El secreto del oráculo (21 page)

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Authors: José Ángel Mañas

BOOK: El secreto del oráculo
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Un puñado de hipaspistas lo siguió de cerca.

Pero Darío les sacaba una buena ventaja. El Gran Rey no dejaba de galopar en mitad de una caterva de fugitivos. Sin mirar atrás, el hombre que hace nada había lucido la cidaris imperial mantenía la vista fija en el terreno montañoso que iba apareciendo ante él. El miedo y el trote de su caballo ocupaban toda su mente.

A sus espaldas quedaba un campo de batalla cubierto de cadáveres sueltos y amontonados, gimoteantes moribundos a los que los vencedores empezaban a ajusticiar.

Beso había podido escapar de los tesalios y lo contemplaba todo con ojos llenos de lágrimas. No se sabía quién resoplaba más, si él o su caballo. Y cuando levantó la vista en dirección a las montañas aún se veía la polvareda que levantaban los perseguidores del Gran Rey. El día se había agotado y hacia el poniente el crepúsculo refulgía sobre el oscurecido mar como una gigantesca flor violeta en torno a una moneda de oro.

Era como si Ahura Mazda hubiese untado el horizonte con sangre.

El Daexa Zerimayagura, ¡oh, santo Zoroastro! Es la criatura de Angra Mainyús que cada noche, cuando el sol se pone, viene dando muerte a las creaciones de Ahura Mazda.

5

—Ah, Darío…

Llovía de nuevo. La vista de Autofrádates se perdió por las montañas ensombrecidas que empezaban a alzarse ante ellos, una vez dejada atrás la ciudad, pues también en Trípoli atardecía. Habían cogido caballos en el puerto y él y Farnabazo guiaban a Beso hacia el campamento tierra adentro, en las afueras de aquella población de blancas fachadas que en el estío refulgían pero que ahora eran un cúmulo de sombras grisáceas y deprimentes.

El cielo volvía a cubrirse, quién sabe si entristecido por el relato. Las chozas se iban haciendo cada vez más miserables y el campo se iba oscureciendo. Unos estadios más allá podían verse las primeras lumbres que se encendían entre las tiendas.

—Es posible que hayas salvado el pellejo pero has perdido algo mil veces más valioso. Está escrito que todavía has de morir muchas veces en vida…

Autofrádates se volvió hacia su lugarteniente.

—Lo más probable es que haya despistado a sus perseguidores. Pero no temas por él, Farnabazo. Lo acogerán en la primera aldea. Y los supervivientes se reorganizarán e irán volviendo hacia la Corte o hacia sus propios países. Pero eso poco importa ahora. Porque aunque no estuviera con vida, nuestro deber en estos momentos también sería llegar a Susa antes de que lo haga nuestro enemigo. Mañana mismo levantaremos el campamento. Hemos de organizar la defensa de la capital.

Autofrádates ya prácticamente había olvidado su animadversión por el bactriano: su participación en la batalla y el sufrimiento de Be so conseguían que se apartaran en su mente las demás consideraciones. Las inquinas personales sobraban cuando se trataba de salvar al Imperio.

Aquélla estaba llamada a ser una de las raras veces en las que entre el rodio y el bactriano existió algo parecido a un entendimiento.

Es el desprecio de Darío lo que los une
, pensó Farnabazo mientras cabalgaba a su vera.

Y no se equivocaba, una vez más, el sobrinísimo.

Pero también los unía un amor profundo por la gloria del Imperio.

Una gloria que Darío acababa de mancillar con la más infamante de las huidas.

V
La escapada de
Hefastión

Babilonia

Noche de los Muertos (continuación)

«[…] Al oír que penetrábamos en sus aposentos, Olimpia abrió súbitamente los ojos. Llevaba un tiempo temiendo algo parecido, y su primera reacción fue alcanzar uno de esos broches afilados sin los que jamás se acostaba. Con un broche como aquellos Edipo se había arranca do los ojos. Pero tú le retuviste violentamente el brazo. «¡Somos nosotros!», mascullaste al tiempo que le tapaba la boca con la mano libre. Tarde o temprano tendrías que escoger entre ella y Filipo, y una vez más escogiste el peor bando. «¡Hay que huir!» Y Olimpia entendió por tu expresión que no era ninguna broma. En nada ya se había pues to en pie y sin soltar el broche se apresuró a sacar un vestido del arcón de la esquina. Todavía me parece estar viéndola. Pese a los años aquel cuerpo moldeado por la luz de la luna aún tenía una energía envidiable. A todo esto, Tolomeo y Nearco se acababan de volver alarmados por unos pasos apresurados y todos alzamos nuestras armas. Pero era Arrideo. «No me dej-jeis. Quiero ir c-con vo-vosotros…» El miedo le empeoraba el tartamudeo y en ese momento se oyeron en el pasillo las voces excitadas de los hombres de Filipo que ya subían por las escaleras. Los reflejos de sus antorchas bailaban en el techo del rellano y de entre todas las voces destacaba la de Átalo, quien, pensando que le estaba abriendo el camino sucesorio al vástago de su sobrina, no paraba de relatar cómo lo habías insultado. En ausencia de Parmenión sólo Aristóteles procuraba calmar los ánimos, aunque tampoco tenía su día más brillante. Además su fuerte eran las conversaciones pausadas, no las discusiones de beodos. En cualquier caso, nada más oírlos, tú empujaste a Arrideo con los demás. ¿Qué importaba llegado a ese punto que fuéramos uno más o uno menos, verdad? Por fortuna había unas escaleras en el otro extremo del pasillo y pudimos bajar hasta las caballerizas de palacio, donde Hárpalo ya nos esperaba con las monturas, y en menos de lo que canta un gallo partíamos al galope tierras adentro. Tras cabalgar durante toda la noche, cada vez más montaña arriba, camino del noroeste, el lucero del alba nos sorprendió adentrándonos en fila india por una pequeña trocha que, pasado el lugar donde dos perdices habían echado el vuelo espantadas, desembocaba en un riachuelo en el que saciar la sed. Todos sentíamos el cuerpo destrozado después de la cabalgata. Arrideo era desde luego el que más se quejaba. Y allí, en tanto que las monturas abrevaban, oí a Olimpia convenciéndote de que nos refugiáramos en la tribu de Pleurias Lincestida. Te había llevado a un aparte detrás de unos árboles de follaje anaranjado para aclararte que el ojizarco era la única persona que ella conocía en toda la Hélade capaz de protegernos de Filipo. «Tú eliges. O él o el destierro.» Su voz, por una vez, parecía razonable. Pero tú sabías que Pleurias era cuanto menos un embaucador, y que ninguna ciudad quería tener trato con él. Su corte tenía la fama de ser la más disipada de toda Grecia. Pero sobre todo te habían llegado ecos de que entre él y Olimpia había habido más que lazos de familia. Alguna razón tenía que haber para que tu padre, tolerante con casi todo, hubiera roto relaciones de modo que no fuera bienvenido ni siquiera para los grandes eventos. «Espero que no nos hayamos equivocado», me dijiste algo después mientras cabalgabas todavía con las quijadas tensas entre Olimpia y yo. […] Deja que continúe. Al final Pleurias nos recibió a la puerta de su palacio, y a ti te dio un terrorífico abrazo de oso que casi te deja sin respiración. A los demás nos trató como si fuésemos sus hermanos pequeños o unos parientes cercanos a los que no hubiera visto en mucho tiempo. Durante toda nuestra estancia en el Épiro no dejó de halagarnos y de buscar nuestra compañía. Hasta se burlaba cariñosamente de Arrideo. Y cuando comprobó que el vino mejoraba su tartamudeo, ya no paró de emborracharlo ante la hilaridad desaforada de Hárpalo, que siempre demostró con tu hermanastro una singular capacidad para la crueldad. Unos días después llegaba el emisario de Pela. Tras recibirlo en su sala de audiencias llena de viejos blasones colgados, armas arrancadas a los enemigos y cabezas de ciervo, Pleurias le dio a entender que si Filipo creía que podía amedrentarlo con amenazas, era que no conocía a los épiros. «Que venga. ¡Nosotros no renegamos de nuestras mujeres!» Al final el hombre partió con su respuesta, y tú no dijiste nada. Pero te había ofendido profundamente el que tu padre hubiera enviado, no a Eúmenes o a Antípatro, que eran las personas con las que en ausencia de Parmenión habías esperado poder arreglar el asunto, sino a un oficial cualquiera. Aquello lo leías como un desprecio intolerable. Ya se acercaba el invierno y todos sabíamos que Filipo no organizaría ninguna expedición antes del deshielo. Eso nos dejaba unos buenos meses por delante que para ti, ahora lo entiendo, fueron un infierno. Mientras los demás nos emborrachábamos prácticamente a diario con los hombres de Pleurias en aquellas mismas salas en las que veinte años atrás se había celebrado la boda entre Filipo y Olimpia, tú te dedicabas a arrastrar los humores más negros y a darte melancólicos paseos por las montañas. No querías que nadie te acompañara. Se te escapaba la corona de Macedonia y a medida que la gloria con la que soñabas iba desapareciendo por el horizonte, te ibas convirtiendo en un tipo quisquilloso y detestable. No soportabas la idea de ser como nosotros o como cualquiera de los demás mortales, un hombre sin reino. Y quien menos te entendía era Arrideo, que entonces me seguía por todas partes. «Y-y-yo pre-prefiero c-con-quistar corazones…», decía con su aparente simpleza. Además, para ti era un motivo de disgusto añadido el comprobar que Olimpia no le estaba haciendo ascos a los avances cada vez más descarados de Pleurias. Era lo que habías temido. Y por eso, una de esas noches de invierno, cuan do te los encontraste envueltos en pieles y achuchándose delante del fuego, al pasar por delante no se te ocurrió nada mejor que arrancarles la piel que los cubría. «Ten un poco de decencia, madre —le espetaste—. Que Pleurias no es ningún dios. Por mucho que tenga el brazo más largo que una serpiente.» Nada más oírte, Olimpia se abalanzó sobre ti como una furia. Tenía el broche en alto y los demás, al verlo, enmudecimos. Pero tú te la quedaste mirando de hito en hito, y ella permaneció con el broche alzado durante unos largos segundos antes de bajarlo entre las risas de Pleurias, que os observaba como si fuera el espectáculo más entretenido del mundo. Luego llegó la primavera y con ella el anuncio de que Filipo y Átalo estaban cerca. Yo temía que tuviésemos que emprender una nueva escapada. Pero Pleurias se mostró una vez más a la altura de su fama y no se lo pensó dos veces a la hora de llevarnos a su refugio, en lo alto de las montañas. Desde allí, mientras nos preparábamos para hacerle frente al ejército de Filipo, se dedicó a enviar emisarios a todas las tribus de los alrededores. Y por fin, al cabo de unos días, Filipo apareció por detrás de un pequeño cerro a la cabeza de sus jinetes. Para la ocasión lo acompañaban Átalo, Antípatro y Eúmenes, sus tres mejores generales. Sólo faltaba Parmenión, quien seguía en el Asia Menor. El propio Filipo se destacó de entre el pequeño grupo que formaban a la cabeza de sus tropas y se acercó por el sendero entre los pinos hasta el lugar en el que lo esperábamos todos. «
¡Lincestida!
», llamó sin desmontar de su caballo. Tenía la tranquilidad de quien se siente en su perfecto derecho. «
¡No te escondas de tu rey! ¡Muéstrate!
» Unos momentos después Pleurias Lincestida aparecía en lo alto del risco más prominente. ¡Daba gusto verlo! Con su formidable arco en la mano y cubierto con una piel de león, parecía la reencarnación del mismísimo Hércules. Sin achantarse en ningún momento lo miró desde su altura antes de llevarse una mano a la oreja. Era como si le costara oír la voz hueca que le subía: «¡
Devuélveme a mi hijo y a mi mujer y no te castigaré, Pleurias
!» La respuesta fue una prolongada carcajada que saltó de peña en peña, más ágil que ninguna cabra. «
Ya te lo dije cuando nos conocimos, y ahora te lo repito, Filipo: ¡nunca te entregaré a quien no quiera irse contigo
!», exclamó haciendo bocina con ambas manos. Filipo lo ojeó ceñudamente. A continuación paseó la vista por todos los hombres armados hasta los dientes que empezábamos a asomar por encima de las demás peñas, y Eúmenes se acercó a susurrarle algo al oído. Pero no hacía falta: aquellos montañeses habían sentido el repudio de Olimpia como una afrenta nacional, y Filipo comprendió que su pequeño litigio familiar podía convertirse en una tarea bastante más que ardua. Al final prefirió conferenciar contigo y, tras un frío intercambio de misivas, concertasteis encontraros en una gruta a medio camino entre los campamentos. La mañana señalada Pleurias todavía distribuía a sus hombres en grupos por los alrededores. «Filipo y yo somos viejos conocidos. Prefiero curarme en salud», decía. Él tenía muchos defectos pero no era rencoroso. Pese a las caras que le seguías poniendo, no dejaba de reírse de tus desplantes. Te hacía ver con su actitud que había demasiadas cosas que todavía no entendías. Pero Filipo parecía decidido a arreglar aquello por las buenas, y al mediodía apareció, como convenido, con una docena de hombres. Entre ellos Eúmenes y Antípatro, que se habían ofrecido como posibles mediadores pese a que tú habías dejado claro que ya era demasiado tarde para nada por el estilo. Al ver a Pleurias y a sus lanceros apoyados en unas rocas, a la entrada de la cueva pasaron a su lado ignorando sus expresiones socarronas. «Ya hablaremos tú y yo en algún momento», dejó caer Filipo cuando vio que Pleurias y sus hombres fingían una expresión de susto. Había salido un día espléndido. El sol calentaba la tierra y los ánimos pero dentro de la cueva hacía fresco. Había un fuerte olor a orín y el techo estaba ahumado por las hogueras que encendían cuando se refugiaban allí durante el invierno pastores y cabreros. No era un sitio agradable, pero Pleurias quería estar seguro de tener a Filipo bien cogido si la negociación, por lo que fuera, se torcía. Al entrar con su paso renqueante, Filipo se mostró sorprendido y clavó en ti un ojo furibundo. «¿No habíamos dicho que a solas…?» Yo hice amago de salir, pero tú me ordenaste que me quedara. «Hefastión y yo somos como una única persona, Filipo. Y ahora, explícame, mal hombre, ¿por qué piensas que debería volver a Pela?» A Filipo ya le había costado avenirse a acercarse. No se lo estabas poniendo fácil. Pero se sentía fatigado, y al final suspiró cansinamente. Preguntó si no eras capaz de entender que con vuestras disensiones lo único que estabais consiguiendo era mostrar al mundo la debilidad de Macedonia. «Escucha, hijo mío. Recientemente he recibido una embajada de Tebas. Me he interesado por el estado de su ciudad. Y ¿sabes qué me han dicho? Que me iba bien preocuparme por la concordia entre los griegos cuando soy incapaz de mantener la paz en el seno de mi propia familia…» «¿Y eso es lo que te ha movido a venir?» Tú lo fulminaste con tu mirada. «¿El qué pensarán los estúpidos tebanos? Tú mismo has provocado esto. Has tenido demasiadas mujeres, demasiados hijos…» La boca se te llenaba de todas aquellas recriminaciones silenciosas que te habías ido haciendo a lo largo del crudo invierno y a mí me costaba creérmelo. Durante la víspera yo mismo te había visto haciendo sacrificios, rogándoles a los dioses que te concedieran algo parecido. Pero ese día entendí que eras capaz de despreciarlo todo, incluyendo lo que más deseabas, con tal de no verte rebajado en tu propia estima. De pronto se me venían a la mente las palabras de Patroclo: «
Tú, Aquiles, eres implacable. ¡Ojalá nunca se apodere de mí un rencor como el tuyo
!». A Filipo también lo movía el orgullo, pero en su caso se trataba de un orgullo lastimado. Lo aplastaba el peso de demasiadas pugnas. Y el que pudieras obligarlo a abrir un nuevo frente, nada menos que tú, aquí, en el Épiro, le dolía en el alma. Además el desprecio que te manifestaba en público era muy opuesto a sus sentimientos profundos; eso era algo que tú siempre habías sabido y de lo que te estabas aprovechando hábilmente. «Alejandro —seguía Filipo cansinamente—. Por el bien de nuestra patria, te ruego que olvides tus agravios y que vuelvas conmigo a Pela. Yo sabré cómo compensarte. Pero dejemos estas recriminaciones, que no son dignas ni de ti ni de mí…» «Son dignas de la familia que has formado, Filipo. Pero ya que me pides que vuelva, no será sin condiciones. Volveré. Pero sólo si te comprometes a acoger a Olimpia. Es mi madre, y seguirá siendo tu reina consorte.» Allí también pudiste impedirlo. En ese momento habrías podido volverte con Filipo y dejarla a ella en el Épiro y nada de lo que sucedió después habría ocurrido. Pero tú estabas empeñado en mortificar a tu padre. «Eso es imposible», repuso Filipo rápidamente. «Entonces ya puedes regresar por donde has venido», dijiste con todo tu nefasto orgullo. «Hijo mío, sé razonable…», te rogó Filipo. De pronto parecía que el rey fueras tú más que él. Su orgullo también estaba a punto de rebelarse, y por un momento temí que acabara aplastando el afecto que te tenía. Pero pese a todo se calmó. Musitó que, si no podía ser de otra manera, estaba de acuerdo, aunque con una condición. «No quiero recibir la menor queja, y menos que nadie de Cleopatra.» «No la tendrás», prometiste. «Entonces, ¿está todo resuelto?» Filipo descrispó el gesto. Todavía no se lo creía. Cuan do te agarró por el brazo para llevarte hacia la entrada de la cueva se lo veía repentinamente rejuvenecido. «Vamos, que nos vean los hombres. ¡No sabes cuánto me satisface, hijo mío!» Más allá el sol reverberaba en el follaje de unas jaras. Los gorriones alegraban la mañana. «Entre tu hermana y esa loca de Cleopatra me están haciendo la vida imposible. Tu regreso va a ser una bocanada de aire fresco. Tú y yo hemos compartido demasiadas cosas como para que tu madre y esas dos furias recién destetadas nos separen. Te veo algo delgado —dijo apartándose un momento—. Vas a tener que comer más. Dame un abrazo, hijo mío. ¡Antípatro! ¡Eúmenes! ¡Llamad a Átalo y a todos los hombres! ¡Que salgan de sus escondrijos! ¡Alejandro se vuelve a casa con nosotros!» […]»

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