramas verdes rebotaban contra el arma y salían disparadas de vuelta hacia él como látigos. Peor aún, el ruido resultante era considerable y lo hacía sentir peligrosamente expuesto. Malus renunció después de unos cuantos tajos más, y corrió hacia el oeste en busca de un paso entre el sotobosque.
Oyó que alguien salía al descubierto y entraba a toda velocidad en el claro, a sólo una docena de metros detrás de él. Sin aguardar a ver de quién se trataba, continuó agachándose y esquivando delgados arbolillos jóvenes y helechos colgantes, hasta llegar al final de las zarzas para luego girar otra vez en dirección norte. Su tensa mirada se volvía a derecha e izquierda con la esperanza de ver alguna señal que le indicara por dónde había ido el nauglir, pero el paso del gélido era casi invisible para sus ojos inexpertos. «Ese maldito bicho mide casi nueve metros de largo y pesa una tonelada —se dijo con irritación—, y, sin embargo, puede moverse como un autarii por el bosque cuando quiere.» Por un momento pensó en silbarle —era más fácil hacer que el gélido fuera hacia él que lo contrario—, pero estaba seguro de que los cazadores también lo oirían. No tenía ni idea de qué sucedería en ese caso, y no quería averiguarlo.
Malus forzó el oído para percibir los sonidos de la persecución, y se mantuvo en las zonas del bosque que ofrecían menor resistencia, renunciando a la ocultación en bien de la velocidad. El suelo comenzó a ascender suavemente, iniciando el lento ascenso hacia las bajas estribaciones de las montañas que aún se encontraban a más de un kilómetro y medio de distancia. Al cabo de pocos minutos llegó a una pequeña depresión boscosa y, por impulso, se adentró en ella en lugar de rodearla.
Las sombras eran densas bajo los árboles, que crecían muy apretados, pero al menos eso significaba que había menos sotobosque a través del que tener que abrirse camino trabajosamente. Casi de inmediato encontró un estrecho sendero de caza que serpenteaba por el centro de la depresión, y lo siguió sin vacilar. Segundos después llegó a un gran charco de sangre fresca que atravesaba la senda y vio un par de grandes huellas bien conocidas en las proximidades.
Malus se agachó, con la respiración agitada. Había encontrado el sitio en que
Rencor
había tendido una emboscada a su presa, pero el maldito gélido no se veía por ninguna parte. El nauglir, como muchos otros depredadores, prefería arrastrar su comida hasta un lugar más seguro, en el que se sintiera lo bastante a salvo como para comer. Esto significaba que la bestia de guerra podía haberse alejado en casi cualquier dirección.
Un estremecimiento de las sombras que se produjo a la izquierda de Malus hizo que se volviera, con el arma a punto. Allí no había nadie. El noble giró lentamente en círculo, en busca de cualquier señal de peligro. Hasta donde podía ver, sin embargo, estaba solo.
A aproximadamente una docena de metros detrás de él crujieron unas ramas. Los cazadores habían llegado al extremo sur de la depresión.
Malus se acuclilló y recorrió con mirada rápida el terreno circundante. ¿Se atrevía a oponer resistencia allí, o era mejor continuar huyendo? ¡Ahora lamentaba haber dejado la Espada de Disformidad atada a la silla de montar de
Rencor
. Moviéndose tan silenciosamente como podía, Malus rodeó el charco de sangre para no dejar un rastro que sus enemigos pudieran seguir, y se deslizó dentro del denso bosque, hacia el oeste de la senda. Enredaderas y zarzas le tiraban del pelo y le arañaban la armadura de acero, pero resistió la tentación de apartarlas con el hacha. Por el contrario, se adentró más profundamente en la vegetación, con la esperanza de que se cerrara detrás de él como una cortina.