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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (23 page)

BOOK: El sacrificio final
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Sus Perros Negros y Lanceros Verdes no quedaron muy convencidos pero permanecieron donde estaban, inmóviles sobre piernas temblorosas. Vieron con horror cómo un caballo, que había metido una pata en un hoyo y se la había roto, era partido en dos por el terrible mordisco de aquellas potentes fauces erizadas de pelos verdes. La guerrera del desierto que lo montaba había logrado saltar de la silla, pero el monstruoso hocico ensangrentado la aplastó contra los despojos del caballo, y su vida se extinguió como una vela.

Un Perro Negro gritó cuando un destello de luz ardió repentinamente sobre sus cabezas. Karli de la Luna del Cántico, olvidada en las copas de los árboles con sus zapatillas voladoras, había conjurado un efrit, un demonio de los desiertos del sur.

La criatura ardía con un resplandor tan brillante que los soldados se protegieron los ojos. Tenía la forma de una mujer de rostro alargado, desnuda y de piel tan blanca como la de una muerta, y medía unos tres metros y medio de altura. La efrit giró en el cielo, trazando un círculo de fuego, y después descendió como un fénix sobre las agotadas tropas de Mangas Verdes. Los soldados olieron un perfume ultraterreno y sintieron su calor sobre sus mejillas alzadas hacia el cielo cuando la efrit pasó por encima de sus cabezas, con sólo la longitud de una lanza separándola de ellos.

Mangas Verdes reaccionó al instante. Alzó un brazo en un rápido arco y levantó mágicamente el arroyo borboteante de su cauce. Agua, espuma, peces y ranas subieron como un arco iris azul en una rápida curva a través del cielo y cayeron sobre la efrit. Su fuego se extinguió con un alarido, y el demonio de forma femenina giró tres veces y chocó con el tronco de un árbol. Mangas Verdes y sus tropas, que ya estaban empapadas, se quitaron más agua de las caras.

Mangas Verdes miró a su alrededor. La efrit yacía nacidamente inmóvil entre las raíces de un árbol, inconsciente. La sierpe dragón engullía y dispersaba caballos hacia el sur. El tronco del árbol destrozado humeaba. Los peces se agitaban en los charcos esparcidos alrededor de sus pies.

Alguien gritó. Una compañía de guerreros del desierto había surgido detrás de ellos y se lanzaba a la carga, blandiendo sus cimitarras por encima de sus cabezas. Desde la izquierda llegaban cinco gordas ogresas provistas de colmillos y vestidas con chillonas parodias de atuendos de bailarina, y cada una de ellas iba armada con un largo cuchillo de hoja curva.

Mangas Verdes, que no se había movido, alzó las dos manos.

Y el agua del arroyo que había empapado el suelo cobró vida al instante. Se alzó como la ola de un océano, salpicada de rocas, tierra, hierba, hojas y ramitas y después se solidificó de repente y se quedó inmóvil: un muro de hielo, una sucia barricada de tres metros de altura, acababa de aparecer a su alrededor. Los perplejos guerreros del desierto se detuvieron, mientras las ogresas golpeaban el muro de tierra y hielo con sus cuchillos en rabiosa frustración.

Mangas Verdes buscó a Karli y la vio volando hacia el este, saliendo del bosque..., y huyendo.

Y cuando la hechicera del desierto desapareció sobre las copas de los árboles, también desaparecieron todos los esbirros a los que había conjurado. Guerreros del desierto, jinetes, caballos, ogresas... Todo se esfumó. La efrit de fuego se alzó de las ramas como una nube de humo y despidió chorros de llamas que incendiaron las copas de varios árboles, haciendo crujir y chisporrotear hojas y ramas. Después la efrit emprendió el vuelo en pos de su dueña y señora.

Mangas Verdes, las manos y los ojos echando humo, miró a su alrededor en busca de más enemigos a los que castigar. Y no pudo ver ninguno.

* * *

El bosque ardía aquí y allá, pues el verano había sido bastante seco, pero Mangas Verdes chasqueó los dedos e invocó un aguacero que extinguió los incendios en cuestión de minutos. La joven druida y sus seguidores no podían estar más mojados. Mangas Verdes volvió a chasquear los dedos, y el diluvio cesó. Nubes grises se agitaron sobre su cabeza, su equilibrio perturbado.

La sierpe dragón había empezado a moverse en círculos, echando de menos a los caballos desaparecidos. Mangas Verdes la hizo desaparecer con otro roce de su capa. Después derritió el muro de hielo, convirtiendo el suelo en un fangal. El aire estaba lleno del humo que había brotado de los incendios extinguidos, al que se mezclaba una neblina helada.

El balbuceo del arroyo que volvía a llenar su cauce y el gotear del agua que caía de los árboles resonó con una potencia inesperada en el repentino silencio. Los soldados hablaban en susurros. Un grito resonó en el sur cuando refuerzos de los Osos Blancos y seguidores del campamento y curanderos aparecieron procedentes desde esa dirección. Los recién llegados se quedaron inmóviles durante unos momentos ante aquella escena de destrucción y carnicería, pero enseguida se hicieron cargo de Gaviota y de los demás heridos. A pesar del ajetreo y la repentina actividad, el aire impregnado de vapores parecía ahogar todos los ruidos.

Mangas Verdes contempló su bosque. Casi todas las cabañas estaban destrozadas: habían sido derribadas, saqueadas y quemadas. Las aguas del arroyo estaban sucias y llenas de barro. El musgo, la hierba y las flores habían sido pisoteados. Las copas de los árboles estaban medio chamuscadas y ofrecían un aspecto lamentable, y había corteza y trozos de madera esparcidos por todas partes. Uno de los robles gigantes había quedado convertido en un tocón astillado, un fantasma de sí mismo.

Mangas Verdes se frotó el rostro lleno de cansancio con una mano sucia, y después abrió los ojos para encontrarse con Kwam y los otros estudiantes inmóviles delante de ella. Otros seguidores del campamento fueron saliendo de entre los árboles para unirse a los refuerzos.

—A la primera señal de magia, reunimos a todo el mundo y huimos al bosque —le explicó Kwam—. No teníamos ninguna forma de luchar contra esos demonios.

Mangas Verdes, sintiéndose terriblemente agotada, tomó la esbelta mano de Kwam entre sus dedos.

—Hicisteis bien. Me alegra ver que no os ha pasado nada.

Tybalt movió la cabeza en un rápido círculo y se inclinó para recoger el cráneo de Gurias. El flaco y narigudo estudiante de magia estaba tan excitado que empezó a pasárselo de una mano a otra.

—¡Cielos, Mangas Verdes! —exclamó—. ¡Qué gran triunfo! ¡Esto es algo digno de inspirar una docena de canciones! ¿Has vencido a...? ¿A cuántos hechiceros? ¿Tú sola te enfrentaste a seis o siete poderosos hechiceros y saliste vencedora?

La joven druida asintió.

—Lo hice, sí.

Y después, para horror de todos, se echó a llorar.

_____ 11 _____

Mangas Verdes estaba sentada junto a su hermano y volvía a sentir deseos de echarse a llorar.

Gaviota yacía dentro de una tienda erigida en lo que quedaba del Bosque de Mangas Verdes. Una lluvia que parecía no querer cesar nunca caía sin parar y tamborileaba sobre la lona de la tienda. Lirio estaba sentada al otro lado de su esposo y sostenía sobre su regazo a su hijita, que no paraba de retorcerse. Pero Lirio no quería dejarla ir, como si todavía hubiese monstruos y asesinos acechando en aquel bosque que había sido tan acogedor hacía sólo unos pocos días. Una curandera llamada Prane se había marchado para que la familia pudiera disfrutar de un poco de intimidad, pero Mangas Verdes y Lirio apenas habían hablado desde que se fue. La joven druida volvió la mirada hacia la entrada de la tienda para contemplar el día grisáceo, y después sopló para espantar a un mosquito que revoloteaba cerca de su rostro.

Gaviota podía hablar, aunque hacerlo le exigía un gran esfuerzo. Habían transcurrido varios días desde su batalla con el señor guerrero, pero su estado todavía era lamentable. La conmoción producida por el golpe que el señor guerrero le había asestado con el pomo de su espada tardó en disiparse, y temieron que nunca volvería a despertar. Pero el leñador había despertado para sufrir el dolor de una clavícula aplastada, un hombro dislocado, una rótula hecha añicos y otros morados y cortes. Mangas Verdes y Amma, la líder de los curanderos, habían regenerado los huesos rotos, aunque seguirían doliéndole mientras se curaban. Pero Gaviota era casi tan fuerte como los robles que había derribado en el pasado, y unos cuantos días de reposo más bastarían para que pudieran volver a verle en pie.

El bosque se iba recuperando con idéntica lentitud. Los exploradores habían recorrido la espesura, y habían vuelto para informar de que no quedaba rastro alguno de los hechiceros. Todos se habían esfumado. Incluso Immugio, atrapado bajo su prisión de cuerdas y estacas, había escapado. Lo único que habían dejado detrás de ellos era destrucción y muerte.

—Lo que no entiendo —murmuró Gaviota, luchando con su maltrecha y dolorida garganta—, es por qué ese señor guerrero me odiaba tanto. No se limitaba a cumplir con su deber. Quería matarme... Era algo personal.

Mangas Verdes asintió con una cansina inclinación de cabeza.

—Sí. Jugó contigo, y te golpeó una y otra vez porque disfrutaba haciéndolo. Por eso estás tan apaleado y lleno de heridas, en vez de estar simplemente muerto con el pecho atravesado por su espada. Era tan salvaje, tan...

—¿Eh? —Gaviota estiró el cuello para contemplarla a través de sus párpados hinchados, torció el gesto en una mueca de dolor y volvió a quedarse inmóvil—. ¿Tan... qué?

La joven druida meneó la cabeza.

—Tan... ¿familiar? Estaba lo bastante cerca para poder oír su voz. Me recordó a alguien, pero no era alguien que conociese..., si es que eso tiene algún sentido.

—No lo tiene —graznó su hermano.

—No, me temo que no. Aun así, tenía unos dientes magníficos y era pelirrojo. Vi el comienzo de una barba sobre su mentón. Me pregunté por qué un hombre, o supongo que también una mujer, estaría dispuesto a entregar su vida para convertirse en una..., en una bestia tan terrible.

—Por el poder —dijo Gaviota—. Igual que ocurre con los hechiceros.

—Sí.

No sabían gran cosa sobre los señores guerreros de Keldon. Se decía que los kelds era una tribu salvaje y belicosa que vivía en unas tierras muy inhóspitas del norte. Elegían niños de su tribu y de las tribus vecinas para convertirlos en señores guerreros mediante una ceremonia secreta en la que juraban obediencia total a cambio del poder absoluto. Después vagaban por el sur como capitanes de mercenarios, bucaneros y piratas, y volvían a su hogar en cuanto habían hecho fortuna.

—Ahora tenemos tantos enemigos que no debería sorprendernos demasiado que alguno de ellos nos parezca un poco familiar —siguió diciendo Mangas Verdes—. Probablemente hemos acumulado más enemigos que amigos.

—No —dijo Lirio—. Eso no es verdad. Aquí en el campamento tenemos a muchas personas maravillosas, y hay miles más que alaban vuestro nombre en aldeas y ciudades y granjas que hemos liberado de la tiranía de los hechiceros. —Lirio se sobresaltó cuando su bebé se agitó dentro de su estómago y le soltó una patada—. No lo olvidéis nunca. Es por esas gentes, y por las almas de vuestra familia muerta, por lo que estáis librando esta cruzada.

—Y ésa es la razón por la que causamos la muerte de nuestros amigos —replicó la joven druida—. ¿A cuántos hemos perdido? ¿Cuántos más exhalarán su último aliento y morirán a causa de la infección durante los próximos días? ¿Y cuántos más quieren morir? ¡Cuando Kuni pidió nuevas Guardianas del Bosque, sesenta y tres mujeres se ofrecieron voluntarias! ¡Sesenta y tres! Y todas y cada una de ellas saben que pueden matarlas, y que probablemente las matarán... ¡De una manera horrible! O, y ese destino es todavía peor, que pueden acabar perdidas en las profundidades del infierno como la pobre Petalia...

—Te quieren —se limitó a decir Lirio.

Jacinta se retorció entre los brazos de su madre hasta que logró liberarse y corrió hacia la puerta, sin importarle que estuviera lloviendo. Lirio suspiró. Como furriel general del ejército, conocía demasiado bien las cifras. Más de noventa combatientes habían muerto o habían quedado gravemente heridos, la mayoría de ellos Perros Negros. Los supervivientes habían jurado reclutar nuevos combatientes y volver a formar su tropa, pero de momento estaban dispersos en otras centurias, por lo que los orgullosos Perros Negros ya sólo existían en el recuerdo. Habían perdido casi veinte jinetes, una décima parte de su caballería; y algunos seguidores del campamento y curanderos habían perecido durante las operaciones de limpieza del terreno. Aún faltaba por ver cuántos sobrevivirían a las amputaciones y la sepsis. Pero Lirio no estaba dispuesta a darse por vencida.

—Nuestras pérdidas carecen de importancia. Lo que importa es que hemos sobrevivido y que podemos volver a luchar..., ahora mismo, si tuviéramos que hacerlo.

Mangas Verdes meneó la cabeza. Se levantó, fue hasta la entrada de la tienda y se quedó inmóvil delante del faldón levantado para contemplar la lluvia. Unas cuantas siluetas corrían de un lado a otro, con las capas tapándoles las cabezas mientras se preguntaban por qué Mangas Verdes permitía que lloviese. Las druidas podían controlar el clima, ¿no? ¿Por qué no hacía que lloviera de noche?

Pero Mangas Verdes estaba decidida a permitir que la naturaleza siguiera su curso sin nuevas interferencias durante algún tiempo. No volvería a ejercer su poder para producir nuevas alteraciones en los bosquecillos, los árboles o la fauna, ni siquiera para curar las cicatrices de la naturaleza. Mangas Verdes ya había causado demasiados daños al bosque, y sólo conseguiría agravarlos.

—No sé cómo puedo remediar el mal que he hecho —dijo—. Yo tuve la culpa de que los hechiceros escaparan de sus ataduras. Si los hubiera conjurado con más frecuencia y los hubiese examinado a fondo en busca de mentiras, quizá hubiera...

—Calla, Verde —dijo secamente Gaviota—. No fuiste tú quien los dejó en libertad, ¿verdad? Usaron la magia para liberarse. Probablemente haya sido obra de Liante: es de esos tipos rastreros que te apuñalan por la espalda... Nunca lo esclavizamos, por lo que ha podido actuar con toda libertad. Ha ido reuniendo a todos esos hechiceros y los ha lanzado contra nosotros.

Mangas Verdes se volvió hacia él.

—Pero si yo hubiera...

—Calla, hermana —dijo Lirio—. Te estás culpando a ti misma cuando no hay ninguna razón para ello. Hace tiempo todos estuvimos de acuerdo en que esa especie de «libertad condicional» que diste a los hechiceros era una solución imperfecta, y que necesitábamos encontrar algo mejor. Pero después nos olvidamos de ayudarte. Era una labor demasiado pesada para que una sola persona pudiera ocuparse de ello, incluso si se trataba de una persona con poderes tan grandes como los tuyos...

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