El regreso de Tarzán (16 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El regreso de Tarzán
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—No logro entenderlo —dijo por fin—. ¿A qué se debe su presencia aquí? ¿Cómo sabía que estaba prisionero en esa tienda? ¿Cómo es que ha sido precisamente usted quien me ha salvado?

La joven sonrió.

—Esta noche he recorrido un largo camino —declaró—, y antes de que podamos considerarnos fuera de peligro hemos de cubrir otro largo trayecto. Venga, se lo contaré todo mientras caminamos.

Se levantaron los dos al mismo tiempo y emprendieron la caminata a través del desierto, en dirección a las montañas.

—No estaba seguro de que me fuera posible llegar hasta usted —confesó la muchacha al final—. El
adrea
ha salido esta noche de cacería y creo que cuando dejé los caballos me venteó y empezó a seguirme… Llevaba encima un susto tremendo.

—¡Es una joven muy valiente! —elogió Tartán—. ¿Y se ha arriesgado de esta forma por un desconocido…, por un extranjero…, por un infiel?

La muchacha se irguió con soberbio gesto.

—Soy hija del jeque Kadur ben Saden —replicó—. No sería digna hija suya si no arriesgase mi vida para salvar la del hombre que me salvó cuando creía que yo no era más que una vulgar
Ouled-Nail
.

—Con todo y con eso —insistió Tarzán—, es una muchacha muy valiente. ¿Pero cómo supo que me tenían prisionero ahí detrás?

—Achmet din Taieb, primo mío por parte de padre, fue a visitar a unos amigos suyos que pertenecen a la tribu que le capturó. Estaba en el aduar cuando le trajeron a usted. Al llegar a nuestro pueblo nos habló del gigante francés que All ben Ahmed había hecho prisionero para entregárselo a otro francés que deseaba matarle. Por la descripción que hizo mi primo comprendí que debía de tratarse de usted. Mi padre estaba ausente. Así que intenté convencer a algunos hombres del aduar para que vinieran a rescatarle, pero se negaron a hacerlo. Me dijeron: «Dejemos que los infieles se maten unos a otros, si ese es su gusto. Esto no es asunto nuestro y si nos entrometemos en los planes de All ben Ahmed lo único que vamos a conseguir es que la emprenda con nuestro pueblo».

»Así que en cuanto cayó la noche me vine sola. A caballo y con otro de reata para usted. Los dejé atados no lejos de aquí. Por la mañana estaremos en el aduar de mi padre. Para entonces, él ya habrá vuelto… ¡y que vayan entonces a intentar llevarse al amigo de Kadur ben Saden!

Caminaron en silencio durante unos instantes. —Ya deberíamos estar cerca de los caballos —dijo la muchacha—. Es extraño que no los vea.

Al cabo de unos segundos, se detuvo y exclamó, consternada:

—¡Han desaparecido! ¡Los dejé atados aquí!

Tarzán se agachó para examinar el suelo. Observó que habían arrancado de cuajo un arbusto. Luego descubrió algo más. Cuando se levantó y miró a la joven, en sus labios se dibujaba una sonrisa torcida.

—El
ad rea
ha estado aquí. Todo indica, sin embargo, a juzgar por las señales, que se le escapó la presa. Si le sacaron un mínimo de delantera, seguro que en terreno abierto los caballos se habrán librado fácilmente de él.

Lo único que podían hacer era seguir a pie. Su camino les llevaba a lo largo de las estribaciones de la montaña, pero la muchacha conocía la ruta tan bien como el rostro de su madre. Avanzaron a base de zancadas largas y ágiles. Tarzán mantenía la mano abierta sobre la parte posterior del hombro de la chica, para que fuese ella quien marcara el paso y así se cansara menos. Iban charlando mientras caminaban y de vez en cuando se detenían para aguzar el oído y comprobar si alguien los perseguía de cerca.

La luz de la luna añadía más belleza a la hermosura de la noche. Soplaba un aire vivo y estimulante. A su espalda extendía el desierto su panorama de interminable horizontalidad, salpicado aquí y allá por algún que otro oasis.

Las palmeras de dátiles que se alzaban en el pequeño paraje fértil que acababan de dejar tras de sí, y el círculo de tiendas de piel de cabra, destacaban su bien delimitado perfil sobre la arena amarillenta, como un diminuto paraíso fantasmal en medio de un océano más fantasmal todavía. Frente a ellos se erguían, torvas y silenciosas, las montañas. A Tarzán la sangre le hervía jubilosa en las venas. ¡Aquello era vida! Bajó la vista hacia la joven que caminaba a su lado… Una hija del desierto que marchaba sobre la faz de un mundo muerto junto a un hijo de la selva virgen. La imagen le provocó una sonrisa. Deseó haber tenido una hermana y que hubiese sido como aquella muchacha. ¡Qué compañera más estupenda para él!

Se adentraban ya en terreno montañoso y avanzaban muy despacio, porque el camino era empinado y la superficie rocosa.

Llevaban varios minutos sin decir nada. La chica iba preguntándose si conseguirían llegar el aduar de su padre antes de que los posibles perseguidores los alcanzaran. En aquellos momentos, lo que Tarzán deseaba era que pudieran seguir andando así indefinidamente. Si la
Ouled-Nail
hubiera sido un hombre, ello habría sido posible. Tarzán anhelaba tener un amigo al que le encantase la vida silvestre tanto como le gustaba a él. Había aprendido a disfrutar de la compañía de sus semejantes, pero por desgracia para él casi todos los hombres con los que trabó amistad o conocimiento preferían los casinos y las prendas inmaculadas de hilo al nudismo de la jungla. Desde luego, eso era difícil de comprender; sin embargo, se trataba de una realidad clara y evidente.

Acababan de rodear un alto peñasco que sobresalía en el camino cuando tuvieron que detenerse en seco. Allí, ante ellos, en mitad de la senda, estaba Numo, el
adrea
, el león negro. Los verdes ojos del felino clavaron toda la perversidad de su mirada en los dos caminantes. El animal les enseñó los dientes y su cola, como un azote colérico, se fustigó los costados negro-amarillentos. Luego emitió un rugido… el rugido espeluznante del león hambriento y furioso.

—Su cuchillo —pidió Tarzán a la joven, al tiempo que extendía el brazo. Ella deslizó la empuñadura del arma en la palma de la mano del hombre mono. Cuando los dedos de éste se cerraron en tomo al mango, hizo retroceder a la muchacha y se situó delante de ella—. Vuelva al desierto con toda la rapidez que pueda. Si me oye llamarla, será señal de que todo va bien y puede regresar.

—Es inútil —repuso la
Ouled-Nail
con aire resignado—. Esto es el fin.

—¡Obedezca! —le ordenó Tarzán—. ¡Rápido! ¡Está a punto de saltar sobre nosotros!

La muchacha retrocedió unos pasos y se quedó contemplando aquel escalofriante espectáculo de cuyo desenlace pronto iba a ser aterrado testigo.

El león avanzaba despacio hacia Tarzán, con el hocico pegado al suelo, como un toro desafiante, y la cola extendida, trémula, como si se estremeciera de pura e intensa emoción.

El hombre-mono aguantó a pie firme, medio encorvado. Empuñaba el largo cuchillo árabe cuya hoja relucía a la luz de la luna. A su espalda, la tensa figura de la muchacha permanecía inmóvil como una estatua. La joven se inclinaba levemente hacia adelante, entreabiertos los labios, desorbitados los ojos. Su único pensamiento consciente era el de la admiración que despertaba en su cerebro el intrépido arrojo de aquel hombre que con un simple cuchillo se atrevía a plantar cara al señor de la gran cabeza. La joven pensó que un hombre de su propia raza y sangre se habría arrodillado a rezar y habría caído bajo aquellos terribles colmillos sin ofrecer resistencia. De cualquier modo, tanto en un caso como en otro, el resultado sería el mismo… era inevitable. Sin embargo, la joven no pudo reprimir un escalofrío de maravilla mientras sus ojos seguían fijos en la heroica figura que tenía ante sí. Ni el más leve temblor en aquella gigantesca persona. Su aspecto era tan amenazador y desafiante como el del propio
adrea
.

El león se encontraba ya muy cerca del hombre-mono, sólo les separaban unos pasos. El felino encogió el cuerpo y luego, con un ensordecedor rugido, saltó…

Capítulo XI
John Caldwell, de Londres

Cuando
Numa
el
ad rea
se lanzó con las garras extendidas y los colmillos prestos a la dentellada tenía el convencimiento de que aquel individuo de tres al cuarto iba a ser presa fácil, como lo fueron la veintena de hombres que habían caído ya bajo sus zarpas. Para
Numa
, el hombre era una criatura torpe, desvalida, lenta de movimientos… Le inspiraba poco respeto.

Pero esta vez se encontró con un ser tan ágil y rápido como él. Cuando el vigoroso cuerpo del león aterrizó en el punto que segundos antes ocupaba la presunta víctima, ésta había volado de allí.

La muchacha se quedó paralizada por el asombro al ver la serena facilidad con que el hombre encogido sobre sí mismo eludió las enormes y mortíferas uñas de la fiera. Y ahora, ¡oh, Alá!, se había abalanzado sobre el lomo del
adrea
, antes de que el animal tuviera tiempo de revolverse. Situado tras el cuello de la fiera, se agarró a la melena para sujetarse. El león se encabritó como un caballo, pero Tarzán sabía que iba a hacer precisamente eso y había tomado sus medidas. Un brazo gigantesco rodeó la garganta del felino por debajo de la negra melena y una, dos, tres veces la afilada hoja del cuchillo se hundió en la parte delantera del lomo negro-amarillento, por detrás de la espaldilla izquierda.

Frenéticos fueron los brincos de
Numa
, horripilantes sus rugidos de furia y dolor, pero no había forma de zafarse del gigante que llevaba a la espalda, al que no pudo expulsar de allí, ni alcanzarlo con los dientes ni con las garras en el breve intervalo que el señor de la gran cabeza sobrevivió. Estaba completamente muerto cuando Tarzán de los Monos soltó su presa e irguió el cuerpo. Entonces, la hija del desierto fue espectadora de algo que la aterró incluso más que la presencia del adrea. El hombre puso un pie encima del cadáver de la pieza que acababa de cobrar, volvió su agraciado semblante hacia la luna llena y lanzó a pleno pulmón el alarido más atroz que los oídos de la muchacha hubiesen escuchado jamás.

La uled-nail dejó escapar un leve grito de temor y, encogida, se apartó de Tarzán, con la idea de que la horrorosa tensión de la lucha había hecho perder el juicio al hombre mono. Cuando los infernales ecos de la última nota de aquel desafio se desvanecieron en la distancia, el hombre bajó la vista y sus ojos fueron a posarse en la joven.

Al instante, una sonrisa jovial iluminó su rostro y la muchacha tuvo la certeza de que el hombre estaba perfectamente cuerdo. La uled-nail volvió a respirar tranquila y correspondió a la sonrisa de Tarzán.

—¿Qué clase de hombre es usted? —preguntó—. Lo que ha hecho es algo inaudito. Incluso ahora, después de haberlo visto, me cuesta trabajo creer que sea posible que un hombre solo, armado de un simple cuchillo, luche a brazo partido con un adrea y lo venza sin sufrir un rasguño… Porque ha acabado con él. Y ese grito… no era humano. ¿Qué le impulsó a hacer una cosa así?

Tarzán se puso como la grana.

—Es porque a veces —se justificó— me olvido de que soy un hombre civilizado. Sin duda, cuando mato me convierto en otro ser.

No intentó dar más explicaciones, porque siempre tenía la sospecha de que las mujeres miraban con repulsión a quien no había superado del todo la fase animal.

Reanudaron la marcha. El sol estaba muy alto en el cielo cuando volvieron a entrar en el desierto, tras dejar a su espalda las montañas. Encontraron los caballos de la muchacha a la orilla de un riachuelo. Hasta allí habían llegado en su huida de vuelta a casa y, como quiera que la causa que originó su terror ya no existía, se detuvieron a pastar tranquilamente en aquel paraje.

Tarzán y la joven no tuvieron grandes dificultades para cogerlos. A lomos de las cabalgaduras recuperadas se dirigieron a través del desierto hacia el aduar del jeque Kadur ben Saden.

No apareció perseguidor alguno y, sin incidentes, hacia las nueve de la mañana llegaron a su destino. El jeque había regresado poco antes y se puso frenético de dolor al ver que su hija estaba ausente. Temió que los merodeadores la hubiesen vuelto a secuestrar. Ya tenía cincuenta hombres a caballo y, a la cabeza de los mismos, se disponía a salir en busca de la joven cuando llegaron Tarzán y ella.

La alegría del jeque al ver a su hija sana y salva sólo fue equiparable a la gratitud que sintió hacia Tarzán por devolvérsela sin que hubiera sufrido el menor daño, a pesar de los peligros de la noche, y a la euforia agradecida que experimentó por el hecho de que la muchacha hubiera llegado a tiempo de salvar al hombre que en otra ocasión la había salvado a ella.

No olvidó ni omitió Kadur ben Saden ningún honor de cuantos estuvo en su mano acumular sobre el hombre mono para demostrarle su aprecio y amistad. Cuando la hija del jeque hubo explicado la hazaña de Tarzán al matar al
adrea
, una auténtica multitud de árabes admirados rodeó al hombre mono. Y es que matar un
adrea
era el modo más seguro para conseguir la admiración y respeto de aquellos beduinos.

El anciano jeque insistió en su invitación para que Tarzán se quedase como huésped en el aduar por tiempo indefinido. Incluso expresó su deseo de adoptarlo como miembro de la tribu y, durante cierto tiempo medio se formó en la mente del hombre mono la resolución de aceptar y quedarse para siempre con aquel pueblo silvestre, al que comprendía y que también parecía comprenderle a él. La amistad y el aprecio que experimentaba por la hija de Kadur ben Saden constituían factores poderosos que le apremiaban a tomar una determinación afirmativa.

Si la joven, en vez de ser una muchacha hubiera sido un hombre, se decía Tarzán, no habría vacilado, porque ello representaría tener un amigo realmente íntimo, con el que podría cabalgar y salir de caza a voluntad; pero al pertenecer a sexos distintos se verían coaccionados por unos convencionalismos que en el caso de los nómadas del desierto se observaban incluso de modo más estricto que en el de la sociedad civilizada. Y, por otra parte, la moza no tardaría en contraer matrimonio con alguno de aquellos atezados guerreros, lo que pondría fin a la amistad entre ella y el hombre mono. De modo que optó por declinar la propuesta del jeque, aunque permaneció allí una semana más en calidad de invitado.

Cuando partió, Kadur ben Saden y cincuenta guerreros ataviados con chilaba blanca le acompañaron a Bu Saada. Mientras montaban en el aduar del jeque, la mañana en que emprendían la marcha, la muchacha se acercó para despedirse de Tarzán.

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