Authors: John Twelve Hawks
—De acuerdo. Summerfield y Gleason están en posición con los sensores térmicos. Detendrán a todo aquel que intente escapar, pero no quiero llegar a eso.
Unos cuantos hombres asintieron. Uno de ellos estaba comprobando su mira láser, y un punto rojo bailó en la blanca pared.
—Recuerden —añadió el jefe—. Cada una de las armas que les han dado ha sido registrada a nombre de uno de los habitantes de esta comunidad. Si por alguna razón tienen que utilizar un arma no registrada, por favor, tomen nota del objetivo, de la trayectoria y del número de disparos efectuados. —Esperó a que todos asintieran—. Bien, ya saben lo que tienen que hacer. Adelante.
Los seis hombres se colocaron las gafas de visión nocturna sobre los ojos y salieron, pero el jefe permaneció en la sala. Caminaba de un lado a otro y de vez en cuando hablaba por el micro. «Sí.» «Confirmado.» «Pasen al siguiente objetivo.» No prestó la menor atención al cadáver de Brian; parecía que ni siquiera lo había visto, pero cuando un hilillo de sangre corrió por el suelo, se apartó ágilmente y siguió caminando.
Alice se sentó en un rincón del cuarto trastero, se abrazó las rodillas y cerró los ojos. Tenía que hacer algo —avisar a su madre, advertir a los demás—, pero su cuerpo se negaba a moverse. Su cerebro seguía produciendo ideas, pero ella las contemplaba pasivamente, como imágenes borrosas de un televisor. Alguien lloró y gritó, y la voz le resultó familiar.
—¿Dónde están mis hijos? Quiero ver a mis hijos...
Regresó con sigilo hasta la puerta y vio que el jefe había ordenado que llevaran a Janet Wilkins a la sala. Los Wilkins procedían de Inglaterra; hacía solo unos meses que se habían unido a la comunidad de New Harmony. La señora Wilkins era una mujer nerviosa y regordeta que parecía asustarse por cualquier cosa: las serpientes de cascabel, los desprendimientos de rocas o los rayos.
El hombre le aferraba un brazo con fuerza. La llevó hasta la silla de respaldo recto y la obligó a sentarse.
—Ya está, Janet. Póngase cómoda. ¿Quiere un vaso de agua?
—No. No hace falta. —La señora Wilkins vio el cuerpo de Brian y apartó la vista—. Quiero... quiero ver a mis hijos.
—No se preocupe, Janet. Están a salvo. Haré que vengan dentro de un momento, pero antes hay una cosa que quiero que haga. —Se metió la mano en el bolsillo, sacó un papel y se lo entregó—. Aquí tiene. Lea esto.
Alguien había puesto una cámara de vídeo sobre un trípode. El jefe del grupo la situó a un metro de la señora Wilkins y enfocó el visor.
—De acuerdo —dijo—. Ya puede empezar.
Las manos de la mujer temblaban cuando comenzó a leer:
—«En las últimas semanas, los miembros de New Harmony hemos recibido mensajes de Dios. No podemos dudar de su autenticidad. Sabemos que son ciertos...» —Se detuvo y meneó la cabeza. «No. No puedo hacer esto», se dijo.
Incorporándose desde detrás de la cámara, el jefe sacó una pistola de la sobaquera.
—«Pero entre nosotros hay quienes no creen» —continuó la señora Wilkins—. «Gente que ha seguido las enseñanzas del Maligno. Es importante que llevemos a cabo un acto de purificación para que todos podamos alcanzar el Reino de los Cielos.»El hombre bajó la pistola y desconectó la cámara.
—Gracias, Janet. Ha sido un primer paso, pero no basta. Usted sabe por qué estamos aquí y lo que andamos buscando. Quiero información sobre el Viajero.
La señora Wilkins se echó a llorar; su rostro reflejaba miedo y desesperación.
—No sé nada. Se lo juro...
—Todo el mundo sabe algo.
—Ese joven ya no está con nosotros. Se marchó. Sin embargo, mi marido me dijo que Martin Greenwald recibió hace unas semanas una carta de un Viajero.
—¿Y dónde está esa carta?
—Seguramente en casa de Martin. Tiene un pequeño despacho en su casa.
El jefe habló por el intercomunicador:
—Que alguien vaya a la casa de Martin Greenwald. Está en el sector cinco. Busquen en su despacho una carta del Viajero. Prioridad uno. —Apagó la radio y se acercó a la señora Wilkins—. ¿Hay algo más que pueda decirme?
—Yo no apoyo a los Viajeros ni a los Arlequines. No estoy del lado de nadie. Solo quiero que me devuelvan a mis hijos.
—Claro. Lo entiendo. —La voz del hombre era suave y reconfortante—. ¿Por qué no se reúne con ellos?
Levantó la pistola y disparó. La señora Wilkins salió despedida hacia atrás y cayó en el suelo con violencia. El jefe del grupo miró el cuerpo inerte como si fuera un montón de basura. Luego, enfundó la pistola y salió de la sala.
A Alice le pareció que el tiempo se había detenido y había vuelto a ponerse en marcha a trompicones. Creyó que tardaba mucho en llegar hasta la puerta del trastero, abrirla y cruzar la sala de ensayo. Pero cuando llegó al pasillo el tiempo volaba tan deprisa que solo era consciente de unas pocas cosas: las paredes, la puerta abierta, el hombre con gafas de montura de acero que se hallaba al final del corredor y que alzó su pistola mientras le gritaba.
Alice corrió en la dirección opuesta, abrió una puerta y se zambulló en la noche. Seguía nevando y hacía mucho frío, pero la oscuridad la envolvió como un manto mágico. Cuando salió de la protección de los árboles y se acercó a su casa, tenía las manos y el rostro ardiendo. Dentro, las luces seguían encendidas, lo cual era sin duda buena señal. Cuando pasó bajo la arcada, acarició el árbol que Antonio había tallado en el portón.
La puerta principal estaba abierta. Alice entró en la casa y vio que los platos de la cena seguían en la mesa.
—Hola... —dijo en voz baja.
Nadie respondió.
Moviéndose con tanto sigilo como pudo, inspeccionó la cocina y la sala de estar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Dónde se habían escondido los adultos?
Se quedó quieta intentando oír alguna voz, cualquier cosa que le indicara lo que tenía que hacer. El viento empujaba los copos de nieve contra los cristales mientras la estufa zumbaba suavemente. Dio un paso al frente y oyó un goteo, como si el grifo de la cocina perdiera agua. Volvió a oírlo, un poco más claro. Rodeó el sofá y vio un charco de sangre. Una gota cayó del techo y salpicó el suelo.
Lentamente el cuerpo de Alice se puso en marcha y empezó a subir la escalera. Solo había catorce peldaños, pero le pareció el viaje más largo de su vida. Un paso. Otro paso. Quería detenerse, pero sus piernas parecían dotadas de voluntad propia.
—Por favor, mamá —susurró como si suplicara algo muy especial—. Por favor...
Y de repente, allí estaba, en el piso de arriba, junto al cuerpo de su madre.
La puerta de la casa se abrió con estrépito. Alice se agachó en la penumbra, a escasos centímetros de la cama. Un hombre acababa de irrumpir en la vivienda y hablaba en voz alta por el intercomunicador.
—Sí, señor. Estoy de nuevo en el sector nueve...
Se oyó el ruido de un líquido al caer. Alice asomó la cabeza por la puerta. Un hombre con ropa de camuflaje derramaba algo sobre los muebles. El aire se llenó del olor acre de la gasolina.
—Por aquí no hay niños. Raymond cazó dos objetivos que corrían hacia los árboles, pero eran adultos. Afirmativo. Llevamos los cuerpos dentro.
El hombre arrojó la lata vacía al suelo, volvió a la entrada y encendió una cerilla. La sostuvo unos segundos ante sus ojos. Alice no vio en ellos ni crueldad ni odio, solo simple obediencia. Arrojó la cerilla, y la gasolina prendió en el acto. Satisfecho, salió y cerró la puerta.
El humo se adueñaba de la casa mientras Alice bajaba la escalera a trompicones. En el lado norte solo había una ventana, y estaba a unos dos metros del suelo. Alice empujó el escritorio de su madre contra la pared, abrió el pestillo, trepó al ventanuco y cayó en la nieve.
Lo único que deseaba era esconderse como un animal se refugia en una madriguera. Tosiendo y llorando por culpa del humo, cruzó por última vez bajo el arco de la entrada. Un olor a productos químicos impregnaba el ambiente: olía como un vertedero en llamas. Avanzó junto al muro de adobe hasta que llegó a un claro y empezó a subir la pendiente de roca que llevaba a la cima del cañón. A medida que ascendía vio que todas las casas estaban ardiendo; las llamas formaban un río de luz. La cuesta se hizo más empinada, y tuvo que agarrarse a ramas y raíces para poder subir.
Cuando se hallaba a punto de alcanzar la cima, oyó un estallido: una bala se estrelló en la nieve que cubría el suelo, justo delante de ella. Se lanzó a un lado y, cubriéndose el rostro con las manos, rodó pendiente abajo. Cayó unos nueve metros, hasta que unos matorrales la frenaron. Mientras se incorporaba, recordó lo que aquel hombre había dicho en el centro comunal. «Summerfield y Gleason están en posición.» «Sensores térmicos.» ¿Y qué significaba «térmicos»? Calor. El tirador podía verla por el calor de su cuerpo.
Se sentó y, con las manos desnudas, empezó a echarse nieve por encima. Primero se cubrió las piernas; luego se tumbó de espaldas y se echó nieve sobre el torso. Por último, enterró el brazo izquierdo y, con la mano derecha, se cubrió la cara y el cuello con nieve; solo dejó una pequeña abertura alrededor de la boca. La piel le ardía, pero permaneció tras el matorral e intentó no moverse. Mientras el frío penetraba su cuerpo, la última partícula de la antigua Alice tremoló y se extinguió.
Michael Corrigan estaba sentado en una sala sin ventanas del Centro de Investigación de la Fundación Evergreen, al norte de Nueva York. Observaba a una joven francesa que se paseaba por los grandes almacenes Printemps de París. Las cámaras de vigilancia del establecimiento lo reducían todo a blanco y negro, pero pudo ver que era una joven morena, alta y atractiva. Le gustó su minifalda, la chaqueta de cuero y, sobre todo, los zapatos de tacón anudados al tobillo.
La sala de escaneo parecía un cine privado. Disponía de una gran pantalla de vídeo y altavoces empotrados en las paredes, pero solo había un sitio donde sentarse: una cómoda butaca de cuero marrón con un ordenador instalado sobre un soporte pivotante en el brazo. Quien se hallara en aquella sala podía dar órdenes al sistema o colocarse un auricular con micrófono y hablar con el personal del nuevo centro informático de Berlín. La primera vez que Michael se sentó allí tuvieron que enseñarle cómo funcionaban los programas de escaneo y cómo acceder por la puerta de atrás a los canales de los sistemas de vigilancia. Ya sabía realizar sencillas operaciones de seguimiento sin ayuda.
La joven morena estaba en la sección de artículos de belleza. Michael había echado un vistazo al establecimiento unos días antes y confiaba en que su objetivo subiera por la escalera mecánica hasta la sección La Mode de Printemps. Aunque en los probadores las cámaras de seguridad no estaban permitidas, había una discretamente situada en el vestíbulo. De vez en cuando, alguna mujer, vestida solo con la lencería que se estaba probando, salía del probador para verse en el gran espejo del fondo.
La presencia de Michael en la sala de escaneo era otra prueba de su creciente influencia en el seno de la Hermandad. Al igual que su padre, Matthew, y su hermano pequeño, Gabriel, era un Viajero. En el pasado, a los Viajeros se los consideraba profetas o místicos, locos o liberadores. Tenían el poder de liberarse de sus cuerpos y enviar su energía consciente —su Luz-a otras realidades. Cuando regresaban, lo hacían con visiones e ideas que cambiaban el mundo.
Los Viajeros siempre se habían topado con la resistencia de las autoridades. Pero en la era moderna un grupo de individuos llamado la Hermandad empezó a identificarlos y a asesinarlos antes de que pudieran alterar el orden establecido. Inspirada en las ideas de Jeremy Bentham, un filósofo inglés del siglo XVIII, la Hermandad se propuso crear un Panopticón Virtual, una cárcel invisible que abarcara a todos los habitantes del mundo industrializado. Creían que cuando la gente comprendiera que estaba siendo observada en todo momento, obedecería automáticamente las normas.
El verdadero símbolo de aquella época era una cámara de vigilancia de circuito cerrado. Los sistemas de información informatizada habían dado origen a la Gran Máquina, capaz de relacionar imágenes e información para controlar vastas poblaciones. Durante cientos de años, quienes estaban en el poder habían intentado asegurar la permanencia de un sistema propio. Por fin, el control de la sociedad había pasado de ser un sueño a una posibilidad real.
La Hermandad había irrumpido en la vida de Michael y de Gabriel cuando crecían en una granja de Dakota del Sur. Un grupo de mercenarios que buscaban a su padre atacaron la casa y le prendieron fuego. Los dos hermanos lograron sobrevivir, pero su padre desapareció. Años más tarde, después de haber sido educados por su madre fuera de la Red, los Corrigan acabaron en Los Ángeles. Nathan Boone y sus hombres capturaron primero a Michael y después a Gabriel, y los llevaron al Centro de Investigación de la Fundación Evergreen.
Los científicos de la Hermandad habían construido un potente ordenador cuántico, y las partículas subatómicas del núcleo de la máquina habían hecho posible comunicarse con los otros dominios que solo los Viajeros eran capaces de explorar. Se suponía que el nuevo ordenador cuántico iba a rastrear el paso de los Viajeros a través de las cuatro barreras a los otros mundos, pero una joven Arlequín llamada Maya lo destruyó cuando rescató a Gabriel.
Cada vez que Michael consideraba su nuevo estatus, no tenía más remedio que reconocer que el ataque de Maya contra el Centro de Investigación había sido el momento decisivo de su transformación personal. Había demostrado su lealtad no a su hermano sino a la Hermandad. Cuando se repararon los daños y se estableció un nuevo perímetro de seguridad, Michael regresó al centro. Seguía siendo un prisionero, pero, tarde o temprano, todo el mundo acabaría formando parte de una inmensa prisión. La diferencia estaba en el nivel de percepción. El mundo caminaba hacia un nuevo equilibrio de poder, y su intención era hallarse en el bando vencedor.
Habían bastado unas pocas sesiones en aquella sala para que Michael cayera bajo la seducción del poder de la Gran Máquina. Había algo en el hecho de sentarse en esa butaca que hacía que uno se sintiera como Dios observando el mundo desde el cielo. En esos momentos la joven de la chaqueta de cuero acababa de pararse en el mostrador de maquillaje y charlaba con una vendedora. Michael se puso el auricular con el micro y apretó un botón. Se había conectado con el nuevo centro de informática que la Hermandad tenía en Berlín.