Excepto por los encargados de la conserjería, Keiko y él siempre eran los últimos en marcharse. Y hoy no era diferente. Caminaron juntos, bajaron las escaleras y pasaron junto al mástil vacío, con las carteras balanceándose a su lado.
Henry vio que el cuaderno de dibujo de Keiko estaba en su cartera, el mismo que tenía en el parque.
—¿Quién te enseñó a dibujar? —«A dibujar tan bien», pensó Henry, con algo de celos, porque admiraba en secreto su talento.
Keiko se encogió de hombros.
—Supongo que la mayor parte lo aprendí de mi madre. Era una artista cuando tenía mi edad. Soñaba con ir a Nueva York y trabajar en una galería. Pero ahora le duelen las manos y ya no dibuja ni pinta tanto como antes, así que me dio todos sus artículos de dibujo a mí. Quiere que vaya a estudiar en el Cornish Institute en Capital Hill; es una escuela de arte.
Henry había oído hablar de Cornish, una academia para artistas de bellas artes, músicos y bailarines, donde cursaban cuatro años de estudios. Era un lugar de lujo. Un lugar prestigioso. Henry estaba impresionado. Nunca había conocido a un artista de verdad, excepto quizá Sheldon, así y todo…
—No te aceptarán.
Keiko se detuvo y miró a Henry.
—¿Por qué no? ¿Porque soy una niña?
Algunas veces Henry era un bocazas, no sabía encontrar una manera delicada de evitar el tema, así que dijo sin más lo que pensaba.
—No te aceptarán porque eres japonesa.
—Es por eso que mi madre quiere que vaya allí. Para ser la primera. —Keiko continuó caminando y Henry se quedó unos pasos atrás—. Ya que hablamos de mi madre, le pregunté qué significaba
Oai deki te ureshii desu.
Henry caminaba un paso atrás, siempre mirando nervioso a un lado y otro. Henry se fijó en el vestido estampado de Keiko. Para ser alguien con un aspecto tan dulce, desde luego sabía cómo pincharle.
—Fue una estúpida idea de Sheldon —dijo Henry.
—Fue algo muy bonito. —Keiko hizo una pausa, como si mirase a una bandada de gaviotas que volaban por encima de su cabeza, y luego miró a Henry, que vio un destello de picardía en sus ojos—. Gracias a ti y a Sheldon —dijo sonriendo y continuó caminando.
Cuando se acercaron a la esquina habitual de Sheldon, no había música, ni gente, ni ninguna señal del saxofonista por ninguna parte. Por lo general, tocaba al otro lado del Rainier Heat & Power Building; su entrada todavía estaba protegida por sacos de arena, tras la alarma por los bombardeos de principios de año. Los turistas pasaban como si él nunca hubiese existido. Henry y Keiko se miraron el uno al otro, extrañados.
—Estaba aquí esta mañana —dijo Henry—, Mencionó que su prueba en el Black Elks Club había ido bien. ¿Quizá lo llamaron?
Quizá había conseguido un trabajo fijo con Oscar Holden, que según Sheldon ofrecía una sesión de práctica el miércoles por la noche. Era gratis, así que iba mucha gente a tocar o sólo a disfrutar con la música.
Henry se detuvo en la esquina y miró los rótulos de neón de los clubes de jazz a ambos lados de Jackson Street.
—¿Hasta qué hora te dejan tus padres jugar en la calle? —preguntó Henry con la mirada puesta en el horizonte, en un intento por ver al sol oculto en algún lugar detrás de la densa bruma del frente marítimo de Seattle.
—No lo sé, por lo general me voy con mi cuaderno de dibujo. Supongo que hasta que oscurece.
Henry miró el Black Elks Club y se preguntó a qué hora tocaría Sheldon.
—Los míos también. Mi madre lava los platos y después descansa, y mi padre se acomoda con el periódico y escucha las noticias en la radio.
Eso le dejaba a Henry mucho tiempo libre. Así y todo, el anochecer era un momento peligroso para estar en la calle. Dado que tantos conductores habían pintado los faros de azul o los habían tapado con celofán para cumplir con las reglas de oscurecimiento, el número de accidentes iba al alza: choques frontales, o personas que eran arrolladas sin más al cruzar la calle de noche. La espesa niebla de Seattle, que demoraba el tráfico en las calles y causaba problemas a los barcos que entraban y salían de Elliot Bay, se había convertido en una manta protectora; ocultaba las casas y los edificios de los invisibles bombarderos de los japoneses o de la artillería de sus supuestos submarinos. Parecía haber peligro en todas partes, desde los marineros borrachos al volante, saboteadores japoneses y, lo peor de todo, sus propios padres, en caso de que lo pillaran.
—Quiero ir —insistió Keiko. Miró a Henry, y luego hacia la calle donde estaban los clubes. Se apartó el pelo de los ojos, con una expresión como si ya hubiese tomado una decisión respecto a una pregunta que Henry ni siquiera había hecho.
—Ni siquiera sabes qué estoy pensando.
—Si vas a oírle tocar, voy contigo.
Henry se lo pensó. Ya se había saltado las reglas al pasar horas en Nihonmachi, así que ¿por qué no ir a Jackson y echar un vistazo, quizás incluso oír las canciones. No pasaría nada, siempre y cuando no les viesen, siempre y cuando volviesen a casa antes de que fuese de noche.
—No vamos a ir a ninguna parte juntos. Mi padre me .mataría. Pero, si quieres encontrarte conmigo delante del Black Elks Club a las seis de la tarde, después de cenar, estaré allí.
—No llegues tarde —dijo Keiko.
Caminó con ella a través de Nihonmachi, la ruta normal que siempre tomaban. Henry no tenía idea de cómo conseguirían entrar en el Black Elks Club. En primer lugar, no eran negros. Incluso si cambiaba la insignia que llevaba por otra que dijese «Soy negro», no iba a colar. Y segundo, probablemente no tenían la edad necesaria, aunque creía haber visto entrar a familias enteras, con niños pequeños. Pero era sólo en determinadas noches. Como la noche del bingo en la Bing Kung Benevolent Association. Lo único que sabía era que de una manera u otra lo conseguirían. Escucharían desde la calle si era necesario. Estaba sólo a unas cuantas calles, un poco más para Keiko, pero no demasiado. Cerca de casa, pero a un mundo de distancia; al menos del mundo de sus padres.
—¿Por qué te gusta tanto el jazz? —preguntó Keiko.
—No lo sé. —Y de verdad que no lo sabía—. Quizá porque es tan diferente, y sin embargo aun así también le gusta a personas de todas partes, simplemente aceptan a los músicos, no importa del color que sean. Además mi padre lo detesta.
—¿Por qué lo detesta?
—Creo que es porque es demasiado diferente.
Cuando llegaron al edificio de apartamentos de Keiko, Henry se despidió y emprendió el regreso a casa. Al alejarse, miró el reflejo de Keiko en el retrovisor lateral de un coche aparcado. Ella miró por encima del hombro y sonrió. Pillado in fraganti, volvió la cabeza y tomó el atajo a través del solar vacío detrás del Nichibei Publisher y dejó atrás el Naruto-Yu, un sentó japonés: una casa de baños. Henry no podía imaginarse bañándose con sus padres como hacían algunas familias japonesas. No podía imaginarse haciendo muchas cosas con sus padres. Se preguntó por la familia de Keiko; y por lo que podían pensar de su escapada a un club de jazz, por no mencionar el encuentro con él. Sintió un leve malestar en el estómago. Su corazón se aceleró al pensar en Keiko, pero de todas maneras se le retorcieron las tripas.
A lo lejos, oyó el débil sonido de los músicos de jazz que ensayaban.
Cuando Keiko llegó delante del Black Elks Club, Henry de inmediato se sintió mal vestido. Aún llevaba las mismas prendas de antes, con la insignia de «Soy chino» todavía enganchada en la camisa de la escuela. Keiko, en cambio, se había vestido para la ocasión con un vestido rosa brillante y zapatos marrones bien lustrados. El pelo, recogido hacia atrás y sujeto con hebillas y rulos calientes, caía en grandes rizos sobre los hombros. Se abrigaba con un suéter blanco que dijo le había tejido su madre. Llevaba el cuaderno de dibujo bajo el brazo.
Atónito, Henry dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Estás preciosa. —Lo dijo en inglés, y vio como Keiko sonreía. Estaba asombrado de lo diferente que se veía, sólo con un vago parecido a la ridícula niña con delantal en la cocina de la escuela.
—¿Nada de japonés? ¿No toca
oai deki te ureshii desu
? —se burló Keiko.
—Me has dejado mudo.
Keiko le devolvió la sonrisa.
—¿Entramos?
—No podemos. —Henry sacudió la cabeza y señaló el cartel que decía
Prohibida la entrada a menores después de las 18
—. Sirven alcohol. Somos demasiado jóvenes. Pero tengo una idea, sígueme. —Henry señaló el callejón que los llevó hasta la puerta trasera. Estaba enmarcada con gruesos ladrillos de cristal, pero la música llegaba a través de la puerta mosquitera, que estaba entreabierta.
—¿Vamos a colarnos? —preguntó Keiko preocupada.
Henry sacudió la cabeza.
—Acabarían por vernos y nos echarían.
—Henry buscó un par de cajones de madera y ambos se sentaron para escuchar la música, sin hacer caso de los fuertes olores a cerveza y moho del callejón. «No puedo creer que esté aquí», pensó Henry. El sol todavía no se había puesto y la música era vigorosa y animada.
Después de los primeros quince minutos de actuación, se abrió la puerta y un negro viejo salió para encender un cigarrillo. Sorprendidos, Henry y Keiko se levantaron dispuestos a correr, convencidos de que les echarían por estar allí.
—¿Qué hacéis rondando por aquí, pretendéis darle un susto de muerte a este viejo? —Se palmeó el pecho por encima del corazón, y se sentó donde Henry había estado sentado. El viejo vestía un pantalón sujeto con tirantes grises, sobre una arrugada camisa de mangas enrolladas; a Henry le pareció que tenía el aspecto de una cama deshecha.
—Lo siento —se disculpó Keiko. Se alisó las arrugas en el vestido—. Sólo estábamos oyendo la música; ya nos íbamos…
—¿Sheldon toca esta noche con el grupo? —interrumpió Henry.
—¿Sheldon qué? Esta noche tenemos a un montón de caras nuevas, hijo.
—Toca el saxo.
El viejo se secó las manos sudorosas en el pantalón y encendió el cigarrillo. Con grandes toses y jadeando, fumaba como si estuviese en una carrera y él fuese parte del pelotón que se esforzaba en recuperar terreno. Henry oyó cómo el hombre intentaba recuperar la respiración entre caladas.
—Está ahí dentro y está haciendo un muy buen trabajo. ¿Eres un admirador de él o algo así?
—Sólo soy un amigo, y quería venir aquí y escuchar a Oscar Holden. Soy un admirador de Oscar.
—Yo también —añadió Keiko, que se dejó llevar por el momento y se acercó a Henry.
El viejo aplastó la colilla con el gastado tacón de su zapato, y luego la arrojó al cubo de basura más cercano.
—¿Sois admiradores de Oscar? —Señaló la insignia de Henry— ¿Oscar tiene ahora un club de admiradores chinos?
Henry se tapó la insignia con la chaqueta.
—Esto es sólo… Mi padre que…
—No pasa nada, chico. Hay días en los que yo también deseo ser chino —se rió con una rasposa risa de fumador que se convirtió en un ataque de toses, pitidos y escupitajos en el suelo—. Bueno, si vosotros sois amigos de
Sheldon el hombre del saxo
y admiradores de
Oscar el hombre del piano
, supongo que a Oscar no le importará tener a un par de chicos de su club de admiradores esta noche en su casa. Claro que no le hablaréis a nadie de esto, ¿no?
Henry miró a Keiko, sin saber muy bien si el viejo bromeaba o no; ella sólo continuaba sonriendo, su ansiosa sonrisa más grande que la suya, y ambos negaron con la cabeza.
—No se lo diremos a nadie —prometió Keiko.
—Bien, necesito que vosotros dos, miembros del club de admiradores, me hagáis un pequeño favor, si queréis entrar esta noche en el club.
Henry se desilusionó un poco mientras miraba al viejo sacar unos trozos de papel del bolsillo de la camisa y darle uno a cada uno. Leyó su nota y la comparó con la de Keiko. Eran casi idénticas. Había unas letras ilegibles y una firma, de un doctor.
—Llevad esto a la farmacia en Weller; decidles que lo carguen en nuestra cuenta, lo traéis, y entráis.
—Creo que no lo entiendo —dijo Henry—, Es un medicamento…
—Es una receta de jengibre jamaicano, algo que por aquí es un ingrediente secreto. Es así como funciona este mundo, hijo. Con la guerra, todo está racionado: el azúcar, la gasolina, los neumáticos… la bebida. Además no nos permiten vender bebidas alcohólicas en los clubes de color, así que hacemos lo que ellos hicieron hace unos años durante la prohibición. Lo elaboramos y lo agitamos. —El viejo señaló el rótulo de neón que reproducía una coctelera encima de la puerta—. Por razones médicas, claro. Venga, en marcha.
Henry miró a Keiko, sin saber qué hacer o creer. No parecía un encargo muy complicado. Quizás había ido a la farmacia un centenar de veces a petición de su madre. Además, a Henry le encantaba el jengibre seco. Quizás era algo parecido.
—Volvemos ahora mismo —Keiko tiró a Henry de la americana y lo sacó del callejón para volver a Jackson Street. Weller estaba una calle más allá.
—¿Esto nos convierte en contrabandistas? —preguntó Henry cuando vio las hileras de botellas en el escaparate de la farmacia. Se sentía nervioso y excitado ante la perspectiva. Había escuchado en la radio el episodio del programa
This is Your fbi
en el que los agentes del gobierno arrestaban a unas bandas de contrabandistas que bajaban desde Canadá. Eras partidario de los buenos, pero al día siguiente, en la calle, cuando jugabas a policías y ladrones, siempre querías ser de los malos.
—No lo creo. Ya no es ilegal; además, sólo estamos haciendo un recado. Como dijo él, se vende, pero no lo pueden comprar en las tiendas para blancos, así que lo fabrican en casa.
Henry renunció a cualquier idea de delito y entró en la Owl Drug Store, que estaba abierta hasta las ocho. «Los contrabandistas no van a las farmacias», se dijo a sí mismo. «No pueden llevarte a la cárcel por ir a comprar un encargo, ¿verdad?»Si el viejo y esquelético farmacéutico pensó que era extraño que dos chicos asiáticos pidieran cada uno una botella grande que era un noventa y cuatro por ciento de alcohol, no dijo ni una palabra. En honor a la verdad, por la manera como miró las recetas y las etiquetas con una enorme lente de aumento, probablemente no veía gran cosa. Pero el empleado, un joven negro, les guiñó un ojo y les dedicó una sonrisa resabiada cuando guardó las botellas en bolsas separadas.