El relicario (13 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
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—Tiene buena pinta —comentó Margo, señalando con la barbilla una bandeja de quiche listo para ser distribuido por las mesas.

—Eh, he dicho una copa, no una cena de ocho platos. —Smithback eligió una mesa y se sentó bajo un cuadro de Howard Chandler Christie donde varias mujeres desnudas retozaban delicadamente en un jardín. Guiñó un ojo y, apuntando hacia el lienzo con el pulgar, dijo—: Creo que le gusto a la pelirroja.

Un anciano camarero de rostro arrugado y perpetua sonrisa se acercó y tomó nota de lo que querían.

—Me gusta este sitio —afirmó Smithback cuando se alejó el camarero con andar pesado—. Son amables. No resisto a los camareros que te hacen sentir como un don nadie. —Advirtió una mirada interrogativa en los ojos de Margo—. Bien, llegó la hora de las preguntas. ¿Has leído todos mis artículos desde la última vez que nos vimos?

—Ahí tendré que acogerme a mi derecho a guardar silencio —respondió Margo—. Pero vi tus crónicas sobre Pamela Wisher. La segunda me pareció mucho mejor. La mostrabas como un verdadero ser humano, y no simplemente como un tema al que sacarle provecho. En tu caso, supone todo un cambio de enfoque, ¿no?

—Ésa es mi Margo —bromeó Smithback. El camarero volvió con sus copas y un cuenco de avellanas y se marchó de nuevo—. Precisamente ahora vengo de la manifestación. Esa señora Wisher es una mujer extraordinaria.

Margo asintió con la cabeza.

—Acabo de oír la noticia en la radio. Parece un disparate. No sé si la señora Wisher es consciente de lo que ha desencadenado.

—Al final, casi daba miedo. La gente rica e influyente ha descubierto de pronto el poder de las masas exaltadas.

Margo rió, recordándose no obstante que no debía bajar la guardia. Con Smithback había que ser prudente. Conociéndolo como lo conocía, era muy probable que tuviese un casete escondido en el bolsillo y estuviese grabando la conversación.

—Es extraño —prosiguió Smithback.

—¿Qué es extraño?

Smithback se encogió de hombros.

—Lo poco que se necesita… unos tragos de whisky y quizá el estímulo de formar parte de una multitud… para que un grupo se despoje de su barniz de clase alta y se vuelva violento y peligroso.

—Si supieses algo de antropología —dijo Margo—, no te sorprendería tanto. Además, por lo que he oído, esa multitud no era tan uniforme respecto a la clase social como cierta prensa quiere creer. —Tomó otro sorbo y se reclinó contra el respaldo de la silla—. En cualquier caso, supongo que esto no es una invitación desinteresada. Nunca te he visto gastar dinero sin un motivo.

Smithback dejó su vaso, al parecer sinceramente dolido.

—No salgo de mi asombro. De verdad. No pareces la misma. Últimamente apenas nos vemos, y una vez que hablamos, me echas esas cosas en cara. Y mírate, eres toda músculo, como una gacela. ¿Qué ha sido de aquella Margo desgarbada y caída de hombros que yo conocía y adoraba? ¿A qué se debe semejante cambio?

Margo se dispuso a contestar, pero se contuvo. A saber qué pensaría Smithback si supiese que además llevaba una pistola en el bolso. ¿A qué se debe ese cambio?, se preguntó también ella. Pero ya conocía la respuesta. Era cierto, ya rara vez veía a Smithback. Y por la misma razón tampoco había visto apenas a su antiguo tutor, el doctor Frock, ni a Kawakita, ni a Pendergast, el agente del FBI, ni a ninguna de las personas que había conocido durante su primera etapa en el museo. Los recuerdos que todos ellos compartían eran demasiado recientes, demasiado horribles. Le bastaba con las pesadillas que aún la despertaban por las noches; nada deseaba menos que avivar el recuerdo de aquella espantosa experiencia.

Pero mientras reflexionaba, la expresión compungida de Smithback se desvaneció en una sonrisa.

—En fin, no tiene sentido fingir —admitió, y dejó escapar una risa burlona—. Me conoces demasiado bien.

hay un motivo. Sé por qué te quedas hasta tan tarde en el museo.

Margo se quedó de una pieza. ¿Cómo se había filtrado la noticia? Pero de inmediato recobró la calma. Smithback era un pescador astuto, y quizá no había tanto cebo en el anzuelo como pretendía hacerle creer.

—Lo suponía —dijo—. ¿Y exactamente por qué me quedo, y cómo te has enterado?

—Tengo mis informadores —respondió Smithback con un gesto de indiferencia—. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Hablé con unos viejos amigos del museo, y me contaron que el cadáver de Pamela Wisher y el otro no identificado fueron trasladados al museo el jueves pasado. Tú y el doctor Frock colaboráis en las autopsias.

Margo permaneció en silencio.

—Puedes hablar con toda tranquilidad; no revelaré la fuente —aseguró Smithback.

—Ya he terminado mi copa. Tengo que irme —dijo Margo, y se puso en pie.

—Espera. —Smithback la agarró de la muñeca—. Hay una cosa que aún no sé. ¿Os han pedido colaboración por las marcas de dientes en los huesos?

Margo se volvió a mirarlo sobresaltada.

—¿Cómo te has enterado de eso? —preguntó.

Smithback exhibió una sonrisa triunfal, y Margo, desmoronándose, se dio cuenta de lo hábilmente que le había tendido el anzuelo. En realidad Smithback tenía sólo conjeturas. Pero con su reacción se las había confirmado.

Volvió a sentarse.

—Eres un hijo de puta, ¿no te lo ha dicho nadie?

El periodista se encogió de hombros.

—No todo eran suposiciones. Me constaba que los cadáveres fueron trasladados al museo. Y si leíste mi entrevista a Mephisto, el jefe subterráneo, ya sabrás que, según él, hay caníbales bajo Manhattan.

Margo negó con la cabeza.

—No puedes publicar eso, Bill.

—¿Por qué? Nadie sabrá que ha salido de ti.

—No, es eso lo que me preocupa —repuso Margo—. Piensa por un momento más allá de tu próximo plazo de entrega. ¿Te haces idea del revuelo que una noticia así podría provocar en la ciudad? ¿Y qué me dices de tu nueva amiga, la señora Wisher? No sabe nada. ¿Cómo crees que reaccionaría si averiguase que su hija no sólo fue asesinada y decapitada, sino además parcialmente devorada?

Una expresión de pesar ensombreció momentáneamente el rostro de Smithback.

—Soy consciente de todo eso, Margo. Pero es una noticia.

—Aplaza un día la publicación.

—¿Por qué?

Margo vaciló.

—Será mejor que me des una buena razón, flor de loto —recalcó Smithback.

Margo dejó escapar un suspiro.

—Muy bien. Porque puede que las marcas de dientes sean de un cánido. Por lo visto, los cuerpos estuvieron mucho tiempo en las cloacas antes de que una tormenta los arrastrase. Probablemente los mordió algún perro callejero.

Un repentino desánimo se reflejó en la cara de Smithback.

—¿Quieres decir que no fueron caníbales?

Margo movió la cabeza en un gesto de negación.

—Siento decepcionarte. Seguramente mañana, cuando terminen las pruebas de laboratorio, lo sabremos con toda certeza. Entonces tendrás la exclusiva, te lo prometo. Hay prevista una reunión en el museo mañana al mediodía. Al acabar, hablaré del tema con Frock y D'Agosta.

—Pero ¿qué más da un día antes o un día después?

—Acabo de decírtelo. Publica la noticia ahora, y cundirá el pánico. Ya has visto cómo se ha comportado hoy la flor y nata de Nueva York. Tú mismo lo has dicho. ¿Qué pasará si creen que anda suelto un monstruo, otro Mbwun, por ejemplo, o un misterioso asesino en serie con instintos caníbales? Y si al día siguiente anunciamos que eran mordeduras de perro, quedarás como un idiota. Ya has sacado de quicio a la policía con el asunto de la recompensa. Si aterrorizas a la ciudad sin razón, te crucificarán.

Smithback se recostó en la silla.

—Mmm.

—Espera sólo un día, Bill —suplicó Margo—. Aún no hay noticia.

Smithback, pensativo, guardó silencio. Finalmente contestó de mala gana:

—De acuerdo. La intuición me dice que me equivoco, pero te concedo un día más. Y después la exclusiva será mía, no lo olvides. Procura que no haya filtraciones a otros medios.

Margo sonrió.

—No te preocupes.

Permanecieron callados por un momento. Por fin Margo lanzó un suspiro y dijo:

—Antes me preguntabas por qué he cambiado. No lo sé. Supongo que estos asesinatos me traen malos recuerdos.

—Te refieres a la Bestia del Museo —dedujo Smithback. Atacaba sistemáticamente el cuenco de avellanas—. Fueron tiempos difíciles.

—Es una manera de expresarlo. —Margo se encogió de hombros—. Después de lo que ocurrió… en fin, quería olvidar. Tenía pesadillas; me despertaba una noche tras otra bañada en un sudor frío. Cuando me fui a Columbia, la situación mejoró. Pensé que había terminado. Pero al volver al museo empezó todo esto… —Se interrumpió. Al cabo de un instante preguntó de improviso—: Bill, ¿sabes qué ha sido de Gregory Kawakita?

—¿Greg? —dijo Smithback. Había dado cuenta de las avellanas y hacía girar el cuenco entre las manos como si buscase más debajo—. No he vuelto a verlo desde que pidió la excedencia en el museo. ¿Por qué lo preguntas? —Entornó los párpados con picardía—. No estaríais liados, ¿verdad?

—No, ni mucho menos —respondió Margo con un ademán de rotunda negación—. Más bien lo contrario. Competíamos siempre por la atención del doctor Frock. Es sólo que hace unos meses me dejó un mensaje en el contestador, y no le devolví la llamada. Tuve la impresión de que estaba enfermo o le pasaba algo. Le noté la voz cambiada. El caso es que al cabo de un tiempo me sentí culpable y busqué su número en la guía, pero no aparece. Tengo curiosidad por saber si se ha marchado de la ciudad. Quizá ha encontrado trabajo en otro sitio.

—Me sorprende —dijo Smithback—. Pero Greg es de esas personas que siempre caen de pie. Probablemente habrá encontrado un puesto de asesor y estará embolsándose trescientos mil dólares al año. —Consultó su reloj—. Tengo que entregar el artículo sobre la manifestación a las nueve, lo cual significa que aún me queda tiempo para otra copa.

Margo lo miró con fingido asombro.

—¿Bill Smithback invitando a una amiga a una segunda ronda? ¿Cómo voy a marcharme ahora? Esto es un acontecimiento histórico.

16

Nick Bitterman subió briosamente por los peldaños de piedra del Castillo de Belvedere y esperó a Tanya junto al parapeto. Bajo él se extendía el Central Park, una enorme mancha oscura en la puesta de sol. Nick notaba bajo el brazo, a través de la bolsa de papel, el frío contacto de la botella de Dom Perignon. Resultaba agradable en el calor de la tarde. Cada vez que se movía las copas tintineaban en el bolsillo de su chaqueta. Con un gesto mecánico, palpó la caja cuadrada que contenía el anillo. Un diamante estilo Tiffany de un quilate engastado en platino que le había costado cuatro de los grandes en la calle Cuarenta y siete. Había hecho una buena compra. Por fin llegó Tanya, riendo y jadeando. Ya sabía lo del champán, pero el anillo era una sorpresa.

Nick recordó una película en que los dos protagonistas bebían champán en el puente de Brooklyn y luego lanzaban las copas al río. Aquello no estaba mal, pero lo suyo iba a ser mucho mejor. Ningún otro lugar de la ciudad ofrecía una vista más espectacular de Manhattan que las murallas del Castillo de Belvedere al ponerse el sol. Simplemente había que tener la precaución de largarse del parque antes de oscurecer.

Tendió la mano a Tanya cuando ella ascendía los últimos peldaños, y siguieron juntos hasta el extremo del parapeto de piedra. La torre se alzaba sobre ellos, negra en la luz del ocaso, sus ornamentos góticos en cómica contradicción con los aparatos meteorológicos que asomaban sobre las almenas. Volvió la cabeza para mirar el camino por donde habían llegado hasta allí. A sus pies se hallaba el pequeño lago del castillo, y un poco más allá la amplia extensión verde del Great Lawn, que abarcaba hasta la hilera de árboles que daban sombra a las aguas del Reservoir. El Reservoir, bajo el sol poniente, parecía una lámina de oro batido. A su derecha, los edificios de la Quinta Avenida marchaban impasiblemente hacia el norte, reverberando la luz en sus ventanas con reflejos anaranjados; a su izquierda, el perfil de las fachadas de Central Park West, oscurecido por una capa de nubes.

Sacó la botella de champán de su envoltorio de papel de seda marrón, retiró el precinto de plomo y el alambre, apuntó con cuidado, y torpemente empezó a descorcharla. El tapón salió por fin con un sonoro estampido y se perdió de vista. Al cabo de unos segundos lo oyeron caer en el lago.

—¡Bravo! —exclamó Tanya.

Nick llenó las copas y le entregó una a ella.

—Salud.

Entrechocaron las copas, y Nick apuró el champán de un trago. Luego observó a Tanya, que lo tomaba cautamente a sorbos.

—Bébetelo todo —la apremió, y ella vació la copa arrugando la nariz.

—Me hace cosquillas —dijo Tanya entre risas mientras él rellenaba las copas.

Nick se bebió el champán en dos o tres rápidos tragos y alzó su copa vacía.

—¡Atención, ciudadanos de Manhattan! —gritó desde las murallas, desvaneciéndose su voz en el espacio—. ¡Os habla Nick Bitterman! ¡Proclamo que de aquí a la eternidad el 7 de agosto será el día de Tanya Schmidt!

Tanya se echó a reír, y Nick llenó las copas una tercera vez hasta que el champán las desbordó y no quedó una sola gota en la botella. Cuando las copas estuvieron vacías, Nick rodeó a Tanya con un brazo.

—Ahora, como manda la tradición, las tiraremos —dijo con tono solemne.

Arrojaron las copas al vacío y se inclinaron sobre el parapeto para contemplarlas mientras trazaban un rápido arco descendente y caían ruidosamente al agua. Nick advirtió que en el parque ya no había gente tomando el sol ni patinando ni paseando, y que las inmediaciones del castillo habían quedado desiertas. Más valía no entretenerse mucho tiempo más. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la caja y se la entregó. A continuación retrocedió un paso y observó orgulloso a Tanya mientras la abría.

—¡Dios mío, Nick! —exclamó ella—. ¡Debe de haberte costado una fortuna!

—Tú vales una fortuna —respondió Nick. Cuando ella se puso el anillo en el dedo, sonrió, la atrajo hacia sí y la besó brevemente—. Sabes lo que eso significa, ¿no?

Ella le dirigió una mirada radiante. Por encima de sus hombros, Nick vio que la luz era ya escasa entre los árboles.

—¿Y bien? —la apremió.

Tanya le devolvió el beso y le susurró la respuesta al oído.

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