El secreto de Chimneys (4 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El secreto de Chimneys
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Bill era un muchacho muy agradable. Su edad aparente frisaba en los veinticinco años; era alto, de movimientos desmañados. Tenía facciones de atractiva fealdad, una magnifica dentadura y honrados ojos castaños.

—¿Ha enviado Richardson su informe?

—No, señor. ¿Insisto?

—No importa. ¿Han telefoneado?

—Miss Óscar tomó los recados. Mister Isaacstein desearía que usted comiera con él mañana en el Savoy.

—Ordene a miss Oscar que consulte mi agenda. Si estoy libre, puede aceptar la invitación.

—Bien, señor.

—Y de paso, Eversleigh, telefonee a mistress Revel, calle Pont, 48. Encontrará el número en la guía telefónica.

Bill abrió el listín, recorrió con el índice una columna de la M, cerró el volumen y cogió el teléfono. Con él en la mano, se detuvo como si recordase algo.

—Señor, ahora recuerdo que la línea de mistress Revel está estropeada. No he obtenido comunicación en varios días.

—¡Qué contrariedad! —farfulló Lomax, tabaleando indeciso en el escritorio.

—Puedo ir a su casa, si es importante. Estará en ella a esta hora de la mañana.

George Lomax caviló durante algún tiempo. Bill aguardó de puntillas, presto a correr si la decisión era afirmativa.

—Será lo mejor —declaró al fin el prohombre—. Vaya en taxi. Pregunte a mistress Revel si podrá recibirme a las cuatro de la tarde. Quiero consultarle algo importante.

—Muy bien, señor.

Bill cogió su sombrero y salió.

Diez minutos más tarde un taxi le dejaba ante el número 48 de la calle Pont. Pulsó el timbre y ejecutó un tableteo salvaje en el aldabón. Un criado abrió la puerta. Bill lo saludó como si le conociera íntimamente.

—Buenos días, Chilvers. ¿Está la señora?

—Creo que se dispone a salir.

—¿Eres tú, Bill? —preguntó una voz desde la escalera—. He reconocido tus fuertes aldabonazos. Sube.

Bill levantó los ojos hacia la risueña faz asomada, que tenía la virtud de seducirle, y no sólo a él, llevándole a un estado de completa incoherencia verbal. Salvó los peldaños de dos en dos y estrujó la mano que la joven le tendía.

—Hola, Virginia.

—Hola, Bill.

La seducción es una virtud singular. Centenares de mujeres, algunas más bellas que mistress Revel, podrían haberle saludado con la misma frase y en el mismo tono sin producirle ningún efecto. Aquellas dos palabras, en boca de Virginia, embriagaron a Bill.

Virginia Revel tenía veintisiete años. Era alta, de una esbeltez exquisita y tan bien proporcionada, que un poema dirigido a ella hubiera quedado sobradamente justificado. Su pelo broncíneo poseía el matiz verdoso del oro; su barbilla indicaba decisión, su nariz era perfecta, sus ojos oblicuos permitían atisbar, a través de los párpados entornados, un azul intenso y su indescriptible boca se curvaba en las comisuras en la forma denominada «señal de Venus». Era el suyo un rostro muy expresivo; de su persona irradiaba tal vitalidad, que llamaba la atención. Habría sido imposible ignorar a Virginia Revel.

Condujo a su visitante a una salita malva pálido, verde y amarillo, como azafranes descubiertos en un claro y verdeante prado.

—¿No te echará de menos el Ministerio? Creía que no podrían prescindir de ti.

—Me envía el besugo.

Así llamaba el irreverente Bill a su jefe.

—Otra cosa, Virginia. Recuerda que tu teléfono está estropeado.

—No es verdad.

—Ya lo sé; le mentí.

—¿Por qué? Explícame esa estratagema de Asuntos Exteriores.

Bill le reprochó con la mirada.

—¡Qué tonta soy! ¡Y qué amable eres tú!

—Chilvers me comunicó que ibas a salir.

—Sí, voy a la calle Sloane, donde venden unas fajas estupendas.

—¿Fajas?

—Sí, algo que nos aprieta en las caderas. Lo oculta la falda.

—Me avergüenzo de ti, Virginia. No debes describir esas intimidades a los amigos; no es delicado.

—Pero, Bill, todos tenemos caderas, aunque las mujeres sufrimos para disimularlas. Esa faja es de goma, llega a la rodilla y es imposible andar con ella.

—¡Espantoso! ¿Para qué la quieres?

—Porque nos gusta sufrir por nuestra figura. Dejemos eso. Dame el recado de George.

—Le interesa saber si estarás en casa a las cuatro de esta tarde.

—No estaré. Voy a Ranelagh. ¿A qué se debe tanta formalidad? ¿Se me va a declarar?

—No me extrañaría.

—En tal caso, comunícale que prefiero los hombres que se declaran impulsivamente.

—¿Como yo?

—En ti no es impulso, es una costumbre.

—Virginia, ¿cuándo...?

—No, no, no, Bill; antes de comer, no. Intenta pensar en mí como una madre que se interesa por cuanto te concierne.

—¡Te amo tanto, Virginia!

—Lo sé, Bill; lo sé. Me gusta que me amen. ¿Verdad que es horrible? Me entusiasmaría que todos los hombres atractivos del mundo se enamorasen de mí.

—La mayoría lo estarán, supongo —dijo, sombrío, Bill.

—Espero que George no sea de ellos. En el fondo, resulta imposible, porque su carrera le absorbe totalmente. ¿Qué más dijo?

—Que era importante.

—Me intrigas. Lo que George considera importante cabe en un puño. Sacrificaré Ranelagh, donde puedo ir cualquier día. Avisa a George que le aguardaré muy modosa a las cuatro de la tarde.

Bill consultó su reloj.

—No merece la pena volver antes del almuerzo. Comamos juntos, Virginia.

—Estoy citada no sé con quién.

—¡Qué más da! Puesta a renunciar...

—Sería encantador —sonrió Virginia.

—Eres incomparable. Te gusto, ¿verdad? ¿Te gusto más que otros?

—Te adoro, Bill. Si tuviera que casarme con alguien, si, como en las novelas, un mandarín me dijera: «Cásate o te torturaremos», te elegiría sin vacilación. Diría: «Busquen a mi pequeño Bill».

—Pues...

—Pero no me obligan a casarme y me satisface la viudedad.

—Yo no te molestaría; podrías ser libre, frecuentar el trato con tus amigos... No me notarías en casa.

—No lo entiendes, Bill. Pertenezco a las que se casan por entusiasmo. Bill gimió.

—Un día me pegaré un tiro —murmuró lúgubremente.

—Te equivocas. Convidarás a cenar a una linda muchacha... como la otra noche.

Mister Eversleigh se sonrojó.

—Si te refieres a Dorotea Kirkpatrick, la actriz de
Anzuelos y Ojos
, pues..., ¡maldición!, es una buena chica, muy recta. La cena no ocultaba mal fin.

—Claro que no, querido. Me alegro que te diviertas; pero no finjas hacerlo con el corazón destrozado.

Mister Eversleigh recobró su dignidad.

—No lo entiendes, Virginia —afirmó severo—. Los hombres...

—Son polígamos, lo sé. A veces temo inclinarme yo también a la poliandria. Si de veras me amas, llévame a almorzar sin más dilaciones.

Capítulo V
-
Primera noche en Londres

Los proyectos mejor meditados a menudo tienen un punto flaco. George Lomax, en su sabiduría, sólo cometió un error, y así hubo un eslabón falso en sus preparativos; éste fue Bill.

Mister Eversleigh era intachable. Jugaba bien al golf y mejor al cricket; distinguíase por sus elegantes maneras y buen carácter; pero debía su cargo en el Ministerio más a sus amistades que a su cerebro. Desempeñaba honradamente sus labores, consistentes en obedecer a George, y no tenía responsabilidad ni iniciativa. Su trabajo se reducía a acudir inmediatamente cuando su superior le llamaba, recibir a las personas enojosas, efectuar encargos y hacerse útil en una porción de menesteres secundarios. Lo ejecutaba todo con puntualidad. En ausencia de George, se acomodaba en el sillón más confortable, estiraba ante sí las piernas y leía revistas deportivas; es decir, seguía una tradición consagrada por los siglos.

Acostumbrado a descansar en el joven, George le envió a las oficinas navieras a averiguar cuándo arribaría el
Granarth Castle
. Como muchos ingleses bien educados, Bill poseía una voz agradable y apenas inteligible. Un profesor de fonética le hubiese rectificado la pronunciación de la palabra «Granarth». Sonó a cualquier cosa y el empleado entendió Cranfrae. El
Cranfrae Castle
era esperado el jueves siguiente, y así lo comunicó. Bill dio las gracias y salió. George Lomax aceptó la información y de acuerdo con ella hizo sus planes. Ignorando todo lo concerniente a la línea Castle, dio por sentado que James McGrath llegaría en la fecha indicada.

Así, pues, le hubiese sorprendido saber, en el momento en que aferraba la solapa del marqués de Caterham en la escalinata del club, que el
Granarth Castle
había entrado la tarde anterior en el puerto de Southampton.

A las dos de aquella tarde, Anthony Cade, bajo el nombre de James McGrath, se apeó en la estación de Waterloo, tomó un taxi y ordenó al conductor, tras leve vacilación, que le llevase al hotel Blitz.

—No renunciaré a las comodidades —se dijo Anthony, mirando interesado por las ventanillas del vehículo.

Habían transcurrido exactamente catorce años desde que estuviera en Londres por última vez.

Después de reservar una habitación en el hotel, fue a pasear unos minutos a lo largo del Embankment. Le alegraba hallarse de nuevo en aquella ciudad. Había cambiado, naturalmente. Poco más allá del puente de Blackfriars hubo antaño un pequeño restaurante que había frecuentado con otros muchachos serios. En aquella época fue socialista y hasta había usado corbata roja. ¡Oh, juventud, divino tesoro!

Volvió sus pasos hacia el Blitz. Un hombre tropezó con él en la calzada, tirándole casi al suelo. Recobraron ambos el equilibrio y el hombre se excusó mientras le examinaba detenidamente. Era bajo, macizo, y al parecer pertenecía a la clase trabajadora.

Anthony entró en el hotel preguntándose a qué obedecería ese examen. A nada, seguramente. Su rostro moreno, destacando entre los pálidos londinenses, habría provocado curiosidad. Una vez en su habitación, obedeció al repentino impulso de contemplarse en el espejo. ¿Le reconocería uno de sus contados amigos de los viejos días si le encontrara cara a cara? Meneó despacio la cabeza.

A su partida de Londres, a los dieciocho años, era rubio, gordezuelo, un muchacho de falaz expresión seráfica. ¿Quién le reconocería en el actual hombre delgado y curtido, de aire inquisitivo?

Sonó el teléfono en la mesita de noche.

—¿Diga?

Le respondió la voz del empleado del vestíbulo.

—¿El señor James McGrath?

—Al habla.

—Un caballero solicita verle.

Anthony se asombró.

—¿Verme? ¿A mí?

—Sí, señor; un extranjero.

—¿Cómo se llama?

Hubo un silencio.

—Le envío inmediatamente su tarjeta.

Anthony esperó. Dos minutos después llamaron a la puerta y un botones le ofreció una tarjeta en una bandejita.

Anthony la tomó. Llevaba grabado el siguiente nombre:

BARÓN LOLOPRETJZYL

Comprendió el silencio del empleado.

Consideró la cartulina unos segundos antes de llegar a una decisión.

—Indíquele que suba.

—Muy bien, señor.

El barón de Lolopretjzyl resultó ser un hombre gigantesco, calvo y de copiosa barba negra, peinada en abanico.

Juntó los talones con un chasquido y se inclinó.

—Mister MacGrath —dijo.

Anthony procuró imitar sus movimientos.

—Barón... —respondió y adelantó una silla—. Siéntese, por favor. Creo no haber tenido el placer de conocerle.

—En efecto —contestó el barón, mientras se sentaba, y agregó cortésmente—: Y lo lamento.

—Yo también —aseguró Anthony.

—Vamos al asunto. Represento en Londres al partido leal de Herzoslovaquia.

—Y lo representa admirablemente.

El barón hizo una reverencia.

—Usted amable en exceso es. Mister McGrath, nada le ocultaré. El momento ha llegado de la restauración de la monarquía, de luto desde el martirio de Su Graciosa Majestad el rey Nicolás IV, de bendita memoria.

—Amén —murmuró Anthony—. Perdón..., ¡bravo, bravo!

—En el trono se colocará a Su Alteza el príncipe Miguel, que tiene el apoyo del Gobierno británico.

—¡Espléndido! Le agradezco que me informe de ello.

—Todo arreglado estaba... cuando usted vino a turbar la situación.

El barón le acusó con los ojos.

—Mi querido barón... —protestó Anthony.

—Sí, sí, no desvarío. Usted posee las Memorias del difunto conde Stylpitch.

El barón le miró fijamente.

—¿Y en qué parte se relacionan dichas Memorias con el príncipe Miguel?

—Producirán escándalo.

—Como casi todas —aplacó Anthony.

—De muchos secretos tuvo conocimiento. Si se revelase la cuarta parte, Europa abismada en la guerra se vería.

—Por favor, tal vez sea exagerado pretender...

—Una opinión desfavorable a Obolovitch se divulgaría. Tan democrático es el espíritu de esta nación.

—Esa familia pudo ser algo rigurosa en sus procedimientos —dijo Anthony—, porque lo lleva en la sangre. Pero a nadie sorprende tal conducta en los Balcanes, aunque ignoro por qué.

—No entiendo, no entiendo —exclamó el barón y suspiró—. Mis labios sellados están.

—¿Qué le asusta concretamente?

—Hasta que las Memorias lea no lo sabré —explicó con sencillez el barón—. Pero tiene que haber algo. Los grandes diplomáticos siempre indiscretos fueron. Habrá problemas.

—Oiga —dijo amablemente Anthony—. No permita que le domine el pesimismo. Los editores reflexionan sobre los manuscritos, los empollan como si fueran huevos. Tardarán un año por lo menos en publicar éste.

—Un joven muy astuto o muy inocente es usted. Se ha dispuesto que las Memorias en un periódico dominical aparezcan inmediatamente.

—¡Oh! —profirió Anthony, bastante consternado—. Queda siempre el recurso de desmentir las revelaciones como calumniosos infundios.

El barón sacudió tristemente la calva.

—No, no; a tontas y a locas habla. Al grano vamos. Mil libras ha de cobrar, ¿verdad? Ya ve usted, bien informado estoy.

—Felicito al Servicio Secreto de los leales.

—Y yo mil quinientas ofrezco.

Anthony negó con la cabeza, sin cerrar la boca dilatada por el asombro.

—Lo siento, pero no es posible —respondió apesadumbrado.

—Bien. Dos mil ofrezco.

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