El juez pestañeó, incrédulo ante lo que escuchaba, y soltó un exabrupto que terminó con dos o tres apaleados más, como era costumbre cuando se hallaba al frente de algún tribunal. La vista se estaba alargando demasiado, y Nekau vio llegado el momento de dejar zanjado el asunto definitivamente. Si entraba en detalles escabrosos, la cosa se le podía acabar yendo de las manos.
—Sin pruebas que demuestren algún punto de los que denuncias, este tribunal no puede escuchar tus demandas, noble Niut —dijo el juez, señalándola con el dedo.
—Hay un testigo que confirmará mis palabras —señaló Niut, altanera. Y a una señal de esta salió de entre el público una mujer con el susto reflejado en el rostro. Era una de las esclavas que trabajaba en el servicio de su casa, y su declaración sería aceptada por el tribunal.
—¿Y bien? —preguntó Nekau, que conocía de antemano la existencia del testigo.
La mujer miró a uno y otro lado, temerosa, pero en cuanto el juez soltó su primer bufido, esta comenzó a hablar atropelladamente.
—Al amo se le iba la mano, mañana, tarde y noche; como se lo cuento, poderoso juez —dijo, al fin.
Este enarcó una de sus cejas, atónito, en tanto la sala se llenaba de risas y general algazara. Los látigos restallaron, y Nekau clavó su mirada en la esclava.
—Mañana, tarde y noche —repitió con suavidad el juez—. ¿Estás segura?
—Tanto como que Ra nos ilumina hoy. Fui testigo de eso y de muchas cosas más.
—¿Qué tipo de cosas? —quiso saber Nekau, que en el fondo era muy morboso.
—Pues todas las que la
nebet
ha denunciado: insultos, vejaciones, y las prácticas.
El juez se relamió inconscientemente.
—¿Viste también las prácticas?
Un expectante silencio se apoderó de la sala, pues el juicio se ponía interesante.
—Sí, señor —contestó la mujer sin pensárselo dos veces—. A veces los gritos eran tan lastimeros que me veía obligada a acudir por si necesitaban mi ayuda.
Una carcajada resonó en la sala, y hubo un gran revuelo entre golpes y juramentos.
—Quiero decir por si le ocurría algo malo a la
nebet
—aclaró la esclava.
—¿Y le ocurría?
—Sí, poderoso señor. Allí ocurría de todo.
Ahora las risotadas fueron de tal calibre que Nekau se tuvo que levantar para señalar con su propia mano a quienes debían recibir el castigo.
—Lleváoslos afuera y apaleadlos en condiciones —rugió el magistrado. Luego invitó a la mujer a que prosiguiera con su relato, en tanto Niut la fulminaba con la mirada, pues ya le había advertido de que no entrara en detalles.
—Debido a los gritos que daba la pobre
nebet
, tuve que asomarme a ver qué era lo que pasaba. En una de las ocasiones el amo la tomaba como los monos de mi tierra; ya sabe.
—¿Como los monos de tu tierra?
—Sí. En la tierra del Punt, de la que procedo, los monos fornican sin respetar los orificios adecuados.
De nuevo la algarabía se apoderó de la sala, y esta vez hasta los guardias se desternillaban de risa.
—Qué barbaridad —musitó el juez—. Quieres decir que tus amos eran aficionados a la sodomía, ¿no es así?
—Ay, poderoso juez, yo no sé lo que es eso, solo le digo que el amo berreaba mientras la montaba por donde no debía. Hasta espumarajos echaba. Digo yo que debía de estar endemoniado.
Todo el tribunal era ya un clamor, y Niut bajó la cabeza avergonzada ante semejante dislate, en tanto Neferhor observaba la escena sin inmutarse.
—Durante la celebración del último jubileo del dios en Per Hai —continuó la mujer, a la que ya no había quien parara—, estas prácticas eran de uso diario. Un sufrimiento atroz, como bien puede hacerse a la idea su señoría; la pobre
nebet
lo soportaba como podía, entre aullidos demoníacos y los más terribles golpes.
A Nekau aquel comentario en el que se le invitaba a hacerse a la idea no le hizo mucha gracia, pero el asunto tenía su miga.
—¿La golpeaba mientras fornicaba?
—De mala manera. Una noche tuve que llevarme a la
nebet
casi a rastras, destrozadita a causa de las prácticas, y con el rostro tumefacto por los golpes. Fue algo espantoso —aseguró la esclava.
El juez asintió, admirado por la imaginación de aquella mujer. Nunca pensó que la cosa fuera a ir tan lejos, pero el testigo había declarado y eso era cuanto contaba. La sodomía no era ningún delito, pero con el resto del testimonio algo se podría hacer. Entonces oyó cómo Neferhor le pedía la palabra.
—No sabía que en mi casa hubiera aficionados al huroneo, y menos entre los esclavos —apuntó el escriba con una media sonrisa—. Como este tribunal ha podido comprobar, soy un portento en las prácticas demoníacas. Capaz de golpear y berrear entre espumarajos y penetraciones sin tino, como las que llevan a cabo los monos del país del Punt. —De nuevo se escucharon carcajadas—. Pero, oh gran representante de la diosa Maat, quisiera aclarar una cuestión con la testigo, que me ha dejado dudas sobre el don de la omnipresencia.
La esclava pestañeó sin comprender qué era lo que quería el amo, aunque se mantuvo muy digna; orgullosa de haber podido aclarar todo aquel asunto como se merecía. La
nebet
le había prometido su manumisión, y ella esperaba que estuviera contenta, aunque se hubiera extralimitado en los detalles.
—Aseguras que durante la celebración del último
Heb Sed
hice gala de un monstruoso comportamiento para con la señora, ¿no es así? —preguntó él.
—No puedo negar lo que yo misma vi con mis propios ojos —aseguró la esclava.
—¿Esto ocurría cada noche?
—Como si se tratara de una ofrenda a esos genios de los que tanto se habla.
—Quieres decir del Amenti.
—De ahí mismo. Todas las noches había jaleo; hasta poco antes de regresar a Menfis.
—Para haber propinado golpes desmedidos contra mi amada esposa, su rostro luce esplendoroso y sin señal alguna. Tan hermoso como siempre ha sido —apuntó el escriba.
El juez se revolvió en su asiento, y hubo algunos murmullos.
—Gran juez —prosiguió Neferhor—, tú mismo puedes comprobar la belleza que hoy luce la noble Niut.
Nekau no dijo nada, e hizo un gesto al litigante para que continuara.
—¿En qué mes regresaste a Menfis? —preguntó Neferhor a la esclava.
—En
meshir
, finales de diciembre, con el invierno empezado.
—Es decir, que durante todo el verano y la avenida de las aguas, tú presenciaste cuanto aseguras que ocurrió.
—Yo fui testigo y nadie lo podrá negar. No sé cómo la
nebet
fue capaz de aguantar tanto.
—Gran juez, lo que asegura esta mujer es una patraña de tal calibre, que haría palidecer a Set y a sus engaños. Cuando el
Heb Sed
de nuestro dios Nebmaatra comenzó, este me envió a la Casa de la Correspondencia del Faraón, en Menfis, para que resolviera un asunto de la máxima importancia. Aquí permanecí desde entonces. Mis brazos no podían llegar hasta Malkata para maltratar a mi esposa, y mucho menos alcanzaría a fornicarla, por muy mono del Punt que fuera. Esta testigo miente de la forma más vil. No convirtamos la muerte del amor, a la que ya me referí, en una farsa.
Los asistentes prorrumpieron en burlas y jocosidades. El escriba tenía razón. Aquella esclava era pérfida como la serpiente Apofis.
Nekau no sabía dónde meterse. Se encontraba tan indignado por lo rastrero del testimonio de la testigo, que se empezó a acalorar de forma visible. Sin poder remediarlo miró a Niut, como pidiéndole explicaciones por semejante espectáculo, pero esta se mantuvo muy digna, sin mostrar preocupación alguna por lo sucedido. Entonces el juez bramó hasta hacerse oír entre el alboroto.
—Tú, esclava infame, has jugado con el honor de este tribunal al inventar falsedades y llenar la sala de procacidades y palabras soeces. La senda del
maat
no tiene sentido para ti, hasta el extremo de atribuir al muy noble Neferhor prácticas propias de los monos de tu tierra —volvieron a surgir las carcajadas—. Menuda desfachatez. Pero yo te digo que hoy el país de Kemet, que te da cobijo, te hará saber cuál es la ley que se aplica a los perjuros y deshonestos. Por el poder que me confiere el visir del Bajo Egipto, y en nombre del dios Nebmaatra, vida, salud y prosperidad le sean dadas, yo te condeno al castigo de cincuenta bastonazos y la ablación de tu lengua, para que nunca vuelvas a difamar a nadie. Esta es la ley de Egipto; que así se cumpla.
Sin saber muy bien lo que ocurría, la esclava fue sacada de la sala entre dos guardias y abucheos generalizados. Ella volvía la cabeza para mirar a su ama, sin entender nada, en tanto Nekau se acomodaba la peluca, abochornado, y sin saber cómo iba a solucionar aquello. Sentía deseos de mandar apalear también a aquella dama que creía poder jugar de semejante forma con las leyes de la Tierra Negra, y en su fuero interno se lamentó de que su marido no la hubiera denunciado por adúltera, ya que el juez, en ese caso, hubiera ordenado que la tiraran a los cocodrilos, que era lo que se merecía. Mas tuvo que aguantarse su rabia y mirar de nuevo a los litigantes, a la espera de alguna prueba más que le hiciera reconsiderar su postura, pues estaba decidido a correr el riesgo y fallar a favor del escriba, que parecía una persona decente.
—¿Hay algún testimonio más que sea capaz de sonrojarnos de nuevo? —preguntó en voz alta el juez—. ¿No hay ningún otro voluntario dispuesto a acompañar a esa desdichada? Noble Niut, sin testigos tus denuncias de poco valen.
Entonces la dama volvió a envararse para mirar con arrogancia a cuantos la rodeaban.
—Si mis quejas no son suficientes para este honorable tribunal, presentaré otro argumento que deberá ser considerado, y espero que resulte irrefutable —indicó Niut, con tranquilidad.
—¿Un nuevo argumento? —inquirió el juez, que se sentía sobrepasado por tanto despropósito—. Será mejor que sea de peso. Este tribunal se encuentra cercano al límite de su paciencia.
—Lo tiene, noble juez —respondió la dama con aplomo—, y ya ha sido considerado como definitivo con anterioridad.
Nekau la miró sin ocultar su sorpresa, y con un gesto la invitó a continuar.
—Hay un derecho que me asiste por el cual puedo exigir el divorcio a este tribunal —proclamó Niut, altanera.
—¿A qué derecho te refieres?
—Al de la malformidad. Cualquier cónyuge del país de Kemet puede acogerse a él, como sin duda sabe tan noble juez.
Este esbozó una mueca estúpida.
—Espero que no se trate de una broma —apuntó Nekau.
—Aquí no hay broma que valga sino escarnio permanente para mi persona. Un ultraje que me resulta insufrible e imposible de soportar por más tiempo —señaló ella, alzando la voz—. Todo egipcio puede divorciarse si su consorte es deforme, y el mío lo es. Sus orejas son monstruosas.
El escándalo que se originó fue memorable. Las carcajadas eran de tal calibre que muchos asegurarían tiempo después haberlas escuchado desde los muelles del puerto. Los asistentes se retorcían de risa, y hasta el juez tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos por no unirse a la algazara general. Aquello era algo único, inenarrable, digno de contar y que trascendería los tiempos. Jamás hubiera podido pensar Nekau que presenciaría en su vida algo semejante.
Sin poderlo evitar, el juez miró al pobre escriba, que aguantaba como podía aquella burla, y al fijarse en sus orejas tuvo que llevarse las manos al rostro, pues en verdad que eran grandes, incluso las más grandes que había visto en su vida. Mientras, Neferhor se sentía tan humillado, que nunca supo por qué no abandonó la sala en aquel momento.
Cuando Nekau consiguió poner orden en semejante pandemónium, las lágrimas todavía caían por las mejillas de muchos de los presentes, en tanto hacían esfuerzos evidentes por recuperarse. Niut en cambio continuaba tiesa como un cetro
was
, ajena por completo al alboroto que había provocado. El juez tuvo que reconocer la audacia de la hermosa dama, y en cuanto se rehízo se puso a pensar en el trato que daría al asunto. Lo primero que hizo fue requerir la opinión del resto de funcionarios, que estaban tan asombrados como él, para llegar a la conclusión de que aquel podía ser un buen motivo para dar por finiquitado el caso.
Sin embargo, la dama parecía que había acudido al juicio con la lección bien aprendida. Ella había guardado un triunfo por si fuera necesario, y ahora lo jugaba con decisión.
—Hay quien se ha acogido a este derecho, noble juez —indicó Niut—. En Coptos, un marido se divorció de su esposa porque esta era tuerta; y de ello hace tan solo unos años.
Uno de los miembros del tribunal pidió la venia para hablar.
—Recuerdo aquel caso, gran Nekau. Efectivamente, se solicitó el divorcio por deformidad de uno de los cónyuges, y hubo una gran polémica al respecto, sobre todo porque la mujer ya era tuerta antes de casarse, y el juez no comprendía cómo el marido había tardado casi veinte años en darse cuenta de ello.
El magistrado hizo un gesto de aquiescencia. Él entendía perfectamente los motivos de aquel esposo. Seguramente andaría enredado con alguna joven por la que bebería los vientos, y que su mujer fuera tuerta era una excusa como cualquier otra. En el caso que le ocupaba, la similitud era patente. El joven escriba había nacido con aquellas orejas, de eso no le cabía ninguna duda.
Niut pareció leerles a todos el pensamiento.
—Mi esposo era normal cuando me casé con él. Sekhmet ha debido de castigarle por su mal corazón para conmigo, enviándole alguna extraña enfermedad que ha terminado por deformarle las orejas.
Neferhor movía la cabeza, sin dar crédito a lo que escuchaba.
—Mi esposa se burla de mí, y de cuantos aquí nos encontramos.
—Eso seré yo quien lo juzgue —le reprendió Nekau, que había recuperado su compostura—. Mi respetado escriba debe convenir en que sus orejas son desmesuradamente grandes, haya intervenido o no la iracunda Sekhmet.
Aquel comentario dejó a Neferhor sumido en la desmoralización más absoluta. Antes de que se celebrase el juicio, el escriba albergaba pocas esperanzas de que este le resultara favorable. El que el divorcio le fuera concedido a una mujer era un hecho de lo más inusual, pues el tribunal casi nunca era proclive a ello, pero los tiempos estaban cambiando. Lo peor de todo era la forma en que se iba a dirimir el asunto. Aquel juez iba a permitir que el escarnio se cebara en su persona de la manera más vil, y para regodeo de todo Menfis. Ya no había nada que hacer.