Henry reparó en el distintivo que llevaba Chaz y saltó del buzón para abrirse paso entre la multitud, con la mirada puesta en la cabeza rapada de Chaz. Guiado por el sonido de su risa socarrona, «Me matará», pensó Henry «Es más grande y rápido. Pero ya no me importa.» A Henry la furia le salía por los poros.
Chaz le miró con una expresión de burla cuando Henry pasó por debajo de la barrera y se plantó ante él.
—Sabía que te encontraría aquí, Henry. ¿Qué tal está tu papaíto?
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Henry.
—Disfruto del espectáculo como todos los demás. Se me ocurrió dar un paseo hasta aquí y ver quién no se marcha. Pero al parecer se largan todos. Adiós, adiós. Creo que estaré muy ocupado cuidando de sus cosas mientras no están —Chaz adelantó el labio inferior para simular un puchero.
Henry había oído que los saqueos habían comenzado en algunos barrios la noche pasada. Las familias aún no habían salido, cuando los saqueadores ya habían entrado en sus casas para llevarse las lámparas, los muebles, cualquier cosa que no estuviese asegurada con clavos. Y si lo estaba, habían llevado martillos de carpintero para resolver el inconveniente.
—Desde que el ejército cerró Niponlandia, no queda mucho que ver. Así que decidí venir y decir
Sayonara
. Encontrarte aquí es un regalo añadido —cogió el cuello de Henry mientras lo decía.
Henry forcejeó contra la mano que le sujetaba. Chaz era treinta centímetros más alto, le dominaba con la estatura. Buscó entre la multitud algún rostro amigo pero nadie se fijaba en ellos. A nadie le importaba. «¿Quién soy yo en todo esto? ¿Qué importo?»Entonces su mirada se detuvo en el distintivo en la camisa de Chaz. El que le había robado. Un trofeo para su orgullo, enganchado en la prenda como una medalla al mérito de la crueldad. Más oro.
Henry apretó los puños con tanta fuerza que las uñas cortaron pequeñas medias lunas en la suave carne de las palmas. Movió el brazo y golpeó a Chaz todo lo fuerte que pudo. Sintió el impacto a lo largo del brazo hasta el codo. Apuntaba a la nariz, pero en cambio le dio en el pómulo. Antes de que Henry pudiese descargar otro puñetazo, el suelo golpeó contra su espalda. Su cabeza chocó contra el cemento y lo único que vio fueron los gordos puños que le pegaban.
Mientras se defendía hasta donde podía, levantó los brazos para sujetar a Chaz y sintió un dolor agudo en la mano. A pesar de los golpes en el costado de la cabeza, el pinchazo en la mano era el único dolor que sentía. El único dolor que importaba.
En el momento en que Henry rodaba sobre sí mismo para alejarse de los golpes y se cubría, Chaz pareció elevarse en el aire. La multitud se había apartado. A nadie parecía importarle que un chico blanco le estuviese dando una paliza a un mocoso chino. A nadie salvo Sheldon, que le había visto y se acercó para quitarle a Chaz de encima.
Chaz se soltó.
—¡Aparta de mí tus sucias manos! —Se sacudió el polvo de la camisa, con una expresión de vergüenza y humillación; un gallito sumergido en un cubo de agua helada. Miró a la multitud en busca de apoyo, pero los pocos espectadores que se habían fijado pusieron los ojos en blanco ante el ruidoso gamberro en que se había convertido—. Olvidé que eres amigo de ese negrata —añadió, casi lloriqueando. Se alejó con una última amenaza—: nos veremos mañana, Henry. La próxima vez recibirás mucho más.
—¿Estás bien, chico? —preguntó Sheldon.
Henry se puso de lado y se sentó. Con la manga se limpió la gota de sangre que escapaba de su nariz. Notaba los ojos hinchados y sin duda mañana los tendría morados. Se pasó la lengua por los dientes para hacer inventario. No había nada roto. No faltaba nada.
Abrió la mano y miró el distintivo, con la punta de la aguja asomando por un extremo. Henry sonrió y respondió en su mejor inglés:
—Nunca me sentí mejor.
Henry corrió entre la muchedumbre, desapercibido en el caos de la mañana; buscaba a la familia de Keiko, preocupado porque la pelea con Chaz pudiese haber estropeado su única oportunidad de verla. Sabía la dirección que seguían, pero una vez dentro de la estación, habría muchísimos trenes a los que podían subir. Pensó en las personas del restaurante Kau Kau. Las que cuidaban las posesiones de aquella pareja japonesa. Había oído a su madre mencionar otras. Familias chinas que alojaban a japoneses, les ocultaban; tenía que haber una posibilidad.
Pensaba a cada paso cómo podría convencer a sus padres. ¿Aceptarían a Keiko? Su primer pensamiento era protegerse a ellos mismos, después a los otros de su propia comunidad. De alguna manera debía conseguir que lo entendiesen. ¿Cómo no iban a entenderlo? Su padre era de mente cerrada, pero saber que los soldados se estaban llevando a miles de personas a un lugar desconocido, a un destino desconocido, tendría que bastar para cambiarlo todo, ¿Cómo podían quedarse sentados y no hacer nada cuando se estaban llevando a tantas personas? ¿Cuándo ellos podían ser los siguientes?
Henry pasó junto a una montaña de equipajes. Había baúles, bolsos y maletas casi hasta la altura de los techos de los autocares plateados que pasaban. Las familias discutían cuánto se les permitía llevar. El exceso encontraba su camino en lo alto de la pila que crecía por momentos. Junto a la montaña había una carretada de radios confiscadas. Philco gigantes y pequeñas portátiles Zenith con las antenas en espiral se amontonaban en el fondo como zapatos descartados. Al otro lado de la calle estaba la Union Station de Seattle. Una majestuosa construcción de ladrillos, con la gran marquesina de hierro colado sostenida por gruesas cadenas negras ancladas en el edificio. Encima la gigantesca esfera del reloj. Las nueve y cuarto. Se agotaba el tiempo.
Desde las empinadas escalinatas de mármol de la Union Station, Henry miró por encima del ondulante mar de personas, grupos de familias y seres queridos que intentaban con desesperación permanecer juntos. Un niño perdido que lloraba solo, mientras los soldados pasaban a su lado. El resto permanecía reunido como un rebaño, mientras eran enviados un grupo tras otro a los cuatro trenes de pasajeros que ¿adónde irían? ¿Cristal City, Tejas? ¿Winnemucca, Nevada? Se oían tantos rumores. El último decía que los enviaban a una vieja reserva india.
Divisó el sombrero. Uno de tantos, desde luego, pero por la manera de caminar, el porte, se parecía al padre de Keiko. Bajó las escaleras de dos en dos hasta la planta baja, temeroso de que algún soldado le diese el alto, aunque pasaban demasiadas cosas a su alrededor. Subirles a bordo. Hacer que se marchasen. Ahora. Eso era lo único que importaba a la tropa.
Henry se mezcló entre los adultos, algunos de pie, otros sentados en sus equipajes con caras de desconcierto y miedo. Un sacerdote rezaba el rosario con una joven japonesa. Otras parejas se hacían fotos las unas a las otras, sonreían lo mejor que podían, antes de intercambiar abrazos y amables apretones de manos.
Allí está.
—¡Señor Okabe! —Golpeado y sin aliento, a Henry le había comenzado a doler un lado de la cabeza.
El viejo caballero vencido que se volvió tenía un abundante bigote. La desilusión de Henry se vio atravesada por el estridente sonido de la campanilla de un mozo de cuerda. Por primera vez en toda la mañana, Henry desistió de buscar entre la multitud y cayó de rodillas, con la mirada puesta en los mosaicos sucios. «Se ha ido, ¿verdad?»
—¿Henry?
Se volvió y allí estaban. Keiko y su familia. El hermano pequeño entretenido en imitar los sonidos de un avión. Sonrieron. Cada uno llevaba una etiqueta idéntica que ponía:
Familia 10281
. Parecían encantados de ver un rostro que no iba al lugar desconocido que les habían asignado.
Henry se levantó de un salto.
—Creía que te habías ido. —Miró a Keiko, a su familia, con el deseo de que no se marchasen.
—Te traigo esto. Póntelo y te dejarán salir de aquí. —Le puso en la mano el distintivo que había recuperado de Chaz, y le suplicó al señor Okabe—: puede quedarse con nosotros, o con mi tía. Encontraré un lugar donde pueda alojarse. Buscaré más. Iré a buscar más para todos ustedes. Puede quedarse con el mío. Cójalo y yo iré a buscar más.
Henry tenía el corazón en la garganta mientras renegaba para desprenderse el distintivo.
El señor Okabe miró a su esposa, después tocó el hombro de Henry. Vio la chispa de la oportunidad en sus ojos. Sólo una oportunidad. También vio cómo se apagaba. Se marcharían. Como el resto. Se irían.
—Me acabas de dar esperanzas, Henry. —El señor Okabe estrechó la mano pequeña de Henry y le miró a los ojos—. Algunas veces la esperanza basta para superarlo todo.
Henry exhaló un fuerte suspiro y agachó los hombros cuando renunció a quitarse el distintivo.
—¿Tu mejilla…? —preguntó la madre de Keiko.
—No es nada —respondió Henry al recordar los rasguños y los morados de la pelea.
El señor Okabe tocó la etiqueta colgada en un botón del abrigo.
—No importa lo que nos ocurra a nosotros, Henry. Seguimos siendo norteamericanos. Necesitamos estar juntos, allí donde sea que nos lleven. Estoy orgulloso de ti, y sé que tus padres también lo están.
Henry se atragantó de sólo pensarlo y miró a Keiko, que había deslizado su mano en la suya. La notó más suave y cálida de lo que podía imaginar. Tocó la camisa de Henry, donde estaba el distintivo, el espacio encima de su corazón. Sonrió con el brillo en los ojos.
—Gracias. ¿Puedo quedarme con éste? —Sostuvo en alto el distintivo que Henry le había dado.
Henry asintió.
—¿Adonde os llevan?
El padre de Keiko miró el tren, que estaba casi lleno.
—Sólo sabemos que nos llevan a un centro de reubicación temporal. Se llama Camp Harmony. Está en Puyallup Fairgrounds, a unas dos horas al sur. A partir de allí… no lo sabemos, no nos lo han dicho. Pero la guerra no puede durar siempre.
Henry no lo tenía tan claro. Era lo que había aprendido mientras crecía.
Keiko le abrazó y le susurró al oído:
—No te olvidaré. —Abrochó el distintivo que decía
Soy chino
en la parte de atrás de la tapa de su diario, y lo apretó contra ella.
—Estaré aquí.
Henry les vio subir al tren, arreados con docenas de otras familias. Los soldados, con guantes blancos y porras en las manos, tocaron los silbatos e hicieron señas mientras se cerraban las puertas. Se demoró en el borde del andén y agitó una mano en señal de despedida cuando el tren salió de la estación y desapareció de la vista. Se enjugó las lágrimas ardientes que le, corrían por las mejillas, una tristeza diluida entre el mar de familias que esperaban el próximo tren. Centenares de familias. Miles.
Evitó el contacto visual con los soldados mientras se alejaba, pensando en lo que les diría a sus padres, y en qué idioma lo diría. Quizá si «hablaba su americano», no tendría que decir nada en absoluto.
Henry caminó contracorriente entre la multitud de familias japonesas que continuaban fluyendo hacia Union Station. Casi todos caminaban, algunos empujando carritos o carretillas cargadas con los equipajes. Sólo pasaban unos pocos coches y camiones. Las maletas y las bolsas atadas al capó, la parrilla, el techo; cualquier superficie plana se convertía en un amplio espacio de carga, a medida que las familias subían a sus parientes y sus pertenencias a los vehículos para dirigirse al centro de reubicación del ejército. El señor Okabe lo había llamado Camp Harmony.
Miró la interminable riada. No sabía adónde ir, sólo que debía marcharse, a cualquier parte.
Hoy quedaba descartada la escuela. La idea de llegar tarde y enfrentarse a las burlas de sus compañeros resultaba casi tan horrible como la idea de soportar su felicidad, su alegría y satisfacción al saber que se llevaban a la familia de Keiko y todo el barrio. Nada más que sonrisas. Victoriosos en el frente de batalla doméstico contra el odiado enemigo. Incluso si el enemigo hablaba la misma lengua y había prestado el Juramento de Lealtad junto con ellos desde el parvulario.
Por supuesto, en realidad, ni siquiera sabía si estaban abiertas las escuelas. La conmoción en el centro parecía crear un ambiente de fiesta; una monstruosa celebración carnavalesca. En alguna parte sonaba
Stars and Stripes Forever
, un duro contraste con la melancolía y la silenciosa tristeza de los japoneses.
Henry se alejó de la estación de tren, sin preocuparse por la posibilidad de que le detuviese alguno de los agentes que buscaban a los chicos que hacían campana. Era poco probable, pues en la calle estaban pasando muchísimas cosas, había verdaderas multitudes. Los negocios habían cerrado, ya que los empleados y oficinistas del centro lo habían dejado todo para presenciar el espectáculo. Los que se marchaban. Los que miraban. Los soldados en las calles parecían consumidos por el trabajo que hacían: arrear a los grupos de personas con etiquetas colgadas en los abrigos. Con los rostros sombríos ladraban órdenes para que los evacuados permaneciesen en fila, y de vez en cuando daban un pitido para llamar la atención de aquellos que apenas si hablaban inglés.
Prosiguió su marcha y sin darse cuenta fue por Maynard Avenue hasta el principio de Nihonmachi. Allí se encontró a Sheldon sentado en un banco en la parada del autobús. Bebía café en la tapa de un termo, el estuche del saxo encajado entre los pies. Miró a Henry y sacudió la cabeza mientras se alejaban los últimos residentes del Barrio Japonés.
—Lo siento, Henry —dijo Sheldon. Sopló en la taza para enfriar el café.
—No es culpa tuya —afirmó Henry, y se sentó junto a su amigo.
—Lo siento de todas maneras. No podías hacer nada. Nadie podría hacer nada. Estarán bien. La guerra no tardará en acabar. Regresarán. Tú espera.
Henry ni siquiera fue capaz de asentir.
—¿Qué pasará si les envían de vuelta a Japón? Keiko ni siquiera habla japonés. ¿Entonces qué le pasará a ella? Allí será todavía más enemiga que aquí.
Sheldon le ofreció su café y Henry lo rechazó con un movimiento de cabeza.
—No sé nada de todo eso, Henry. No te puedo contestar. Sólo sé que las guerras se acaban. Ésta también se acabará. Todo volverá a estar bien. —Sheldon tapó el termo con la taza—. ¿Quieres que te acompañe a la escuela?
Henry miró a lo lejos.
—¿Vas a casa?
—Iré a casa más tarde —contestó Henry y sacudió la cabeza.
Sheldon miró calle arriba, como si estuviese esperando un autobús que se retrasaba y quizá nunca llegaría.