El secreto del Nilo (43 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El secreto del Nilo
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Le llegaron noticias de la inminente llegada de Niut y su pequeño. Después de casi un año la demanda de divorcio había sido aceptada por el tribunal de Ipu, y el juez había fallado a favor de su amada para otorgarle cuanto pedía.

El joven no veía la hora de abrazar a Niut y a su hijo. Los dioses de Egipto lo favorecían, y Shai parecía haberlo tomado como ahijado, pues le mostraba un camino luminoso, como Neferhor nunca imaginara; o al menos eso era lo que él creía.

5

Las manos se aferraban a la jarra cual si fueran garras. Era tal la presión que ejercían, que el cántaro parecía a punto de estallar y derramar la cerveza que contenía. Sentado a aquella mesa, y con la mirada perdida, Heny se mostraba ajeno a esta particularidad; incluso el alboroto que le rodeaba le llegaba lejano, como si no perteneciera a su mundo. Este se encontraba perdido, por extrañas circunstancias que no atendía a comprender, lejos, muy lejos, tal y como si nunca hubiera existido. Él era Heny; su nombre continuaba siendo el mismo, aunque se tratara de otra persona muy diferente, sin pasado y también sin futuro.

Aquel había muerto de forma inesperada ante un tribunal de su propia ciudad, por la mano de la persona que más había amado en su vida. Todo cuanto había vivido junto a ella desaparecía como por ensalmo, cual si fuera obra de
hekas
. Todo había resultado una farsa, una convivencia plagada de engaños y taimadas traiciones, una representación en la que había actuado durante años sin conocer cuál era el argumento.

Sus propias falsedades formaban parte de la obra. Él había mentido a su esposa y buscado amantes con las que la había denigrado. Tales faltas pesaban en su corazón como los colosos que un día viera a las puertas de los palacios de Tebas. No había vino capaz de aliviar aquel peso, y mucho menos razones. Estas le habían abandonado hacía mucho, para sumirle en aquel estado del que se veía incapaz de salir.

Pero las intrigas tejidas a su alrededor resultaban mucho más dolorosas. Su esposa había aprovechado sus engaños para destruirle, al mismo tiempo que obviaba los suyos, que resultaban monstruosos. Él la había amado desde el primer día que la viera en el río, siendo aún muy niños. Niut había sido e al l amor de su vida, y en sus deslices jamás había puesto aquel sentimiento en juego.

Pero al parecer su amor nunca había sido del todo correspondido. La diosa con la que se había casado no pertenecía al mundo de los hombres. Ella había nacido para encadenarlos a su voluntad, pues no le cabía otra explicación. Durante años había compartido su lecho a la espera de hacer realidad sus auténticos deseos, de llevar a cabo sus planes. Estos habían sido trazados con tal frialdad que Heny jamás hubiera podido imaginarlos. Incluso cuando se encontraba ante el juez le resultaban imposibles de admitir.

Todo había sido producto de la maquinación. Los documentos que, confiado, le firmara no eran sino parte de la trampa que tan hábilmente le habían tendido. Pero lo peor no había sido perder toda su hacienda; lo peor era haber perdido su alma. Heny se sentía sin ella; simplemente su
ba
había desaparecido, y seguramente vagaría por toda la eternidad sin conocer el descanso, como ocurría con los difuntos cuyo cuerpo no era momificado.

Heny maldijo a la puta siria con la que fornicaba en Coptos, aunque luego pensó que cualquier otra excusa hubiera valido para prepararle una celada.

Las imágenes de quien creyó su hijo supusieron otro de los tormentos a los que tuvo que enfrentarse. Lo había deseado tanto, que el ver que este se esfumaba como el sueño que había sido le llevó a la desesperación. Niut se lo dijo a la cara, después de que el tribunal ya le hubiera arrebatado todo, para que se despidiera con el corazón atormentado. Heny tuvo la sensación de que todo Egipto se hallaba en su contra. Que un poder formidable se ocultaba tras aquellos magistrados de gesto adusto y pelucas emperifolladas. Se sintió desvalido.

Pero cuando surgió la figura de su amigo de entre los hilos de aquella intriga, toda su angustia y aflicción se tornaron en rabia e ira. El canalla había permanecido oculto durante toda la función, como solían hacer los miserables de ordinario. Él no se había mostrado; acurrucado a la espera de que llegara su hora. El hijo concebido por su esposa era suyo, como también lo era ella, como lo era todo lo que había significado su mundo. Neferhor, el
meret
, hijo del miserable Kai, se había apoderado de cuanto Heny construyera con sus manos.

El hecho de que quien creía su hijo llevara su nombre le pareció la última burla que le mandaba el destino.

—Míralo bien y dime a quién se parece. Pocas dudas puedes tener, pues hasta un ciego se daría cuenta —se había mofado ella; y Heny se sintió desfallecer ante lo evidente.

A Shai ya lo había maldecido tantas veces que de nada valía acordarse más de él. Neferhor había yacido con su esposa mientras él dormía bajo el mismo techo. Ni las alimañas eran capaces de algo semejante. Aunque ya no tuviera sentido el lamentarse. Él, Heny, había resultado ser un burdo y zafio esposo, capaz de engañar con una cualquiera a una diosa de belleza sin par. Pero Niut tenía el alma podrida, y su fetidez le acompañaría durante toda su vida, recorriendo cada
metu
de su cuerpo, sus entrañas, hasta su último hálito. Neferhor se llevaba un regalo envenenado, como correspondía a alguien de su naturidth="23" aleza.

Todos los juramentos y abominaciones que había vertido en su desolación ya de nada le valían. Un poderoso sentimiento había nacido de lo más profundo de su ser hasta ocupar su corazón con el fin de gobernarlo. Resultaba nuevo para él, pero era el único que le producía consuelo. La venganza le ofuscaba con su mensaje emponzoñado. Él, Heny, algún día se vengaría, aunque para ello hubiera de volver a la vida cien veces. La Tierra Negra se había vuelto contra él, y Heny solo sentía desprecio por sus gentes y sus leyes. Él seguiría su propio camino.

De repente la vasija estalló hecha añicos, como si una fuerza sobrehumana la hubiera desintegrado. Su contenido se esparció por la mesa, y Heny lo observó como embobado, todavía ausente. Su mundo había desaparecido definitivamente para perderse por entre los tablones de la mesa, igual que ocurriera con la cerveza. Ya nada le quedaba.

6

Por fin llegó el día en el que los dioses le dispensaban el mejor regalo que un hombre podía esperar. Niut, la dama de sus anhelos, su gran amor, su sueño hecho realidad, venía a él para convertirse en su esposa; la mujer con quien pensaba envejecer y a la que colmaría con todo lo bueno que pudiera ofrecerle. Con ella llegaba su hijo, y al abrazarlo por primera vez sintió una dicha indescriptible; su corazón se quebraba de alborozo para dar salida a una ternura que le era desconocida.

—Es igual que tú. Tal y como te recuerdo de niño —le dijo Niut mientras él la abrazaba.

Su madre tenía razón, el pequeño era la viva imagen de su padre. Los mismos ojos, la misma mirada inteligente, por no hablar de las orejas, que las tenía de soplillo y tan grandes como su progenitor. El niño estaba ya próximo a los cuatro años, y llevaba la cabeza afeitada con la trenza lateral propia de los príncipes y aristócratas, como le gustaba a su madre.

—Es tan tímido como tú —le dijo ella en tanto le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.

Él la atrajo contra sí con más fuerza. Se habían estado amando durante horas, con la desesperación del náufrago que nada en pos de la tabla salvadora. Había verdadera necesidad en aquellos actos, un deseo que poco tenía que ver con lo físico y en el que estaban implicadas sus propias energías vitales.

Niut se entregaba a él con la misma pasión que su amante. Su naturaleza ardiente, oculta durante todos aquellos años, se mostraba con una fuerza que la empujaba en pos de dar satisfacción a sus sentidos. Ella misma se había llegado a sorprender por ello, aunque pronto llegó a la conclusión de que su auténtica identidad había permanecido dormida durante años; quizá disimulada por las circunstancias. De repente, alguien inesperado la había despertado, y ya no estaba dispuesta a renunciar a ella. Neferhor le daba placer, y Niut se dejaba llevar como un barco a la deriva, a merced del oleaje o las corrientes con que le envolvía aquel ardor que, en ocasiones, parecía quemarla. El escriba la hacía vibrar y ella sentía que en su interior se abría una puerta que ya nunca se cerraría, y que la conducía por caminos en los que le resultaba difícil saciarse.

Neferhor participaba de aquel deseo como si se trataran de dos almas gemelas dispuestas a socorrerse en su delirio. Cuando la madrugada se anunciaba, esta los hallaba tendidos en el lecho, abrazados como si fueran un solo cuerpo, compartiendo el mismo hálito. Él amaba a aquella mujer sin máscaras ni adornos. Se mostraba a ella sin ambigüedades, pues era su
ka
el que se manifestaba en cada encuentro, en cada mirada. Allí no había engaño posible, y ambos amantes disfrutaban de cada momento, convencidos de que serían felices para siempre.

El escriba tomó a Niut por esposa, como le prometiera una noche, y ella entró a vivir en aquella pequeña villa rodeada de jardines y tan próxima al palacio del dios. Menfis le parecía el centro del mundo civilizado; un lugar donde una dama podría encontrar cuanto se le antojase; una ciudad que rezumaba embrujo y en la que habitaba la más rancia aristocracia, aquella a la que ella siempre había deseado pertenecer.

Antes de compartir el mismo techo y dar validez así al matrimonio, ambos cónyuges firmaron un documento por el cual Niut salvaguardaba sus intereses pasados bajo cualquier circunstancia futura, a la vez que advertía de lo que ocurriría si la engañaba.

—Todo lo hago por nuestro hijo. Él es lo que importa —le dijo ella.

A Neferhor le pareció bien. Él no poseía nada, ni siquiera la casa en la que habitaban, por lo que creyó que los requerimientos de su adorable esposa eran justos. Él mismo redactó el papiro y lo firmó, convencido de que poco importaba lo que hubiera escrito en él.

Acostumbrada a la lujosa villa de Ipu, a Niut pronto la casa le pareció pequeña, aunque la cercanía del palacio la invitara a permanecer allí. Era como si la morada del faraón despidiera efluvios que ella necesitaba respirar a cualquier precio. Pero no por ello dejó de quejarse. Si el gran salón tenía seis columnas, ella aseguraba que por su dignidad le correspondía uno de doce. Y si el baño apenas disponía de adornos, la joven pretendía cambiarlo para decorarlo con motivos minoicos, iguales a los que había visto en casa de un alto funcionario de la corte durante una velada. Las habitaciones le resultaban pequeñas, el jardín exiguo, y el estanque carente de vida, por lo que fue necesario poner algunos peces en él. Sin embargo la terraza sí le gustaba, seguramente porque desde ella podía divisar el palacio de Nebmaatra en toda su magnitud, y ello la invitaba a soñar.

A no mucho tardar Neferhor tuvo que comprar un palanquín y el servicio de dos porteadores. A Niut le complacía pasear por la ciudad con arreglo a su rango y, según ella, ya estaba preparada para convertirse en la esposa de un visir. Sus cuidados pies no se hallaban dispuestos a pisar las concurridas calles de Menfis más que para visitar los bazares que tanto le agradaban.

No obstante, al escriba no le importunaban los deseos de su bella esposa, y le concedía la mayoría de sus caprichos, aunque le fuera imposible añadir seis columnas al salón de una casa que no le pertenecía.

Niut le hizo ver que, con los años, sería conveniente cambiarse de vivienda; quizás una de las fastuosas villas que se levantaban cerca del río, ya que era lo que les correspondía.

Él asentía mientras se perdía en la mirada de su esposa y acariciaba aquella piel suave y pálida que parecía de alabastro.

Tampoco le importó que ella eligiera a las doncellas de la casa, y mucho menos que insistiera en la necesidad de comprar una esclava que estuviera criando, ya que le sería de gran utilidad a la hora de atender a su hijo. Este era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, aunque su padre ya tuviera pensado para él su futuro. Cuando cumpliera los cinco años ingresaría en el
kap
, la escuela donde se instruían los príncipes y notables. Allí comenzaría a forjar su futuro, a trazar alianzas que, como Neferhor bien sabía, duraban toda la vida y eran esenciales para conseguir un lugar preponderante dentro de los poderes de la Tierra Negra. La alta sociedad era un círculo muy cerrado, y el
kap
proporcionaba la llave para ingresar en él.

A Niut semejantes planes le parecían muy apropiados. No necesitaba mucho para imaginarse a su pequeño rodeado por los hijos del dios, y participando en sus juegos. Con seguridad que se relacionaría con las princesas, y cabía la posibilidad de que se casara con alguna de ellas. Sí, eso era posible. Entonces ella emparentaría con el mismísimo faraón.

Tal y como deseaba, Niut compró una esclava para que criara a su pequeño. Se trataba de una chiquilla de poco más de trece años que había sido madre de una niña hacía apenas seis meses. Madre e hija le costaron una fortuna, pero Niut no lo dudó y las adquirió casi sin regatear. La muchacha era esbelta y espigada, y procedía del lejano país de Kush. Su piel era suavemente oscura y sus rasgos algo salvajes pero elegantes, con un cuello alto y grácil y unos ojos negros como el
khol
. Mientras amamantaba a su pequeña, el cabello le caía sobre los hombros peinado en infinitas trenzas, que tan de moda estaban. Nadie conocía el nombre del padre de la criatura, y a Niut poco le importó semejante detalle. De haber sido núbil, aquella muchacha hubiera podido alcanzar un precio desorbitado, y no habría sido posible adquirirla. Además, la niña también le sería útil con el tiempo, por lo que se sentía muy satisfecha.

La muchacha nubia apenas despegó los labios durante el trayecto al que sería su nuevo hogar. La llamaban Sothis, como la estrella que anunciaba la crecida.

7

Los deseos del dios se cumplieron hasta el último detalle. Neferhor se ocupó de ello con su habitual celo, lo que le hizo llegar a formar parte de una correspondencia en la que además de las tramas políticas abundaban todo tipo de intereses comerciales, incluido el de la carne joven. Como bien le había advertido el faraón, el rey de Babilonia resultó ser un mercader que no ocultaba sus ansias por las riquezas, ni su obsesión por emparentar con Amenhotep III. Algunas de sus misivas eran verdaderamente cómicas:

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