El secreto del oráculo (32 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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Reflexiones como éstas son las que me hacen temer futuras desgracias. Y mi inquietud la agrava ese empeño injustificado que sigue mostrando en visitar el santuario de Zeus-Amón en pleno desierto. Es un viaje que no puede más que retrasarnos y que resulta a todas luces innecesario. ¿No basta con esas bendiciones que los sacerdotes egipcios vuelcan día y noche sobre nuestras cabezas? ¿Qué espera de Zeus-Amón, sobre todo viendo que los dioses no dejan de sonreírnos con su divina benevolencia batalla tras batalla?

Francamente, Aristóteles, sería muy bueno si sumando influencias pudiésemos evitar esta descabellada y puede que muy peligrosa travesía
.

Por lo demás seguimos ocupando la costa y hoy hemos marcado los límites de la ciudad que se edificará en el norte de Egipto. La hemos fundado en una lengua de tierra que separa el lago Mariotis del mar Egeo, allí donde hay actualmente emplazada una aldea de pescadores a la que llaman Rhakotis, frente a la isla de Faros. Tengo entendido que el lugar es citado por Homero
.

Visto que no contábamos con nada más adecuado, Alejandro ha ordenado marcar el trazado de las murallas con la harina que llevábamos en los sacos de provisiones y a continuación ha anunciado que la futura Alejandría reuniría a los griegos de Europa y Asia, a egipcios, fenicios, judíos y sirios y que pronto superaría a la decadente Atenas y se convertiría nada menos que en la capital del mundo
.

En ese momento una bandada de grandes aves sobrevoló el lago
.

Su número era tan crecido que se oscureció el cielo. Y cuando se abalanzaron entre chillidos sobre la harina, Aristandro concluyó, cómo no, que la venidera ciudad será próspera y extremadamente gloriosa
.

Yo ya soy viejo para ciertas cosas, Aristóteles. Tengo un carácter pragmático y confieso que me gustaba más el proceder del padre. Aun así admito que nuestro polluelo sabe aprovechar la menor ocasión para engrandecer su prestigio ante los hombres. Y hasta ahora lo cierto es que todo le ha salido a pedir de boca
.

Pero la pregunta que me ronda en el alma es: ¿hasta cuándo? Me cuesta creer que los dioses vean con buenos ojos el que un mortal, por muy rey que sea, se enaltezca de semejante manera
.

C
APÍTULO SEXTO
LA CAÍDA DE MESOPOTAMIA

Donde se narran la toma de los países persas y las nuevas desventuras de Darío Codomano
.

Los macedonios han cruzado el desierto sirio en pleno verano y se han plantado en Mesopotamia antes de lo esperado. Pero sus enemigos hace tiempo que se preparan y los sucesivos movimientos de aproximación preceden a la batalla que está a punto de darse en la explanada de Gaugamela. Alejandro sueña con festejar su victoria tomando Babilonia, la ciudad más antigua y hermosa del mundo.

Babilonia, la joya de los reinos, la perla, el orgullo de los caldeos, será destruida por Dios al igual que Sodoma y Gomorra. No será poblada ni habitada al paso de las generaciones; el árabe no alzará allí su tienda ni el pastor acostará el ganado. Las fieras del desierto vagarán por allí, los búhos llenarán sus casas, habitarán allí los avestruces, brincarán los sátiros. Las hienas aullarán en sus torres vacías, en sus lujosos palacios los chacales. Su hora está cercana; no se alargarán sus días
.

I
SAÍAS
,

Caída de Babilonia (13,22)

I
Sueños divinos

El Olimpo y la llanura de Gaugamela

Otoño de 331 a. C
.

1


Os he mandado reunir, dioses, para decidir a quién de estos dos hombres estimamos digno de ganar la batalla y, con ella, la guerra, pues ninguno de vosotros ignora que quien salga triunfador de esta última lid será en adelante el dueño del imperio más grande habido nunca sobre la faz de la tierra…

Desde lo alto de su trono, el Crónida se acariciaba sus luengas barbas y parecía deleitarse con el eco de su grave voz. Tenía, según sus deseos, a todos los hijos presentes a su vera. El mármol reflejaba sus imágenes mientras recibían en sus copas el néctar que la venerable Herbe, la sirviente del Olimpo, escanciaba en ellas.

Alguno de entre los jóvenes desperdigaba una mirada distraída sobre los dos ejércitos acampados abajo en la llanura: ésta estaba envuelta en la niebla matutina y el sol naciente la teñía de un rosa pálido como los mofletes de un recién nacido.

Pero quien más observaba el lugar era sin duda alguna Atenea. La de los ojos de lechuza ardía en ganas de tomar la palabra y, antes incluso de que hubiera terminado su padre, se irguió para lanzarle una voz vibrante como una saeta.


La pregunta, poderoso Zeus
,
no es quién estimamos que merezca la victoria, pues demasiado bien conoces nuestras respectivas preferencia
s,
sino a quién tú que amontonas las nubes has decidido concedérsela
.

»Nadie ignora que aquello a lo que das tu asentimiento se efectúa irremediablemente. Y mucho sospecho, temido progenitor, que Hera haya envenenado tus oídos para inducirte a abandonar a Alejandro y favorecer en cambio a Autofrádates, el hombre que comanda los ejércitos del cobarde Darío
.

Al oír aquello, a Zeus se le escapó un profundo suspiro. El Crónida se mostraba molesto por la amargura que rezumaban las palabras de su hija y guardó un momento de silencio. Al padre de todos los dioses le dolía el ver cómo la discordia había terminado por instalarse en su propio palacio, entre sus propios vástagos.

Hasta ese momento la progresión de los macedonios había provocado un entusiasmo unánime entre los habitantes del Olimpo: la Conquista les había procurado agradables ratos de diversión.

Pero aquello había cambiado desde que Hera, nadie sabía cuándo, se había encariñado definitivamente del rodio Autofrádates.

Por eso a ninguno de los presentes le sorprendió que la diosa consorte se mostrara ofendida y que clavara sus ojos de novilla en la joven divinidad.


Razones tienes para temer que el ánimo de Zeus haya cambiado, imprudente Atenea
.
En efecto, el infame Darío no merece respeto alguno: la bajeza de sus actos insulta a la dignidad humana. Pero el hijo de Memnón reclama un juicio aparte. Es un hombre valiente y un guerrero piadoso que honra la memoria de su padre
.

»No niego que sus ruegos hayan ganado mi ánimo y a lo largo de todas estas noches he pronunciado en su favor cariñosas palabras al oído de mi marido. Pero no temas que Zeus se deje influenciar. Mi marido es cruel; no permite que quien comparte su lecho tuerza su voluntad. Y, cada noche, tras escucharme, repite: «Ah, desdichada. No pretendas incidir en mi ánimo. No asentiré a nada antes de atender en leal consejo a las razones de mis hijos.» Así que podéis perder cuidado: nada está decidido…

Y se volvió a su asiento con aires de dignidad ofendida. Hefaistos aprovechó para arrastrarse hasta ella. Unos instantes después la voz cavernosa del Crónida ahogaba los murmullos que empezaban a juntarse con el canto de una bandada cercana de aves.


¡Haya paz entre los dioses!
—tronó—.
Alejandro es querido no sólo por Atenea sino también por Apolo y por Dionisio, quienes por una vez se muestran de acuerdo en algo. Su madre no ha dejado de sacrificarnos carneros y nadie duda de su piedad. Mi pregunta, no obstante, es si no lo hemos favorecido ya lo suficiente
.

»¿No basta con que Darío le haya ofrecido la mitad de su imperio? ¿No era eso recompensa sobrada a la valentía y audacia de sus macedonios? Y al rechazarla, ¿no humilló a Parmenión, el protegido de Hera? ¿No merece eso nuestro repudio y el castigo que demanda la de los níveos brazos?

»
Confieso, hijos míos, que ésa es la decisión que más me tienta. Pero antes quiero escuchar vuestras voces. Atenea y Hera ya me han hecho saber cómo opinan, tanto la una como la otra, muy profusamente. Y ahora he de decidir la suerte de la contienda. Apolo, habla tú primero…

2


Padre, dioses…

El radiante Apolo no esperaba otra cosa. Su voz era tan hermosa como su cuerpo escultural. Su timbre, brillante y cristalino como el azul turquesa de sus ojos perfectos. La sensación de plenitud que desprendía era comparable a la luz del mediodía sobre un cielo descubierto.


No ignoro que la soberbia de Alejandro os ha ofendido tanto como a sus hombres, y con toda razón
.
Yo fui el primero en desaprobar la humillación a la que sometió a Parmenión
.

»Sin embargo, Alejandro ya ha implorado nuestro perdón y desde su visita a Siwah no ha dejado de sufrir a causa de las revelaciones del Oráculo. Los deseos de Filipo se han cumplido y el hijo vive en una desesperación que sabemos no tendrá fin. ¿Qué más castigo puede infligírsele a un hombre que la lucidez sobre su propio destino?

» Todos sabéis que mi corazón se inclina siempre a favor de la belleza, y Autofrádates es un ser tosco y desagradable a la vista. Pero no me permitiré cuestionar sus méritos ni tampoco esa determinación que glosa nuestra madre
.

»Y no obstante me da la impresión de que pasáis por alto un detalle crucial: su nación reniega de nosotros. ¿Qué pasaría si vencieran? ¿Habéis considerado mínimamente esta eventualidad? La devoción de los griegos se vería profundamente debilitada y serían muy pocas las desgracias de las que nos libraríamos…

»Por todo ello pienso que las cosas pretéritas no deben influirnos. El hijo de Filipo debe vencer hoy, y después tomar Babilonia, la joya de Mesopotamia. Olvidemos sus agravios, queridos hermanos, y otorguemos esta victoria que no es sino la justa recompensa a su valor
.

Aquel pequeño discurso arrancó la aprobación de Atenea y el enfado igual de ostentoso de Hera. La de los ojos de novillo no soportaba que el más brillante de sus hijos le diera la espalda de aquella manera. Pero Zeus, ignorando por una vez a las dos, se volvió con una expresión interrogadora hacia Hefaistos quien, al darse cuenta, soltó la mano de su madre y se puso trabajosamente en pie.


Me pides mi opinión, temido padre

El cojo tenía una voz apenas audible y la poca confianza de quien rara vez se ejercita en la oratoria. Todos lo miraban sorprendidos por la atención que se le prestaba, pues lo normal era que se ignoraran sus torpes balbuceos.


Todos estáis al tanto de que yo, el artífice de vuestros palacios, estoy contrahecho desde el día en que tú, Zeus, dirigiste tu cólera contra mí. Pero no por ello tengo menos voz y también tengo mis preferencias, al igual que cualquiera de los presentes
.

»El hijo de Memnón es tosco, cierto. Pero también es voluntarioso y disciplinado. Se ha mostrado metódico y prudente en la elaboración de sus campañas por el Egeo donde ha logrado importantes victorias. Y eso sin contar con la ayuda de ninguno de nosotros. Al menos que me conste…

Lo añadió fijando la vista en su madre.


Confieso que su voluntad y su diligencia merecen todo mi respeto, al igual que su poco agraciada figura mi simpatía
.


Entonces estamos empatados —
frunció las cejas Zeus—.
Y sin embargo en la tierra se levanta la aurora y empieza a disiparse la niebla. Los hombres se despiertan y dirigen sus miradas inquietas hacia nosotros, suplicándonos que los orientemos en su acción…


No todos han descansado, Zeus —
intervino Hera—.
Los ejércitos de Autofrádates llevan toda la noche esperando el ataque. Ellos nos necesitan más que los macedonios
.


¡¿Qué?!
—se enfureció Atenea—.
¡Eres injusta, madre! Alejandro también ha velado hasta bien entrada la madrugada. Los persas los doblan en número y encima cuentan con la ventaja del terreno. ¿O acaso no llevan días nivelándolo y desempedrándolo para facilitar el avance de sus carros? Por mí podéis seguir con vuestras dudas. Yo lo tengo claro. ¡Yo ayudaré a Alejandro!


Calla, impetuosa Atenea
.
Calla. Mi voluntad no está decidida…

3

Mientras todo esto ocurría, en la tierra el alba ya había convertido el gran carbón de la noche en el mundo abrupto de los hombres. La mañana avanzaba y todo parecía dispuesto para la batalla, incluso el favor de los dioses, cuando de pronto irrumpió en el Olimpo Dionisio.

El dios sátiro tenía un gesto sonriente en sus maliciosas facciones. Era el más joven de los presentes y desde que se lo aceptaba no perdía ocasión de alborotar los palacios de sus hermanos…, salvo el de Apolo, que le tenía prohibida la entrada.

Dionisio acostumbraba a pasear su cuerpo de sátiro a lo ancho y largo de la tierra fomentando su culto, sobre todo entre las féminas, que eran, se decía, quienes mejor lo comprendían.


¡Que gane Alejandro!
—exclamó—.
Quien lleva sangre divina en las venas siempre será más digno de recibir favores. Es normal que su arrogancia insulte a los mortales. Pero resulta inconcebible que dioses como vosotros no la comprendan. Yo siempre preferiré a un mortal que nos trate de tú a tú que al que se humilla y se envilece como un siervo. ¿No estáis de acuerdo conmigo, hermanos?

El silencio que se hizo fue denso.

Al cabo de unos instantes, Atenea observó que ya no estaban empatados.

Al ver que Zeus asentía, Hera saltó enfurecida de su silla y se precipitó fuera de la sala. Los chillidos de las aves la acompañaron.


Va a avisar a Autofrádates
—previno Atenea—.
La niebla se levanta y la batalla está a punto de comenzar. Hemos de actuar con rapidez
.

Tras dudarlo unos segundos, Zeus se decidió a enviar un sueño.


Vuela al campamento macedonio
.
Hazles saber que en medio del combate Hera instará a Autofrádates a lanzar contra su falange los carros de hoces cortantes
.
Que ponga sus tropas ligeras delante. Y cuando lleguen los carros, que se abran. Que dejen varios pasillos y que sus arqueros nublen el cielo con sus flechas. Nosotros haremos que lleguen a su destino y, una vez muertos los aurigas, podrá hacerse con los mortíferos vehículos compensando así su inferioridad numérica. ¡Corre!

En menos de lo que dura un pensamiento el mensajero ya volaba a través de las nubes y los continentes hasta penetrar como una exhalación en el interior de la tienda del rey de los macedonios.

Algunos generales rodeaban al durmiente.

4

—¿Qué hacemos? —se inquietó Eúmenes.

—Dejadlo descansar. Así llegará fresco al combate —dijo Parmenión—. Nearco y Hárpalo, acompañadme fuera.

Al poco ya se los oía a los tres dando voces por el campamento.

Eúmenes volvió a arrodillarse junto al durmiente.

Él ya sabía que a lo largo del día no había cesado de merodear por los lindes de la colina desde donde se atisbaba el enemigo. Con la caída de la noche había visitado a Barsine. Pero luego había sido incapaz de conciliar el sueño y se había pasea do por el campamento hasta que mandó llamar a Aristandro, el cual se presentó en su tienda con la cabeza cubierta por un velo para realizar juntos los ritos que le había enseñado Olimpia siendo niño. En su compañía había dedicado buena parte de la noche a invocar a los poderes invisibles, y eso lo había agotado.

—Alejandro… —lo removió por el hombro—. Los persas nos esperan en el campo de batalla…

Por fin el durmiente abría los ojos. Pestañeó y se los restregó con ambas manos.

Al ver a Eúmenes soltó un bostezo leonino y se rascó la mejilla afeitada.

Tenía la frente enrojecida por el contacto prolongado con el antebrazo.

—He soñado con que los dioses me concederán la victoria. Vuelven a estar de nuestro lado, Eúmenes.

Su armadura estaba en un rincón de la tienda. Se puso en pie.

—Ten cuidado con los sueños, que a veces pueden ser engañosos —dijo el secretario.

—La realidad también —repuso Alejandro.

Unos momentos después irrumpía en la tienda la «camarilla», riéndose de las bromas de Filotas. En los últimos tiempos la jovialidad del hijo de Parmenión se había acentuando de manera paralela a la ceñuda parquedad de su padre y sus bufonadas parecían provocar en Alejandro la misma satisfacción que la pleitesía de quienes desertaban de sus enemigos.

—Alejandro: tus hipaspistas no esperan más que una palabra para descender por la falda de esta colina y marchar contra el Codomano. Si los dioses lo quieren, lo aplastaremos de una vez por todas. Lo venceremos y ya no levantará cabeza. Pero antes tendrás que comer algo. No te dejaremos montar a caballo sin haber llenado el buche. No te puedes alimentar sólo de gloria, también tienes que probar los higos.

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