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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (39 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Entonces, ¿cree usted que este sir Eustace está muerto?

—Yo diría que sí. La letra de Hopkins indica que se encuentra muy alterado, y no es precisamente un hombre emotivo. Sí, me da la impresión de que ha habido violencia y que no han levantado el cadáver, en espera de que lleguemos a examinarlo. No me llamaría por un simple suicidio. En cuanto a eso de dejar libre a la señora..., parece como si se hubiera quedado encerrada en una habitación durante la tragedia. Vamos a entrar en las altas esferas, Watson: papel crujiente, monograma «E.B.», escudo de armas, casa con nombre pintoresco... Creo que el amigo Hopkins estará a la altura de su reputación y nos proporcionará una interesante mañana. El crimen se cometió anoche, antes de las doce.

—¿Cómo puede saber eso?

—Echando un vistazo al horario de trenes y calculando el tiempo. Primero hubo que llamar a la policía local, ésta se puso en comunicación con Scotland Yard, Hopkins tuvo que llegar hasta allí, y luego me hizo llamar a mí. Todo eso ocupa buena parte de la noche. Bien, ya llegamos a la estación de Chislehurst, y pronto saldremos de dudas.

Un trayecto en coche de unas dos millas por estrechos caminos rurales nos llevó hasta la puerta exterior de un amplio jardín, que nos fue franqueada por un anciano guardés, cuyo rostro macilento reflejaba los efectos de algún terrible desastre. La avenida de acceso a la mansión atravesaba un espléndido parque entre hileras de añosos olmos y terminaba ante un edificio bajo y extenso, con una columnata frontal que recordaba el estilo de Palladio
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. Saltaba a la vista que la parte central, toda cubierta de hiedra, era muy antigua, pero los grandes ventanales demostraban que se habían realizado reformas en tiempos modernos, y un ala de la mansión parecía completamente nueva. La puerta estaba abierta, y en ella nos aguardaba la figura juvenil del inspector Stanley Hopkins, con su rostro despierto y sagaz.

—Me alegro mucho de que haya venido, señor Holmes. Y usted también, doctor Watson. Aunque, la verdad, de haber sabido lo que iba a ocurrir, no les habría molestado, porque en cuanto la señora volvió en sí nos dio una explicación tan clara del asunto que poco nos queda ya por hacer. ¿Se acuerda usted de la banda de ladrones de Lewisham?

—¿Quiénes, los tres Randall?

—Exacto; el padre y dos hijos. Han sido ellos, no cabe la menor duda. Hace quince días dieron un golpe en Sydenham y fueron vistos e identificados. Hace falta mucha sangre fría para dar otro golpe tan pronto y tan cerca. Y esta vez les va a costar la horca.

—¿Así que sir Eustace está muerto?

—Sí; le aplastaron la cabeza con su propio atizador de chimenea.

—Según me ha dicho el cochero, se trata de sir Eustace Brackenstall.

—Exacto; uno de los hombres más ricos de Kent. Lady Brackenstall se encuentra en la sala de estar. La pobre mujer ha sufrido una experiencia espantosa. Cuando la vi por primera vez, parecía medio muerta. Creo que lo mejor será que la vea usted y escuche su versión de los hechos. Luego examinaremos juntos el comedor.

Lady Brackenstall no era una persona corriente. Pocas veces he visto una figura tan elegante, una presencia tan femenina y un rostro tan bello. Era rubia, de cabellos dorados y ojos azules, y no cabe duda de que su cutis habría presentado la tonalidad perfecta que suele acompañar a estos rasgos de no ser porque su reciente experiencia la había dejado pálida y demacrada. Sus sufrimientos habían sido tanto físicos como mentales, porque encima de un ojo se le había formado un tremendo chichón de color violáceo, que su doncella, una mujer alta y austera, mojaba constantemente con agua y vinagre. Yacía tendida de espaldas sobre un diván, con aspecto de total agotamiento, pero en cuanto nosotros entramos en la habitación, su mirada rápida y observadora y la expresión de alerta de sus hermosas facciones nos hicieron comprender que la terrible experiencia no había quebrantado ni su ingenio ni su valor. Estaba envuelta en una amplia bata de colores azul y plata, pero a su lado, sobre el diván, colgaba un vestido de noche negro con lentejuelas.

—Ya le he contado todo lo que sucedió, señor Hopkins —dijo con voz cansada—. ¿No podría usted repetirlo por mí? Bien, si usted cree que es necesario, explicaré a estos caballeros lo ocurrido. ¿Han estado ya en el comedor?

—Me ha parecido mejor que oyeran primero su historia, señora.

—Me sentiré mucho mejor cuando haya arreglado usted todo esto. Es horrible pensar que todavía sigue ahí tirado.

La mujer sufrió un estremecimiento y se cubrió el rostro con las manos. Al hacerlo, la manga de su bata se deslizó hacia abajo, dejando al descubierto el antebrazo.

Holmes dejó escapar una exclamación.

—¡Señora, tiene usted más heridas! ¿Qué es esto?

Dos marcas de color rojo intenso resaltaban sobre el blanco y bien torneado brazo. Lady Brackenstall se apresuró a cubrirlo.

—No es nada. No tiene nada que ver con el espantoso suceso de anoche. Si usted y su amigo hacen el favor de sentarse, les contaré todo lo que pueda. Soy la esposa de sir Eustace Brackenstall. Nos casamos hace aproximadamente un año. Supongo que no tendría sentido tratar de ocultar que nuestro matrimonio no ha sido feliz. Me temo que todos nuestros vecinos se lo dirían, aunque yo intentara negarlo. Tal vez parte de la culpa sea mía. Me crié en el ambiente más libre y menos convencional de Australia del Sur, y esta vida inglesa, con sus protocolos y su etiqueta, no va conmigo. Pero la principal razón era un hecho conocido por todos: que sir Eustace era un borracho empedernido. Pasar una hora con un hombre así ya resulta desagradable. ¿Se imaginan lo que puede representar para una mujer sensible y cultivada verse atada a él día y noche? Defender la validez de un matrimonio así es un sacrilegio, un crimen, una infamia... Les aseguro que estas monstruosas leyes suyas acabarán atrayendo una maldición sobre su país. El cielo no consentirá que perdure tanta maldad.

Se incorporó por un instante, con las mejillas encendidas y los ojos despidiendo fuego bajo el terrible golpe de la frente. Pero la mano firme y cariñosa de la austera doncella le colocó de nuevo la cabeza sobre la almohada y el arrebato de furia se diluyó en apasionados sollozos. Por fin pudo continuar:

—Voy a contarles lo de anoche. Seguramente ya sabrán que en esta casa toda la servidumbre duerme en el ala moderna. En este bloque central vivimos nosotros; la cocina está en la parte de atrás y nuestro dormitorio arriba. Teresa, mi doncella, duerme encima de mi habitación. No hay nadie más en esta parte de la casa, y ningún ruido podría despertar a los que están en el ala más apartada. Los ladrones tenían que saberlo, pues de lo contrario no habrían actuado como lo hicieron.

Sir Eustace se retiró aproximadamente a las diez y media. La servidumbre ya se había marchado a su sector. La única que seguía levantada era mi doncella, que permanecía en su habitación del piso alto hasta que yo necesitara sus servicios. Yo me quedé en esta habitación hasta después de las once, absorta en la lectura de un libro. Luego di una vuelta por la casa para asegurarme de que todo estaba en orden antes de subir a mi cuarto. Tenía la costumbre de hacerlo yo misma, porque, como ya les he explicado, sir Eustace no siempre estaba en condiciones. Revisé la cocina, la despensa, el armero, la sala de billar y, por último, el comedor. Al acercarme a la ventana, que tiene cortinas muy gruesas, sentí de pronto que me daba el viento en la cara y comprendí que estaba abierta. Descorrí las cortinas y me encontré cara a cara con un hombre ya mayor, ancho de hombros, que acababa de penetrar en la habitación. La ventana es un ventanal francés, que en realidad forma una puerta que da al jardín. Yo llevaba en la mano una palmatoria con la vela encendida, y a su luz pude ver a otros dos hombres que venían detrás del primero y estaban entrando en aquel momento. Retrocedí, pero el hombre se me echó encima al instante. Me agarró primero por la muñeca y después por la garganta. Abrí la boca para gritar, pero él me dio un puñetazo tremendo encima del ojo, que me derribó por el suelo. Debí de permanecer inconsciente durante unos minutos, porque cuando volví en mí descubrí que habían arrancado el cordón de la campanilla y me habían atado con él al sillón de roble situado a la cabecera de la mesa del comedor. Estaba tan apretada que no podía moverme, y me habían amordazado con un pañuelo para impedir que hiciera ruido. En aquel preciso instante, mi desdichado esposo entró en el comedor. Sin duda, había oído ruidos sospechosos y venía preparado para una escena como la que, efectivamente, se encontró. Estaba en mangas de camisa y empuñaba su bastón favorito, de madera de espino. Se lanzó contra uno de los ladrones, pero otro, el más viejo, se agachó, cogió el atizador de la chimenea y le pegó un golpe terrible según pasaba a su lado. Cayó sin soltar ni un gemido y ya no volvió a moverse. Me desmayé de nuevo, pero también esta vez debieron de ser muy pocos minutos los que permanecí inconsciente. Cuando abrí los ojos, vi que se habían apoderado de toda la plata que había en el aparador y que habían abierto una botella de vino. Cada uno de ellos tenía una copa en la mano. Ya les he dicho, ¿o no?, que uno era viejo y barbudo, y los otros dos muchachos imberbes. Podrían haber sido un padre y sus dos hijos. Estaban cuchicheando entre ellos. Luego se acercaron a mí y se aseguraron de que seguía bien atada. Y por fin se marcharon, cerrando la ventana al salir. Tardé por lo menos un cuarto de hora en quitarme la mordaza de la boca, y cuando lo conseguí, mis gritos hicieron bajar a la doncella. No tardó en acudir el resto del servicio y avisamos a la policía, que inmediatamente se puso en contacto con Londres. Esto es todo lo que puedo decirles, caballeros, y espero que no será necesario que vuelva a repetir una historia tan dolorosa.

—¿Alguna pregunta, señor Holmes? —preguntó Hopkins.

—No quiero abusar más de la paciencia y el tiempo de lady Brackenstall —dijo Holmes—. Pero antes de pasar al comedor, me gustaría oír lo que pueda usted contarnos —añadió, dirigiéndose a la doncella.

—Yo vi a esos hombres antes de que entraran en la casa —dijo ésta—. Estaba sentada junto a la ventana de mi habitación y vi a tres hombres a la luz de la luna, junto al portón de la casa del guardés, pero en aquel momento no le di importancia. Más de una hora después, oí gritar a la señora y bajé corriendo, encontrándola como ella dice, pobre criatura, y al señor en el suelo, con la sangre y los sesos desparramados por todo el comedor. Cualquier otra mujer se habría vuelto loca, allí atada y con el vestido salpicado de sangre; pero a la señorita Mary Fraser de Adelaida nunca le faltó valor, y lady Brackenstall de Abbey Grange no ha cambiado de manera de ser. Creo, caballeros, que ya la han interrogado bastante, y ahora se va a retirar a su habitación con su vieja Teresa para tomarse el descanso que tanto necesita.

Con ternura maternal, la sombría mujer pasó el brazo alrededor de los hombros de su señora y la ayudó a salir de la habitación.

—Lleva con ella toda la vida —dijo Hopkins—. La cuidó de pequeña y vino con ella a Inglaterra cuando partieron de Australia, hace año y medio. Se llama Teresa Wright, y ya no se encuentran doncellas de su clase. Por aquí, señor Holmes, haga el favor.

Del expresivo rostro de Holmes había desaparecido toda señal de interés, y comprendí que, al esfumarse el misterio, el caso había perdido todo su encanto. Todavía faltaba practicar una detención, pero ¿qué tenían de especial aquellos vulgares maleantes para que él se ensuciara las manos con ellos? Un especialista en enfermedades raras y difíciles que descubriera que le han llamado para tratar un sarampión experimentaría una desilusión semejante a la que yo leí en los ojos de mi amigo. Aun así, la escena que nos aguardaba en el comedor de Abbey Grange era lo bastante extraña como para atraer su atención y despertar de nuevo su apagado interés. Se trataba de una habitación muy espaciosa y de techo muy alto, con artesonado de roble tallado, revestimiento de paneles de roble, y un notable surtido de cabezas de ciervo y armas antiguas adornando las paredes. En el extremo más alejado de la puerta se encontraba el ventanal francés del que habíamos oído hablar. A la derecha, tres ventanas más pequeñas llenaban la estancia de fría luz invernal. A la izquierda había una chimenea ancha y profunda, con una enorme repisa de roble. Junto a la chimenea había un pesado sillón, también de roble, con travesaños en la base. Entrelazado en los espacios de la madera había un grueso cordón de color escarlata, atado con fuerza a ambos extremos del travesaño de abajo. Al desatar a la señora, había aflojado el cordón, pero los nudos que lo sujetaban al sillón seguían intactos. En estos detalles no reparamos hasta más adelante, porque, por el momento, toda nuestra atención había quedado concentrada en el espantoso objeto que yacía sobre la alfombra de piel de tigre extendida delante de la chimenea.

Dicho objeto era el cadáver de un hombre alto y bien constituido, de unos cuarenta años de edad. Estaba caído de espaldas, con el rostro vuelto hacia arriba y los blancos dientes asomando en una especie de sonrisa entre la barba negra y bien recortada. Tenía las manos cerradas y levantadas por encima de la cabeza, empuñando un grueso bastón de madera de espino. Sus facciones morenas, atractivas y aguileñas estaban retorcidas en un espasmo de odio vengativo que le daba a su muerto rostro una horrible expresión demoníaca. Parecía evidente que se encontraba en la cama cuando percibió que algo ocurría, ya que vestía una camisa de noche con muchos bordados y perifollos, y sus pies descalzos asomaban bajo los pantalones. La cabeza presentaba una herida espantosa, y toda la habitación daba testimonio de la ferocidad salvaje del golpe que lo había derribado. Caído junto a él, se veía un pesado atizador de hierro, curvado por la fuerza del golpe. Holmes examinó el instrumento y el indescriptible destrozo que había ocasionado.

—Este viejo Randall tiene que ser un hombre muy fuerte —comentó.

—Sí —dijo Hopkins—. Tengo algunos datos suyos y es un tipo de cuidado.

—No debería resultar difícil echarle el guante.

—Ni lo más mínimo. Le anduvimos buscando durante algún tiempo, y llegó a decirse que había huido a América, pero ahora que sabemos que la banda está aquí, no hay manera de que se nos escape. Ya hemos dado aviso en todos los puertos de mar, y antes de esta noche se ofrecerá una recompensa. Lo que no entiendo es cómo han podido hacer una salvajada semejante, sabiendo que la señora daría su descripción y que nosotros teníamos que reconocerla por fuerza.

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