El rey del invierno (55 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El rey del invierno
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Sonrió ligeramente al oir mis palabras, pues se tenía por dueño y señor de su destino.

—¿Tú crees que todos debemos seguir nuestro destino a ciegas?

—Creo, señor, que cuando el destino nos atrapa entre sus garras, no hay más camino que dejar la razón a un lado.

—Yo lo hice —dijo en voz baja, y luego me sonrió—. ¿Amas a alguien, Derfel?

—Las unícas mujeres que amo, señor, no son para mi —contesté compadeciéndome de mí mismo.

Arturo frunció el ceño e hizo un gesto de conmiseración con la cabeza.

—Pobre Derfel —dijo en voz baja, pero cierto matiz de su tono me hizo mirarlo. ¿Habría pensado que incluía a Ginebra entre esas mujeres? Me sonrojé y no supe qué decir, pero Arturo ya se había vuelto hacia Nimue, que nos llamaba desde el salón—. Algún día me contarás tu aventura en la isla de los Muertos —dijo—, cuando tengamos tiempo.

—Señor, os la contaré una vez os hayáis proclamado victorioso, cuando necesitéis relatos prolijos con que amenizar las largas noches de invierno.

—Si, cuando logremos la victoria —asintió con escaso convencimiento.

El ejército de Gorfyddyd era muy numeroso y el nuestro, muy pequeño.

Pero antes de presentar batalla debíamos comprar la paz a los sajones con el dinero del dios cristiano. Y así, nos dirigimos hacia Lloegyr.

13

Percibimos el olor de Durocobrivis mucho antes de acercarnos a la ciudad, durante el segundo día de viaje, a media jornada todavía de la ciudad tomada; el viento soplaba de oriente y arrastraba consigo el hedor amargo de la muerte y del humo por las abandonadas tierras de labor. Los campos estaban listos para la siega, pero el pueblo había huido aterrorizado por los sajones. En Cunetio, la pequeña población construida por los romanos en la que habíamos pernoctado, las calles estaban llenas de refugiados y sus ganados se amontonaban en establos de invierno reconstruidos a toda prisa. No hubo aclamaciones para Arturo en Cunetio, y no era de extrañar, puesto que todos le culpaban de la prolongada guerra y de sus desastrosas consecuencias. Según sus detractores, con Uter sólo había habido paz y con Arturo, nada sino guerra.

Los hombres de Arturo abrían nuestra silenciosa columna con armadura, lanzas y espadas pero con los escudos boca abajo y las puntas de las lanzas adornadas con ramas verdes en señal de paz. Tras la vanguardia avanzaban los lanceros de Lanval y después, dos veintenas de mulas de carga que transportaban el oro de Sansum y las pesadas armaduras de cuero que los caballos de Arturo usaban en la batalla. Cerraba la marcha, en la retaguardia, un puñado de hombres a caballo. Arturo iba a pie con mis lanceros de cola de lobo detrás del portador de su enseña, que a su vez cabalgaba con el grupo de cabeza. Hygwydd, el criado de Arturo, llevaba su yegua Llamrei; junto a él avanzaba un desconocido al que tomé por otro criado. Nimue iba con nosotros; yo iba enseñando a Arturo y a Nimue un poco de sajón, pero ninguno de los dos demostró ser buen alumno. Tan ruda lengua enseguida aburrió a Nimue, y a Arturo le bullían otros muchos asuntos en la cabeza, aunque aprendió rápidamente unas cuantas palabras sueltas: paz, tierra, lanza, comida, madre, padre. Esa sería la primera ocasión en que yo actuaría de intérprete, luego vendrían otras muchas en que habría de mediar como transmisor de las palabras de sus contrarios.

Nos encontramos con el enemigo a mediodía, al descender un monte de laderas largas por un camino flanqueado de bosques. De pronto una flecha salió disparada de entre los árboles y fue a clavarse en tierra a poca distancia de nuestro hombre de cabeza, Sagramor. Este levantó una mano y Arturo ordenó el alto.

—¡No saquéis la espada! —nos ordenó—. ¡Aguardad!

Los sajones debían de haber estado vigilándonos toda la mañana porque habían reunido una pequeña banda guerrera para enfrentarse a nosotros. Aquellos sesenta o setenta hombres fuertes salieron de entre los árboles detrás de su jefe, un guerrero de ancho pecho que caminaba bajo la enseña de un cacique, una cornamenta de ciervo de la que pendían jirones de piel humana curtida.

Al cacique le gustaban las pieles, como a todos los sajones; el gusto comedido por unas pocas cosas detiene el golpe de una espada con la misma eficacia que un pellejo grueso y valioso. Aquel hombre llevaba al cuello una piel de pelo negro y tiras de la misma piel alrededor de la parte superior del brazo y de los muslos. Las demás prendas eran de cuero o lana: jubón, calzas, botas y casco de cuero adornado de pelo negro. Ceñía espada larga a la cintura y empuñaba el arma preferida de los sajones, el hacha de hoja ancha.

—¿Os habéis perdido, wealhas? —nos gritó. Wealhas nos llamaban a los britanos; quiere decir extranjeros y lo utilizaban con cierto matiz despectivo, como nosotros los llamábamos sais a ellos—, ¿o es que ya estáis hartos de la vida?

Plantóse en medio del camino con las piernas abiertas, la cabeza alta y el hacha al hombro. Tenía la barba y el pelo castaños; las guedejas le salían tiesas por debajo del casco. Sus hombres, unos con casco de cuero y otros con yelmo de hierro, pero armados casi todos de hachas, cerraron el paso formando una barrera de escudos en el camino. Llevaban unos cuantos

perros sujetos con correa, auténticas bestias grandes como lobos. Nos habían contado que últimamente los sais los utilizaban como armas de ataque; los soltaban y los azuzaban contra las defensas enemigas unos segundos antes de atacar ellos con hachas y lanzas. Los perros causaron entre algunos de los nuestros mayor pánico que los propios sajones.

Me adelanté con Arturo hasta situarnos a pocos pasos del altivo sajón. No llevábamos lanza ni escudo ni desenvainamos la espada.

—Señor —dije en sajón—, Arturo, protector de Dumnonia, viene a veros en son de paz.

—De momento —repuso el hombre— tenéis paz, pero sólo de momento. —Hablaba en tono retador, pero el nombre de Arturo le había impresionado y miró a mi señor de hito en hito, largamente, antes de volver a dirigirse a mí—. ¿Eres sajón? —me pregunto.

—Sajón nací. Ahora soy britano.

—¿El lobo puede convertirse en sapo? —preguntó burlonamente—. ¿Por qué no vuelves a ser sajón?

—Porque he jurado servir a Arturo —respondí—, y al presente lo sirvo trayendo a tu rey un gran presente de oro.

—Para ser un sapo no cantas mal. Soy Therdig.

—Tu fama —mentí, pues no había oído hablar de él en mi vida—, puebla de pesadillas el sueño de nuestros hijos.

—Bien dicho, sapo —replicó, tras soltar una carcajada—. Y ¿quién es nuestro rey?

—Aelle —dije.

—No te he oído, sapo.

—El Bretwalda Aelle —contesté con un suspiro.

—Bien dicho sapo.

Los britanos no reconocíamos el título de Bretwalda, pero lo utilicé para complacer al cacique sajón. Arturo no entendía nada de la conversación y esperaba pacientemente a que yo tuviera algo que traducirle. Confiaba en aquellos a los que encomendaba una misión y no me presionó ni intervino en ningún momento.

—El Bretwalda —respondió Therdig— se encuentra a unas horas de aquí, sapo. Dame una razón por la cual debamos molestarlo con la noticia de que unos cuantos ratones, ratas y larvas están hollando su territorio.

—Traemos oro para el Bretwalda, Therdig, más del que podáis imaginar. Oro suficiente para vuestros hombres, para vuestras mujeres, para vuestras hijas, incluso para los esclavos. ¿Os parece razón suficiente?

—Enséñamelo, sapo.

Era arriesgado, pero Arturo aceptó el riesgo inmediatamente; condujo a Therdig y a seis de los suyos hasta las mulas y les mostró la gran cantidad de riquezas que atestaban las sacas. Corríamos el peligro de que Therdig considerara el tesoro digno de una batalla en ese mismo instante y lugar, pero los superábamos en número y la presencia de los grandes corceles de Arturo contribuyó a disuadirlo, de modo que se limitó a tomar tres monedas de oro diciendo que comunicaría nuestra presencia al Bretwalda.

—Esperad en Las Piedras —nos ordenó—, pasad allí la noche y mi rey acudirá a veros por la mañana. —Semejante orden implicaba que Aelle debía de estar sobreaviso de nuestra llegada e incluso debía de sospechar el motivo—. En Las Piedras nadie os molestará —añadió Therdig— hasta que el Bretwalda decida vuestro destino.

Aquella noche, pues tardamos toda la tarde en llegar a Las Piedras, contemplé por vez primera el gran círculo. Merlín se había referido a Las Piedras muchas veces y Nimue conocía su poder, pero nadie sabía quién las había levantado ni qué significado tenía su disposición en corro. Nimue estaba segura de que sólo los dioses habrían podido erigir un lugar semejante, de modo que se acercó recitando oraciones a los monolitos grises y solitarios cuya sombra se alargaba sobre la pálida hierba a la luz del ocaso. El gran círculo estaba rodeado por una zanja; sobre las piedras levantadas en vertical reposaban otras planas a modo de dintel y, en el interior de la colosal y rústica arcada, había más piedras colocadas de pie alrededor de una losa que parecía una especie de altar. En Britania abundaban los círculos de piedras, algunos de mayor circunferencia incluso, pero ninguno que inspirara tanto misterio y majestad, y todos nos acercamos en respetuoso silencio.

Nimue pronunció sus fórmulas mágicas, nos anunció que no había peligro en cruzar la zanja y entramos maravillados en el círculo sagrado. Espesos líquenes proliferaban sobre las piedras, algunas inclinadas hacia un lado o completamente caídas, otras con profundas cicatrices de nombres y números romanos. Gereint había sido señor de Las Piedras, título instituido por Uter para recompensar al responsable de la frontera oriental con los sajones, aunque en aquellos momentos había que nombrar un sucesor para expulsar a Aelle de la incendiada Durocobrivris. Según Nimue, era vergonzoso que Aelle exigiera recibirnos en aquel paraje tan cercano al corazón de Dumnonia.

Había un bosque a una milla hacia el sur y allá nos dirigimos con las mulas a buscar leña con que mantener una hoguera encendida durante toda aquella noche poblada de espíritus. Hacia oriente vimos el resplandor de otras hogueras, señal de que los sajones nos acechaban de cerca. Fue una noche inquietante. La hoguera resplandecía como el fuego de Beltane, pero aun así las sombras que se proyectaban en las piedras nos llenaban de desasosiego. Nimue protegió la zanja con numerosas fórmulas, precaución que calmó a nuestros hombres, pero los caballos, nerviosos, no dejaron de relinchar y patear la tierra toda la noche. Arturo sospechaba que percibían el olor de los perros sajones de guerra, pero Nimue estaba segura de que los espíritus de los muertos merodeaban a nuestro alrededor. Los centinelas se aferraban a las lanzas y daban el alto al menor soplo de aire que cruzara entre los túmulos que rodeaban Las Piedras, pero ni perros ni espíritus macabros ni guerreros nos molestaron, a pesar de lo cual pocos de nosotros logramos conciliar el sueño.

Arturo no durmió ni un instante. A cierta hora de la noche me pidió que le acompañara a dar un paseo y juntos anduvimos un rato por el exterior del círculo de piedras. Arturo guardó silencio al principio, la cabeza descubierta bajo las estrellas.

—Estuve aquí en otra ocasión —dijo de pronto.

—¿Cuándo, señor? —pregunté.

—Hace diez u once años —dijo con un encogimiento de hombros como si el número de años careciera de importancia—. ¡Me trajo Merlín! —Volvió a quedarse en silencio y no dije nada, pues

de sus palabras deduje que aquel lugar le traía recuerdos entrañables. Y debía de ser cierto, porque finalmente, se detuvo y señaló hacia la piedra gris semejante a un altar en el centro del círculo—. Fue allí, Derfel, donde Merlín me dio a Caledfwlch.

Miré la vaina con la cruz bordada.

—Noble regalo, señor —dije.

—Y gravoso, Derfel, pues no está exento de cargas. —Me tiró del brazo y continuamos paseando—. Me la dio con la condición de que hiciera siempre lo que él me ordenara, y le obedecí. Fui a Benoic y aprendí de Ban los deberes de un rey. Aprendí que un rey es igual que el más mísero de sus súbditos. Tal fue la lección de Ban.

—Pues el propio Ban no la aprendió —repliqué con amargura, pensando en que Ban había enriquecido Ynys Trebes sin darse de su propio pueblo.

—Algunos hombres —replicó con una sonrisa— tienen más facilidad para adquirir conocimiento que para ponerlo en práctica, Derfel. Ban era un sabio pero carecía de sentido práctico. Yo tengo que aprender las dos cosas.

—¿Para ser rey? —atrevime a preguntar, pues formular tal ambición iba contra todo lo que Arturo solía afirmar sobre su destino.

Sin embargo, no se tomó la osadía como ofensa.

—Para gobernar —dijo. Había vuelto a detenerse y miraba, por encima de los bultos oscuros de los hombres que dormían, hacía la piedra del centro del circulo; en aquel momento la losa parecía despedir un resplandor bajo la luz de la luna, aunque tal vez fuera producto de mi excitada imaginación—. Merlín me hizo pasar la noche desnudo, en pie sobre esa losa —prosiguió Arturo—, el viento traía lluvia y hacía frío. Él formulaba encantamientos mientras yo sujetaba la espada con el brazo estirado, sin moverme. El brazo me ardía, hasta que por fin se me durmió, pero ni entonces me permitió posar la espada. ¡Sujétala! —me decía—. íSujétala!, y allí permanecí, temblando, en tanto él invocaba a los muertos para que acudieran a contemplar la ofrenda que les hacia. Y acudieron, Derfel, columna tras columna, guerreros muertos de ojos vacíos y yelmos aherrumbrados que se levantaron de la tumba para presenciar la entrega de la espada. —Sacudió la cabeza como perturbado por los recuerdos—. Tal vez sólo me imaginara aquellas figuras corroídas por los gusanos. Era joven entonces, ¿comprendes?, y muy impresionable, y Merlín sabe imbuir las mentes jóvenes de miedo a los dioses. Sin embargo, una vez me hubo asustado con el tropel de testigos muertos, enseñóme a dirigir a los hombres, a buscar guerreros necesitados de un jefe y a luchar en combate. Me habló de mi destino, Derfel. —Volvió a enmudecer y su alargado rostro adquirió una expresión adusta a la luz de la luna. Después sonrió atribulado—. ¡Qué insensateces!

Pronunció las dos últimas palabras en voz tan baja que apenas las oí.

—¿Insensateces? —pregunté, incapaz de ocultar el deseo de recriminarlo.

—Tengo la misión de devolver Britania a los dioses —dijo Arturo burlándose de su deber, a juzgar por su tono de voz.

—Y lo haréis, señor —dije.

—Merlín no quería sino un brazo fuerte que blandiera una buena espada, pero ignoro lo que desean los dioses. Si quieren Britania, ¿para qué me necesitan a mi, o a Merlín? ¿Acaso los dioses necesitan a los hombres? ¿No seremos como perros ladrando para llamar la atención de unos amos que se niegan a escuchar?

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