El secuestro de Mamá, relato inédito de Ussía, coloca a cada personaje en su lugar, especialmente a los protagonistas, Susú y Mamá.
Sus mezquindades, sus picardías, sus obsesiones y temores están retratados con la claridad y el humor a que nos tiene acostumbrados el autor.
Este libro es el resumen del año vivido en La Jaralera, el año en que llegó el vídeo de manos del capellán, en que apareció Marisol y suplantó con su juventud a Olimpia Bolka Romanov, en que el marqués quiso conocer su hombría a manos de profesionales; el año de buscar algo de liquidez aunque fuera en euros, de negar aumentos de sueldo al cuerpo de casa y, sobre todo, el año del secuestro de Mamá.
Alfonso Ussía
El secuestro de Mamá
Memorias del marqués de Sotoancho - 2
ePUB v1.0
Mezki15.06.12
Título original:
El secuestro de mamá
Alfonso Ussía, junio 1999.
Ilustraciones: Barca
Diseño/retoque portada: Barca
Editor original: Mezki
ePub base v2.0
A Manolo Escalante.
A su amistad de árbol invencible.
A su vida de hombre bueno.
A su ejemplo. A su gente.
A mi refugio de Mazcuerras.
Me ha entrado Tomás el desayuno a las diez, como es su obligación. Mamá y yo hemos decidido desayunar cada uno en nuestro cuarto para que adelgace un poco don Ignacio, el capellán. A don Ignacio lo que más le gusta es desayunar con nosotros, y con esa excusa, se pone morado. Ahora también le llevan el desayuno a los aposentos cardenalicios —en recuerdo del cardenal Segura-, pero su contenido es diferente y más acorde con su voto de pobreza. Yo, en cambio, que nunca he tenido vocación sacerdotal ni facilidad para acumular kilos de más, me zampo unos desayunos estupendos, que me ayudan a soportar la dura tarea diaria. Hoy, por ejemplo, tengo convocado al mediodía a Fresnedal, que es el dueño del cine del pueblo.
Fresnedal es un sinvergüenza que juega con nosotros y con la moral simultáneamente. Mamá le paga treinta mil pesetas al mes a cambio de que no programe en su sala —que se llama Casa blanca-, películas con escenas de cama. Y nos hemos enterado de que la última es una porquería, con muchas escenas de besos y una secuencia estremecedora. En ella aparece un hombre maduro que arranca brutalmente la ropa a la protagonista y, después de tocar sus pechos con detenimiento y obsesión, se la tira. Fresnedal, por teléfono, me ha asegurado que son marido y mujer, pero a Mamá le han llegado otras noticias. Según parece, el hombre maduro pretende que la protagonista sea su mujer, pero ella no está segura del paso a dar y mantiene relaciones con dos sujetos simultáneamente. El maduro se entera y furioso irrumpe en el apartamento de ella para llevar a cabo la atrocidad antes comentada. Cuando le he conminado a Fresnedal a cortar tan desagradable escena, éste me ha contestado que no puede hacerlo, porque el argumento se basa mucho en dicha secuencia. La película se titula
Pitolo blanco, pitolo negro,
pero el fresco de Fresnedal nos dijo que se llamaba
Piloto blanco, piloto negro,
y que trataba de aviones. Se va a enterar Fresnedal cuando venga a verme.
Por el interfono he hablado con Mamá, que me recomienda inflexibilidad de apache. El apache se caracteriza por su inflexibilidad ante el engaño. El ejemplo más característico es Jerónimo, al que los americanos blancos intentaron engañar varias veces con malos resultados. Más de un «casaca azul» no volvió a casa. Mi indignación con Fresnedal no va a llegar a tanto, y va a volver a su casa y a su cine, pero con el rabo entre las piernas. Está caliente el café y me molesta. Voy a tener que amonestar a Tomás, que sabe lo mucho que me irrita el café demasiado caliente.
Hoy no me toca baño. Me baño un día sí y un día no. Mamá no lo sabe, y se cree que lo hago a diario. Los Sotoancho jamás hemos olido mal. Todo lo contrario que los Valdegumiel, nuestros parientes lejanos, que apestan a vertedero.
Vienen a cuento los Valdegumiel porque nos quieren comprar la Serranilla del Quejigo, una manchita de sierra que tenemos en Ciudad Real y que linda con su campo. Vienen a verme los dos hermanos, Manolo y Felipe, a la una. La Serranilla del Quejigo no supera las doscientas hectáreas, y nada nos aporta, pero a ellos les permite agrandar su mancha de montería. Si me ofrecen cien millones, para ellos. Por cien millones soy capaz de soportar durante diez minutos los efluvios de los Valdegumiel.
He dormido con uno de mis pijamas nuevos. Me los compré en mi última visita a Madrid. La verdad es que no tenía ninguna necesidad de comprarme pijamas, pero iba por la calle de Serrano, camino de Balmoral, mi bar de siempre, cuando me topé con Olimpia de Bolka-Romanov, mi antigua novia ruso-catalana. No me descubrió, pero venía de frente, y no tuve más remedio que ingresar a toda prisa en la primera tienda. Era una camisería bastante buena, y ofertaban pijamas a precio de ganga. Me compré seis, y son comodísimos. El que me puse anoche es el rosa con ribetes burdeos, y tiene dignidad. Me aprieta un poco la goma del pantalón, pero es de fácil arreglo. Fermina, la costurera, está para eso.
Fue sólo un segundo, pero en aquella ráfaga de espanto, pude ver que Olimpia ha empeorado —si es que ello entra en lo posible— una barbaridad. Iba vestida de naranja, más o menos del color de los granos de su piel. Y altísima. Olimpia es de esas mujeres que siguen creciendo a los treinta y cinco años y no tienen decidido dejar de hacerlo. Para colmo, me he enterado de que acude con frecuencia a un gimnasio, y que ya en el gimnasio, hace ejercicios de pesas. En esas condiciones, y con la herida de mi deserción todavía sin cicatrizar, un encontronazo con ella puede resultar peligroso. Por eso mi felina incursión en la tienda inmediata y mi adquisición de seis pijamas en oferta. Por el precio de cuatro, seis. Menos da una piedra.
Entre los recuerdos y mi parsimonia en el trance de vestirme ha pasado el tiempo. Son las doce menos cuarto y Fresnedal debe estar a punto de llegar. Le he ordenado a Tomás que no le sonría, y que le haga esperar en el pasillo de las corrientes a ver si se constipa un poco. Le recibiré en el cuarto de los libros, que impresiona por su grandeza. Pero antes voy a darle un beso a Mamá, que anda últimamente muy remolona en los despertares.
—Estoy muy mayor, Susú —me dice como excusándose.
—De mayor nada, Mamá; remolona. —Y se ríe para adentro con mi golpe.
Aquí está Tomás, y adivino lo que me va a anunciar.
—Señor marqués, el señor Fresnedal le espera en el corredor de las corrientes.
—Gracias, Tomás. Voy a hablar con ese sinvergüenza.
—Tomás ¿has tratado con afecto a Fresnedal?
—No, señor marqués. Lo he hecho, siguiendo sus órdenes, con distancia y algo de reparo.
—Bien, Tomás. Persiste en tu actitud. Dile que en diez minutos estaré con él. Antes voy a dar un beso a la señora marquesa viuda.
Mamá estaba acostada, remolona. Su cama, aún con ella dentro, parece recién hecha. Duerme como si estuviera disecada, sin apenas moverse en toda la noche.
—Buenos días, Mamá —le he dicho a modo de saludo.
—Buenos días, Susú —me ha respondido a modo de lo mismo.
—Ha venido a verme Fresnedal, el del cine, y voy a cantarle las cuarenta.
—Me parece muy bien, hijo; a propósito ¿te has bañado hoy?
La pregunta de Mamá no era inocente. La conozco muy bien. Cuando sospecha algo, levanta de forma casi imperceptible la oreja izquierda, como si estuviera deseando una respuesta satisfactoria.
—Sí, Mamá, como todos los días.
—Tienes el pelo seco.
—No me he lavado la cabeza porque ya lo hice ayer.
—Me horrorizan los hombres con el pelo sucio, Susú.
—Te prometo que me lavaré la cabeza después de hablar con Fresnedal y con los Valdegumiel, que vienen a la una para tratar de la Serranilla del Quejigo.
—En el fondo, me da pena venderla. No nos hace falta el dinero para nada, hijo.
—Y la Serranilla tampoco, Mamá. Ni tú ni yo hemos estado nunca allí.
—Pero que no bajen de los cien millones.
—Ni una peseta, Mamá.
—Y que no te enreden con los euros esos.
—Los euros, ni nombrarlos.
—Y que desinfecten la casa cuando se vayan.
—Está preparado el equipo de desinfección.
—Y a Fresnedal le dices de mi parte que no quiero ni verlo, que es un inmoral y un sinvergüenza y que dé gracias a Dios de que Franco no esté vivo, porque si el Caudillo viviera, iría a la cárcel, por estafador y por pornográfico.
—Ésas son las palabras exactas que le voy a soltar, pero con más dureza.
—De acuerdo, hijo. Y no te olvides de lavarte la cabeza.
Cada día que pasa, más me admiro de la sagacidad de esta maravillosa mujer. A partir de ahora, los días que no me toque bañarme, me mojaré el pelo. Me gusta cómo es, aunque en ocasiones resulte demasiado incisiva.
Fresnedal me esperaba sentado en un banco horroroso que tenemos en el corredor de las corrientes. Un banco de esos muy españoles, de madera oscura, de casa del virrey en Lima. Fresnedal es un tipo curioso. Tiene unos rasgos que se olvidan fácilmente. Físicamente es insignificante, de mediana altura, ni gordo ni flaco, ni una cosa ni otra. Lo suyo es la voz. Una voz aguda, timbrada en tenor, destemplada y perforante.
—Buenos días, Fresnedal. Acompáñeme al cuarto de los libros. Estoy muy disgustado con usted, Fresnedal, y mi madre, más aún.
—Si empezamos así, me largo, señor marqués.
—No le he dicho ni la mitad de lo que se merece, Fresnedal.
—Por cortesía voy a escucharlo, pero a la primera de cambio, cojo el portante y me voy. Se lo advierto, señor marqués.
Fresnedal es un hombre que me domina. No me he referido a su mirada. Tiene una mirada taladradora, con unos ojillos de japonés enfadado y unas pupilas que disparan resentimiento. En el camino hacia el cuarto de los libros, mi dominio ha ido menguando y cuando hemos llegado al culto aposento, me temblaban hasta las nalgas.
—Siéntese, Fresnedal —le he dicho, indicándole la butaca más incómoda.
—Mejor de pie, señor marqués.
—Como guste, pero yo me sentaré.
—De pie los dos, señor marqués.
—De acuerdo, Fresnedal, pero no se ponga así.
Reconozco que mis alforjas estaban más vacías de lo que presumía al principio. De pie, y frente por frente, la diferencia entre Fresnedal y yo resulta apoteósica. Le saco más de medio metro de estatura, y siglos de empaque. Pero algo me contagia el pájaro que no termino de sujetar, y poco a poco voy descendiendo hasta llegar a su ridícula altura, y cuando creo que mi desmoronamiento ha llegado al límite, experimento otro bajonazo y quedo completamente a su merced.
—Fresnedal, no se lo tome a mal, pero mi madre y yo no estamos del todo satisfechos con la película que usted proyecta actualmente en su prestigiosa sala.
—Señor marqués, la película no es nada del otro mundo, y es cierto que hay una escena de cama, pero imprescindible para controlar el desarrollo de la trama.
—Si no me equivoco, cobra usted treinta mil pesetas al mes para evitar escenas como la que usted reconoce.