1879
Ella observa a Olivier mientras pinta.
Están en la playa envueltos por la luz vespertina, y él ha empezado un segundo lienzo: uno por la mañana y otro por la tarde. Está pintando los acantilados y dos grandes barcas grises de remos que los pescadores han varado playa adentro, con los remos recogidos en su interior, las redes y boyas de corcho captando los rayos de un sol esquivo. Esboza primero con ocre oscuro en el lienzo ya imprimado, y a continuación empieza a dar forma a los acantilados con más ocre, con azul y un gris verdoso sombreado. Ella tiene ganas de sugerirle que aclare su paleta, tal como en cierta ocasión le dijo su profesor; se pregunta por qué este paisaje de luces y cielo oscilantes a Olivier le parece en el fondo tan sombrío. Pero ella cree que a estas alturas ni su obra ni su vida pueden cambiar mucho. Permanece en silencio junto a él, demorándose, observante, cuando se dispone a instalar sus cosas, su taburete plegable y su caballete de madera portátil. Lleva puesto un fino vestido de lana para protegerse del frío de la tarde resplandeciente, y una chaqueta de lana más gruesa encima. La brisa se enreda en su falda y en las cintas de su sombrero. Observa cómo él da vida parcialmente a las aguas agitadas. Pero ¿por qué no le pone más luz al cuadro?
Se aleja y se abotona el blusón encima de la ropa, prepara su lienzo, abre el práctico taburete de madera. Se queda frente al caballete como hace él, en lugar de sentarse, con los tacones de las botas hundidos entre los guijarros. Procura olvidarse de la silueta cercana de Olivier, de su cabeza plateada inclinada sobre su obra, de su espalda erguida. Su propio lienzo ya tiene una fina capa de color gris pálido; es el que ha elegido para la luz vespertina. Añade un chorro generoso de aguamarina en su paleta y rojo cadmio para las amapolas, sus flores favoritas, que hay en los acantilados de los extremos izquierdo y derecho.
Entonces consulta su reloj de bolsillo con cadena y se da a sí misma media hora, entorna los ojos, sujeta el pincel lo más suavemente posible y pinta desde la muñeca y el antebrazo, con pinceladas rápidas. El agua tiene un color rosáceo y azul verdoso, el cielo es prácticamente incoloro, las rocas de la playa son rosadas y grises, la espuma que ribetea las olas es beige. Pinta la silueta de Olivier enfundada en un traje oscuro, su pelo blanco, pero como si estuviese a mayor distancia, una figura secundaria de la playa. Da unos toques de color ocre puro a los acantilados, luego unos toques verdes y después motea con rojo las amapolas. También hay flores blancas, y flores amarillas más pequeñas; le parece que el acantilado está cerca y lejos a la vez.
Los treinta minutos han pasado.
Olivier se gira, como si entendiera que su primera fase del lienzo ha concluido. Ella ve que él sigue trabajando lentamente en la extensión de agua, todavía no ha llegado de nuevo a las barcas o a los acantilados siquiera. Será una obra minuciosa, controlada y hasta hermosa, y le llevará días. Él se acerca a ver su lienzo. Ella se queda contemplándolo con él, notando que su codo le roza el hombro. A través de sus ojos ella toma conciencia de su propia destreza y de los fallos que tiene el cuadro: está vivo, en movimiento, pero es demasiado tosco hasta para su gusto, un experimento fallido. Ella desea que él no hable y, para su alivio, Olivier no interrumpe el rugido de las olas contra los tupidos guijarros, el sonido de las piedras al rodar y ser arrastradas hacia el mar; por el contrario, asiente con la cabeza y baja la vista hacia ella. Tiene los ojos permanentemente enrojecidos, la piel del contorno de estos le cuelga un poco. En aquel momento, ella no cambiaría su presencia por nada del mundo, sencillamente porque él está mucho más cerca de los confines de éste que ella. Porque se siente comprendida.
Aquella noche cenan con los demás huéspedes, sentados uno frente al otro, pasándose la salsera o la fuente de pequeñas setas. La propietaria, al servirle la ternera a Olivier, le dice que cierto caballero ha pasado por ahí esa tarde preguntando si se hospedaba un pintor famoso en la posada, amigo suyo de París; no ha dejado ninguna tarjeta. ¿Es famoso monsieur Vignot?, le pregunta la mujer. Olivier se echa a reír y sacude la cabeza. Son muchos los artistas famosos que han pintado en Étretat, le contesta, pero él no es precisamente uno de ellos. Béatrice se toma una copa de vino y lo lamenta. Se sientan a leer en la sala principal en compañía de un huésped inglés con bigote, que hace crujir los periódicos ingleses y carraspea por algo que ve en ellos. Entonces ella deja su libro e intenta escribirle una segunda carta a Yves, sin mucho éxito; a su pluma no parece gustarle el papel, por muchas veces que la sumerja en la tinta y seque ésta. El reloj de pared chino da las diez, y Olivier se levanta para hacerle una reverencia, le sonríe afectuosamente mirándola con sus ojos enrojecidos por el viento, y parece a punto de darle un beso pero no lo hace.
Cuando se ha ido escaleras arriba, ella lo comprende: Olivier nunca le pedirá nada más. Jamás la visitará en la intimidad, jamás le propondrá que sea ella quien lo visite, jamás hará ningún otro movimiento impropio de un caballero y familiar. No iniciará nada. El beso en su estudio fue el primero y el último, tal como le prometió; el beso de Béatrice en el andén de la estación fue bajo su propia responsabilidad, como el beso que los dos se dieron en la playa; ambos cogieron a Olivier desprevenido. Ella está segura de que él considera que esta compostura es un halago; una demostración de su respeto y su cariño. Pero el resultado es un dilema cruel; pase lo que pase tendrá que llevarlo Béatrice a cabo y vivir después con ello. Lo que sea que experimenten juntos surgirá de su propio deseo, de su relativa juventud. Ella no se imagina a sí misma llamando a su puerta del piso de arriba. Olivier le ha dejado un rastro de migas de pan, como el niño del cuento.
Más tarde, tras la lectura en la sala de la hospedería y ya en su cama blanca, Béatrice apenas duerme observando el leve movimiento de las cortinas allí donde ha dejado una ventana abierta al amenazante aire de la noche, sintiendo la ciudad a su alrededor, oyendo el Canal al golpear los esquistos de la playa.
Mary
Tras el regreso de la dama de cabellos oscuro a sus cuadros, Robert pasó semanas preocupado, y no sólo preocupado, sino también callado y susceptible. Dormía mucho y no se lavaba, y su presencia empezó a repelerme como nunca hasta entonces. A veces dormía en el sofá. Unas cuantas semanas antes yo había organizado un encuentro con mi hermana y su marido para que lo conocieran, y Robert ni siquiera apareció. Humillada, me quedé sentada a una mesa de un pequeño restaurante provenzal llamado Lavandou que a mi hermana y a mí siempre nos había encantado. A día de hoy, aunque tuviese dinero para despilfarrarlo en una cena exquisita, no se me ocurriría volver allí.
Para lo único que Robert tenía energía era la pintura, y lo único que pintaba era a esta mujer. A aquellas alturas tuve la sensatez de no preguntar quién era, porque siempre obtenía esas respuestas vagas y casi místicas que tanto me irritaban. Nada había cambiado, pensé en cierta ocasión con amargura, desde mi época de estudiante, en la que Robert se había mostrado intencionadamente enigmático acerca del lugar donde había visto este tema para su obra y de por qué lo pintaba.
Puede que yo hubiese seguido siempre creyendo que él había conocido a esta mujer en persona (con su cara, sus rizos morenos, sus vestidos y demás), de no haber hojeado algunos de sus libros un día en que él se fue a comprar lienzos. Era la primera vez en muchos días que salía del apartamento; me pareció una buena señal que hubiera tenido energías para ir a hacer un recado y también para pensar en algunos cuadros nuevos. Cuando se fue, me quedé merodeando por el sofá, que se había convertido en una especie de estudio para Robert, de modo que hasta olía a él. Me dejé caer e inspiré el olor de su pelo y su ropa, sin que su irritable presencia me causara molestias. Estaba plagado de cosas, como un estudio de verdad: trozos de papel, material de dibujo, libros de poesía, ropa usada y tomos de la biblioteca llenos de retratos. Ahora estaba obsesionado con los retratos, y la misteriosa dama era su único tema. Parecía haber olvidado su antigua afición por los paisajes, su gran habilidad para pintar bodegones, su versatilidad innata. Me fijé en que los estores de mi saloncito estaban bajados y en que habían estado días así, mientras yo iba y venía corriendo de mis clases.
Como una prueba de mi propia imbecilidad, fui sacudida por la certeza de que Robert estaba deprimido. Lo que él llamaba sus «malas rachas» era una simple y vulgar depresión, y quizá más grave de lo que yo había estado dispuesta a aceptar. Sabía que entre sus cosas guardaba medicamentos y que se los tomaba de vez en cuando, pero Robert me había dicho que eran para ayudarle ocasionalmente a conciliar el sueño tras una larga noche pintando, y nunca lo vi tomando nada con regularidad. Por otra parte, tampoco es que hiciera nunca nada con regularidad. Me dediqué a lamentar la transformación de mi luminoso y pequeño apartamento, llorando esa pérdida para no tener que pensar en la transformación de mi alma gemela.
Entonces empecé a ordenar, metiendo todo el caos de Robert en un cesto, amontonando los libros cuidadosamente al lado de la cama, doblando las mantas, ahuecando los cojines del sofá, llevando los vasos sucios y cuencos de cereales a la cocina. Y tuve una repentina visión de mí misma, una persona alta, limpia y competente que estaba recogiendo de la alfombra los platos de otra persona. Creo que en ese momento supe que estábamos condenados al fracaso, no por la idiosincrasia de Robert, sino por la percepción de mi propia individualidad. Lo visualicé haciéndose un poco más pequeño y noté que se me encogía el corazón. Subí los estores y limpié la mesa de centro, y traje un jarrón de flores de la cocina para que le diera la reconquistada luz del sol.
Podría haber dejado las cosas ahí, ¿sabe?, haberlas dejado en el nivel habitual de tenemos-que-romper. Me quedé sentada en el sofá un rato más, triste, asustada, sintiendo que a mi yo le faltaba algo. Pero ya que estaba ahí sentada, empecé a hojear los libros de Robert. Los tres primeros libros eran de la biblioteca y trataban sobre Rembrandt, y había otro sobre Leonardo da Vinci; al parecer, las preferencias de Robert se alejaban un tanto del siglo XIX. Debajo había un grueso libro sobre el Cubismo, que yo no le había visto siquiera abrir.
Y junto a esos había dos libros sobre los impresionistas, uno sobre los retratos pintados por todos ellos (estuve hojeando las familiares imágenes) y el otro, de manera menos previsible, era un libro en rústica delgado e ilustrado sobre las mujeres del mundo impresionista, que abarcaba el papel crucial que desempeñó Berthe Morisot desde la primera exposición impresionista hasta principios del siglo XX, pasando por pintoras posteriores y menos conocidas del movimiento. Que Robert tuviera semejante libro me produjo un destello de respeto (al abrirlo me di cuenta de que era suyo, no un volumen de la biblioteca), y que estuviese manoseado, una sensación de asombro; lo había leído de cabo a rabo, consultado con frecuencia e incluso manchado un poco de pintura.
Le adjunto un ejemplar de este volumen, que yo misma he estado buscando durante este mes para dárselo, ya que él se llevó el suyo consigo. Vaya a la página cuarenta y nueve y verá lo que vi al hojearlo: un retrato de la dama de Robert y un paisaje marino de la costa de Normandía junto a la propia dama. Descubrí que Béatrice de Clerval era una pintora de gran talento, que rozando la treintena renunció al arte; el escueto texto biográfico atribuía su deserción al hecho de haber sido madre, cosa que hizo a la peligrosa y madura edad de veintinueve años, en una época en que las mujeres de su clase eran exhortadas a dedicarse exclusivamente a la vida familiar.
La reproducción del retrato era en color, y el rostro de la dama me resultó inconfundible; conocía incluso su fruncido escote amarillo claro sobre verde pálido, el lazo de su sombrero, el suave carmín exacto que llevaba en mejillas y labios, la expresión mezcla de cautela y alegría. Según el texto, de joven había sido una artista muy prometedora, estudió desde los diecisiete años hasta los veintitantos con el profesor de academia Georges Lamelle, expuso un cuadro una sola vez en el Salón bajo el seudónimo de Marie Rivière y murió de gripe en 1910; su hija, Aude, periodista en París antes de la Segunda Guerra Mundial, falleció en 1966. El marido de Béatrice de Clerval era un reputado funcionario público que puso en marcha las oficinas de correos modernas de cuatro o cinco ciudades francesas. Ella se codeó con la familia Manet, la familia Morisot, el fotógrafo Nadar y Mallarmé. Actualmente, la obra de Clerval se puede ver en el Museo de Orsay, el Museo de Maintenon, la Galería de Arte de la Universidad de Yale, la Universidad de Michigan y diversas colecciones privadas, entre las que destaca la de Pedro Caillet, en Acapulco.
Pues bien, todo eso lo verá en el libro, pero quiero intentar explicarle la impresión que tuvieron sobre mis sentimientos esta colección de imágenes y la biografía que acompañaba a la misma. Saber que tu pareja está obsesionada con una mujer viva que vislumbró tiempo atrás, alguien a quien ha visto únicamente una o dos veces, te produce inquietud; entra dentro de lo razonable que un artista, un artista como Robert, se obsesione con alguna que otra imagen. Pero descubrir que Robert estaba obsesionado con una mujer a la que jamás había visto con vida, me provocó una inquietud mucho mayor; en realidad, fue un impacto emocional. No puedes tener celos de alguien que está muerto y, sin embargo, el hecho de que antaño ella hubiera estado siquiera viva me produjo un sentimiento peligrosamente rayano en los celos y, además, el hecho de que llevase mucho tiempo muerta era, en cierto modo, grotesco, como si hubiese pillado a Robert cometiendo cierto acto indefinido de necrofilia.
No, eso no es así. Los vivos a menudo siguen amando a los muertos; jamás se nos ocurriría criticar a un viudo por aferrarse al recuerdo de su esposa o incluso obsesionarse con ella hasta cierto punto. Pero alguien a quien Robert nunca había conocido en persona, a quien no hubiera podido conocer, alguien que había fallecido más de cuarenta años antes de que él mismo naciera… era vomitivo. Supongo que he sido demasiado gráfica en mi descripción, pero sí que sentí náuseas. Aquello me superó. Al ver a Robert pintando una y otra vez un rostro que yo creía vivo… nunca había pensado que pudiese estar loco; pero ahora que sabía que se trataba de una mujer fallecida tiempo atrás, me pregunté si Robert tendría algún problema de verdad.