El restaurante del Fin del Mundo (8 page)

BOOK: El restaurante del Fin del Mundo
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Mientras estaba mirándola con aire sombrío, súbitamente salió de ella un aullido inhumano de terror, como de un hombre a quien separasen a fuego el alma del cuerpo. El grito se elevó por encima del viento y fue apagándose.

Zaphod sintió un sobresalto de miedo y le pareció que la sangre se le hacía helio líquido.

—¡Eh! ¿Qué ha sido eso?— masculló sordamente.

—Una grabación del último que metieron en el Vórtice— explicó Gargrabar—. Siempre se le pone a la víctima siguiente. Es una especie de preludio.

—Pues sonaba francamente mal...— tartamudeó Zaphod—. ¿No podríamos largarnos un rato a una fiesta o algo así, para pensarlo?

—Por lo que me figuro— dijo la voz etérea de Gargrabar— es posible que yo esté en una. Es decir, mi cuerpo. Va a muchas fiestas sin mí. Dice que lo único que hago es estorbar. Ya ves.

—¿Qué es todo eso de tu cuerpo?— preguntó Zaphod— deseoso de aplazar lo que fuese a ocurrirle.

—Pues se trata... de que está muy ocupado, ¿sabes?— contestó Gargrabar, titubeando.

—¿Quieres decir que tiene una mente propia?— dijo Zaphod.

Hubo un silencio largo y un tanto glacial.

—Tengo que decir— repuso al fin Gargrabar— que esa observación me parece de muy mal gusto.

Zaphod masculló una disculpa confusa y avergonzada.

—No importa— dijo Gargrabar—, no tenías por qué saberlo. La voz revoloteó insatisfecha.
— Lo cierto es— prosiguió en un tono que sugería que intentaba dominarla con todas sus fuerzas—, lo cierto es que en estos momentos pasamos por un período de separación legal. Sospecho que terminará en divorcio.

La voz volvió a apagarse, y Zaphod quedó sin saber qué decir. Emitió un murmullo confuso.

—Creo que no estamos hechos el uno para el otro— continuó al cabo Gargrabar—; nunca hemos sido felices haciendo las mismas cosas. Siempre hemos tenido unas discusiones formidables sobre la pesca y la sexualidad. Al fin tratamos de combinar las dos cosas, pero como puedes imaginarte, no fue más que un desastre. Y ahora mi cuerpo se niega a dejarme entrar. Ni siquiera quiere verme...

Volvió a hacer otra pausa dramática. El viento azotaba la llanura.

—Dice que sólo le produzco inhibiciones. Le señalé que yo sólo quería habitarlo, y contestó que eso era exactamente la clase de observación sabihonda que le sale a un cuerpo por la aleta izquierda de la nariz, de modo que lo dejamos. Probablemente le concederán la custodia de mi nombre.

—Vaya...— dijo Zaphod, débilmente—; ¿y cuál es?

—Pispote— dijo la voz—. Me llamo Pispote Gargrabar. Lo dice todo, ¿no es cierto?

—Hummm...— dijo Zaphod en tono comprensivo.

—Y por eso es por lo que, al ser una mente sin cuerpo, me han encomendado el trabajo de Guardián del Vórtice de la Perspectiva Total. Nadie pisará nunca el suelo de este planeta. Salvo las víctimas del Vórtice, que en realidad no cuentan, según me temo.

—Ah...

—Te contaré la historia. ¿Te gustaría oírla?

—Pues...

—Hace muchos años, éste era un planeta próspero y feliz; era un mundo normal en el que había gente, ciudades y tiendas. Pero en las calles elegantes de las ciudades había más zapaterías de las estrictamente necesarias. Y poco a poco, de manera insidiosa, fue aumentando el número de tales comercios. Es un fenómeno económico bien conocido pero trágico de ver en la práctica, porque cuantas más zapaterías había, más zapatos tenían que fabricar y más incómodos de llevar resultaban. Y cuanto más se gastaban, más calzado compraba la gente y más tiendas proliferaban, hasta que toda la economía del planeta traspasó lo que, según creo, se denomina Horizonte de la Competencia de Zapatos, y ya no fue económicamente posible fabricar algo que no fuesen zapatos. Consecuencia: fracaso, ruina y hambre. Murió la mayor parte de la población. Los pocos que tenían el tipo adecuado de inestabilidad genética se transformaron en pájaros, de los que ya has visto algunos, que maldijeron sus pies, renegaron del suelo y juraron no volver a pisarlo. Pobrecillos. Pero, vamos, tengo que conducirte al Vórtice.

Zaphod meneó estupefacto una cabeza y avanzó tambaleante por la llanura.

—Y tú procedes de este agujero repugnante, ¿verdad?— preguntó.

—No, no— contestó Gargrabar, desconcertado—. Soy del Mundo Ranestelar C. Un sitio precioso. Con una pesca fantástica. Al atardecer, revoloteo hacia allá. Aunque lo único que puedo hacer ahora es mirar. El Vórtice de la Perspectiva Total es lo único que tiene alguna función en este planeta. Se construyó aquí porque nadie lo quería tener a la puerta de casa.

En aquel momento, otro grito deprimente rasgó el aire y Zaphod se estremeció.

—¿Qué daño puede hacer eso a un individuo?— masculló.

—El Universo— dijo simplemente Gargrabar—, todo el Universo infinito. Los soles infinitos, las distancias infinitas que los separan, mientras que tú eres un punto invisible dentro de un punto invisible, infinitamente pequeño.

—Pero, hombre, ¿sabes que soy Zaphod Beeblebrox?— murmuró Zaphod, tratando de airear los últimos restos de su amor propio.

Gargrabar no replicó, limitándose a proseguir su lúgubre murmullo hasta que llegaron a la descolorida cúpula de acero en medio de la llanura.

Cuando llegaron, se abrió a un costado una puerta susurrante, revelando una pequeña cámara en sombras.

—Entra— dijo Gargrabar.

Zaphod sintió un sobresalto de terror.

—Pero, cómo, ¿ahora?— dijo.

—Ahora.

Zaphod atisbó nervioso al interior. La cámara era muy pequeña. Estaba forrada de acero y apenas tenía espacio para más de una persona.

—Pues... humm..., no me parece ninguna clase de Vórtice— dijo Zaphod.

—No lo es; es el ascensor— informó Gargrabar—. Entra.

Con ansiedad infinita, Zaphod entró. Era consciente de que Gargrabar estaba con él en el vehículo, aunque el hombre sin cuerpo no hablaba.

El ascensor empezó a bajar.

—Tengo que ponerme en el estado de ánimo apropiado para esto— murmuró Zaphod.

—No existe estado de ánimo apropiado— dijo severamente Gargrabar.

—Verdaderamente, sabes cómo hacer que un individuo se sienta mal.

—Yo no. Es el Vórtice.

Al final del pozo, se abrió la parte de atrás del ascensor y Zaphod se encontró en una cámara más bien pequeña, funcional y forrada de acero.

En un extremo se levantaba un cajón de acero colocado en sentido vertical, con el tamaño suficiente para que un hombre cupiera de pie.

Era así de sencillo.

Estaba conectado a un pequeño montón de elementos y de instrumentos mediante un cable grueso.

—¿Es esto?— preguntó Zaphod, sorprendido.

—Eso es.

No tiene tan mal aspecto, pensó Zaphod.

—¿Y tengo que entrar ahí?— preguntó Zaphod.

—Tienes que entrar ahí— confirmó Gargrabar—. Y me temo que debes hacerlo ahora mismo.

—Vale, vale— dijo Zaphod.

Abrió la puerta del cajón y entró.

Una vez dentro, esperó.

Al cabo de cinco segundos hubo un ruidito y todo el Universo estaba con él en el cajón.

11

El Vórtice de la Perspectiva Total obtiene la imagen de la totalidad del Universo mediante el principio de análisis de la extrapolación de la materia.

En otras palabras, como toda partícula de materia del Universo recibe cierta influencia de los demás fragmentos de materia del Universo, en teoría es posible extrapolar el conjunto de la creación: todos los soles, todos los planetas, sus órbitas, su composición, su economía y su historia social de, digamos, una pequeña porción de tarta.

El inventor del Vórtice de la Perspectiva Total ideó la máquina con la intención fundamental de molestar a su mujer.

Trin Trágula, que así se llamaba, era un soñador, un pensador, un filósofo especulativo o, tal como le definía su mujer, un idiota.

Su esposa le importunaba de continuo por la cantidad de tiempo absolutamente disparatada que dedicaba a mirar las estrellas, a meditar sobre el mecanismo de los imperdibles o a realizar análisis espectrográficos de porciones de tarta.

—¡Ten un poco de sentido de la proporción!— solía decirle, en ocasiones con una frecuencia de treinta y ocho veces al día.

Y por eso construyó el Vórtice de la Perspectiva Total, para darle una lección.

En un extremo conectó toda la realidad extrapolada de una porción de tarta, y en el otro conectó a su mujer. De manera que, cuando lo puso en funcionamiento, su mujer vio en un instante toda la creación infinita y a ella misma en relación con el Universo.

Para horror de Trin Trágula, la conmoción aniquiló totalmente el cerebro de su mujer; pero para su satisfacción, comprobó que había demostrado de manera concluyente que si la vida existe en un Universo de tales dimensiones, en ella no puede caber el sentido de la proporción.

La puerta del Vórtice se abrió de par en par.

Con su mente desprovista de cuerpo, Gargrabar observaba sombríamente. En cierta extraña manera, Zaphod le había gustado bastante. Estaba claro que se trataba de un hombre de cualidades, aunque en su mayor parte fueran malas.

Esperaba que se desplomase al salir del cajón, como solían hacer todos.

Sin embargo, salió andando.

—¡Qué hay!— dijo.

—¡Beeblebrox...!— jadeó estupefacta la mente de Gargrabar. ¿Podría beber algo, por favor?— preguntó Zaphod.

—Tú..., tú..., ¿has estado en el Vórtice?— tartamudeó Gargrabar.

—Ya me has visto, muchacho.

—¿Y funcionaba?

—Claro que sí.

—¿Y has visto toda la creación infinita?

—Pues claro. ¿Sabes que es verdaderamente muy bonita?

La mente de Gargrabar daba vueltas de asombro. Si le hubiera acompañado su cuerpo, se habría sentado pesadamente con la boca abierta.

—¿Y te has visto en relación con ella?— inquirió Gargrabar.

—Ah, sí, sí.

—Pero... ¿qué has experimentado?

Zaphod se encogió de hombros con aire de presunción.

—No me ha dicho cosas que no supiera de siempre. Soy un tipo verdaderamente magnífico y formidable. ¿Es que no te he dicho, hombre, que soy Zaphod Beeblebrox?

Su mirada recorrió las máquinas que suministraban energía al Vórtice y se detuvo de repente, pasmada.

Respiró fuerte.

—Oye— dijo—, ¿es esto una verdadera porción de tarta?

Se precipitó sobre el pequeño trozo de pastel y lo apartó de los sensores que lo rodeaban.

—Si te contara cuánto lo necesito— dijo hambriento—, no tendría tiempo de comérmelo.

Se lo comió.

12

Poco tiempo después corría por la llanura en dirección a la ciudad en ruinas.

El aire húmedo le hacía resollar con dificultad, y daba frecuentes tropezones por el agotamiento que aún sentía. Empezaba a caer la noche, y el áspero terreno era traicionero.

Pero todavía le inundaba el júbilo de su reciente experiencia. Todo el Universo. Había visto cómo el Universo entero se extendía hasta el infinito delante de él: todo lo existente. Y la visión le reveló el nítido y extraordinario conocimiento de que él era lo más importante de su contenido. El tener una personalidad engreída es una cosa. Y que lo dijera una máquina es otra.

No tuvo tiempo de meditar sobre ello.

Gargrabar le había dicho que tenía que poner lo sucedido en conocimiento de sus jefes, pero que estaba dispuesto a dejar pasar un tiempo razonable antes de hacerlo. El suficiente para dar oportunidad a Zaphod de encontrar un sitio donde ocultarse.

No tenía idea de lo que iba a hacer, pero el saber que era la persona más importante del Universo le daba confianza para creer que encontraría algo.

En aquel planeta marchito no había más razones para sentirse optimista.

Siguió corriendo y pronto llegó a las afueras de la ciudad abandonada.

Avanzó por carreteras llenas de socavones y salpicada de largos hierbajos, con hoyos repletos de zapatos podridos. Los edificios por los que pasaba estaban tan desmoronados y decrépitos, que consideró poco seguro entrar en alguno. ¿Donde podría esconderse? Siguió de prisa.

Al cabo del rato, los restos de una ancha carretera general arrancaban de la que él recorría, y a su extremo había un edificio bajo rodeado de otros más pequeños y variados, cercados todos por las ruinas de una valla circular. El edificio principal parecía medianamente sólido, y Zaphod se desvió para ver si podía proporcionarle..., bueno, nada.

Se acercó al edificio. A un costado, que parecía ser la entrada principal pues tenía delante una gran zona de cemento, había tres puertas gigantescas de unos veinte metros de altura. Estaba abierta la del extremo, y hacia ella corrió Zaphod.

Dentro todo era confusión, polvo y tinieblas. Enormes telas de araña lo cubrían todo. Parte de la infraestructura del edificio estaba derruida, había un boquete en la pared trasera y centímetros de polvo, denso y asfixiante, cubrían el suelo.

Entre las sombras espesas se vislumbraban formas vagas, cubiertas de escombros.

Unas formas eran cilíndricas, otras bulbosas y otras parecían huevos; más precisamente, huevos rotos. La mayoría estaban abiertas o desgarradas, otras eran simples esqueletos.

Todas eran astronaves, abandonadas.

Zaphod avanzó, frustrado, entre aquellos armatostes. Nada había que pudiera ser remotamente útil. Hasta la simple vibración de sus pasos causaba que los precarios restos se desmoronaran más sobre sí mismos.

Hacia la parte de atrás del edificio yacía una vieja nave, algo mayor que las demás y enterrada bajo más espesos montones de polvo y de telas de araña. Sin embargo, sus contornos parecían intactos. Zaphod se acercó a ella con interés, y en el camino tropezó con un cable.

Trató de apartarlo y descubrió con sorpresa que seguía conectado a la nave.

Para su entera satisfacción, oyó que el cable emitía un murmullo ligero.

Incrédulo, miró fijamente a la nave y luego al cable que tenía entre las manos.

Se quitó la chaqueta y la tiró a un lado. Se puso a gatas y empezó a seguir el cable hasta el punto donde se juntaba con la nave. La conexión era firme y la leve vibración del murmullo se hacía más nítida.

Su corazón latía deprisa. Limpió unos tiznones y aplicó una oreja al costado de la nave. Sólo oyó un ruido débil e indeterminado.

Revolvió febrilmente los escombros que ocultaban el suelo y encontró un trozo de tubo y una taza de plástico no biodegradable. Con ello fabricó una especie de estetoscopio rudimentario y lo colocó contra el costado de la nave.

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