Authors: Isaac Asimov
—¿Por qué no me dejas utilizar la silla de ruedas, Steve? Esto es ridículo.
—Porque prefiero cargarte yo. ¿Tienes alguna objeción que hacer? Sabes que estás tan contento de salir de ese buggy motorizado por un rato como yo de verte fuera de él. ¿Cómo te sientes hoy?
Depositó a John con infinito cuidado sobre la fresca hierba.
—¿Cómo debería sentirme? Cuéntame acerca de tu problema.
—La campaña de Quinn va a estar basada en el hecho de que afirma que soy un robot.
John abrió enormemente los ojos.
—¿Cómo lo sabes? Es imposible. No lo creo.
—Oh, vamos, te digo que es así. Ha conseguido que uno de los principales científicos de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos venga a verme para discutir conmigo.
Lentamente, las manos de John retorcieron la hierba.
—Entiendo. Entiendo.
—Pero podemos dejar que elija él el terreno —dijo Byerley—. Tengo una idea. Escúchame, y dime si podemos hacerlo...
La escena, tal como se desarrolló en la oficina de Alfred Lanning aquella noche, fue un conjunto de miradas. Francis Quinn miró meditativamente a Alfred Lanning. La mirada de Lanning estaba salvajemente clavada en Susan Calvin, la cual a su vez miraba impasiblemente a Quinn.
Francis Quinn rompió todo aquello con un forzado intento de parecer alegre.
—Todo un bluff. Va inventando sobre la marcha.
—¿Va usted a jugar a eso, señor Quinn? —preguntó la doctora Calvin, indiferentemente.
—Bueno, es el juego de ustedes realmente.
—Mire —Lanning cubrió su definido pesimismo con una bravata—, nosotros hemos hecho lo que usted nos pidió. Hemos visto al hombre comer, somos testigos de ello. Es ridículo suponer que es un robot.
—¿Usted piensa así? —lanzó Quinn a Calvin—. Lanning dijo que era usted una experta.
—Mire, Susan... —dijo Lanning, casi amenazadoramente.
—¿Por qué no la deja hablar a ella? —interrumpió secamente Quinn—. Lleva sentada aquí media hora imitando a un poste.
Lanning se sentía definitivamente acosado. De lo que experimentaba en aquel momento a la paranoia incipiente había tan sólo un paso.
—Muy bien —dijo—. Diga lo que tenga que decir, Susan. No la interrumpiremos.
Susan Calvin lo miró sin el menor rubor, luego clavó sus fríos ojos en el señor Quinn.
—Sólo hay dos formas de probar definitivamente que Byerley es un robot, señor. Hasta ahora usted está presentando solamente evidencias circunstanciales, con las cuales puede acusar, pero no probar..., y creo que el señor Byerley es lo suficientemente listo como para contrarrestar ese tipo de material. Usted probablemente piensa lo mismo, o de otro modo no hubiera venido aquí.
»Los dos métodos de probar algo son el físico y el psicológico. Físicamente, puede usted disecarlo o utilizar los rayos X. Cómo hacer eso es su problema. Psicológicamente, su comportamiento puede ser estudiado, porque si es un robot positrónico, debe de conformarse a las tres leyes de la robótica. Un cerebro positrónico no puede ser construido sin ellas. ¿Conoce usted las leyes, señor Quinn?
Se las recitó lentamente, claramente, citando palabra por palabra el famoso texto en negritas que figuraba en la primera página del Manual de robótica.
—He oído hablar de ellas —dijo Quinn negligentemente.
—Entonces el asunto es fácil de seguir —respondió secamente la psicóloga—. Si el señor Byerley quebranta alguna de esas tres leyes, no es un robot. Desgraciadamente, este procedimiento funciona solamente en una dirección. Si no quebranta ninguna de las reglas, no prueba nada ni en uno ni en otro sentido.
—¿Por qué no, doctora? —Quinn alzó educadamente las cejas.
—Porque, si se detiene usted a pensar en ello, las tres leyes de la robótica son los principios guía esenciales de un buen número de los sistemas éticos del mundo. Por supuesto, se supone que todo ser humano posee el instinto de la auto conservación. Eso se corresponde a la Tercera Ley en un robot. Igualmente, cualquier ser humano «bueno», con una conciencia social y un sentido de la responsabilidad, se supone que se someterá a la autoridad constituida; escuchará a su doctor, a su médico, a su gobierno, a su psiquiatra, a sus semejantes; obedecerá las leyes, seguirá las reglas, se adaptará a las costumbres..., incluso cuando interfieran con su comodidad o su seguridad. Eso se corresponde a la Segunda Ley para un robot. Igualmente, todo ser humano «bueno» se supone que amará a los demás como a sí mismo, protegerá a sus semejantes, arriesgará su vida por salvar otra. Esa es la Primera Ley para un robot. Para decirlo en pocas palabras..., si Byerley sigue todas las leyes de la robótica, puede ser un robot, y puede ser simplemente un hombre excepcionalmente bueno.
—Pero —murmuró Quinn—, me está usted diciendo que no puede probar que sea un robot.
—Puedo ser capaz de probar que no es un robot.
—Esa no es la prueba que quiero.
—Tendrá usted la prueba tal como exista. Usted es el único responsable de sus propios deseos.
En aquel momento la mente de Lanning saltó de pronto sobre el asomo de una idea.
—¿No se le ha ocurrido a nadie que la de fiscal del distrito es una ocupación más bien extraña para un robot? —gruñó en voz alta—. La persecución de seres humanos..., sentenciarlos a muerte..., causarles un daño infinito...
Quinn se mostró repentinamente ansioso.
—No, no sacará usted nada por ese camino. Ser fiscal del distrito no lo convierte en humano. ¿No conoce acaso su historial? ¿No sabe que se jacta de que nunca ha perseguido a un inocente, que hay montones de gente que no ha sido enjuiciada porque la evidencia contra ellos no le satisfacía, aunque hubiera podido convencer a un jurado de su culpabilidad y hacer que dictaran sentencia de atomización? Pues así es.
Las flacas mejillas de Lanning temblaron.
—No, Quinn, no. No hay nada en las leyes de la robótica que dé una concesión a la culpabilidad humana. Un robot no puede juzgar jamás si un ser humano merece o no la muerte. No es él quien decide. No puede dañar a un ser humano..., variedad canalla, variedad ángel.
Susan Calvin sonó cansada.
—Alfred —dijo—, no diga estupideces. ¿Qué ocurriría si un robot se encontrara con un loco a punto de pegar fuego a una casa llena de gente? Detendría al loco, ¿no?
—Por supuesto.
—Y si la única forma de detenerlo fuera matándolo...
Un débil sonido brotó de la garganta de Lanning. Nada más.
—La respuesta a eso, Alfred, es que haría todo lo posible por no matarlo. Si el loco moría, el robot debería ser sometido a psicoterapia porque era fácil que se volviera loco ante el conflicto que se le había presentado..., el quebrantar la Primera Ley para adherirse a la Primera Ley a un nivel superior. Pero un hombre habría muerto, y un robot lo habría matado.
—Bien, ¿está Byerley loco? —preguntó Lanning, con todo el sarcasmo que pudo conseguir.
—No, pero no ha matado a nadie con sus propias manos. Ha expuesto hechos que pueden representar que un ser humano en particular es peligroso para la gran masa de otros seres humanos que llamamos sociedad. Protege al mayor número, y así se adhiere a la Primera Ley en su máximo potencial. Hasta ahí es hasta donde llega. Es el juez quien luego condena al criminal a muerte o a prisión, una vez el jurado decide sobre su culpabilidad o inocencia. Es el carcelero quien lo encierra, el verdugo quien lo mata. Y el señor Byerley no ha hecho más que determinar la verdad y ayudar a la sociedad.
»De hecho, señor Quinn, he examinado la carrera del señor Byerley desde el momento mismo en que usted atrajo nuestra atención sobre este asunto. Observé que nunca ha solicitado la pena de muerte en sus conclusiones al jurado. Observé también que ha hablado a menudo en favor de la abolición de la pena capital y que ha contribuido generosamente al sostenimiento de instituciones investigadoras dedicadas a la neurofisiología criminal. Aparentemente, cree más bien en la cura que en el castigo del crimen. Encontré todo eso muy significativo.
—¿De veras? —Quinn sonrió—. ¿Significativo de un cierto olor a roboticidad, quizá?
—Quizá. ¿Por qué negarlo? Acciones como ésas pueden proceder solamente de un robot, o de un ser humano muy honorable y decente. Pero entiéndalo, no puede usted diferenciar entre un robot y el mejor de los seres humanos.
Quinn se reclinó en su silla. Su voz tembló de impaciencia.
—Doctor Lanning, es perfectamente posible crear a un robot humanoide que duplique perfectamente la apariencia de un ser humano, ¿verdad?
Lanning meditó unos momentos.
—Es algo que se ha hecho experimentalmente en la U. S. Robots —dijo, reluctante—, sin la adición de un cerebro positrónico, por supuesto. Utilizando óvulos humanos y control hormonal, es posible hacer crecer carne humana y piel sobre un esqueleto de plástico de silicona porosa capaz de desafiar cualquier examen externo. Los ojos, el pelo, la piel serían realmente humanos, no humanoides. Y si usted inserta en él un cerebro positrónico, así como todos los demás dispositivos que desee, en su interior, tendrá un robot humanoide.
—¿Cuánto tiempo se tardaría en hacer uno? —preguntó secamente Quinn.
Lanning volvió a pensárselo.
—Si tuviera usted todo el equipo..., el cerebro, el esqueleto, los óvulos, las hormonas adecuadas y las radiaciones..., digamos unos dos meses.
El político se levantó envaradamente de su silla.
—Entonces veremos cuál es el aspecto del interior del señor Byerley. Eso va a crear una cierta publicidad para la U. S. Robots..., pero ya les di su oportunidad.
Lanning se volvió impaciente hacia Susan Calvin, cuando estuvieron solos.
—¿Por qué insiste usted...?
Y, sintiéndolo realmente, ella respondió, rápida y cortante:
—¿Qué es lo que quiere..., la verdad o mi dimisión? No mentiré por usted. La U. S. Robots puede cuidar de sí misma. No se vuelva un cobarde.
—¿Qué ocurrirá si abre a Byerley y empiezan a caer ruedas y engranajes? —preguntó Lanning—. ¿Qué ocurrirá entonces?
—No abrirá a Byerley —dijo Calvin desdeñosamente—. Byerley es, como mínimo, tan listo como Quinn.
La noticia estalló en la ciudad una semana antes de la nominación de Byerley. Pero «estalló» no es la palabra adecuada. Llegó a la ciudad infiltrándose, arrastrándose. Primero sonaron algunas risas, y la gente no le dio mucha importancia al asunto. Pero a medida que Quinn iba apretando lentamente las clavijas, de una forma muy medida, las risas fueron haciéndose forzadas, y se introdujo un elemento de hueca inseguridad, y la gente empezó a preguntarse.
La convención en sí adoptó el aire de un intranquilo semental. No se había planeado ninguna candidatura alternativa. Hacía tan sólo una semana, nadie pensaba que pudiera haber otra persona capaz de ser nominada excepto Byerley. Ni siquiera ahora había un sustituto. Tenían que nominarlo a él, pero la confusión en torno al asunto era completa.
La cosa no hubiera sido tan mala si el individuo medio no se hallara desconcertado entre la enormidad de la acusación, si era cierta, y su sensacional insensatez, si era falsa.
Al día siguiente de que Byerley fuera nominado automáticamente, mecánicamente..., un periódico publicó al fin el resumen de una larga entrevista con la doctora Susan Calvin, «experta en robopsicología y positrónica de fama mundial».
Lo que produjo aquella entrevista puede ser descrito popular y sucintamente como infernal.
Era lo que estaban esperando los fundamentalistas. No eran un partido político; no pretendían ser una religión formal. Esencialmente eran aquellos que no se habían adaptado a lo que en una ocasión había sido llamado la era atómica, en los días en los que el átomo era una novedad. En realidad, eran los defensores de la vida sencilla, que aspiraban a vivir una vida sencilla que aquellos que la habían vivido en su tiempo no la habían considerado probablemente tan sencilla, pese a ser ellos también practicantes convencidos de la misma.
Los fundamentalistas no necesitaban nuevas razones para detestar a los robots y a los fabricantes de robots; pero una nueva razón como la acusación de Quinn y el análisis de Calvin era suficiente como para hacer que el aborrecimiento se hiciera audible.
Las enormes plantas de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos eran una colmena de guardias armados. Se estaban preparando para la guerra.
En la ciudad, la casa de Stephen Byerley hormigueaba de policías.
La campaña política, por supuesto, perdió toda otra óptica, y pareció una campaña únicamente en el sentido de que era algo que llenaba el lapso de tiempo entre la nominación y la elección.
Stephen Byerley no permitió que el agitado hombrecillo lo distrajera. Siguió tranquilamente imperturbable ante los uniformes que formaban una especie de telón de fondo. Fuera de la casa, más allá de la hilera de hoscos guardias, periodistas y fotógrafos aguardaban de acuerdo con sus tradiciones de casta. Una animosa cadena de televisión tenía incluso un scanner enfocado en la vacía entrada de la casa sin pretensiones del fiscal, mientras un locutor sintéticamente excitado llenaba aquel vacío con hinchados comentarios.
El agitado hombrecillo avanzó. Tendió una hoja de papel llena de complicados formulismos.
—Esto, señor Byerley, es una orden del tribunal autorizándome a registrar esta propiedad en busca de la presencia de ilegales..., esto... hombres mecánicos o robots de cualquier clase.
Byerley se levantó a medias, y tomó el papel. Lo miró con indiferencia, y sonrió mientras lo devolvía.
—Todo en orden. Adelante. Haga su trabajo. Señora Hoppen —dijo, dirigiéndose a su ama de llaves, que apareció reluctantemente desde la habitación contigua—, por favor vaya con ellos, y ayúdeles en lo que pueda.
El hombrecillo, cuyo nombre era Harroway, dudó, enrojeció apreciablemente, fracasó estrepitosamente en sostener la mirada de los ojos de Byerley, y murmuró a los dos policías que le acompañaban:
—Vamos.
Volvió al cabo de diez minutos.
—¿Ha terminado? —preguntó Byerley, en el tono de una persona que no está particularmente interesada ni en la pregunta ni en la respuesta.
Harroway carraspeó, hizo una arrancada en falso en tono de falsete, y empezó de nuevo, irritado:
—Mire, señor Byerley, nuestras instrucciones especiales son de registrar la casa muy a fondo.