—Por tanto, mi teoría sobre la existencia de un segundo grupo de masones encajaría del todo.
—Me dirás que estoy loca, pero me temo que no. Acabo de entender quién puede ser su verdadero autor, y créeme que desearía estar equivocada… —Se abrazó a él necesitada de su abrigo, de su protección.
—¿En quién piensas, María Emilia?
—En Beatriz… —Le miró horrorizada por la crueldad de su deducción.
—Me parece que no te encuentras bien. Supongo que ha debido afectarte demasiado lo que has visto hoy… —Le acarició con ternura.
—No es verdad. Dentro de lo que cabe estoy bien. Piénsalo por un momento; ¿no has sido tú mismo, el que acabas de definir la venganza como una mala reacción ante un hecho doloroso? —Guardó un breve silencio—. La suma de fatalidades que ha sufrido Beatriz en su corta vida han sido tantas que podrían haberla trastornado. ¿Recuerdas la escasa reacción, más próxima a la alegría, que le produjo la muerte de su marido? ¿Nunca te asaltó una duda de su posible intervención? Yo la tuve, Joaquín, aunque por motivos obvios la oculté. ¿Empiezas a verlo más factible?
—Puede ser. La violenta pérdida de sus padres pudo afectarla de un modo severo.
—¡Vio morir a su madre con once años!
—Luego, lo que le ocurrió a Braulio… —continuó Joaquín.
—A mi Braulio… —A María Emilia se le enrojecieron los ojos de pena—. Y también ha perdido a su hijo… ¿Qué más dolor se le puede pedir a la vida, Joaquín?
—Estoy de acuerdo que su existencia ha sido dramática desde todos los puntos de vista, pero de ahí a convertirla en una asesina…
—¿No fue el padre Parejas quien delató a su padre?
—Claro, ya lo hemos comentado antes.
—¿Y no estuvo también presente el jesuita Castro aquella noche?
—Sí lo estuvo, pero los masones se adjudicaron su crimen…
—¿Y las cruces de San Bartolomé? Ella fue la que me indicó su significado.
—Una mera suposición, María. También tú has elucubrado sobre los otros signos de los anteriores asesinatos, incluso dándoles un sentido que después vimos era correcto, y eso no te ha convertido en su autora.
—¿Recuerdas cómo murió su madre?
—Me parece que fue por accidente. Uno de los alguaciles forcejeó con ella y, sin una expresa voluntad por su parte, le clavó un puñal, con la fatalidad de que éste le alcanzó el corazón.
—¿No ocurrió lo mismo con la condesa de Valmojada? ¿Y ahora, en el cuerpo del capellán Parejas?
—Es cierto, y aunque reconozco que en ella concurren bastantes coincidencias, se me hace difícil creer que pueda ser verdad.
—Imagínate a mí, que me considero no sólo amiga suya, sino casi su segunda madre.
Al encontrarse a escasos cien metros del palacio de los condes de Benavente, pensaron cómo explicarían el lamentable suceso que tenía como protagonista a su capellán.
El conde les recibió en la escalinata que daba entrada a la vivienda, con evidentes muestras de cansancio en su rostro. Respondió primero a su interés por el estado de Faustina, expresándoles preocupación ante su deterioro general, tanto anímico como físico.
—La espantosa experiencia que tuvo que sufrir ha conseguido superar su natural fortaleza. Según me ha contado, pasó tanto miedo esa tarde que llegó a desear una muerte rápida. Cada noche tiene terribles pesadillas que no le dejan descansar, ni tampoco a mí. Se despierta cuatro y cinco veces, del todo agitada y llena de sudor. Pero aún me preocupa más la evolución de sus heridas, sobre todo las de sus manos; tienen un aspecto repugnante, se le han ennegrecido y desprenden un fuerte y desagradable olor. El médico dice que si no es capaz de cortar la infección pronto, se las tendrá que amputar. ¡Un auténtico desastre!
—Siento venir con otra mala noticia que os afecta, Francisco —intervino Trévelez.
—¿Qué más nos puede pasar? —El conde le miró con una triste expresión, incapaz de disimular la debilidad de su ánimo.
—Esta mañana ha aparecido asesinado el padre Parejas.
—¿Cómo? —Se sentó en una butaca, impresionado por la noticia—. No puede ser…
—De momento, sólo sabemos que se ensañaron con él antes de darle muerte, causándole una infinidad de heridas por todo el cuerpo. No entiendo quién ha podido cometer tamaña barbaridad, pues terminada la investigación de los pasados crímenes, con un masón muerto y el otro detenido, y los gitanos a buen recaudo, comprenderás lo complicado del tema.
—Dios Santo, no sé cómo se lo voy a explicar a Faustina; le adoraba.
Sus ojos denotaban un grado de tensión insoportable. Trévelez le animaba dándole afectuosas palmadas en su encorvada espalda.
—¿Recuerdas los extraños símbolos que aparecieron en las manos de la condesa de Valmojada? —El hombre afirmó con la cabeza—. Pues han vuelto a aparecer en las de tu capellán y en otros quince sitios de su cuerpo.
—Hace unos días —intervino María Emilia—, tu hija Beatriz me dijo que podían ser cruces de San Bartolomé; un antiquísimo símbolo que al parecer usaban los primeros cristianos para protegerse del diablo…
—¿Cuándo te contó todo eso? —Por algún motivo, Francisco recordó aquellas vendas que cubrían sus manos el día que rescataron a Faustina.
—Durante el entierro de la condesa de Valmojada…
—¿Hace cuánto que no ves a Beatriz? —Francisco recordó el tono ambiguo de su contestación, cuando se interesó por ellas.
—Desde entonces no la he vuelto a ver. —María Emilia conocía bien a Francisco, y supo que algo rondaba por su cabeza—. ¿Has notado algo en Beatriz que te haya llamado la atención?
—Sí. Sus manos.
—¿Qué les pasa a sus manos? —preguntó Trévelez.
—El día que liberasteis a Faustina las llevaba vendadas, y cuando le pregunté cuál era el motivo, me contestó que no me preocupase, aunque no entendí lo que después me dijo; que intentaba protegerse.
—¿Sería para ocultar esas mismas cruces de las que habla? —le inquirió muy nerviosa María Emilia.
—No lo sé, pero hoy ya no las llevaba; me he fijado cuando la he visto llegar.
—¿Ha estado con vosotros?
A María Emilia le asaltó un fundado temor.
—Todavía está aquí. Está con su madre, acompañada de esa criada a la que tanto aprecia.
—Por Dios, Francisco, vayamos a su encuentro de inmediato. —María Emilia se levantó impaciente.
—Pero ¿qué pasa? No os entiendo…
—Lo mejor será que hablemos con ella —intervino Trévelez—. Podría ocurrir algo terrible.
Los tres corrieron escaleras arriba hacia el dormitorio de Faustina. Trévelez, que iba el primero, imploraba estar equivocado en sus sospechas.
La puerta estaba cerrada por dentro. Llamaron varias veces sin obtener ninguna respuesta del interior. Trévelez les invitó a apartarse para tratar de abrirla con un empujón. Tuvo que ayudarle también Francisco hasta que en un tercer intento consiguieron el efecto deseado. Entraron a trompicones dentro de la habitación, hasta quedar mudos por la escena que allí discurría.
—¡No os mováis de ahí o la mato!
La voz pertenecía a Beatriz. Se encontraba de rodillas sobre la cama, a espaldas de una pálida Faustina, sentada sobre sus sábanas, con la amenaza de un puñal sobre su pecho. A su lado estaba Amalia, con otra pequeña daga, dibujándole una de esas cruces sobre su piel.
—¡Beatriz! —Su padre le gritó enfurecido, y sin dudarlo se aproximó hacia ellas.
—Padre, si das un paso más se lo clavo hasta dentro. No permitiré que nadie quiebre mi destino.
Apretó el puñal y un fino reguero de sangre empezó a escurrirse entre la punta del acero y la piel de Faustina.
—¡Dejadla que lo haga! —La condesa giró su cabeza para buscar la fría mirada de Beatriz—. Si eso te hace feliz, mátame ya, cariño mío. —Con su mano libre, Faustina se agarró al puño de Beatriz y lo empujó hacia ella.
—Todavía no… —respondió—. Primero quiero que me oigas tú y todos, que las últimas palabras que escuches en esta vida sean las mías.
—No permitiré más sangre. ¿No ha sido ya suficiente lo que le has hecho al padre Parejas, Beatriz, o a la condesa de Valmojada?
Trévelez decidió que Faustina conociera el verdadero rostro de su hija, para hacerlas hablar sobre ello, pues cualquier motivo que distrajese a Beatriz unos segundos podía convertirse en su única oportunidad para abalanzarse sobre ella y evitar sus criminales intenciones.
—¿Qué le ha pasado al padre Parejas? —preguntó Faustina, angustiada por la noticia, por el dolor de sus heridas anteriores y las que le producía Amalia; antes en manos, pero después en sus piernas y brazos. Destrozada ante la horrible realidad en la que se había convertido Beatriz.
—Le matamos entre las dos. —Miró con orgullo a Amalia—. No era más que una sucia rata que no puede estar más que agradecido, pues aquellas cruces consiguieron que el señor de las tinieblas le abandonase y recibiera un soplo de felicidad, como también me ha ocurrido a mí. —Les mostró las cicatrices en forma de cruz de sus manos, y se dirigió hacia Faustina—. Tú fuiste la causante de la muerte de mi verdadera madre, Justina. Te recuerdo entrando en la habitación de mis padres, cuando yo me abrazaba a ella apretándola hacia mí, creyendo que así impediría que se escapase su vida. Pero no lo conseguí, y cuando noté la presencia de la muerte en su ciega mirada, le juré que algún día alguien pagaría por ello, y eso es lo que hoy va a pasar. Ayer pagó el padre Parejas, y hace unos días la condesa de Valmojada, instigadora con su marido, como tú, de la cruenta persecución de los masones, que tuvo como consecuencia la detención y muerte de mi padre.
—Cariño mío, tú sabes que te queremos. Te aseguro que me he odiado cada día por lo que allí ocurrió —se confesó Faustina—, y que he tratado de compensarte con todo mi amor. Estás enferma, mi cielo: déjame que te ayude.
Amalia observó un extraño movimiento en Trévelez y entendió cuáles eran sus intenciones. Con decisión, dirigió su cuchillo a uno de los ojos de Faustina, dándole a entender lo que pasaría si se movía de su lugar.
—¿Dónde estaba ese amor cuando mataste mi futuro al lado de Braulio y arreglaste otro más cruel, con el duque de Llanes?
—Era por tu bien —atajó Francisco, que no cabía de espanto ante aquella increíble escena.
—No sabéis nada sobre el bien y el mal. Yo sí lo sé; él me lo ha enseñado.
—¿Quién es él? —le preguntó María Emilia.
—El oscuro, el maldito, el que obra desde el principio de los tiempos sobre todos nosotros, el que me ha alimentado desde entonces. Gracias a su inspiración he aprendido a entender las cosas, que de mis penas obtuviera felicidad y del dolor, un sentido último a mi vida. No tenéis ni idea de la felicidad que se siente cuando ves con claridad lo que debes hacer. He aprendido que la venganza es el sentimiento más puro que consigue limpiar de tu corazón otros más simples y fatuos que a vosotros os parecen vitales.
Sus ojos parecían ajenos, como encantados, miraba como si fuera una extraña, como si estuviese poseída.
—Estás loca —le recriminó Francisco, escandalizado de las barbaridades que salían de su boca.
—No es así; lo único que hago es acudir libre a mi destino, y lo entenderás de inmediato. —Miró a su criada—. Amalia, ha llegado el momento de que vean el cuadro.
La joven se separó de la cama y sacó de una bolsa de tela un lienzo, mostrándoselo a continuación a todos.
Ante su asombro, allí estaban dibujados los rostros del padre Parejas, del jesuita Castro y el de la condesa de Valmojada. También el de Faustina; de rodillas y con el filo de un puñal en su pecho, amenazada por un personaje que se situaba a sus espaldas, y cuyo rostro coincidía con el de Beatriz. La similitud de aquel dibujo, con la escena que estaban viviendo en esos momentos era tan asombrosa como preocupante para todos.
—Un día vi un cuadro parecido a éste, pintado por Paolo Veronés. Comprendí cuál iba a ser mi único anhelo en la vida; saciarme de venganza. —Beatriz hablaba de un modo pausado pero resuelto—. El original, representaba el martirio de santa Justina. En él, ella es quien domina el espacio central, mientras otros cinco personajes asisten a su muerte con un gesto de desprecio y sin ningún atisbo de misericordia. Dos a cada lado, y el último, detrás de ella, clavándole el puñal que le producirá la muerte. Al darme cuenta que aquella santa tenía el mismo nombre que mi madre, e idéntica forma de morir, fue cuando me vi delante del mismo retrato, el que presencié aquella fatídica noche en casa del marqués de la Ensenada. Desde entonces me he dedicado a pintarlo, pero con otros rostros distintos; los de aquellos que causaron la muerte a mi madre, a los que me he propuesto vengar en su nombre. Hoy, ese cuadro se hará de nuevo realidad.
Trévelez creyó que no tendrían otra ocasión como ésa. Amalia les había dado la espalda para guardar el cuadro en su envoltorio, y Beatriz parecía distraída. Hizo una señal a Francisco, y en un segundo se abalanzaron sobre las dos mujeres.
Joaquín se dirigió hacia Beatriz y llegó a tiempo de sujetar su brazo, antes de que ésta asestase una puñalada a Faustina. María Emilia agarró de los brazos a su amiga, y tiró de ella con todas sus fuerzas hasta arrastrarla al suelo, separándola de la feroz lucha que ocupaba a Joaquín y Beatriz.
Entre gritos, Amalia trataba de escurrirse de las férreas manos del conde que la mantenían aprisionada contra el suelo. Sin su cuchillo, que había caído en manos de Francisco, la criada blandía sus uñas como arma defensiva, con la fiereza de un animal salvaje, hasta que recibió un fuerte golpe en la nuca que la dejó sin sentido.
En su lucha, Trévelez se enroscaba con Beatriz encima de la cama sin perder de vista el afilado puñal que aún seguía en manos de la chica. En un descuido, ella se lo consiguió clavar en un muslo, con tanta fuerza que le provocó una reacción instintiva de dolor y dejar de sujetar sus brazos. Con dos acertados movimientos, le hirió también en el hombro y a punto estuvo de alcanzarle el cuello.
—Como te acerques, lo sentirás de nuevo y esta vez en tus entrañas. —Beatriz le amenazó dirigiendo la punta del puñal a su cuerpo.
Trévelez sangraba con abundancia por ambas heridas, pero no parecía dispuesto a abandonar la pelea. Con más ardor que precaución, se lanzó de nuevo a ella decidido a reducirla del modo que fuera. Beatriz se movió con más habilidad y rapidez y le recibió con una nueva incisión en la base del estómago y, al encogerse, otra más seria en la espalda.