—¡Una gran desgracia nos ha venido a acompañar en nuestro santo objetivo! —El obispo se derrumbó en un sillón con tanta resolución que parecía haber llevado el peso de toda la humanidad sobre sus espaldas—. ¡Créanme que se ha debido a un penoso accidente! —Se frotaba los ojos con un pañuelo como si tratase de borrar una terrible visión—. ¡Qué desastre! —seguía mascullando, sin dar más contenido a su presencia.
—Desgracia. Accidente. Desastre ¡Ruego que os expliquéis y pronto!
El marqués se situaba a su lado, dándole palmadas en el hombro con el ánimo de apoyarle.
—La mujer de Rosillón ha muerto —resolvió sin más adornos.
—¿Justina? —El ministro se llevó las manos a la boca con un gesto de espanto—. ¿Muerta? —Le agarró esta vez de los hombros con fuerza—. ¡Contadme de inmediato qué ha pasado!
Por obra de su minucioso y completo relato se vieron como transportados a lo ocurrido, sintiéndose unos espectadores más de aquella cruenta sucesión de escenas, recorriéndolas al tiempo que él las narraba.
—¿Y la pequeña lo presenció todo? —La sensibilidad de Faustina no viajaba por ninguna otra realidad que la de imaginar la desgracia de aquella niña—. ¿Con quién se ha quedado esa pobrecita?
Muy decidida, la condesa de Benavente se levantó para buscarla. Don Zenón la convenció para que le esperara mientras despedía al inquisidor general, pues éste se había mostrado apremiado en abandonar aquella casa con la excusa de llevar al acusado a prisión y, sobre todo, muy dispuesto a poner cuanto antes solución a su presencia en aquel desagradable contexto.
Ella aguardó en la biblioteca unos minutos, los pocos que tardó en volver el marqués a recogerla para subir juntos hacia las habitaciones de su empleado.
De camino, Ensenada tuvo que tranquilizar los exacerbados ánimos de buena parte del personal a su servicio cuando le salían al encuentro; preocupados unos, asustados otros, por los gritos y visión de la comitiva inquisitorial. Ninguno había sabido entrar a las estancias de Rosillón por una debida prudencia, miedo o una mezcla de ambas sensaciones, pero le aguardaban flanqueando la puerta, curiosos por entender qué habría acontecido en su interior. A unos y otros mandó que volvieran a sus habitaciones, salvo a su mayordomo, al que le requirió para ayudarle a resolver aquel desastre.
Al abrir la puerta, dejaron atrás el último límite donde aún se respiraba algo de vida para enfrentarse al asfixiante ambiente de aquella habitación invadida de espanto.
La muerte había pintado allí un horrendo cuadro, cuyos personajes y motivos parecían haberse detenido en el tiempo, como formas impregnadas en un inexistente lienzo.
El desgarrado cuerpo de la mujer descansaba sobre su propio lecho de sangre. Sus ojos permanecían abiertos en una mirada detenida y quebrada, y desde su pecho manaba un pegajoso río escarlata que endulzaba el aire que la rodeaba y lo teñía de dolor.
Una inmóvil estatua con forma infantil parecía estar cautiva dentro de aquel retrato. En una conmovedora quietud, su posición, a escasa distancia de la madre, parecía haber quedado unida por un lazo invisible que partía de sus ojos y se detenía en el rostro de la mujer. En su mirada no había expresión alguna. Parecía ausente, alojada en una profunda frialdad detrás de sus pequeños ojos negros.
Los tres espectadores que asistían a tal macabra exposición, necesitaron unos pocos segundos antes de recuperar el tono de la realidad.
Con la boca seca y un agudo dolor en su garganta, la condesa corrió a recoger del suelo a la pequeña para abrigarla entre sus brazos, en un intento de interponer su cuerpo con el destino final de su seca mirada. La niña se le resistió con rabia, arañó sus brazos y logró escabullirse de su control iniciando un rápido recorrido a rastras hacia su madre, sin que ninguno de los presentes tuviese tiempo de detenerla. Se abrazó a su cuello, aferrándose con fuerza, mientras la condesa ponía su empeño en separarla, ayudándose de dulces palabras y caricias.
Los dos hombres presenciaban paralizados las evoluciones de la dama, sin saber qué hacer ni cómo ayudarla a resolver la situación. Si la espantosa y primera imagen recibida ya había sido lo bastante fuerte para afectar a sus conciencias, llenos de espanto ahora contemplaban cómo, tanto la niña como la condesa, en su afán, una por recuperarla, y la otra por resguardarse en el cuerpo de su madre, manchaban sus manos, cabellos y vestidos con la sangre derramada, componiendo una dramática escena. Don Zenón se decidió a resolver aquella dolorosa situación, tirando a su vez de la pequeña para conseguir al fin dejarla en brazos de una Faustina que, empañada en lágrimas, salía corriendo de la habitación para alejar a la niña de aquel escenario.
Pasados unos minutos, mientras el marqués bajaba las escaleras hacia la planta baja, emergía en su interior una creciente rabia ante el cobarde y culposo proceder tanto del inquisidor como del superior de la Compañía de Jesús, al que ni había llegado a ver.
Antes de entrar en la biblioteca, ya había tomado la decisión de informar al rey sobre la infame actuación de ambos, por si éste creyese oportuno o necesario emprender alguna medida de castigo contra ellos.
La condesa acariciaba con ternura los oscuros cabellos de Beatriz endulzándola con tiernas palabras que parecían flotar a su alrededor como suave bálsamo. La niña seguía aferrada a su regazo, ocultando al mundo su inocente rostro, como escondida en una cálida y segura madriguera.
El marqués se aproximó a ellas sobrecogido por la ternura de aquella escena.
—Parece hacerse a vuestras manos, Faustina.
—Manos cargadas de culpa. —Sus ojos reflejaban un profundo dolor—. Me siento tan responsable de su desgracia que…
La pequeña pareció entender sus palabras y se juró no olvidarlas jamás.
—Nunca más penséis eso de vos —le cortó Ensenada—. Demasiado bien sabemos quién y quiénes han producido este crimen, y os aseguro que pagarán en su momento por ello.
—Necesito preguntaros si sabéis cuánto puede durar el proceso contra su padre y si tiene algún familiar que pudiese reclamar su custodia.
La segunda cuestión quedó aclarada con rapidez, pues ya lo había consultado a su mayordomo. No poseía más familia y por tanto nadie la reclamaría. En cuanto a su padre, el marqués le expuso cuáles serían los siguientes pasos en su proceso inquisitorial, comunes a cualquier otro encausado.
Le justificó que todo dependía de su disposición a reconocer su culpa. Si lo hacía pronto, podría volver a ser libre en torno a los tres o cuatro meses. Pero si se negaba a ello, los siguientes trámites de solicitud de testigos, declaraciones y defensas podían alargar el proceso mucho más tiempo. Si por obra de todo lo anterior se probaba su delito, la pena consistiría en un destierro a galeras de al menos cinco años.
—En resumen, en el peor de los casos pueden pasar siete años hasta que consiga ver a su hija, y en el más favorable unos cuatro meses. —El marqués empezaba a imaginar las intenciones de su amiga.
—Entendedme si os digo que necesito hacer algo por ella, pues su desgracia pesa sobre mi conciencia. Os pido que me permitáis acogerla en mi casa durante el tiempo que en cualquiera de los dos casos dure su ausencia. Sabéis que le procuraré todo el cuidado y cariño que requiere.
—Por mi parte no encuentro mejor solución que la que me proponéis. Os concedo la adopción temporal de la pequeña siempre que me permitáis visitarla con frecuencia.
Zenón adivinó la ansiedad de Faustina por abandonar su residencia por encima de su expresión de alegría, e hizo llamar a un paje para que fuera preparando su transporte.
Tal vez fue sólo fruto de su imaginación o resultado de la mucha tensión vivida, pero a los pies del carruaje y mientras las despedía, Ensenada creyó ver en aquella última, directa, e infantil mirada que la niña le dirigió, el reflejo de un odio y de una ira que parecía llevar impreso el sello de la muerte.
En Madrid.
Año 1747, 1 de febrero
U
n robusto inglés de aspecto empalagoso y voz quebrada había sido el hombre asignado por la asamblea para recibir y adoctrinar a un general del ejército del rey Fernando VI en su ceremonia de iniciación a la fraternidad.
El aspirante, que además de militar ostentaba el título de conde de Valmojada, le seguía en silencio por un estrecho y oscuro pasillo, recién aprobada su hombría de bien por los treinta hermanos que componían aquella primera logia fundada en España por lord Wharton. A su alegría por haber superado ese primer trámite, al conde le acompañaba en esos momentos una viva sensación de vergüenza después de haber tenido que escenificar una ridícula fórmula de presentación que le había llevado a aparecer ante ellos con los ojos vendados, el pie derecho en chinela y una soga anudada al cuello.
Ahora, a las puertas de una habitación en penumbra, el inglés le explicaba cómo debía resolver las siguientes etapas a las que tenía que enfrentarse si quería ser nombrado masón.
—Como candidato a aprendiz vas a pasar por cuatro pruebas que de un modo intuitivo te ayudarán a emprender la búsqueda de tu auténtico ser. En el mismo orden del universo es donde encontrarás las claves que te serán útiles para despojarte de tus errores; así, podrás luego discernir lo verdadero de lo que no lo es. Imagínate que eres una roca sin pulir; debes localizar las herramientas necesarias para ir dándole forma.
—¿Qué espera la fraternidad que haga dentro de esta habitación, que más bien parece una cueva? —preguntó el profano al hermano introductor, desprovisto ahora de la venda.
—En esta cámara de reflexión deberás adentrarte en la tierra, enterrarte y sembrarte en ella para que tu fruto luego ascienda hacia lo esencial. Reflexiona sobre la muerte; haz balance de tu vida. Testamenta de ella la esencia de ti mismo. Entre sus paredes, y en su interior, encontrarás algunos objetos e inscripciones que te ayudarán. No te limites a verlo todo bajo sus formas reales; te producirán sensaciones que debes luego explorar e interpretar.
—¿Debo contaros después lo que he concluido?
—No. Tu viaje debe ser íntimo y tus palabras innecesarias. Recuerda, que el silencio es la primera piedra del templo de la sabiduría.
Sin más explicaciones el hermano le cerró la puerta y se dirigió hacia la logia, donde se concentraban el resto de los asistentes. Tocó a la puerta tres veces, se arregló el mandil y el medallón que colgaba de su cuello, símbolo que le identificaba como maestro del taller o logia, y entró en ella con una amplia sonrisa.
Tras unos segundos el general y conde de Valmojada, Tomás Vilche, observó el interior de aquella pequeña cámara ayudándose de la luz de una vela. Una tosca mesa de madera con un trozo de pan, junto a una jarra de agua y un puñado de sal, constituía su único mobiliario.
Recorrió sus paredes empezando desde su cara norte. En ellas encontró diferentes frases escritas que dirigían al neófito a la reflexión. Leyó en una: «Si la curiosidad te ha conducido hasta aquí… vete» y al lado «Conócete a ti mismo». En la pared del sur, una sentencia le proponía: «Si tienes miedo… retírate», o también «Polvo eres y en polvo te convertirás». En una de sus esquinas, reposaba una calavera con dos fémures cruzados.
Aquel conjunto de mensajes junto al aspecto de gruta sepulcral, invitaban a descender a lo más oscuro, al centro de la tierra, como primer elemento de la naturaleza. El hermano le había dicho que era allí donde debía empezar a conocerse, a despojarse de sus atributos materiales para estar preparado luego a la iluminación de su yo espiritual. Allí debía reflexionar sobre sus deberes hacia los demás, hacia el Ser Supremo, hacia él mismo.
El general pasó una hora a solas en aquel lúgubre recinto, a la espera de nuevos acontecimientos. Era consciente de que, para que su misión fuera eficaz, debía acometer con disciplina y absoluta entrega aquella ceremonia iniciática, y así lo hizo. Meditó sobre sus actos, murió a su viejo ser para renacer más desprendido a una personalidad más elevada, en búsqueda de su otro ser; el trascendente, y escribió un testamento que le fue requerido después.
—¿Estás preparado para la iluminación? —El rostro del hermano responsable de su iniciación se asomó por la puerta.
—Ahora me siento más libre y dispuesto a formar parte de esta fraternidad —respondió el conde.
—De nuevo te taparé los ojos para que entiendas tu actual falta de conocimiento, tu ceguera que se genera por tu ignorancia y soberbia. Después, te conduciré hasta las tres siguientes pruebas, donde el aire, el agua y el fuego purificarán por completo tu entendimiento hasta permitirte que veas de nuevo, libre ya de tus limitaciones.
Después de un corto paseo, el conde de Valmojada escuchó un violento golpe sobre una puerta, y otros dos después, desde el otro lado de la misma. A continuación, una rápida sucesión de diferentes voces.
—¡Venerable, a la puerta del templo llama un profano!
—¡Ved quién es, hermano! Y sabed por qué osa turbar nuestros solemnes trabajos.
Otra voz parecía contestarle.
—¿Quién se atreve a entrar en el templo? —Alguien, desde el interior, le respondió—: ¡Es un profano que pide ser admitido entre nosotros, libre y de buenas costumbres!
—En cuanto nos abran —le advirtió su acompañante—, mantén la cabeza hacia abajo en señal de humildad, actitud necesaria para que todos entiendan que vienes a ellos desprovisto de cualquier interés mundano, sin privilegios ni posesiones. Dame todo lo que lleves de metal, joyas y anillos; los mostraré a tus futuros hermanos como prueba de tu rectitud. Y sobre todo, mantente en silencio hasta que te pregunten de un modo directo.
—Si es libre y de buenas costumbres pídele su nombre, el lugar de su nacimiento, edad, en qué religión ha nacido, su estado civil y su vivienda actual.
—Se llama Tomás Vilche, nació en Logroño, de cincuenta años de edad, católico de nacimiento, casado y vive en Madrid en su propio palacio, en las inmediaciones de la puerta de la Vega. —En voz alta, su hermano introductor respondió a la pregunta.
—¡Haz entrar al profano!
El ruido de los goznes de la puerta significó que empezaran a caminar hacia su interior. A los pocos pasos, el general recibió una punzada en su pecho izquierdo.
—¿Qué sentís, señor? —El conde guardó silencio—. Con el uso de esta daga, simbolizamos la pena que podríais padecer si negáis a la sociedad a la que pretendéis pertenecer.