El rey del invierno (43 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El rey del invierno
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—¿Sabíais que estaba aquí? —le pregunte.

—¿Quién?

Galahad clavó la lanza en el redondo escudo de un franco y la retiró.

—Merlín.

—¿Está aquí? —dijo, sorprendido—. No, no tenía la menor idea.

Un franco vociferante de pelo ondulado y barba manchada arremetió contra mi lanza en ristre, pero la atrapé justo por debajo de la punta y tiré de ella, de modo que ensarté al guerrero en la punta de mi espada. Otra lanza me pasó rozando y fue a clavarse en el dintel. Un hombre metió el pie entre las discordantes cuerdas del arpa y cayó hacia delante, momento que aprovechó Galahad para darle una patada en la cara. Yo le di un golpe en el cuello con el escudo y después desvié su estocada. No se oían sino gritos en el palacio y acres humaredas levantábanse por doquier, pero los atacantes iban perdiendo interés en saquear la biblioteca y se dirigían hacia otras habitaciones donde el botín fuera más fácil de cobrar.

—¿Merlín está aquí? —me preguntó Galahad, incrédulo.

—Comprobadlo con vuestros propios ojos.

Galahad se volvió a mirar al alto personaje que buscaba desesperadamente entre los ya condenados manuscritos de Ban.

—¿Ese es Merlín?

—Sí.

—¿Cómo habéis sabido que estaba aquí?

—No lo sabia. ¡Vamos, hijo de perra! —le dije a un franco que llevaba capa de cuero y hacha de guerra de doble filo y que pretendía demostrarse a si mismo que era un héroe.

Cargó contra nosotros entonando su himno de guerra y murió cantándolo todavía. El hacha fue a clavarse entre los tablones del suelo a los pies de Galahad, mientras éste sacaba su lanza del pecho del hombre.

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo! —gritó Merlín de pronto, a nuestra espalda—. ¡Silio Itálico, cómo no! No escribió dieciocho libros sobre la segunda guerra púnica, sólo diecisiete. ¡Cómo he podido ser tan estúpido! Tienes razón, Derfel, ¡soy un viejo loco! ¡Y peligroso! ¡Dieciocho libros sobre la segunda guerra púnica! ¡Hasta un simple niño sabe que sólo escribió diecisiete! ¡Ya lo tengo! ¡Vamos, Derfel, no me hagas perder tiempo! ¡No podemos andar por aquí mareando la perdiz toda la noche!

Echamos a correr de nuevo hacia la desordenada biblioteca, tiré la gran mesa al suelo delante de la puerta a modo de barrera mientras Galahad abría de una patada los postigos de las ventanas de poniente. Otro grupo de francos irrumpió en la habitación de la arpista; Merlín se arrancó la cruz de madera que llevaba al cuello y arrojó tan débil arma a los invasores, detenidos de momento por la maciza mesa Al caer la cruz, una gran llamarada envolvió la antecámara. Tomé el mortal incendio por mera coincidencia, pensé que la pared de la habitación se había derrumbado, permitiendo que se extendieran las llamas del otro lado en el mismo momento en que la cruz tocó el suelo, pero Merlín se atribuyó el prodigio.

—Al menos ha servido para algo ese objeto despreciable —dijo refiriéndose a la cruz, y se rió del enemigo, que aullaba entre llamas—. ¡Asaos, gusanos, asaos vivos! —Se guardó el precioso pergamino entre los pliegues del hábito, a la altura del pecho—. Derfel, ¿has leído a Silio Itálico? —me preguntó.

—Ni siquiera conocía el nombre, señor —dije, llevándolo hacia una ventana abierta.

—Escribió poesía épica, mi querido Derfel, poesía épica. —Se resistió a que lo llevara hacia la ventana y me puso una mano en el hombro—. Permíteme que te dé un consejo —dijo con gran seriedad—. Huye de la poesía épica, te lo digo por experiencia.

De pronto sentí deseos de llorar como un niño. Regocijábame tanto volver a ver sus ojos, sabios y malvados, como sí de mi propio padre se tratara.

—Os he echado tanto de menos, señor —balbucí.

—¡No te pongas sentimental conmigo ahora! —me dijo bruscamente, y se fue hasta la ventana con rapidez en el momento en que un franco lograba salvar la barrera de fuego saltando por encima de la mesa con un aullido de guerra; le salía humo de la cabeza.

El hombre nos arrojó la lanza, la desvié con el escudo, le clavé un tajo, le di una patada y volví a clavarle el acero.

—¡Por aquí! —gritó Galahad desde el jardín.

Asesté al franco moribundo un último golpe y después vi que Merlín había vuelto a su pupitre.

—¡Rápido, señor! —le dije.

—El gato —replicó—, no puedo abandonarlo aquí. ¡No seas necio!

—¡Por todos los dioses, señor! —dije a voz en grito, pero Merlín seguía escarbando bajo la mesa para alcanzar al asustado gato gris; por fin, saltó por el alféizar de la ventana con el animal en brazos y salió al jardín de hierbas aromáticas, rodeado por unos setos bajos de laurel.

El sol se ponía con todo esplendor, inundando el cielo de un rojo brillante y reflejándose en las aguas ondulantes de la bahía. Saltamos el seto, seguimos a Galahad por unas escaleras que llevaban a una cabaña de jardinero y continuamos por un peligroso camino que descendía bordeando el pico de granito. A un lado se elevaba la pared pelada y al otro se abría el vacío, pero Galahad conocía los senderos desde la infancia y nos condujo sin titubeos hasta la orilla de las oscuras aguas.

En el mar flotaban cadáveres. Nuestra nave, atestada hasta el punto de que parecía un milagro que se conservara a flote, ya estaba a un cuarto de milla de la costa; los remos se movían esforzadamente para llevar a los pasajeros a buen puerto. Haciendo bocina con las manos, grité.

—¡Culhwch! —Mi voz rebotó en la roca y se perdió en el mar, confundida con la inmensidad de gritos y gemidos que ponían el punto final a Ynys Trebes.

—Déjalos —dijo Merlín con calma, y empezó a rebuscar bajo el mugriento hábito que llevaba cuando era el padre Celwin—. Sujétalo —dijo, y me puso el gato en los brazos; luego volvió a rebuscar entre los pliegues de la ropa hasta que sacó un pequeño cuerno de plata; lo hizo silbar una vez y dio una nota dulce.

Casi al momento, por el lado norte de Ynys Trebes apareció una barca pequeña. Un hombre vestido con un simple sayo impulsaba la barquita con una especie de aspa larga sujeta a la popa en un tolete. La barca tenía la proa alta y puntiaguda y espacio suficiente como para tres pasajeros. Había un cofre en el fondo marcado con el sello de Merlín, Cernunnos, el dios cornudo.

—Lo preparé todo —dijo Merlín sin darle importancia— cuando llegué a la conclusión de que el pobre Ban no tenía ni idea de los pergaminos que poseía. Creí que iba a necesitar más tiempo, y así ha sido. Aunque los pergaminos estuvieran catalogados, los fili los desordenaban constantemente, por no hablar de cuando trataban de mejorarlos o de robar versos para atribuirselos a sí mismos. Un desvergonzado pasó seis meses plagiando a Catulo y luego lo colocó debajo de Platón. ¡Buenas noches, mi querido Caddwg! —saludó cordialmente al remero—. ¿Todo en orden?

—El mundo agoniza, pero por lo demás, sí —dijo Caddwg.

—Bien, tienes el cofre —dijo Merlín, señalando el cofre sellado—, es lo único que importa.

La elegante barca había pertenecido a palacio en otro tiempo y se usaba para transportar pasajeros desde la bahía hasta otras embarcaciones más grandes ancladas frente a la costa; Merlín había ordenado que aguardara su llamada. Saltamos a bordo y nos situamos en cubierta mientras el adusto Caddwg empujaba la barca hacia el mar abierto. Una flecha solitaria cayó desde las alturas y el agua se la tragó, como a nosotros; ésa fue la unica señal de despedida y el único tropiezo de nuestra partida. Merlín cogió al gato de entre mis brazos y se sentó satisfecho en la proa; Galahad y yo nos quedamos mirando hacia atrás, hacia la isla de la muerte.

La humareda sobrevolaba el agua. Los gritos de los condenados se elevaban como un lamento fúnebre en el día que terminaba. Veíamos negras siluetas de lanceros francos, que seguían cruzando el terraplén y chapoteando en el agua los últimos pasos hasta alcanzar la ciudad tomada. El sol desapareció, la bahía quedó en sombras y las llamas destellaron con mayor intensidad en el palacio. Una cortina se incendió y alzó una viva llamarada antes de quedar reducida a cenizas. La biblioteca ardió con mayor fiereza, los pergaminos prendían rápidamente, uno tras otro, y convirtieron ese rincón del palacio en un infierno. Fue la pira funeraria del rey Ban, que ardió durante toda la noche.

Galahad lloró. Se arrodilló en la cubierta aferrado a la lanza y contempló la reducción de su casa a polvo. Hizo la señal de la cruz y oró en silencio por que el alma de su padre alcanzara cualquiera que fuese el más allá en que Ban creyera. Por fortuna el mar estaba en calma, teñido de rojo y negro, sangre y muerte, el espejo perfecto de la ciudad en llamas donde nuestro enemigo danzaba celebrando un triunfo macabro. Ynys Trebes jamás fue reconstruida en nuestra era: las murallas cayeron, medraron las ortigas y las aves marinas hallaron reposo allí. Los pescadores francos evitaban la isla donde tantos habían encontrado la muerte. Dejó de ser Ynys Trebes, pues los francos le dieron un nombre nuevo en su ruda lengua: Monte de la Muerte. Y por las noches, a decir de los marineros, cuando la isla desierta se cierne negra sobre el mar de obsidiana, todavía resuenan los gritos de las mujeres y el gemido de los niños.

Atracamos en una playa vacía del lado occidental de la bahía. Dejamos la barca y transportamos el cofre de Merlín entre aulagas y espinos combados por el viento hasta la alta cresta del cabo. Cuando llegamos arriba, era noche cerrada; volvíme hacia Ynys Trebes, que relumbraba como brasas desperdigadas en la oscuridad; después, seguí adelante para descargar mi peso en la conciencia de Arturo. Ynys Trebes había perecido.

Embarcamos rumbo a Britania en el mismo río en que un día rogué a Bel y a Manawydan que me devolvieran sano y salvo a casa. Culhwch estaba en el río, su sobrecargado navío había embarrancado en el limo. Leanor seguía con vida, y también la mayoría de los nuestros. Quedaba en el río una nave apta para llevarnos a casa, el patrón aguardaba con la esperanza de obtener pingues beneficios a costa de la desesperación de los supervivientes, pero Culhwch le puso la espada al cuello y le obligó a llevarnos gratuitamente. El resto de la población del río había huido ya de los francos. Esperamos a que pasara la noche, una noche de colorido estridente, pues alcanzábamos a percibir el reflejo de las llamas de Ynys Trebes, y por la mañana levamos anclas y pusimos rumbo al norte.

Merlín observaba el alejamiento de la costa y yo lo observaba a él sin poder creer todavía que su regreso fuera real. Era alto y huesudo, quizás el hombre más alto que había visto en mí vida, con el pelo largo y blanco que le crecía desde la línea de la tonsura y se recogía en una cola atada con lazo negro. Cuando fingía ser Celwin lo llevaba suelto y desgreñado, pero una vez se hubo peinado la cola otra vez, se parecía más al Merlín de siempre. Tenía la tez del color de la madera vieja y pulida, los ojos verdes y la nariz afilada y huesuda como la proa de un barco. El bigote y la barba estaban trenzados en finas hebras, y solía retorcérselos entre los dedos cuando pensaba. Nadie sabía los años que tenía y nunca conocí a nadie mayor que él, salvo el druida Balise, como tampoco vi nunca a nadie de edad tan indefinida. Conservaba la dentadura intacta, no le faltaba ni una sola pieza, y la agilidad de un joven, aunque gustaba de fingirse viejo, frágil y desamparado. Se vestía de negro, siempre de negro y jamás de otro color, y solía llevar una larga vara negra, aunque en esos momentos, en plena huida de Armórica, le faltaba ese símbolo de rigor.

Sabia imponerse no sólo por su elevada estatura, su fama o la elegancia de su porte, sino por su mera presencia. Al igual que Arturo, dominaba el ambiente allí donde estuviera y dejaba una sensación de vacio cuando se ausentaba de un salón lleno de gente; sin embargo, la presencia de Arturo impregnaba el aire de generosidad y entusiasmo, mientras que la de Merlín resultaba siempre inquietante. Cuando miraba a uno, parecía llegar a los más hondos secretos del corazón y, lo que es peor, le parecían risibles. Era malicioso, impaciente, impulsivo y total y absolutamente sabio. Todo lo despreciaba, a todos vilipendiaba y amaba a unos pocos de todo corazón. Uno era Arturo, otra, Nimue y creo que yo era el tercero, aunque nunca tuve la certeza absoluta, pues se daba con gusto al disimulo y al disfraz.

—¡Me estás mirando, Derfel! —me recriminó desde la proa, sin darse la vuelta siquiera.

—Espero no volveros a perder de vista nunca, señor.

—Eres un tonto sentimental, Derfel. —Se volvió con una expresión reprobatoria—. Tenía que haberte devuelto al pozo de Tanaburs. ¡Lleva ese cofre a mi camarote!

Merlín se había adueñado del camarote del patrón del barco, y allí llevé el cofre de madera. Merlín entró agachado, pues el techo era bajo, colocó los cojines del capitán para hacerse un asiento cómodo y se dejó caer con un suspiro de felicidad. El gato gris saltó a su regazo en el momento en que Merlín desenrollaba, sobre la burda mesa de madera en la que brillaban escamas de pescado, las primeras pulgadas del grueso pergamino por el que había ariesgado la vida.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—Es el único y verdadero tesoro que Ban poseía —me contestó—. Lo demás era porquería en latín o griego, en su mayoría. Algo más habría, supongo, pero poca cosa.

—Bien, ¿y qué es? —insistí.

—Un pergamino, querido Derfel —contestó, en un tono como si la pregunta fuera una tontería. Miró hacia arriba, al cielo abierto; el viento, acre todavía a causa de la humareda de Ynys Trebes, inflaba la vela—. ¡El viento nos es favorable! —comentó risueño—. Estaremos en casa a la caída del sol, es posible. Bretaña, cuánto te he echado de menos: —Miró de nuevo el pergamino—. ¿Y Nimue? ¿Cómo esta mí amada niña? —preguntó, al tiempo que ojeaba las primeras líneas.

—La última vez que la vi —dije con amargura— había sufrido violación y le habían sacado un ojo.

—Es normal —dijo Merlín sin darle importancia.

Tanta frialdad me dejó sin aliento. Dejé transcurrir un momento y volví a preguntarle qué contenía el pergamino, que tan importante parecía. Merlín suspiró.

—¡Cuán importuno eres, Derfel, rapaz! Bien, me mostraré indulgente contigo, a pesar de todo. —Soltó el manuscrito, que se enrolló solo inmediatamente, y se reclinó en los cojines húmedos y deshilachados del patrón del barco—. Sin duda sabes quién era Caleddin.

—No, señor.

Levantó las manos con desesperación.

—¿No te averguenza tamaña ignorancia, Derfel? Caleddin era el druida de los ordovicios, una tribu perversa. Motivos tengo para saberlo a ciencia cierta, pues una de mis esposas era ordovicia, y sólo con ella tuve suficiente como para doce vidas. No he de repetirlo nunca jamás. —El recuerdo le hizo estremecerse; después me miró directamente—. Fue Gundleus quien violó a

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