El secreto del oráculo (47 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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VI
Carta desde lejos

Invierno de 330-329 a. C
.

De Alejandro a Olimpia, salud
.

No quiero que sigas hurgando en una llaga que ya es de por sí lo suficientemente dolorosa. No necesito sal ni ese vinagre en el que eres experta, sino bálsamos. Ya sé que me previniste contra Filotas y contra Parmenión. ¡Pero me has prevenido contra tanta gente, madre!

Casi puedo oír tus protestas. Me reprochas no atender a tiempo tus consejos. Pero lo más importante en un caso así es actuar con rapidez. ¿Y acaso no he ejecutado a mi propio lugarteniente junto con el resto de los conspiradores? ¿No he dado orden a Antípatro de detener a Aristóteles? ¿Qué más precauciones quieres que tome?

Todas estas traiciones me han hecho mucho daño. Vivo en una tremenda soledad. No sabes cuánto te empiezo a echar de menos. Aquí sólo tengo enemigos. Me rodean por todas partes. Me cuesta fiarme de mis propios guardias. Me siento como si me hubiesen despojado de unas pieles que me protegían del frío. Pero debo ser fuerte. No puedo cejar en mi empeño
.

No ahora, que estoy tan cerca de mi objetivo
.

He de capturar a Beso antes de que su satrapía se convierta en un santuario de rebeldes. No sirve de nada dominar medio pajar cuando la más mínima chispa puede ocasionar un incendio. Tengo que ser el único dueño de este imperio
.

Cuando termine regresaré, madre, tienes mi palabra
.

Entretanto, ten paciencia
.

L
IBRO TERCERO
LA HYBRIS
C
APÍTULO NOVENO
EL FIN DE AUTOFRÁDATES

Donde se narra la resistencia sobrehumana del hijo de Memnón, y donde los fantasmas de Filipo y Hefastión reflexionan a propósito de oráculos y dioses
.

Por primera vez desde el inicio de la Conquista, Nicias vuelve a Macedonia, y lo hace en calidad de mensajero. Allí es recibido por el regente y por la reina madre, cuyas respectivas cartas a Alejandro no han dejado de subir de tono en los últimos tiempos.

No sabe Antípatro que una sola lágrima de madre borra miles de cartas
.

Propósito de Alejandro

recogido por P
LUTARCO
,

Vidas paralelas

I
Las garras de Olimpia

Costa de Macedonia

Postrimerías del invierno de 330-329 a. C
.

1

—…
No sabes cuánto te empiezo a echar de menos. Aquí sólo tengo enemigos. Me rodean por todas partes. Me cuesta fiarme de mis propios guardias. Me siento como si me hubiesen despojado de unas pieles que me protegían del frío. Pero debo ser fuerte. No puedo cejar en mi empeño. No ahora, que estoy tan cerca de mi objetivo…

»He de capturar a Beso antes de que su satrapía se convierta en un santuario de rebeldes. No sirve de nada dominar medio pajar cuando la más mínima chispa puede ocasionar un incendio. Tengo que ser el único dueño de este imperio… Cuando termine regresaré, madre, tienes mi palabra… Entretanto, ten paciencia
.

—Paciencia, ¡ja! Años procurando que tome medidas y me viene con que tenga paciencia. Este chico se burla de mí, Femonea.

Su tono resultaba tan mordaz como la expresión que conformaban aquellos ojillos color avellana, la nariz ligeramente puntiaguda y salpicada de pecas y unos labios finos y acostumbrados desde muy niña a los peores rictus. Dos pendientes en forma de omega destacaban por encima de la cabellera pelirroja por la que empezaban a asomar las primeras canas. La larga coleta arrancaba debajo de la nuca y bajaba trenza da con arte hasta el arranque de su espalda. La edad igual le había robado algo de lustre y espesura a la cabellera, pero los gestos de su dueña seguían siendo tan nerviosos como los de un ave de presa.

Un alzamiento de barbilla le indicó a su dama de compañía que continuara.

—Eso es todo, señora.

—Pues empieza de nuevo.

Hacía un día de entretiempo y las dos habían instado al mensajero a acompañarlas hasta la playa. A Olimpia le fascinaba el mar, y siempre que podía aprovechaba para hacer libaciones a Neptuno y a las Nereidas. Y después, si el tiempo lo permitía, paseaba por la arena de la orilla con las sandalias de cuero en la mano como hacía ahora mismo. Eso sin que jamás la perdieran de vista los guardias que Antípatro ponía a su disposición permanentemente, no se sabía si para protegerla o para espiarla. Olimpia pensaba que ambas cosas.


Te ruego que no profundices

—¡Para! Me horrorizan los lamentos. Quejica, como todos los hombres. ¡Qué bien los conozco! Los descuidas y se te mueren de frio. ¿Por qué no me habrá hecho caso? Mucho músculo y poco cerebro, Femonea. Palabras sin consecuencia, jactancia y una inseguridad inconfesable. Mete eso en una vasija y ahí los tienes. ¡Los hombres! Te intriga lo que llevan dentro, y luego carece del menor interés.

Aquélla era una opinión forjada mientras era sacerdotisa de Dionisio en la isla de Sanotracia y que no había variado ni un ápice desde entonces. Olimpia siempre había sabido dominar a los hombres a través de su deseo. Quizás por eso los desdeñaba tan profundamente. Pero también había algo de amargura al comprobar que con los años ese poder del que tanto se vanagloriaba languidecía.

Morirás, bella joven.
Ni servirá ser bella,
ni quedará memoria
de ti sobre la tierra…

—Ni lobos ni tigres. Mal ganado donde el mejor es el menos malo. ¿No hay nada más?

— No, señora —dijo Femonea que acompañaba sin rechistar todos los bruscos virajes de conversación.

Ella era más joven que Olimpia, aunque no demasiado ni tampoco demasiado agraciada. Su vida en la Corte había sido de una singular grisura. Un oficial de Filipo la dejó viuda y con un hijo que perdió. Y probablemente nunca habría salido de aquello de no ser porque desde que se sentía envejecer Olimpia buscaba para su servicio mujeres anodinas, de mediana edad, preferiblemente castas —ahora que ella lo era, convenía que sus doncellas también lo fueran— y con un don innato para sonsacar información. Las damas de la reina madre eran sus espías. Su cometido era pulular por palacio suministrándole las informaciones que le permitieran tener controlados en todo instante los movimientos de Antípatro.

—Dile al emisario que se acerque…

Femonea se volvió hacia el barbudo macedonio, y éste dio unos pasos hasta ponerse a su altura.

2

Nicias había tardado cinco años en sentir las ganas de volver y al final lo hacía como emisario a instancias del propio Bitón, quien desde la partida de Tolomeo había sido nombrado el nuevo jefe de la guardia personal.

Era la primera vez que se le encomendaba una misión tan delicada, y por el momento se alegraba de haber venido. Al llegar había sido un motivo de profunda satisfacción, al igual que para el resto de sus compañeros, constatar que allá por donde pasaban los jóvenes los miraban como a semidioses. Viendo el respeto que se les tenían, hasta los más críticos con la Conquista se sentían tentados de añadir un poco más de lustre a la leyenda.

En Pela les impresionó la diferencia entre la ciudad provinciana que habían dejado atrás y la metrópoli con que se encontraban. En cuestión de cinco años el puerto se había multiplicado por cuatro y ahora se asemejaba por la cantidad de tráfico al de Atenas. Además últimamente se gestionaban allí los principales asuntos de la Hélade, y los representantes de las ciudades permanecían en una residencia continuada, manteniendo con Antípatro una relación de sumisión que había transformado al otrora humilde regente.

—Uno acaba por adueñarse de lo que le prestan y ahora se presenta ante los embajadores con una corona de oro. Eso es más propio de un rey. Pero en tu presencia no se atreverá…

Se lo había dicho su antiguo maestro: fue la primera persona a la que visitó. A Nicias le emocionó encontrarlo con vida. Se deleitó con sus últimas producciones y con las obras de sus alumnos de las que hablaba sin condescendencia, elogiando los méritos cuando los había y midiendo el valor exacto de cada cual. Sus comentarios tenían el peso de su vasta experiencia que abría los ojos a mil detalles invisibles para el prófugo y que avivaba en él las ascuas casi apagadas del amor que en algún momento había sentido por el arte.

—No la busques porque no la encontrarás —dijo cuando sus ojos se escaparon hacia las escaleras que subían al gineceo—. Hace años que se ha casado con tu compañero Héctor. Él también la pretendía. Pero ella te prefirió. Cuando partiste lloró durante días. Estaba convencida de que tarde o temprano volverías. Dijo que se lo habías prometido. Durante un año rechazó a todos sus pretendientes. Llegaba algún licenciado del ejército y se precipitaba a pedirle noticias. Pero al final se cansó de esperar…

»Ahora viven a pocas calles de aquí. Tienen dos hijos. Aunque —cambió de tema— tendrás que contarme todo lo que has visto en estos años. ¿Estuviste en Halicarnaso? ¿Viste la amazonamaquia de Scopas?

Le brillaban los ojos y todavía temblaba cuando Nicias le sacó los esbozos pergeñados a vuelapluma en el Mausoleo.

—Es el mejor regalo que podías hacerme… —se emocionó el artista—. Jamás te lo agradeceré lo suficiente.

El resto de la velada fue un monólogo a propósito de las virtudes de Scopas. Anécdotas de su vida atormentada. Recuerdos de su muerte en la miseria retirado del mundo y olvidado de todos.

—El mundo y él no estaban hechos para entenderse… Tú no has tenido aún tiempo de entrar en conflicto con él —lo tranquilizó al ver que se quedaba pensativo—. Nunca te has retirado.
Estás
en el mundo. Y si quieres un consejo, mantente en sintonía con él. Perderla no conlleva más que dolor, locura y muerte.

3

A la mañana siguiente Antípatro lo recibió sin lucir ninguna corona y lo trató con una forzada confianza. A la belleza serena de las esculturas sucedía la fealdad de los caracteres humanos. En la sala de audiencias, leyó las instrucciones que le traía. Y dijo que podía dejarle las misivas para Olimpia, que no tenía inconveniente en «ahorrarle la visita». Por desgracia eso era algo contra lo que le habían advertido expresamente.

—¿Así que Alejandro no quiere que me las dejes…?

El regente detuvo sus ojillos saltones en él. Se frotaba la mejilla barbuda con una mano. Luego sonrió sin convicción ni alegría.

—Entiendo…

Poco después un grupo de lanceros lo escoltaba hasta los aposentos de Olimpia. La reina madre los despidió con malos modos. Pero los hombres no tenían derecho a irse y explicaron que eran órdenes de Antípatro. Montando en cólera, ella les hizo ver lo mucho que se equivocaban si temían más desobedecer las órdenes de Antípatro que las suyas. Les amenazó con los peores infortunios. Pero ellos permanecieron en su puesto y al final Olimpia le indicó al mensajero que la siguiera.

—¡Maldito sapo! —exclamó hecha una furia mientras escapaban camino de las caballerizas.

Unos momentos después lo embarcaba junto con su dama en una corta cabalgada hasta la playa.

4

—No tengas miedo de ser prolijo y procura no saltarte nada, mensajero —dijo Olimpia.

La advertencia era vana, porque Nicias no pensaba olvidar nada.

Con su rudo vocabulario castrense contó cómo habían partido de Zadracarta para ir en persecución de Autofrádates. Tras la ejecución de Parmenión, Tolomeo había sido nombrado gobernador de la Media. Con su ayuda habían conseguido expulsar al rodio de las montañas y a lo largo del otoño no habían dejado de empujarlo a través de las satrapías fronterizas por el sur con Bactriana hasta arrinconarlo en las montañas linderas con ésta.

También dijo que durante todo ese tiempo Alejandro cabalgaba a menudo con Artábazo y Farnabazo. A los macedonios no les hacía ninguna gracia que se esforzase en aprender los rudimentos de la lengua persa y que hubiera dejado de escandalizarse cuando sus nuevos súbditos se postraban ante él.

—Le reprochan que no se comporte como un vencedor. A muchos les humilla que los iguale con los derrotados.

—Es natural —observó Olimpia—. Mi hijo ha ido allí para imponerse como un dios sobre todos los pueblos. ¿Qué más?

—Con la primavera penetraremos en las montañas y aplastaremos a los jonios que todavía queden antes de marchar contra Bactriana. Alejandro ha reorganizado el ejército. Se dice que en adelante no habrá grandes batallas. Los pueblos de allende del Parapámiso rehúyen la confrontación. Se limitan a atacar a los grupos aislados acribillándolos a flechazos mientras cabalgan en grandes círculos a su alrededor.

Femonea pensó en la vida tan excitante que debían de llevar los soldados en aquellas tierras lejanas y peligrosas. Aquello le recordaba a su marido muerto.

—Alejandro los vencerá como ha vencido a los demás —dijo Olimpia.

—Desde luego —asintió el mensajero—. Y además los dioses han vuelto a favorecernos. Autofrádates ha sido capturado…

—¿El hijo de su zorrita?

A la reina madre se le abrieron mucho los ojos.

—El hijo de Barsine, señora.

Era la noticia más importante, y Nicias la dejaba para el final.

5

—Pérdicas ha dirigido una pequeña campaña invernal contra los rebeldes —explicó—. En el momento de mi partida llegaba noticia de su captura…

—Habrá que ejecutarlo, igual que a su hermano.

—Ignoro las ideas que puede tener Alejandro al respecto.

Olimpia dio a entender con su expresión que su hijo no tenía ahora mismo otras ideas que las que ella misma le enviaba y se encaró con Femonea. Se habían quedado parados y parecían tres estatuas en mitad de la playa desierta. La brisa marina acariciaba sus rostros. El sol de finales de invierno era oro joven anunciando la inminente primavera. Aparte de ellos la única presencia humana era la de los soldados que los vigilaban cada vez más aburridos y manoseando sus lanzas sobre sus caballos. Más allá de las dunas asomaban verdes pinares y enebros.

—¿Has oído, Femonea? Ya sólo nos queda librarnos de Barsine…

La vista de Olimpia se perdió por el mar.

El Egeo, algo oscurecido en esa época del año, se extendía por un horizonte achicado. Agua y cielo eran espejos vibrantes enfrentados que en algún momento tocarían aquella maravillosa tierra egipcia que ya por fin pertenecía a su familia. Antes de morir ella también quería visitar el santuario de Zeus-Amón.

—¿No es posible que esa pájara haya estado involucrada en alguna conspiración?

—Como que lloverán albergas —negó con la cabeza Femonea—. Alejandro no lo creerá.

—Eso queda por ver, Femonea…

La sonrisa de la reina madre resaltaba las arrugas. A Nicias le hizo pensar en una manzana pasada, en uno de esos frutos que con el tiempo se echan a perder.

—Antes me trataba de loca cuando le prevenía contra sus amigos. Ahora ha tenido que ejecutarlos. Mañana tendrás tu carta, mensajero. Pasa por mis aposentos pero cuida que ningún espía de Antípatro te la arrebate o te arrepentirás.

Su mirada de advertencia hizo sentir a Nicias como un pollo desplumado al que estuvieran a punto de hacer picadillo.

—Ea, ¡volvamos a los caballos!

Las lanzas sobresalían sobre las dunas y se confundían con el ramaje. Un odio repentino refulgió en los ojos de Olimpia.

—Estos hombres, qué torpes son. Y qué estúpido es su jefe. Estoy deseando que mi hijo vuelva para verlo ahorcado en la plaza del mercado. La victoria sobre Esparta se le ha subido a la cabeza. Ya lo ves, Femonea. Les das cuerda y se te vuelven idiotas. Pero espera a que regrese Alejandro.

»¿Sabes lo que le ha escrito? Que le ha salido caro el alquiler de mi vientre. ¡Insolente! Hasta ahora no me han permitido mezclarme en los asuntos de gobierno. Pero eso va a cambiar. Y a lo mejor antes de lo que nadie espera. Hazle entender a tu rey lo que has visto, mensajero. Que sepa cómo trata su regente a la reina madre. Que comprenda el calvario que sufre Olimpia desde su partida y que empiece a pensar en la vuelta.

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