A principios del Renacimiento los maestros florentinos dominan el secreto matemático de la perspectiva, y los flamencos, el misterio alquímico de los pigmentos. No obstante, una guerra abierta entre ambas escuelas mantiene al mundo sin el pintor perfecto, aquel que domine lo mejor de ambas escuelas. Dos hechos desencadenarán los trágicos acontecimientos de esta historia: por un lado, el joven Pietro de la Chiesa, discípulo del gran maestro Monterga, aparece desnudo y degollado en un bosque de Florencia; por otro, una dama portuguesa, misteriosa y extremadamente bella, solicita los servicios de los hermanos Van Mander para ser retratada en un plazo de tiempo imposible.
Pero aún existe un tercer enigma, por el que cualquier pintor ambicioso cometería hasta las más atroces acciones: la clave que revela la composición del color en estado puro, oculta entre las líneas de un texto de San Agustín.
Federico Andahazi
El secreto de los flamencos
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Título original:
El secreto de los flamencos
Federico Andahazi, 2002.
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Para Aída
Para Verita
Rojo Bermellón
Una bruma roja cubría Florencia. Desde el
Forte da Basso
hasta el de Belvedere, desde la
Porta al Prato
hasta la
Romana
. Como si estuviese sostenida por las gruesas murallas que rodeaban la ciudad, una cúpula de nubes rojas traslucía los albores del nuevo día. Todo era rojo debajo de aquel vitral de niebla carmín, semejante al del rosetón de la iglesia de Santa María del Fiore. La carne de los corderos abiertos al medio que se exhibían verticales en el mercado y la lengua de los perros famélicos lamiendo los charcos de sangre al pie de las reses colgadas; las tejas del
Ponte Vecchio
y los ladrillos desnudos del
Ponte alie Grazie
, las gargantas crispadas de los vendedores ambulantes y las narices entumecidas de los viandantes, todo era de un rojo encarnado, aún más rojo que el de su roja naturaleza.
Más allá, remontando la ribera del Arno hacia la
Via della Fonderia
, una modesta procesión arrastraba los pies entre las hojas secas del rincón más oculto del viejo cementerio. Lejos de los monumentales mausoleos, al otro lado del pinar que separaba los panteones patricios del raso erial sembrado de cruces enclenques y lápidas torcidas, tres hombres doblegados por la congoja más que por el peso exiguo del féretro desvencijado que llevaban en vilo avanzaban lentamente hacia el foso recién excavado por los sepultureros. Quien presidía el cortejo, cargando él solo con el extremo delantero del ataúd, era el maestro Francesco Monterga, quizá el más renombrado de los pintores que estaban bajo el mecenazgo, bastante poco generoso por cierto, del duque de Volterra. Detrás de él, uno a cada lado, caminaban pesadamente sus propios discípulos, Giovanni Dinunzio y Hubert van der Hans. Y finalmente, cerrando el cortejo, con los dedos enlazados delante del pecho, iban dos religiosos, el abate Tomasso Verani y el prior Severo Setimio.
El muerto era Pietro della Chiesa, el discípulo más joven del maestro Monterga. La
Compagnia della Misericordia
había costeado los módicos gastos del entierro, habida cuenta de que el difunto no tenía familia. En efecto, tal como testimoniaba su apellido, Della Chiesa, había sido dejado en los brazos de Dios cuando, a los pocos días de nacer, lo abandonaron en la puerta de la iglesia de Santa María Novella. Tomasso Verani, el cura que encontró el pequeño cuerpo morado por el frío y muy enfermo, el que le administró los primeros sacramentos, era el mismo que ahora, dieciséis años después, con un murmullo breve y monocorde, le auguraba un rápido tránsito hacia el Reino de los Cielos.
El ataúd estaba hecho con madera de álamo, y por entre sus juntas empezaba a escapar el hedor nauseabundo de la descomposición ya entrada en días. De modo que el otro religioso, con una mirada imperativa, conminó al cura a que se ahorrara los pasajes más superfluos de la oración; fue un trámite expeditivo que concluyó con un prematuro «amén». Inmediatamente, el prior Severo Setimio ordenó a los sepultureros que terminaran de hacer su trabajo.
A juzgar por su expresión, se hubiera dicho que Francesco Monterga estaba profundamente desconsolado e incrédulo frente al estremecedor espectáculo que ofrecía la resuelta indiferencia de los enterradores.
Cinco días después de su súbita e inesperada desaparición, el cadáver de Pietro della Chiesa había sido hallado extramuros, en un depósito de leña no lejos de la villa donde residían los aldeanos del
Castello Corsini
. Presentaba la apariencia de la escultura de Adonis que hubiese sido violentamente derribada de su pedestal. Estaba completamente desnudo, yerto y boca abajo. La piel blanca, tirante y salpicada de hematomas, le proporcionaba una materialidad semejante a la del mármol. En vida, había sido un joven de una belleza infrecuente; y ahora, sus restos rígidos le conferían una macabra hermosura resaltada por la tensión de su fina musculatura. Los dientes habían quedado clavados en el suelo, mordiendo un terrón húmedo; tenía los brazos abiertos en cruz y los puños crispados en actitud de defensa o, quizá, de resignación. La mandíbula estaba enterrada en un barro formado con su propia sangre, y una rodilla le había quedado flexionada bajo el abdomen.
La causa de la muerte era una corta herida de arma blanca que le cruzaba el cuello desde la nuez hasta la yugular. El rostro había sido desollado hasta el hueso. El maestro Monterga manifestó muchas dificultades a la hora de reconocer en ese cadáver hinchado el cuerpo de su discípulo; pero por mucho que se resistió a convencerse de que aquellos despojos eran los de Pietro della Chiesa, las pruebas eran irrefutables. Francesco Monterga lo conocía mejor que nadie. Como a su pesar, finalmente admitió que, en efecto, la pequeña cicatriz en el hombro derecho, la mancha oblonga de la espalda y los dos lunares gemelos del muslo izquierdo correspondían, indudablemente, a las señas particulares de su discípulo dilecto. Para despejar toda posible duda, a poca distancia del lugar habían sido encontradas sus ropas diseminadas en el bosque.
Tan avanzado era el estado de descomposición en que se encontraban sus despojos, que ni siquiera habían podido velarlo con el cajón abierto. No solamente a causa de la pestilencia que despedía el cuerpo, sino porque, además, el rigor mortis era tan tenaz que, a fin de acomodarlo en el ataúd, tuvieron que quebrarle los brazos que se obstinaban en permanecer abiertos.
El maestro Monterga, con la mirada perdida en un punto impreciso situado más allá incluso que el fondo del foso, recordó el día en que había conocido al que llegaría a ser su más leal discípulo.
Un día del año 1474 llegó al taller de Francesco Monterga el abate Tomasso Verani con unos rollos bajo el brazo. El padre Verani presidía el
Ospedale degli Innocenti
. Saludó al pintor con una expresión fulgurante, se lo veía animado como nunca, incapaz de disimular una euforia contenida. Desenrolló con aire expectante las hojas sobre una mesa del taller y le pidió al maestro su docta opinión. Francesco Monterga examinó al principio sin demasiado interés el primero de los dibujos que el cura había puesto intempestivamente frente a sus ojos. Conjeturando que se trataba de una temeraria incursión del propio abate en los intrincados mares de su oficio, intentó ser compasivo. Sin ningún entusiasmo, con un tono cercano a la disuasión, meneando ligeramente la cabeza, dictaminó ante el primer dibujo:
—No está mal. Se trataba de un carbón que representaba los nueve arcos del pórtico del orfanato construido por Brunelleschi. Pensó para sí que, después de todo, podía estar mucho peor tratándose de un neófito. Destacó el sagaz manejo de la perspectiva que dominaba la vista del pórtico y, al fondo, el buen trazo con que había dibujado las alturas del campanario de la
Santissima Annuziata
. El recurso de luces y sombras era un tanto torpe, pero se ajustaba, al menos, a una idea bastante precisa del procedimiento usual. Antes de que pudiera enunciar una crítica más concluyente, el padre Verani desplegó el otro dibujo sobre aquel que todavía no había terminado de examinar el maestro. Era un retrato del propio abate, una sanguina que revelaba un trazo inocente pero decidido y suelto. La expresión del clérigo estaba ciertamente lograda. De cualquier modo, se dijo para sí el maestro, entre la corrección que revelaban los dibujos y el afán de perfección que requería el talento del artista, existía un océano insalvable. Más aún teniendo en cuenta la edad del padre Verani. Intentó buscar las palabras adecuadas para, por un lado, no herir el amor propio del cura y, por otro, no entusiasmarlo en vano.
—Mi querido abate, no dudo del esmero que revelan los trabajos. Pero a nuestra edad… —titubeó—. Quiero decir…, sería lo mismo que si yo, a mis años, aspirara a ser cardenal…
Como si acabara de recibir el mayor de los elogios, al padre Verani se le encendió la mirada e interrumpió el veredicto:
—Y todavía no habéis visto nada —dijo el cura.
Tomó a Francesco Monterga de un brazo y, poco menos, lo arrastró hasta la puerta, abandonando el resto de los dibujos sobre la mesa. Lo condujo escaleras abajo y, antes de que el maestro atinara a hablar, ya estaban en la calle camino al
Ospedale degli Innocenti
.
El maestro conocía la vehemencia del padre Verani. Cuando algo se le ponía entre ceja y ceja, no existían razones que pudieran disuadirlo hasta conseguir su propósito. Caminaba sin soltarle el brazo, y Monterga, mientras intentaba seguir su paso resuelto, mascullando para sí, no se perdonaba la vaguedad de su dictamen. Cuando doblaron en la
Via dei Serui
, el pintor se soltó de la mano sarmentosa que le oprimía el brazo y estuvo a punto de gritarle al cura lo que debió haberle dicho dos minutos antes. Pero ya era tarde. Estaban en la puerta del hospicio. Cruzaron en diagonal la
Piazza
, caminaron bajo el pórtico y entraron al edificio. Armado de un escudo de paciencia y resignación, el maestro se disponía a perder la mañana asistiendo al nuevo capricho del abate. El pequeño cubículo al que lo condujo era un improvisado taller oculto tras el recóndito dispensario; tan reservado era el lugar, que se hubiera sospechado clandestino. Aquí y allá se amontonaban tablas, lienzos, papeles, pinceles, carbones, y se respiraba el olor áspero del atramentum y los extractos vegetales. Cuando se acostumbró un poco a la oscuridad, el maestro alcanzó a ver en un ángulo de la habitación la espalda menuda de un niño sobre el fondo claro de una tela. La mano del pequeño iba y venía por la superficie del lienzo con la misma soltura de una golondrina volando en un cielo diáfano. Era una mano tan diminuta que apenas podía abarcar el diámetro del carbón.
Contuvo la respiración, conmovido, temiendo que el más mínimo ruido pudiera estropear el espectáculo. El padre Verani, con las manos cruzadas bajo el abdomen y una sonrisa beatífica, contemplaba la expresión perpleja y maravillada del maestro.
El niño era Pietro della Chiesa; todavía no había cumplido los cinco años. Desde el día en que el cura lo recogió cuando fue abandonado en la puerta de la iglesia de Santa María pensando que estaba muerto y, contra todos los pronósticos, sobrevivió, supo que no habría de ser como el resto de los niños del orfanato.