Mads Gilstrup dejó la escopeta en la mesa, a su lado, y le indicó que se sentara con un gesto de la mano.
—Siéntate. Vamos a firmar un acuerdo de traspaso completo con tu jefe, David Eckhoff, la semana que viene. En primer lugar, relativo a las propiedades de la calle Jacob Aall. Mi padre quiere darte las gracias por recomendar la venta.
—No es necesario dar las gracias —dijo Jon sentándose en el sofá negro. La piel era suave y estaba helada—. Fue una evaluación puramente profesional.
—Ah, ¿sí? Cuéntame.
Ion tragó saliva.
—Resultado de la valoración de la utilidad que puede tener el dinero bloqueado en una serie de inmuebles, en comparación con la utilidad de disponer de liquidez a la hora de emprender otros trabajos y acciones a las que también nos dedicamos.
—Pero puede que otros vendedores hubiesen puesto los inmuebles a la venta.
—A nosotros también nos hubiera gustado hacerlo. Pero vosotros nos lo pusisteis muy difícil al dejar claro que, si ibais a pujar por el conjunto de los inmuebles, no aceptaríais subasta alguna.
—Aun así, tu recomendación fue decisiva.
—Yo valoré la oferta como buena.
Mads Gilstrup sonrió.
—Joder, podíais haber conseguido el doble.
Ion se encogió de hombros.
—De haber dividido las propiedades, tal vez habríamos conseguido algo más, pero vuestra solución nos evita un proceso largo y laborioso. Y los del Consejo Superior le otorgaron prioridad a la confianza que les inspiráis como arrendadores. Tenemos bastantes inquilinos en los que pensar. Es imposible saber lo que habrían hecho con ellos otros compradores con menos escrúpulos.
—La cláusula que estipula congelar los alquileres y mantener los inquilinos actuales solo es válida durante dieciocho meses.
—La confianza es la más importante de las cláusulas.
Mads Gilstrup se inclinó hacia delante.
—Eso es verdad, Karlsen. ¿Sabías que he estado al tanto de tu relación con Ragnhild todo este tiempo? A Ragnhild suelen salirle esas rosetas en la cara cuando acaba de follar. Y le salían en cuanto se pronunciaba tu nombre en la oficina. ¿Le leíste versos de la Biblia mientras te la follabas? Porque ¿sabes qué? Creo que le habría gustado. —Mads Gilstrup se recostó en el sillón con una risa forzada y pasó la mano por la escopeta que había en la mesa—. Tengo dos cartuchos de perdigones en esta arma, Karlsen. ¿Has visto lo que pueden hacer esos cartuchos? Ni siquiera necesitas apuntar muy bien, solo hay que disparar y… ¡Pum! Te estampa en mil pedazos en la pared de enfrente. Fascinante, ¿no te parece?
—He venido a decirte que no quiero que seamos enemigos.
—¿Enemigos? —resopló Mads Gilstrup—. Vosotros siempre seréis mis enemigos. ¿Te acuerdas del verano que comprasteis Østgård y el mismísimo comisionado Eckhoff me invitó a ir? Yo daba lástima, era ese pobre niño cuyas memorias de la infancia habíais comprado. Vosotros sois muy sensibles cuando se trata de esas cosas. ¡Dios mío, cómo os odio! —rio Mads Gilstrup—. Yo miraba mientras vosotros jugabais y lo pasabais bien, como si aquel lugar os perteneciese. Sobre todo tu hermano, Robert. A él le gustaban las niñas pequeñas. Les hacía cosquillas y se las llevaba al granero y… —Mads movió el pie y le dio a la botella que cayó con un pequeño sonido sordo. El alcohol dorado salió a borbotones extendiéndose por el parqué—. Vosotros no me veíais. Nadie me veía, como si no estuviese allí; solo os preocupabais los unos de los otros. Así que pensé, seré invisible. Pues os voy a enseñar lo que pueden hacer las personas invisibles.
—¿Por eso lo hiciste?
—¿Yo? —Mads se echó a reír—. Yo soy inocente, Jon Karlsen. Nosotros, los privilegiados, siempre lo somos, eso ya deberías saberlo. Siempre tenemos la conciencia tranquila porque podemos comprar la de otros. Los que existen para servirnos se encargan del trabajo sucio. Es la ley de la naturaleza.
Jon hizo un gesto de afirmación.
—¿Por qué llamaste a ese policía y confesaste?
Mads Gilstrup se encogió de hombros.
—Pensé llamar a ese otro, Harry Hole. Pero el tío no tenía tarjeta de visita, así que llamé al que había dejado su número. No sé qué Halvorsen. No me acuerdo, estaba borracho.
—¿Se lo has contado a alguien más? —preguntó Jon.
Mads Gilstrup negó con la cabeza, cogió del suelo la botella volcada y tomó un trago.
—Solamente a mi padre.
—¿A tu padre? —repitió Jon—. Sí, claro.
—¿Claro? —rio Mads—. ¿Quieres a tu padre, Jon Karlsen?
—Sí. Mucho.
—¿Y no estás de acuerdo con que el amor por el padre es una maldición? —Jon no contestó, así que Mads siguió—: Mi padre estuvo aquí justo después de que yo hubiera llamado al policía, y, cuando se lo dije, ¿sabes lo que hizo? Fue a buscar su palo de esquí y me atizó. Y el muy cabrón todavía pega con fuerza. Odio la fuerza, ¿sabes? Me dijo que si le contaba algo a alguien, si manchaba el buen nombre de la familia, me mataría. Lo dijo así, literalmente. ¿Y sabes qué? —De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas y el llanto le ahogó la voz—: A pesar de todo, le quiero. Y creo que por eso me odia tanto. Que yo, su único hijo, sea tan débil que ni siquiera pueda pagarle su odio con odio.
Dejó caer la botella sobre el parqué y la habitación retumbó.
Jon entrecruzó las manos.
—Escúchame. El policía que escuchó tu confesión está en coma. Y si me prometes que no vas a ir detrás de mí ni de los míos, yo te prometo no revelar lo que sé sobre ti.
Mads Gilstrup parecía no estar escuchando a Jon, ya que había apartado la mirada hacia la pantalla donde los novios les daban la espalda.
—Mira, ahora es cuando dice sí. Veo ese instante una y otra vez. Porque no lo puedo entender. Ella juró. Ella… —Él negó con la cabeza—. Yo creí que lograría que me quisiera de nuevo. Si era capaz de llevar a cabo este… crimen, me vería como soy. Un delincuente tiene que ser valiente. Fuerte. Un hombre, ¿no? No solo… —Respiraba fuerte por la nariz mientras escupía las palabras—:… el hijo de alguien.
Jon se levantó.
—Tengo que irme.
Mads Gilstrup hizo un gesto de afirmación.
—Tengo algo que te pertenece. Llamémoslo… —Se apretó pensativo el labio inferior—, un regalo de despedida de parte de Ragnhild.
Jon miraba con atención la bolsa negra que le había dado Mad Gilstrup mientras viajaba en el metro de Holmenkollen.
Hacía tanto frío que los que se habían atrevido a salir a dar su paseo dominical caminaban con los hombros encogidos y las cabezas gachas enterradas en gorros y bufandas. Pero Beate Lønn no sentía el frío mientras llamaba al timbre de la familia Miholjec en la calle Jacob Aall. De hecho, no había sentido nada desde la última noticia que le dieron en el hospital.
—El corazón no es el principal problema —dijo el médico—. Tiene dañados otros órganos. Sobre todo los riñones.
La señora Miholjec esperaba a Beate en la puerta y la condujo hasta la cocina, donde su hija Sofia se manoseaba el pelo. La señora Miholjec echó agua en la cafetera y sacó tres tazas.
—Quizá sea mejor que Sofia y yo nos quedemos a solas —dijo Beate.
—Ella quiere que yo esté presente —insistió la señora Miholjec—. ¿Café?
—No, gracias, tengo que volver al Rikshospitalet. Esta charla no durará mucho.
—De acuerdo —dijo la señora Miholjec tirando el agua.
Beate se sentó enfrente de Sofia intentando captar su mirada, pero ella seguía estudiando las puntas del pelo.
—¿Estás segura de que no quieres que hagamos esto a solas, Sofia?
—¿Por qué? —preguntó ella con ese tono arisco que los adolescentes enfadados utilizan con una eficacia asombrosa para conseguir lo que quieren: hacer enfadar a los demás.
—Son asuntos bastante personales, Sofia.
—¡Esta señora es mi madre!
—De acuerdo —dijo Beate—. ¿Has abortado?
Sofia se puso rígida. Esbozó una mueca, una mezcla de ira y dolor.
—¿De qué hablas? —le espetó, pero no pudo ocultar la sorpresa en la voz.
—¿Quién era el padre? —preguntó Beate.
Sofia seguía desenmarañando enredos inexistentes. La señora Miholjec las miraba boquiabierta.
—¿Tuviste relaciones sexuales voluntarias con él? —continuó Beate—. ¿O te violó?
—¿Cómo te atreves a decirle eso a mi hija? —exclamó la madre—. Solo es una niña. No te atrevas a hablarle como si fuese una… una puta.
—Tu hija ha estado embarazada, señora Miholjec. Solo quiero saber si tiene alguna relación con el caso de asesinato en el que estamos trabajando.
La mandíbula inferior de la madre parecía estar a punto de desencajarse, hasta que por fin abrió la boca. Beate se inclinó hacia Sofia.
—¿Fue Robert Karlsen, Sofia? ¿Fue él?
A la joven empezó a temblarle el labio inferior.
La madre se levantó de la silla.
—¿Qué está diciendo, Sofia? ¡Dile que no es verdad!
Sofia apoyó la cara en la mesa y se cubrió la cabeza con los brazos.
—¡Sofia! —gritó la madre.
—Sí —susurró Sofia llorosa—. Fue él. Fue Robert Karlsen. No creí… No tenía ni idea de que… era así.
Beate se levantó. Sofia sollozaba y su madre las miraba como si acabasen de darle una bofetada. Beate solo se sentía entumecida.
—Esta noche han cogido al hombre que mató a Robert —dijo—. Un comando especial le disparó en el puerto de contenedores. Está muerto.
Buscaba reacciones, pero no hubo respuesta alguna.
—Me voy.
Nadie le prestó atención y se fue sola hasta la puerta.
Estaba junto a la ventana contemplando el paisaje blanco y ondulado. Parecía un mar de leche que, de repente, se hubiera congelado. Entreveía casas y graneros rojos en algunas de la cimas. El sol brillaba sobre la colina, suspendido a muy baja altura, y parecía extenuado.
—
They are not coming back
—dijo él—. Se han ido. O puede que nunca hayan estado aquí. Quizá me has mentido.
—Han estado aquí —contestó Martine apartando la olla de la placa—. Hacía calor cuando llegamos y tú mismo has visto las huellas en la nieve. Algo habrá pasado. Siéntate, la comida está lista.
Dejó la pistola al lado del plato y se comió el estofado. Se dio cuenta de que las latas eran de la misma marca que las que había comido en el apartamento de Harry Hole. En el alféizar de la ventana había una radio antigua de color azul. Sonaba música pop interrumpida por una voz ininteligible. En ese momento pusieron algo que él ya había oído en una película, algo que su madre tocaba de vez en cuando en el piano que tenía delante de la ventana, que «era la única ventana de la casa con vistas al Danubio», como solía decir su padre en tono burlón, cuando quería tomarle el pelo a su madre. Y si ella se dejaba irritar, él siempre terminaba la controversia preguntando cómo una mujer tan inteligente y guapa podía haberle elegido a él como marido.
—¿Harry es tu novio? —preguntó él.
Martine hizo un gesto de negación.
—Entonces, ¿por qué le llevas una entrada para un concierto?
Ella no contestó.
Él sonrió.
—Creo que estás enamorada de él.
Ella levantó el tenedor apuntándole como si quisiera subrayar algo, pero cambió de idea.
—¿Y tú? ¿Hay alguna chica esperándote en tu país?
Él negó con la cabeza mientras bebía un vaso de agua.
—¿Por qué no? ¿Demasiado trabajo?
Él derramó agua en el mantel. La tensión, pensó. Es la razón por la que, de repente, estalló en carcajadas y no pudo controlarse. Ella también se echó a reír.
—O tal vez seas marica —dijo ella secándose una lágrima de risa—. Es posible que en tu país te espere un chico.
Él rio todavía más. Y siguió haciéndolo después de que ella hubiese parado.
Sirvió más estofado en los dos platos.
—Ya que te gusta tanto, te doy esto —dijo él tirando una foto encima de la mesa. Era la fotografía que había encontrado en el espejo del pasillo donde aparecía Harry con la mujer morena y el niño. Ella la cogió y la estudió.
—Se le ve contento —dijo en voz baja.
—Quizá se sentía feliz en aquel momento.
—Sí.
Una penumbra grisácea se había ido colando por las ventanas y se había apoderado de la habitación.
—Quizá pueda sentirse feliz de nuevo —musitó ella.
—¿Crees que es posible?
—¿Volver a sentirse feliz? Por supuesto.
Miró la radio que había detrás de ella.
—¿Por qué me ayudas?
—Ya te lo he dicho. Harry no te habría ayudado y entonces…
—No te creo. Tiene que haber algo más.
Ella se encogió de hombros.
—¿Puedes decirme lo que pone aquí? —le preguntó mientras desdoblaba el impreso que había encontrado entre el montón de papeles en la mesa de salón de Harry antes de pasárselo.
Martine empezó a leer mientras él observaba la foto de Harry de la tarjeta de identificación encontrada en el apartamento. Miraba por encima de la cámara. Comprendió que Harry estaba mirando al fotógrafo en lugar de a la cámara. Y pensó que aquello quizá dijera algo sobre el hombre de la foto.
—Le retiran algo que se llama Smith&Wesson 38 —dijo Martine—. Le piden que entregue este documento firmado cuando quiera recogerla en la oficina de suministros de la comisaría general.
Él asintió lentamente con la cabeza.
—Y está firmado en el original, ¿verdad?
—Sí. Por… vamos a ver… el comisario Gunnar Hagen.
—En otras palabras, Harry no ha recogido su arma. Y eso quiere decir que es inofensivo. Que ahora mismo está totalmente indefenso.
Martine parpadeó asombrada.
—¿En qué estás pensando?
D
OMINGO, 20 DE DICIEMBRE
E
L TRUCO DE MAGIA
Las farolas se encendieron en la calle Gøteborggata.
—Vale —le dijo Harry a Beate—. ¿Halvorsen estaba aparcado aquí?
—Sí.
—Salieron. Y Stankic les atacó. Primero disparó a Jon, que logró huir y esconderse en el patio interior. Y entonces atacó a Halvorsen, que estaba metiéndose en el coche para coger el arma.
—Sí. Encontraron a Halvorsen tendido al lado del vehículo. Hallamos sangre en los bolsillos del abrigo y de los pantalones, además de en la cinturilla. No es suya, así que suponemos que pertenece a Stankic, que debió de registrar a Halvorsen. Y se llevó su cartera y su móvil.
—Ya —dijo Harry frotándose el mentón—. ¿Por qué no se limitó a dispararle? ¿Por qué usar una navaja? No fue por no hacer ruido; ya habría despertado a los vecinos al disparar a Jon.