El Reino del Caos (34 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino del Caos
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Fui al punto de los muelles situado más al norte y me dispuse a esperar, con un panecillo recién salido del horno para comer y una jarra de cerveza. Las sacudidas de mis piernas y las invisibles arañas que reptaban a través de mi pelo y sobre mi piel se habían evaporado a medida que el opio me iba calmando. A eso de media tarde divisé el buque militar que transportaba los ataúdes entre el abundante tráfico del río. Se encaminó hacia un espacio situado en un muelle periférico y atracó. Vi que bajaban las planchas y una pequeña escolta militar subía con carros. Una vez más, rindieron honores militares. El oficial del muelle y su escriba se limitaron a inclinar la cabeza y firmaron un papiro de autorización. Después descargaron los ataúdes y se los llevaron en los carros.

Cuando atravesaron a toda prisa las puertas del muelle vi que uno de los oficiales despedía a los guardias del puerto, quienes hicieron una reverencia y les dejaron pasar sin examinar su autorización, y se alejaron por las calles pavimentadas de la ciudad. Detuve a un carro que pasaba, cargado de verduras, y soborné al conductor, un muchacho sorprendido, para que les siguiera.

—¿Adónde, amo? —preguntó entusiasmado.

—No hagas preguntas. Limítate a seguir a esos carros.

Sonrió.

—¡Sí, jefe!

Les seguimos hasta el centro de Menfis, hacia el distrito del templo de Ptah, cuyos pilonos, muros y enormes estatuas se alzaban sobre los tejados de los edificios de la ciudad. Pero no atravesaron el patio delantero occidental al aire libre, sino que eligieron una serie de calles laterales que albergaban pequeños negocios, alejándose del centro de la ciudad. Continuaron hasta que, justo en los límites de la gran ciudad, se detuvieron al fin ante un taller bien conservado que había detrás de los altos muros. Las puertas se abrieron al punto y desaparecieron en el interior.

—Adelante, cuéntame de qué va todo esto —pidió el muchacho.

—Lo siento, no puedo —dije—. Pero entérate de esto: hoy has servido bien al imperio.

Su rostro se iluminó. Le pagué y se marchó. La zona en la que me encontraba era de lo más vulgar. Había unos cuantos talleres más por los alrededores, pistas de tierra que conducían a diferentes direcciones, las sombras ocupadas por perros somnolientos y hombres desempleados, y el terreno polvoriento y abandonado que se extendía entre los edificios rielaba a causa del calor.

Subí hasta la entrada del local de los embalsamadores y vi el jeroglífico de Anubis, el Chacal, El que Ocupa el Lugar del Embalsamamiento, tallado sobre el dintel. Dentro oí el llanto de las mujeres. El olor de la muerte flotaba sobre la pared. Llamé con los nudillos a la puerta.

Grupos de dolientes estaban congregados en la sala pública, larga y de techo bajo. Algunos esperaban a que les entregaran el cuerpo de sus parientes, preparado para el entierro después de los largos rituales de la momificación, mientras otros, afligidos y llorosos, habían ido a negociar con el embalsamador. Dos jóvenes muy bien vestidos deambulaban entre ellos, recibían pedidos, anotaban detalles, comentaban la elección de ataúdes y ofrecían su consuelo y el pésame con delicadeza ensayada. Uno me saludó con un gesto respetuoso e indicó que me atendería lo antes posible.

A lo largo de una pared se exhibían diversos ataúdes de precios diferentes: baratos, sencillas cajas de madera cortada toscamente y pintadas con yeso blanco, y otros más caros, con forma de persona, recubiertos con una delgada lámina de plata, con franjas de inscripciones pintadas, y las alas de la diosa Nut extendidas a modo de protección sobre la tapa. Y también había ofertas de otros objetos necesarios: vasos canopos y cofres de diversas calidades; ojos y lenguas de pan de oro; dediles de oro; máscaras; muchas joyas funerarias; escarabajos del corazón y collares de escarabeos; ojos
udjat
protectores; amuletos de Isis amamantando a Horus cuando era bebé, de Anubis, el Chacal, y de Bes, el pequeño y feo espíritu que espanta a los demonios; y diminutas manos, piernas, pies y corazones vidriados.

Los dos hombres, que parecían hermanos, estaban ocupados con sus clientes, y cuando ambos se volvieron me colé por la puerta de atrás. En contraste con el pulcro orden de la sala pública, allí todo era una confusión de tablas de madera y montones de suministros y materiales. Ante mí se extendía un pasadizo en sombras. Pasé con sigilo ante una pequeña oficina vacía donde había diseminados en gran desorden rollos de papiro. A continuación estaba el taller de los carpinteros. El dulce aroma de las virutas de madera disimuló por un momento el hedor de los cadáveres. Vi ataúdes en diferentes fases de finalización. Un anciano estaba ocupado en su trabajo, dando martillazos y tallando.

Continué por el pasadizo, hasta salir a un patio al aire libre. Al otro lado, dos trabajadores charlaban mientras vendaban los pies de un cadáver disecado que había llegado al final del proceso de embalsamamiento. Otros cuerpos retorcidos y negruzcos aguardaban sus atenciones amontonados en un carro. Uno de los obreros estornudó, sin molestarse en proteger el cadáver, el otro rió, y yo aproveché el momento para pasar de largo, dejar atrás más depósitos y echar un vistazo a otro patio. Allí el hedor era más intenso, porque era donde se llevaba a cabo el primer trabajo de los embalsamadores. Había unos diez cuerpos tirados a la sombra, sobre losas inclinadas; tenían los costados abiertos, pero conservaban todavía los órganos internos. Otros, ya destripados, se hallaban bajo montones de sal de natrón. Y varios recién llegados estaban abandonados al aire libre, desnudos, desprovistos de toda dignidad, a la espera de que les prestaran atención. Había un perro guardián de gran tamaño encadenado en un rincón, con la cabeza sobre las patas, vigilando y esperando.

Percibí el olor de la resina que estaban calentando. Y entonces apareció un hombre, cargado con una ancha olla de resina con un cepillo dentro, junto con un cuchillo de pedernal y un instrumento afilado y puntiagudo. El perro guardián se incorporó al instante. El hombre, al parecer indiferente al espantoso hedor, dejó la olla en el suelo, puso el cuchillo al lado del cuerpo desnudo de un hombre obeso de edad madura y después, como si fuera lo más natural del mundo, introdujo la punta del instrumento en la nariz del hombre y le propinó un fuerte golpe. Oí el sonido del hueso al romperse. Retiró el instrumento mientras silbaba, introdujo una cuchara larga y delgada, y empezó a extraer materia cerebral rascando descuidadamente el interior del cráneo del difunto. La arrojó al atento perro, que devoró ansioso la ofrenda. Una vez finalizado su trabajo, cortó de un tajo el costado del cadáver y la piel fofa y amarillenta se abrió enseguida. Hurgó con el cuchillo dentro del cadáver, tiró de los órganos, para luego cortarlos y extraerlos, y los arrojó con idéntica indiferencia al interior de una olla que había al pie de la mesa. Después empezó a pintar el rostro del hombre con la resina caliente.

Mientras el perro guardián estaba ocupado con su aperitivo de sesos atravesé a toda prisa el patio en dirección a otra abertura que había al otro lado. Recorrí con celeridad un oscuro pasadizo, pero enseguida me refugié en una entrada, porque delante de mí había soldados descargando los ataúdes, que trasladaban desde un patio trasero a un depósito. Oí el ruido de sus pies que iban y venían, y sus gruñidos mientras trabajaban. Y oí las voces de dos hombres que hablaban en voz baja. No pude oír lo que decían. No cabía duda de que había surgido un problema. Después, sus voces se desvanecieron cuando volvieron al patio. Avancé pegado a la pared y eché un vistazo al almacén. En el interior, los ataúdes señalados con el signo de Seth estaban dispuestos en el suelo, sin tapa. Los veinte soldados muertos miraban el techo sin verlo. Y a lo largo de una pared, como yo ya sabía, había setenta y nueve paquetes de opio apilados. Faltaba uno, porque estaba en mi bolsa. Sin duda, lo habían descubierto.

Volví sobre mis pasos lo más deprisa posible, pero el perro guardián me vio y ladró con furia. El embalsamador alzó la vista. Me dedicó un confiado saludo y yo continué hacia la tienda. De pronto oí pasos apresurados a mi espalda, y los dos hermanos aparecieron, alarmados. El embalsamador también se acercó, cuchillo en ristre. Levanté las manos.

—Estaba buscando un lugar para mear. Me perdí. Si están libres, ¿podemos hablar de los preparativos para mi hermano?

Con la colaboración del hombre del cuchillo, los hermanos me rodearon y me interrogaron a voz en grito. Continué defendiendo mi inocencia y hablando de mi difunto hermano. Entonces apareció por el pasadizo un hombretón, sin duda el padre de los hermanos. Tenía una cara hecha para tratar con los muertos: fría, piadosa y dura.

—¿Qué pasa aquí?

Era la voz de uno de los hombres que había oído en el patio de atrás.

—Dice que ha venido por su hermano muerto —dijo un hermano.

—Dice que necesitaba mear —añadió el otro.

—Esta zona es privada. ¿Por qué no preguntaste, como cualquier otro cliente? —quiso saber el padre.

—Estos caballeros estaban atendiendo a otros clientes. Ya me he dado cuenta de que estáis muy ocupados. Por los dioses, la muerte ha de responder de muchas cosas últimamente, ¿no?

Me miraron. Dejé que mis temblores se transformaran en un acceso de dolor.

—Lo siento. La verdad es que, no sé cómo pasó, de repente me sentí abrumado por la pena y no quería exhibir mi dolor en público. Estoy seguro de que lo entendéis. Nos informaron de que mi querido hermano había muerto en honroso combate, y que su ataúd sería transportado hasta aquí. He venido a reclamar su cuerpo.

Clavé la vista en el suelo mientras sacudía la cabeza con pesar, y me sequé los ojos. El padre me examinó.

—Mi sentido pésame. Tu hermano dio la vida por el bien de Egipto. Ahora, si vuelves a la oficina con mis hijos, tomarán nota de los detalles y te ayudaremos encantados con los preparativos necesarios.

38

Me encontraba ante Horemheb, en la oficina del recinto militar de Menfis. Al principio, su rostro hermoso y frío no traslució nada mientras miraba por la ventana.

—¡Esos hombres serán detenidos de inmediato! Yo en persona les interrogaré, y después serán ejecutados. Han deshonrado al ejército y a las Dos Tierras de Egipto.

Pero eso no serviría a mi propósito.

—Piénsalo de nuevo, señor. Solo dos personas saben esto: tú y yo. Esos hombres no tienen ni idea de que conocemos sus actividades. Pero no son importantes. Son solo empleados, no la cabeza. Hemos de seguir el cargamento de opio hasta Tebas, para saber adónde va, para ver quién lo recibe. Para saber quién hay detrás de la banda que vende opio en las calles. Esos son los hombres clave: los asesinos.

Me miró con suspicacia. Tenía que convencerle.

—Hay algo más. Un comandante dirige la operación. Tiene un nombre en código: Obsidiana. Creo que es uno de tus hombres. Pero es muy peligroso. Él creó e instigó todo, en el seno del ejército egipcio, en el seno de la división Seth, con el fin de beneficiarse. Un hombre así es extremadamente peligroso para ti. Imagina el poder que controla. Imagina los efectos desastrosos de sus actos. Imagina lo que ocurriría si tuviera el poder en Tebas, sobre todo en este momento tan delicado para las Dos Tierras…

Dejé que las implicaciones hablaran por sí mismas. Porque si no deteníamos a Obsidiana, la capacidad de Horemheb para controlar la ciudad se vería comprometida. Peor todavía, si la corrupción salía a la luz, su reivindicación de la sucesión real sufriría profundos daños, con independencia del número de divisiones que utilizara para tomar Tebas, con independencia de la eficacia brutal de la ley marcial que impusiera. La cara de Horemheb estaba tensa a causa de la rabia reprimida que sentía ante este defecto inesperado de su gran plan.

—Encuentra a ese Obsidiana. Pero lo quiero vivo. Mantenme informado en todo momento, y cuando llegue la hora, yo mismo me pondré al mando de las tropas que atacarán a esos traidores y les destruiré, a ellos y a su inmundo comercio. Toda corrupción será eliminada del nuevo Egipto. Ninguna será tolerada. Silenciaré a ese Obsidiana personalmente. Pero me lo has de entregar. Ya conoces el precio del fracaso —dijo en voz baja.

Asentí y di media vuelta. Me había dado lo que yo deseaba: permiso para seguir el rastro de Obsidiana. Pero era mi presa, y jamás renunciaría a la satisfacción de vengar la muerte de Jety, ni por Horemheb ni por nadie.

Me llamó cuando atravesaba la entrada.

—Y recuerda esto, Rahotep. No confío en ti. No vacilaré en destruirte si cometes algún error. Tienes tres días. Ay ha muerto. Una tormenta se acerca a Egipto, una tormenta que limpiará y purificará la corrupción y el caos en el que nos hemos hundido como resultado de la egoísta decadencia de la llamada familia real y de esos gordos sacerdotes satisfechos de sí mismos. Su tiempo ha terminado. Mi tiempo llega ahora.

39

Cuando los pilonos y grandes muros de los templos de Tebas aparecieron al fin ante mí, elevados sobre las aguas del río y los cultivos circundantes, después de tanto tiempo ausente mi corazón rebosaba de emoción por el regreso al hogar. Ra brillaba sobre la ciudad que albergaba a mi esposa y a mi familia.

Pero también confieso que la hermosa luz parecía una cruel fantasía. Poco sabían los ciudadanos de esta ciudad de la tormenta oscura que no tardaría en cambiarlo todo: Horemheb y sus divisiones se acercaban para ocupar las calles, los palacios y las oficinas de la ciudad, y traer las detenciones, las ejecuciones y la destrucción que seguirían a continuación, cuando controlara el poder, se apoderara de las coronas, destruyera los nombres y rostros tallados de las estatuas de la antigua dinastía e impusiera la nueva. Pero más que eso, yo era el único integrante del grupo original que regresaba con vida: Najt había muerto en el recinto de Inanna, Simut estaba encadenado, condenado a morir, Zannanza había sido brutalmente asesinado. Y ahora, Anjesenamón estaba condenada.

En cuanto a mí, era un adicto al opio, y hasta que no me librara de las garras de tal anhelo no permitiría que mi familia supiera que estaba vivo. Todavía peor, ¿de dónde podía sacar la valentía para contar a mi esposa mis actos? Antes de cruzar la puerta y volver a mi hogar y a mi antigua vida, debería expiar la sombría verdad de lo que había hecho. Y así, cuando pisé de nuevo las piedras de mi ciudad natal, me sentía más una sombra que un hombre vivo: una silueta delgada y negra, segregada de mi antiguo yo y de mi antigua vida.

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