El secreto del oráculo (61 page)

Read El secreto del oráculo Online

Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
4.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Ahura Mazda! ¡Qué poco ha durado mi felicidad! ¡Una sola noche, madre! Y al día siguiente estaba tan borracho…

Los labios de la viuda se apretaron en una expresión compungida.

A ella le habría gustado recordarles que había perdido a su marido, al padre de ambas, en peores circunstancias, y que desde entonces se había visto obligada a seducir a quien la había dejado viuda para que ellas pudieran tener algún tipo de situación en la nueva Corte. Pero las jóvenes sólo entendían lo que tenía que ver con su propia vida. Y seguramente era mejor que fuera así, consideró.

—¿Y yo, madre? —preguntó Estatira que no soportaba que le robaran protagonismo—. ¿Qué debo hacer? El Gran Rey no permite que me acerque. Me envía a paseo… Y Roxana se ríe de mí…

—Por lo menos tu hombre está vivo…

—Haced el favor de tranquilizaros las dos —terció la viuda—. Y tú, Estatira, vete. Déjanos a solas.

—¿Pero debo acercarme…?

—No harás nada hasta que él te lo pida. Tu tiempo vendrá, hija mía. Ya irás conociendo a los hombres. Lo más importante, por ahora, es que te ha reconocido como esposa oficial. Ya hablaremos de todo en su justo momento…

Estatira asintió y, tras una última mirada, desapareció en el interior del edificio.

Parisátide ya se había echado en brazos de su progenitora.

—¡Ay, madre! ¡Qué desgraciada soy! Lo tuve en mis brazos, esa noche, tan lleno de vida, tan fresco como una rosa… Y ahora se me marchita entre las manos… Llegó borracho… Se quedó dormido, con su cabeza entre mis pechos. Y cuando procuré moverlo vomitó… ¡Encima de mí!

—Qué te puedo decir, hija mía…

La madre no dejaba de acariciarle la cabeza. A ratos su mirada se escapaba furtivamente hacia el cortejo festivo que atravesaba la puerta de Ishtar, magnífica en la soleada mañana.

—La rosa parecía fresca, pero el mal ya atacaba su raíz…

II
El lecho de muerte de Hefastión

Babilonia
Verano de 324 a. C
.

1

—Soy el jefe de la guardia personal del Gran Rey Alejandro. Vengo de Susa con Ziusundra, el médico. Tengo órdenes de pasar.

Los geranios y las rosas despachurradas habían desaparecido. Antes de llegar a la puerta de Ishtar se detuvieron junto al templo que permanecía enfrentado fachada con fachada con el palacio real. Era donde se había trasladado a Hefastión. Aquello no auguraba nada bueno y Nicias había indicado a sus hombres, salvo a Stenaro, su mano derecha, que esperaran con los caballos antes de acercarse al eunuco de la puerta que, tras oírlo se apartó con un bostezo.

A sus espaldas, una galería con semicolumnas adosadas conducía a un gran patio rodeado por los almacenes donde se amontonaban las ofrendas. Allí se guardaban, durante las fiestas, algunas de las estatuas de la procesión. A lo largo del año solía ser un lugar frecuentado por los sacerdotes y por los alumnos de escriba. Pero durante los últimos días se había convertido en un silencioso velatorio donde los macedonios hablaban en voz baja por miedo a ofender el dolor de Alejandro.

Entre ellos estaba Tolomeo, que ayudó a cargar con uno de los sacos de tablillas que traía Stenaro. Mientras los acompañaba hasta el interior, les hizo ver que ya no había mucho que hacer.

—Son demasiados días de fiebre…

Entraron en otro patio, sensiblemente más pequeño. Ante el altar de los sacrificios Aristandro conversaba con otros adivinos. Ninguno se dio la vuelta y el médico les dedicó una mirada en la que se mezclaban el menosprecio del naturalista y el del hombre piadoso que ha descubierto la fe superior.

Yo combato la enfermedad.
Yo combato la muerte.
Yo combato el sufrimiento.
Yo combato la fiebre.
Yo combato la pestilencia y la descomposición.
Yo combato la obra de Angra Mainyús.

Más puertas de cedro comunicaban con dos habitaciones contiguas decoradas con una profusión de pinturas murales con motivos religiosos donde brillaba por su ausencia el Gran Rey.

Al fondo, Tolomeo empujó las puertas del santuario.

3

Una estatua de Ishtar con su tiara de cuernos y su vestido de diamantes brillaba en la semioscuridad de un nicho en el otro extremo de la habitación.

A sus pies, en una estera, había jarrones con ramos de flores y vasijas llenas de trigo y cebada, mesas con salazón y otras comidas sacrificiales. Una telita las protegía de las moscas.

En el centro de la pieza, en un tálamo griego, era donde se había instalado al descamisado Hefastión. El favorito tenía el rostro amarillo y apenas abría los ojos en tanto que el deprimido monarca, a su lado, le limpiaba el sudor de la frente.

La estampa resultaba conmovedora.

Al otro lado de la cama dos magos babilonios realizaban sus ritos en medio de las velas. Había una veintena de estatuillas de demonios distribuidas por el suelo. De bronce, de jaspe rojo, de barro cocido. Con cuerpo de perro, con patas de águila, garras de león, cola de escorpión, cuernos de cabra. Su visión debía de bastar para asustar a los malos espíritus y alejar a los grandes gusanos que el cielo arrojaba a la tierra y cuyos terribles aullidos se esparcían de casa en casa deslizándose por debajo de las puertas o insinuándose como un soplo de aire por la juntura de los goznes para arrancar a la esposa de los brazos del esposo y al niño del seno de la madre.

Uno sujetaba un amuleto del dios-pez Ea.

Le rogaba que se llevara al íncubo que estaba destruyendo a Hefastión.

El otro, en una silla junto a un brasero, pelaba una cabeza de ajo. Musitaba que igual que ese ajo consumido por la llama ardiente no sería plantado en la huerta, que sus raíces ya no penetrarían en la tierra ni su tallo vería jamás el sol, así Merodach expulsaría el sortilegio y desataría los lazos del mal devorador, del pecado, de la falta, de la perversidad, del crimen.

—Esperad un momento…

Tolomeo se acercó para susurrarle algo al oído a Alejandro, el cual asintió sin girarse.

A su vuelta, le indicó a Ziusundra que podía ir y se llevó a Nicias y a Stenaro fuera.

4

Tolomeo tenía esa expresión que ponía siempre que tenía que comunicar algo importante. Habían pasado diez años desde que Nicias entrara a su servicio. En ese tiempo los dos habían cambia do en muchas cosas salvo en una: ambos mantenían la misma fidelidad incondicional pese a todas las desavenencias al hijo de Filipo.

—Los médicos los dejan porque saben que no pasaría de la noche —dijo refiriéndose a los magos que seguían detrás de la puerta con lo suyo.

Estaban en la antesala y por encima de su hombro se podía ver un mosaico que representaba el zigurat principal de Babilonia. Entre las nubes aparecía el rostro sonriente de Marduk.

—Lleva así desde vuestra partida. Alejandro quiere que se le dediquen templos como a un semidiós. Ha salido un emisario para consultarlo con el Oráculo de Siwah, y a mí me va a tocar ocuparme de las labores de Hefastión.

»Voy a tener que viajar a Atenas para arreglar esta historia de Hárpalo. Me escribe Antípatro que Demóstenes ha salido más fortalecido que nunca de la acusación de Esquines y ha conseguido que la ciudad le brinde seguridad.

Se comenta que cuando estuvo con los demás jueces registrando la casa de Hárpalo su mirada se fijó en una copa de plata que luego éste le hizo llegar durante la noche. Al día siguiente Demóstenes apareció tosiendo y lamentándose de la garganta en el Pnyx. Los demás oradores se burlan de él. Dicen que desde entonces tiene «argentitis»…

—No será fácil y tardaré unos meses. Entretanto necesito un hombre de confianza que se ocupe de mis asuntos en la Media.

—¿En la Media? —preguntó Nicias que no acababa de entender.

—Eso he dicho. Viajarás conmigo hasta el palacio de Doyeces; luego yo continuaré solo. Esta noche acércate a palacio. Cenaremos juntos y te pondré al tanto de todo lo que vas a necesitar saber para ocupar tu nueva función.

—¿Pero…?

Nicias empezó a protestar. Dijo que nunca había tenido ninguna responsabilidad de gobierno, que no tenía la menor experiencia.

—Tampoco la tenías cuando te convertiste en guardia y ahora eres el jefe de todos ellos —lo interrumpió Tolomeo—. Ahora sólo queda que me digas cuál de tus hombres puede ocupar tu lugar.

Nicias se volvió hacia Stenaro, que lo miraba atónito.

5

Ictericia grave.

Si el cuerpo de un hombre está amarillo, si su rostro es amarillo y negro, y si la superficie de su lengua es negra, se trata de la enfermedad «ahhâzu». Contra esa enfermedad el médico no puede hacer nada: este hombre morirá, no se le puede curar…

Ziusundra levantó la cabeza de sus tablillas. Sabía que el Gran Rey lo observaba. A sus espaldas los exorcistas seguían con el espectáculo. El del ajo le dirigió una mirada imploran te a Ishtar mientras el otro se acuclillaba para abroncar a los demonios.

El médico dejó la tablilla y se encaró con el enfermo: estaba en la penumbra de la inconsciencia. Consiguió que abriera la boca y confirmó con los dedos el estado de su lengua.

—¿Y bien…?

A Ziusundra el instinto, tanto o más que las tablillas, le indicaba que perdían su tiempo. Pensando que eso podía aportar algún consuelo, dijo que lo mejor sería que los magos determinasen el posible pecado en el origen de la afección.

—¡Llevan todo el día exorcizándolo! —se impacientó el Gran Rey antes de dirigirse hacia los exorcistas en un arrebato de desesperación—. ¡Fuera! ¡He dicho que fuera de aquí! ¡Farsantes!

Unos momentos después los babilonios se salían hablan do excitadamente en su lengua y pasaron junto a Nicias que le ponía un brazo afectuoso en el hombro a Stenaro: Tolomeo los había dejado y le estaba dando los últimos consejos. Su hombre asentía a todo con gran seriedad.

Y ya después apareció el médico negando con la cabeza: su expresión no dejaba lugar a muchas dudas.

—Acompáñalo —dijo Nicias.

Stenaro se alejó con Ziusundra por el patio.

6

Nicias sentía una enorme satisfacción.

Si echaba la vista atrás, podía constatar cómo había ido pasando por los diferentes escalafones del ejército. De portaescudos y casi desertor a ingresar en la guardia personal. Y de jefe de la guardia a gobernador provisional de la Media. ¡Jamás lo habría soñado! Pero la promoción no dejaba de considerarla merecida. Hacía ya unos años, al menos desde la muerte de Bitón, que era el hombre que más celo ponía en todas las tareas.

Y Tolomeo lo sabía.

Nicias sonrió al tiempo que ojeaba la silueta de Akad en el mural. El dios del tiempo tenía un puño cerrado y empuñaba una espada en llamas. De perfil y con la boca abierta estaba a punto de devorar al río personificado que se arrodillaba ante él.

Mientras meditaba, de repente un gemido lo llevó a la puerta semientornada desde donde a través de la rendija pudo ver a Alejandro.

—¡¿Por qué me arrebatáis el espejo de mi felicidad…?! —exclamaba el desesperado monarca—. ¡¿Qué tenéis contra mí que me arrancáis mi mejor parte?!

El hijo de Filipo acababa de volcar el brasero y barría con el pie las estatuillas. Tras volverse hacia Hefastión y posar una mano en la cara sufriente, alzó unos brazos impotentes hacia la figura de Ishtar y se precipitó hacia el ídolo, que rodó por el suelo.

—¡Dioses cobardes que me hacéis dudar de todo, siento una cólera infinita contra vosotros! —vociferó al tiempo que la emprendía con la comida de las ofrendas— ¿Es para probarme que soy mortal? ¿Para darme muestra de mi pequeñez? Pues sabed que yo jamás me rindo. No me han matado mil campañas y no me mataréis vosotros. Yo también soy un dios, y os desafío. ¡Levántate, Hefastión! ¡Levántalo, Ishtar! Si eres un dios, puedes. Por mis muertos que si hubiera manera de acceder a los cielos, os conquistaría sólo para vengarme. ¡No quieres obedecerme! ¡Pues obedece tú, Hefastión! ¡Escucha a tu rey! ¡Te lo ordena Alejandro! ¡Levántate y anda!

Se abrazó al cuerpo de su favorito y Nicias sintió que la congoja le agarrotaba la garganta. Él jamás habría soñado con ver a su rey en semejante estado.

—¿Era esto lo que buscabais? ¿Hacerme ver que soy un miserable mortal? Pues bien: a partir de ahora ya no creo en vosotros. Con todas vuestras argucias yo soy más grande, porque siendo de carne y hueso he conquistado el mundo, mientras que vosotros sólo conquistáis un miedo que desde hoy mismo os retiro. ¡Yo, el hijo de Filipo, reniego de vosotros! Y os recuerdo, miserables, que vuestro destino está vinculado al nuestro. ¡Vosotros también desapareceréis cuando el último de los hombres haya dejado de pisar la tierra!

III
Arrideo

Babilonia
Noche de los Muertos (continuación)

«[…] No soy ni-ningún fantasma. Soy tu hermanastr-tro Arrideo y tú ya est-tás muert-to. No ha p-pasado ni un año desd-de qu-que falleció Hefastión y ya vas a reunirte c-con él. P-pero antes qu-quería despedirme. He m-mandado a tus mujeres qu-qu nos dejen a solas. He da-d-dado orden de qu-que nadie nos importune. Espero qu-que no te moleste. ¿Te importa qu-qu me calce estas bab-buchas? Un pelín grandes, pero no me veo mal. ¿Tú qu-qué piensas…? Perdona; s-sse me olvida: estás ya t-tieso. Una pena para muchos, y una alegr-gría para mí. Ah, ¡qué noche más her-mosa! Tengo entendido que esos de enfrente son los famosos jardines co-co-colgantes de Nabuco-codonosor; ¿es así como se dice? ¡De lo que son caccapaces las mujeres! ¿Qu-qué caro sale el amor! Hay mucha hembra, pero poc-cos besos para los que sufren. Has tenido razón, hermano, en esco-coger esta ciudad co-como ca-capital de tu imperio, qu-que ya no es tuyo, por cierto. Pero no estás ppara grandes meditaciones. Tendrás qu-que prepararte para tu viaje. Aunqu-que entenderás qu-que no podía permitir qu-que partieras sin contarte tantas c-cosas que han estado pasando últimamente. ¿Me p-permites que me qu-quede esta bonita tiara sobre la silla? Me queda p-perfecta. Tenemos cra-cráneos del mismo tamaño. ¿No te importa qu-que me la ciña? Es para quque te vayas acostumbrando. ¡No puedes imaginar c-cuánto he soñado con esto! Desde que naciste siempre has sido mi crcruz, la c-cara de una moneda cu-cuyo reverso era yo. Tú eras guapo, listo, graci-cioso, ágil, valiente. Lo tenías todo. Yo, en ccambio, era feo. Tonto. Torpe. C-cobarde. Todos te preferían. Y Fi-Filipo me dejó de lado. Yo era hijo de una ca-camarera, no de una soberbia princesa de sangre real. Ah, ¡si supieras cócómo me perturbaba tu mera presencia! Tú fuiste el causante de qu-que empezara a ta-ta-tartamudear. Al principio de una manera inco-controlada, aunque enseguida c-comprendí que aquélla era mi arma. Un t-t-tar-t-tamu-mu-d-do. Un t-t-ttonto inof-f-fensivo. Eso convenía qu-que fuera. De otro modo, con una envenenadora co-como Olimpia, no habría d-durado mucho. Y ya ves: he sobrevivivido gracias a la piedad de los estúp-pidos. Porque fue la piedad lo qu-que hizo que Hefastión me perdonara la vida, bien lo sabes a estas alt-turas, pero permite qu-que te refresqu-que la memoria. Fue durante aququella noche aciaga, nada más morir el po-pobre Filipo. Hefastión no pudo matarme. Por una vez no c-cumplió con tus órdenes. Aunqu-que me dio un buen s-susto. ¡Cuánto lo he odiado desde entonces por aqu-quello! Tuve que revolcacarme, arrodillado a sus pies. Y có-cómo relucía su cuchillo, en la osc-curidad, a la luz de la luna. Mi cu-cuello me dolía. Pero no fue c-capaz. Me hizo jurar qu-que me iría a un país lejano, qu-que no volvería a dar signos de vida. Y yo salí corriendo cocomo un perro apaleado. Huí de la ciud-dad. Me p-perdí por los bosques. C-como un animal. Fue una noche fría, aún no sé c-cómo subsistí. P-por la mañana me despertó un perro salvaje. Me bab-beaba la cara. Y al fin c-conseguí llegar a un pueblo costero. Pero esto es sólo el principio, aunqu-que, viendo tu estado, te ahorraré los detalles: el accidentado viaje a Atenas, mi encu-cuentro c-con Demóstenes. Él se encargó de qu-que me llevaran de vuelta a Pela y de qu-que me c-congraciara con Antípatro. Yo pensaba que estaba pe-perdido. Pero Antípatro fue pru-prudente. Co-consiguió esconder mi presencia. Me mantuvo c-con los escl-clavos. Pero me trató c-como a un rey. Él fue el únic-co que me entendió. Su fealdad lo c-convertía en otro p-paria. Él c-comprendía el valor de mi vida. Pero tambibién me hizo ver que había qu-que esperar el momento propicio para reaparecer. Él ya intuía qu-que Olimpia acabaría provo-c-cando su pérdida, y por eso, tras hab-berlo c-onsultado con Aristóteles, trazó un plan. ¿Lo vas entendiendo? Veo quque sí. Cu-cuando lo mandaste venir, pretextando invita-tarlo a tus estúpidas bodas, t-temió por su vida. Sabía qu-que era para comunicarle de viv-va voz su desgracia. «Creo qu-que es el momento», me dijo. Qu-quedaba esco-coger el momento para desvelar al mundo mi presencia. Y decid-dimos qu-que fuera durante las bo-bodas. ¡Pobre Hefastión! ¡Todavía pued-do ver su ca-cara! ¡C-cómo livideció! Al c-cabo de los años y, de pronto, me ve ap-arecer bajo el amparo de Antípatro, qu-que hacía un anuncio público! El pobre esp-peraba lo peor. ¡Y ccómo se sorprendió! Ja ja ja. Tantos años t-temiéndolo y tú c-como si nada. Pero Antíp-patro había acert-tado. Estat-tira y Parisátide agu-guardaban. Y tú actuaste c-como si aqu-ello no fuera c-contigo. «Me ale-gro de verte, hermano.» Me p-pusiste los dos br-brazos sobre los hombros. Al fin y al c-cabo, mi presencia ya no supo-ponía ningún peligro. Lueg-go Antípatro se preocu-cupó de ir dosificando mis apa-pariciones. Para qu-que tus hombres se fueran aco-costumbrando. El únic-co obstác-culo era Hefastión. Pero ya lo teníamos previsto. Fue Aristóteles ququien preparó el tósigo. Aristóteles el fi-filósofo, el ciudadano ejemp-plar. Desde su arresto no ha dejab-ba de ech-char pestes de tu imperio, renegando de t-todo aqu-quello en lo que te hab-bías convertido. ¿Y qu-quién se lo puede echar en cara? Lo obliga-gaste a partir al destierro. Ahora viv-ve en una ch-choza miserabl-ble, con su mujer, viejo y olv-vidado de tod-dos. Antípatro le hizo ver lo p-preocupado qu-que estaba y qu-que temía lo peor. Venía p-poco menos qu-que a despedirse y prácticamente lo felicitó, p-por haber engendrado a un monstruo. Aristóteles estab-ba apab-bullad-do. Se sent-tía responsable. Él te hab-bía educ-cado. Musitó qu-que había parido un alma enferma y qu-que bien lo lamentaba. Antípatro le pr-prometió que, si las c-cosas mejoraban, haría lo imp-posible para que ppudiera regr-esar. «Pero eso, c-con Alejandro, y-ya lo sabes, es imp-posible. Y queda por ver si yo mismo vuelvo.» Aristóteles no d-dijo nada. Estab-ba hund-dido. «Pero qui-quizás puedas ayudar a a solucionar el pr-problema qu-que tu mismo cre-creaste», dijo, y nos dejó a solas. Él no qu-quería que nadie pudiera decir nunca qu-que la decisión había pr-provenido de él. Siempre fue astuto. Aristóteles había lividecido. Pero ya lo iba enttendiendo. Lo acept-tab-ba con la misma resignación fat-talista de qu-quien ha decidid-do quit-tarse a sí mismo la vid-da. «Parir un alma enferma…», rep-petía. Y yo mismo lo ayudé. Sí, yo. Tu hermano, el pequ-queño Arrideo. ¡Con qu-qué cuidado extraje el veneno de aque-quellas setas! Las trituré c-con un mortero, y c-con aqu-quella pasta, para qu-que supiera mejor, elaboré el mejunje. Hefastión te c-contará lo eficaz que era. Yo pe-pensaba ingeniármelas para suministrártelo a t-ti después. Ppero al final ni siqu-quiera ha sido necesario. Los dioses te tenían prep-parado un final mejor. Los has insult-tado d-demasiado. Has debido de c-contraer tu enfermedad mientras a lo largo de tu duelo inac-cabable te dabas paseos melanc-cólicos c-con tu barca por los pantanos del Éufrates. ¡Un mosquiquito! Eso te ha matado. Ja ja. ¡A ti, al mayor C-conquistador qu-que ha andado sobre esta tierra! ¡Un mosquito! Zeus no podía haber inventado una venganza más c-consumada. Porquque —ahí está lo más irónico— la co-compasión a la qu-que muevo me ha convertido en Gra-gran Rey. Siento qu-que de poder hacerlo te remove-verías. Pero sí: dentro de unos días me co-coronará oficialmente la pro-propia mujer de Darío. Ja ja ja. ¡Ha sido una maniobra maravillosa! Visto tu estado, tus oficiales que-querían anticiparse a los eventos. Por eso se reunieron esta tarde. Para decidir tu sucesión. Por cierto qu-que ninguno lloraba, como c-cuando pasaron a verte. Han que-querido estar todos presentes c-cuando te han preguntado, estando tú tan débil, qu-quién debía reinar en adelante. Y se han puesto inmediatamente de ac-cuerdo en qu-que ha dicho
kratistos
, el más fuerte. Pero luego las tornas han c-cambiado. Oja-jalá los hubibieras visto. Por mucho qu-que lo intentasen disimular, lo quque brillaba en sus ojos era la co-codicia y la desconfianza. Empezaba la lucha por los despojos. De entrada, Pérdicas ha p-puesto a disposición del co-consejo tu anillo. Te habría enccantado escuchar los elogios. ¡C-cómo se ha rasgado las vestiduras por esa «c-calamidad» qu-que nos envía el cielo al robarnos tan pro-pronto a un príncipe así! Pérdic-cas, siempre tan dramátic-co. Pero Antípatro lo ha instado a ir al grano. Ha accabado diciendo que, visto qu-que has repudiado a tu primera mujer, lo lógico sería esperar a qu-que Roxana pariera, por si nos daba un hijo, y det-terminar entretanto una regencia. Por desgra-gracia para él, Eúmenes se le ha opuesto. ¡Ah, el viejo Eúmenes, siempre tan sent-tido! Ha dicho qu-que es una barbbaridad esperar a qu-que nazca el hi jo de Roxana, y qu-que bien podía salir hembra, cuando el de Barsine pronto te-tendrá edad de gobernar. Es el único que ha hablado co-con buena fe. Sin embargo los demás han em peza do a apo-porrear la mesa. Y al final Nearc-co ha salido con qu-que los macedonios no están dispuestos a qu-que los gobiernen unos semiesclavos. Él tiene mucho prestigio, visto qu-que consiguió llegar sano y salvo desde su última travesía —esa travesía a la qu-que tú le habías co-condenado—. Pero no te lo echa en ca-cara. Lo qu-que ha dicho ha sido qu-que no han vencido a persas y a sogdianos ppara sujetarnos a sus hijos, y qu-que, descartada la sucesión de estos, qu-quedaba por decidir qu-quién debía gobernar. Y Tolomeo, qu-que anda recién vuelto del Átic-ca, ha asentido. Pero entonces alguno ha exclamado qu-que si Alejandro había dado su anillo a Pérdicas era porqu-que lo consideraba el más digno de c-confianza. Ah, ¡co-cómo se le ha encendido el rostro a Pérdic-cas! ¡Y qué oportunidad perdida! Ja, ja. Ha pe-pensado que c-cuanto más lo rehusase, tanto más se lo ofrecerían. Está co-convencido de qu-que si Alejandro se lo ha ofrecido es a causa de qu-que no es un noble amigo de infancia, c-como Nearc-co y Tolomeo, sino un hombre venido de una familia humilde qu-que has ascendido por sus propios méritos, algo a lo qu-que estimaba qu-que los demás oficiales debían ser sensibles. Y luego se ha levantado, c-calculadamente dubitativo, el muy estúpido. Ha di-dicho que se retiraba a de-deliberar. Y entonces Antípatro ha hecho ver qu-que los dioses no podían permitir qu-que recayera una responsabilidad tan grande sobre los hombros de alguien tan irresoluto. Y qu-que lo mismo era darle la corona a él que dejársela al posible hijo de Roxana y poner a Pérdicas co-como regente. En su opinión, lo más justo era qu-que el ejército se apoderase de todas las riqu-quezas. «¡Eso!», exclamó otro oficial. «Aqu-quí, o follamos todos, o la puta al río.» Ésa ha sido su expresión. Ya sabes lo brutos qu-que son tus macedonios. La de Antípatro era una baza bien c-calculada. Qu-quería qu-que se ciñera sobre ellos la sombra de las guerras intestinas. Para entonces las másc-caras habían caído. Tus hombres eran una manada de perros lucha-chando por el mismo hueso. No estaba nada claro qu-quién se llevaría el gato al agua. Y al volver Pérdicas, se ha enco-contrado con qu-que ya estaban disc-cutiendo nuevas posibilidades y se ha dedicado c-con todo su empeño a hundir c-cuualquier otra pretensión. ¡Qu-qué retórico result-ta el despecho! Pero Antípatro ya ccontaba c-con ello. «Visto que, según p-parece, no hay acuerdo sobre ninguna de nuestras soluciones, ¿por qu-qué no terciar por una completamente distinta? ¿Qu-qué nos obliga a valernos de las armas c-cuando tenemos entre nosotros a un hombre de sangre real? ¿No lleva un tiempo c-con nosotros Arrideo, el desaparecido hijo de Filipo, el hermano de Alejandro? ¿No lo habéis frec-cuentado to-todos en la C-corte? ¿Qu-qué ofensa ha podido cometer para qu-que queramos usurpar el derecho qu-que le otorgan nuestras leyes? Nunca hallaremos otro Alejandro, pero si que-queremos encontrar a uno cerc-cano, tampoc-co lo hay tanto c-como Arrideo.» Y en ese momento glorioso, qu-querido hermano, s-se ha dirigido hacia la puerta para qu-que yo hicera mi irrupción. ¡C-cómo me han mirado todos c-cuando ha lanzado las primeras vivas! «¡Salve, Arrideo!» Y todos, pe-pensándome idiota, han calcu-culado qu-que puesto que ninguno convencería al c-contrario, aque-quella era la solución menos mala. A instancias de Antípatro, me han llevad-do al antepatio. Han reunido a tus guardias y me han aclaclamado Gran Rey de Persia. «¡Salve, Arrideo!» ¡Qu-qué momento! ¡Ojalá lo hubieses podido ver! Pero ya te irán llegando noticias de lo qu-que va sucediendo por aqu-quí. Y ahora, ququerido herma-m-mano, sólo me qu-queda esperar a que te qu-quemen.. […]»

Other books

Ever by Gail Carson Levine
Lord Harry's Daughter by Evelyn Richardson
Torch Scene by Renee Pawlish
The Interrupted Tale by Maryrose Wood
You Are Here by Colin Ellard
Her Secret Pirate by Gennita Low
Pills and Starships by Lydia Millet
El susurro del diablo by Miyuki Miyabe
We Can Build You by Philip K. Dick