—No pude entrar en el Hotel Panamá, y se había agotado en las tiendas. Sheldon me dio el suyo. Supongo que es de los dos. Es una pena que no puedas escucharlo esta noche porque han can celado el concierto.
—Todavía tenemos el tocadiscos en nuestro edificio. Lo pondré de todas maneras, sólo para ti. En realidad, sólo para nosotros.
Sus palabras hicieron que Henry sonriera. ¿Padres, qué padres?
—Es imposible que sepas lo feliz que me hace tenerlo. Es casi como tenerte aquí conmigo; no es que quiera verte encerrado en un lugar como éste. Pero no teníamos música. Lo escucharé todos los días.
Los tremendos truenos dieron paso a la lluvia. Lo que había comenzado como unas pocas gotas sueltas se convirtió en un aguacero. Henry le dio a Keiko la última bolsa, la de Woolworth's, con el papel de carta, los sellos de correo y la tela para las cortinas.
—Será mejor que te vayas —insistió Henry.
—No quiero dejarte. Acabamos de llegar.
—Te enfermarás con este tiempo, y viviendo en un lugar como éste. Tienes que irte. Volveré la semana que viene. Te buscaré.
—¡Se acabó la hora de visita! —gritó un soldado que se abrigó con un capote verde mientras recogía los documentos—, ¡Todo el mundo fuera de la cerca! —Llovía cada vez más fuerte, el agua se ondulaba en el suelo, y el estruendo ahogaba las voces.
A Henry le pareció que las seis se convirtieron en las nueve de la noche a medida que los nubarrones acababan por ocultar del todo el sol. Un opaco resplandor gris iluminó el suelo cuando la lluvia lo transformó otra vez en el pantano que había sido la semana anterior.
Keiko pasó las manos por la cerca y sujetó las de Henry.
—No te olvides de mí, Henry. Yo no te olvidaré. Si tus padres no quieren hablarte, yo hablaré con ellos, y les diré lo maravilloso que eres por lo que haces.
—Vendré aquí todas las semanas.
Ella le soltó para abrocharse el botón del cuello del abrigo.
—¿La semana que viene?
Henry asintió.
—Entonces te escribiré —prometió Keiko, y le dijo adiós con la mano mientras los últimos visitantes se apartaban de la cerca para ir hacia la reja de entrada. Henry fue el último en salir, sin moverse bajo la lluvia que le empapaba, mirando a Keiko correr de regreso a la pequeña casa cerca del pabellón del ganado que se había convertido en su nuevo hogar en Camp Harmony. La temperatura había bajado tanto que casi veía la nube de su aliento, pero por dentro sentía calor.
En cuanto reinó la oscuridad, Henry fue testigo de cómo se encendían los reflectores en las torres con las ametralladoras. Los guardias movían los haces a lo largo de la alambrada y en una de las pasadas alumbraron a Henry y a los demás visitantes que iban saltando los charcos a su paso por la reja principal. Henry fue ladera abajo, hacia la camioneta de la señora Beatty. En la oscuridad, veía su rotundo perfil iluminado por el resplandor del fuego del cigarrillo colgado de los labios.
Entre el chapoteo de la lluvia, oyó la música que llegaba del campo. La canción sonaba cada vez más fuerte, como si quisiese superar la capacidad de los altavoces de los que salía. Era el disco. Su disco.
Alley Cat Strut
de Oscar Holden. Henry casi podía distinguir las intervenciones de Sheldon. Le gritaba a la noche. Más fuerte que la tormenta. Tan fuerte que uno de los centinelas cerca de la reja comenzó a gritar: «¡Apaguen esa música!». Los reflectores apuntaron los edificios de la Zona 4, y sus ojos amenazadores buscaron el origen.
Henry acabó por recibir la noticia que había temido durante todo el verano. Siempre había sabido que era cuestión de tiempo. Se llevarían a Keiko tierra adentro.
Camp Harmony siempre había sido concebido como algo temporal, sólo hasta que construyesen campos permanentes, lejos de las costas, que eran consideradas como objetivos vulnerables para los bombardeos o para una invasión. En las comunidades costeras, todo ciudadano japonés era un espía en potencia, capaz de seguir las idas y venidas de las naves de guerra y las vías marítimas de suministros. Por lo tanto, cuanto más lejos pudiesen enviar a los japoneses, mejor. «Todos estaremos más seguros», era lo que había dicho el padre de Henry, al menos cuando todavía le hablaba. No tenía importancia. Las palabras continuaban resonando en sus oídos, incluso en el ensordecedor silencio del pequeño apartamento de Canton Alley.
Keiko le escribía una vez por semana. Algunas veces incluía una lista de cosas que la señora Beatty y él podían entrar de matute en el campo. Cosas pequeñas, como un periódico, o más importantes, como discos olvidados o copias de las partidas de nacimiento. En otras ocasiones, eran cosas prácticas, como pasta dentífrica o jabón. En los campos había escasez de todo.
Henry no estaba muy seguro de si recibiría las cartas de Keiko. No dudaba de que su padre podría romper cualquier carta o nota que llegase de Camp Harmony, pero la madre de Henry había encontrado una solución. Se ocupaba de buscar entre la correspondencia, cogía la carta de Keiko y la dejaba debajo de la almohada de Henry. Nunca dijo una palabra, pero Henry sabía que había sido ella. Su madre hacía todo lo posible por ser una esposa obediente, cumplir con los deseos de su esposo, y, al mismo tiempo, velar también por su hijo. Henry hubiese querido darle las gracias. Pero manifestar su gratitud, incluso en privado, hubiese sido una falta. Admitir que ella había estado quebrantando las normas impuestas por el padre de Henry podría ser interpretado como una admisión de la culpa, así que él tampoco dijo nada. No obstante, estaba agradecido.
En su última carta, Keiko le decía que su padre ya se había marchado. Se había ofrecido voluntario para ir a trabajar a Camp Minidoka en Idaho, cerca de la frontera de Oregón. Se había ofrecido para ser parte de un grupo de trabajo que ayudaría a construir el campo, los comedores, las viviendas, y también una escuela.
Keiko le había dicho que su padre era abogado, pero que ahora trabajaba con médicos, dentistas y otros profesionales. Todos se habían convertido en obreros que trabajaban bajo el sol ardiente del verano por unos centavos al día. Era obvio que sus esfuerzos valían la pena. Los hombres que se ofrecían voluntarios sólo deseaban mantenerse lo más cerca posible de sus viejos hogares, en Seattle. Además, les habían prometido que sus familias se reunirían con ellos tan pronto como estuviese acabado el campo. A otras familias las habían separado. Unos habían sido enviados a Tejas y otros a Nevada. Al menos los Okabe permanecerían juntos.
Henry sabía que no le quedaba mucho tiempo. La de este sábado sería probablemente la última visita a Camp Harmony. La última oportunidad de ver a Keiko en mucho tiempo.
Henry ya había estado en la Zona 4 casi una docena de veces. Ya fuese en la cocina, el comedor o en el recinto de los visitantes, donde había hablado con Keiko, y de vez en cuando con sus padres, a través de la alambrada, perdido entre los demás visitantes que se apiñaban junto a la cerca durante el día. En cambio, nunca había accedido al interior. Nunca había entrado en el área común, la explanada que una vez había sido el corazón de la feria estatal. Ahora no era más que un campo polvoriento (a veces fangoso), apisonado por las miles de pisadas de los internos en su deambular.
Hoy sería diferente. Henry se había acostumbrado a la extrañeza del lugar. Los perros policía que vigilaban la entrada principal. Las torres con las ametralladoras. La presencia de soldados por todas partes con los fusiles y las bayonetas caladas colgados del hombro. Ahora todo le parecía normal. Pero hoy, además de sus tareas habituales en el comedor, se había hecho el propósito de ir a visitar a Keiko. No junto a la cerca. Entraría en el campo. La buscaría.
Por consiguiente, cuando estuvieron servidos la mayoría de los prisioneros, cuando comenzaron a disminuir las colas, Henry se excusó para ir a la letrina. Después de todo, el otro ayudante podía atender sin problemas a los que llegaban tarde a cenar.
Aún no había visto a Keiko en la cola. Solía llegar tarde, para así tener más tiempo para hablar con Henry sin demorar a la cola.
Henry fue a la cocina y salió por la puerta de atrás. Pasó junto a la señora Beatty, que estaba allí fumando un cigarrillo mientras hablaba con uno de los sargentos de intendencia. Si la cocinera se fijó en él, no lo manifestó, aunque en realidad casi nunca lo hacía.
En lugar de ir hacia la letrina, dio la vuelta al edificio, y se mezcló entre la multitud de prisioneros japoneses que iban hacia el gran pabellón de los trofeos que se había convertido en el hogar de unas trescientas personas. Se guardó el distintivo de
Soy chino
en el bolsillo.
«Si me pillan», pensó Henry, «lo más probable será que nunca más me dejen salir. La señora Beatty se pondrá furiosa. Pero, si Keiko se marcha, entonces ya no volveré. Por lo tanto, ¿qué más da? Por muchas vueltas que le dé, éste será mi último fin de semana en Camp Harmony, y también para Keiko.»Si a los hombres y mujeres que volvían a sus alojamientos les pareció extraño que les siguiese un chico chino, no dijeron ni una palabra. Sólo hablaban entre ellos en inglés y japonés, y el tema era el inminente traslado. Era una conversación que se repetía por todas las zonas. Henry tenía ahora la seguridad de que sería la semana próxima.
Al acercarse al gran edificio donde vivían la mayor parte de las familias de la Zona 4, se sorprendió al ver cómo la vida parecía haber recuperado la normalidad. Los ancianos sentados en las sillas de fabricación casera fumaban en pipa mientras los chicos jugaban a la rayuela y a las cuatro esquinas. Grupos de mujeres tendían la colada y se ocupaban de cuidar los pequeños huertos plantados en la tierra árida.
Henry cruzó la entrada principal del edificio: una gran puerta corrediza que dejaban abierta durante el día para que el aire fresco entrase en el caluroso espacio interior. Dentro había hileras y más hileras de cuadras, la mayoría con las entradas cubiertas con una tela colgada de una cuerda para tener algo de intimidad. Vio que algunos de los más afortunados disponían de ventanas que les permitían gozar de aire fresco. Los demás, bueno, tenían que apañarse lo mejor que podían. Henry oyó el sonido de una flauta en alguna parte, entre el ruido de la muchedumbre que, para su sorpresa, era cada vez menor a medida que avanzaba. Cada cuadra albergaba a una familia, pero era obvio que los nuevos ocupantes se habían encargado de limpiarlas porque no olían a caballo o vacas. En lo más mínimo, como comprobó para su asombro.
A su paso por los pasillos, entre las hileras de hogares improvisados, no tenía idea de dónde podría encontrar a Keiko o su familia. Algunas de las familias habían colocado carteles o banderolas escritos en japonés, inglés y a veces en los dos. Pero eran muchas más las que carecían de indicaciones. Entonces vio un cartel encima de una cortina y supo que era aquí donde vivía Keiko. El cartel estaba escrito en inglés y rezaba
Bienvenido al Hotel Panamá.
Henry golpeó con los nudillos en uno de los postes esquineros de la cuadra. Llamó de nuevo.
—¿Donata deu ka?
—peguntaron desde el interior. Una pregunta que significaba «¿Quién es?» Era la voz de Keiko. ¿Cuándo había aprendido a hablar japonés? Claro que, ¿cuándo había comenzado él a decir
konichi
wa?
—¿Hay alguna habitación disponible? —respondió Henry.
Hubo una pausa.
—Quizá, pero puede que no le agrade, el baño
sentó
en el sótano está a tope en estas fechas.
Ella sabía quién era.
—Sólo estoy de paso, no me importaría quedarme un tiempo si tienen una habitación.
—Deje que consulte con la recepción. No, lo siento, está todo lleno. Si quiere, puede preguntar en las porquerizas dos edificios más allá. He oído que disponen de unas habitaciones muy bonitas.
Henry se alejó con unos pasos muy ruidosos y exagerados.
—De acuerdo, gracias por la información, que tenga un buen día…
Keiko apartó la cortina.
—Para ser el chico que me persiguió hasta la estación de ferrocarril entre todos aquellos soldados, te das por vencido muy fácilmente.
Henry giró sobre los talones, y volvió donde estaba Keiko. Después echó una ojeada al recinto.
—¿Dónde está tu familia?
—Mamá llevó a mi hermanito al médico porque tiene dolor de oídos, y ya sabes lo de mi papá. Se marchó la semana pasada. Está acabando de techar las casas en el campo de Idaho. Nuestra próxima parada. Siempre he querido viajar. Supongo que ahora tendré la oportunidad. —Henry vio la expresión grave en el rostro de Keiko—, Has cruzado una frontera al venir hasta aquí, ¿no es así, Henry?
Se encogió de hombros.
—Me he saltado no sé cuántas reglas para venir aquí, pero no pasa nada…
—Entonces ya sabes que me marcho, ¿verdad? —preguntó Keiko—. Recibiste mi carta. Sabes que nos marchamos todos.
Henry asintió, muy triste pero nada dispuesto a demostrarlo, temeroso de que Keiko se sintiese todavía peor.
—La semana que viene nos llevan a Minidoka. Ya se han llevado a unas cuantas familias de las otras zonas en autocares. Desearía que pudieses venir con nosotros.
—Yo también —confesó Henry, con el sincero deseo de poder acompañarla—. Iría si pudiese. ¿No me digas que no lo has pensado?
—¿Que tú vengas con nosotros, o que me vaya contigo?
—Cualquiera de las dos cosas.
—No hay ningún lugar al que pueda ir, Henry. Nihonmachi ya no existe, y necesito estar aquí con mi familia. Tú también lo necesitas. Lo comprendo. Al fin de cuentas, tampoco somos tan diferentes.
—En mi casa no me espera gran cosa. Tampoco me puedo ir contigo, aunque haya pensado en integrarme, en lo fácil que sería dejarse arrastrar por todo, sumarme sin más. Pero, soy chino, no japonés. Lo descubrirían. Todos lo descubrirían. No puedo ocultar quién soy. Mis padres sabrían dónde habría ido. Todos nos veríamos metidos en más problemas de los que podríamos manejar.
—¿Entonces qué te ha traído hasta aquí? ¿Es que la señora Beatty está contigo? —preguntó Keiko, que miró a un extremo y otro de las hileras de cuadras.
«¿Cómo decírselo?» pensó Henry. «¿Qué puedo decir que pueda significar una diferencia para alguien?»
—Sólo he venido para verte, cara a cara. Para decirte lo mucho que lamento la manera como me comporté aquel primer día en la escuela.
—No te entiendo…