El rapto de la Bella Durmiente (32 page)

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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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»El hecho de que los demás esclavos desnudos vinieran detrás de nosotros era un escaso consuelo. Yo estaba solo junto a la carroza de la reina y pensaba únicamente en complacerla y en mostrarme como ella quería que apareciera ante los demás.

Mantuve alta la cabeza y contraje las nalgas para sostener el doloroso falo. Al poco, mientras pasábamos ante cientos y cientos de soldados, volví a pensar, “soy un sirviente, su esclavo, y ésta es mi vida. No tengo otra”.

»Quizá la parte más horrenda del día para mí fue el paso por los pueblos. Vos ya lo sabéis. Yo aún no lo había hecho. La única gente ordinaria que había conocido era la de las cocinas.

»Pero aquella jornada de desfiles militares constituía además el inicio de las fiestas de los pueblos. La reina los visitaba y, después, los festejos quedaban inaugurados.

»En el centro de la plaza de cada localidad habían una tarima y, cuando la reina entraba en la casa del señor de la villa para tomar una copa de vino con él, a mí me exhibían allí como ella ya me había explicado que sucedería.

»Pero mi cometido no era permanecer graciosamente de pie como yo hubiera esperado. Los hogareños lo sabían, aunque no yo. Cuando llegamos al primer pueblo, la reina se alejó y, en cuanto mis pies pisaron la tarima, un gran rugido se elevó de la multitud. Ellos sabían que iban a presenciar algo divertido.

»Bajé la cabeza, contento por tener la oportunidad de mover los músculos rígidos de la garganta y de los hombros, y me quedé asombrado cuando Félix me retiró el falo del ano. Naturalmente, esto provocó una gran aclamación de la multitud. Luego me obligaron a arrodillarme con las manos detrás del cuello sobre una placa giratoria colocada encima de la tarima.

»Félix la movía con el pie. En estos primeros momentos me asusté más que nunca antes, pero en ningún instante me invadió tanto temor como para levantarme e intentar escapar. Estaba virtualmente desamparado. Allí, desnudo, un esclavo de la reina se encontraba en medio de cientos de plebeyos. Todos me habrían subyugado de inmediato, y muy alegremente, por el solo hecho de entretenerse. Fue entonces cuando me di cuenta de que la huida era absolutamente imposible. Cualquier príncipe desnudo que escapara del castillo habría sido capturado por estos lugareños. Nadie le hubiera ofrecido cobijo.

»Entonces Félix me ordenó que mostrara al gentío mis partes íntimas, las que yo ponía al servicio de la reina, y que demostrara que era su esclavo, su animal. No comprendí estas palabras, que fueron pronunciadas ceremoniosamente. Así que me explicó con bastante amabilidad que debía separar con las manos ambas nalgas mientras me doblaba y exhibía ante todos ellos mi ano abierto. Por supuesto, esto era un gesto simbólico. Significaba que siempre sería víctima de violaciones. Y qué otra cosa era más apropiada para ser violada.

»Aunque mi rostro se encendió y me temblaban las manos, obedecí. Una gran aclamación surgió de la multitud. Las lágrimas me caían por la cara. Félix me levantó los

testículos con un largo y delgado bastón para que ellos pudieran verlo, y me empujó el pene a un lado y a otro para demostrar lo indefenso que estaba. Durante todo el rato yo tenía que mantener las nalgas separadas y mostrar mi ano.

Cada vez que relajaba mis manos, me ordenaba tajantemente que separara más la carne y me amenazaba con castigarme. "Eso enfurecerá a su alteza —decía— y divertirá enormemente a la multitud." Luego, con un ruidoso grito de aprobación del gentío, volvió a insertar con gran firmeza el falo en mi ano. Ordenó que pegara los labios a la madera de la placa giratoria. Luego volví a ser conducido a mi posición junto a la carroza de la reina. Félix tiraba de la brida por encima de su hombro mientras yo trotaba a su espalda con la cabeza levantada.

»Cuando llegamos finalmente al último pueblo, no se puede decir que estuviera más acostumbrado a ello que en el primero que visitamos. Pero para entonces Félix le había asegurado a la reina que yo daba muestras de toda la humildad que se podía concebir. Mi belleza no tenía rival entre ninguno de los príncipes anteriores. La mitad de los jóvenes de ambos sexos de los pueblos se había enamorado de mí. La reina me besó los párpados al oír estos cumplidos.

»Aquella noche en el castillo se celebró un gran banquete. Vos ya habéis visto un banquete de este tipo, ya que se celebró uno con motivo de vuestra presentación. Yo no lo había visto antes.

Así que fue mi primera experiencia en servir vino a la reina y a otros a quienes me enviaba ceremoniosamente de vez en cuando como si se tratara de un presente.

Cuando mis ojos se cruzaron con los de la princesa Lynette le sonreí sin pensar.

»Tenía la sensación de que podía hacer cualquier cosa que me ordenaran. Nada me producía temor. Por lo tanto, puedo deciros que para entonces ya me había rendido. Pero la verdadera indicación de mi entrega era cuando tanto Félix como lord Gregory me decían, en cuanto tenían la ocasión, que yo era terco y rebelde. Decían que me burlaba de todo. Yo les contestaba, también cuando tenía la oportunidad de hacerlo, que esto no era cierto, pero casi nunca podía responder.

»Desde entonces me han sucedido otras muchas cosas pero las lecciones de aquellos primeros meses fueron las más importantes.

»La princesa Lynette sigue aquí, por supuesto. Ya sabréis quién es en su momento y, aunque puedo soportar cualquier cosa de mi reina, de lord Gregory y de Félix, aún me resulta difícil aguantar a esta princesa. Pero pondré mi vida en ello para que nadie lo sepa.

»Y bien, casi se ha hecho de día. Debo devolveros al vestidor y también tengo que bañaros, para que nadie sepa que hemos estado juntos. Os he contado mi historia para que comprendáis lo que significa rendirse y por qué cada uno de nosotros debe encontrar su propia vía de aceptación.

»Aún queda más que contar de mi historia que, no obstante, sólo os revelaré con el tiempo. Por ahora recordad simplemente esto: si os veis obligada a aguantar un castigo que os parece demasiado brutal, recordaos a vos misma: "Ah, pero Alexi lo soportó, así que en consecuencia se puede soportan"

No es que Bella quisiera acallarlo pero no podía contener sus abrazos. Lo ansiaba en ese momento tanto como antes, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde.

Mientras el príncipe Alexi la conducía de regreso al vestidor, se preguntó si él podría adivinar los verdaderos efectos que sus palabras habían causado en ella.

La había encandilado y fascinado. Sus explicaciones habían contribuido a lograr que entendiera su propia resignación y entrega. ¿O ella ya los había sentido?

Alexi la lavó, le limpió toda evidencia de su amor, mientras ella permanecía inmóvil, sumida en sus pensamientos.

¿Qué había sentido antes, aquella misma noche, cuando la reina le había dicho que quería enviarla de regreso a su hogar a causa de la excesiva devoción que provocaba en el príncipe de la corona? ¿Había deseado marcharse?

Le obsesionaba un pensamiento horroroso. Se veía dormida en esa alcoba polvorienta que había sido su prisión durante cientos de años, oía los cuchicheos a su alrededor.

La vieja bruja del huso que había pinchado el dedo de Bella se reía a través de sus encías sin dientes; y, levantando sus manos para acercarlas a los pechos de Bella, exudaba cierta sensualidad obscena.

Bella se estremeció.

Dio un respingo y forcejeó mientras Alexi le apretaba las ligaduras.

—No tengáis miedo. Hemos disfrutado de la noche juntos sin ser descubiertos—le aseguró. Ella se quedó observándolo fijamente, como si no lo conociera, porque en el castillo no había nadie que le diera miedo, ni él, ni el príncipe, ni la reina. Era su propia mente lo que la asustaba.

El cielo se estaba aclarando. Alexi la abrazó. Se encontraba ya atada a la pared, con su largo cabello comprimido entre su espalda y las piedras que había tras ella. Pero se sentía incapaz de salir de esa alcoba polvorienta de su tierra natal. Le parecía que viajaba a través de capas y capas de sueño, en ese vestidor en el que estaba metida, en ese país cruel donde había perdido su materialidad.

Un príncipe había entrado en la alcoba, había posado sus labios en ella. Pero ¿era únicamente Alexi quien la besaba? ¿Fue Alexi el que la besaba, allí?

Cuando abría los ojos en aquella antigua cama y miraba al que en aquel instante rompía su hechizo, ¡descubría un tierno e inocente semblante! No era su príncipe de la corona. No era Alexi. Era algún alma prístina semejante a la suya que en aquel momento retrocedía de ella llena de asombro. Era valiente, sí, valiente, ¡y sin complejos!

Bella gritó:

—¡No!

Pero la mano de Alexi le tapaba la boca:

—Bella, ¿qué sucede?

—No me beséis —dijo en un susurro.

Pero cuando vio el dolor en el rostro de Alexi, abrió la boca y sintió sus labios que acudían a sellarla.

Se sintió llena de la lengua de Alexi y apretó su cadera contra él.

—Ah, sois vos, sólo sois vos...—susurró. —¿Y quién creíais que era? ¿Es que estabais soñando?

—Por un momento parecía que todo esto fuera un sueño —confesó. Pero la piedra era demasiado real, y el contacto con él también.

—Pero ¿por qué debía ser un sueño? ¿Es una pesadilla tan terrible para vos?

Ella sacudió la cabeza:

—Vos lo amáis, todo ello, lo amáis—le dijo al oído.

Observó cómo los ojos de él la observaban lánguidamente y luego apartaban la mirada—. Parecía un sueño porque todo el pasado, el pasado real, ha perdido su brillo.

Pero ¿qué estaba diciendo? ¿Que en estos pocos días no había anhelado ni una sola vez su hogar, que ni una sola vez había deseado lo que fue su juventud y que el sueño de cien años no la había dotado de sabiduría?

—Lo amo. Lo desprecio —dijo Alexi—. Me humilla y me fascina. Y entregarse significa sentir todas esas cosas a la vez, y aún así tener una sola mente y un solo espíritu.

—Sí —suspiró ella, como si lo hubiera acusado falsamente—. Dolor perverso, placer perverso. Y él le dedicó una sonrisa de aprobación. —Volveremos a estar juntos de nuevo...

—Sí...

—Podéis contar con ello. Y hasta ese momento, querida mía, mi amor, perteneced a todo el mundo.

EL PUEBLO

Los siguientes días, que en realidad fueron pocos, pasaron tan rápidamente para Bella como los anteriores. Nadie descubrió que ella y Alexi habían estado juntos.

La noche siguiente, el príncipe le dijo que se había ganado la aprobación de su madre, y que a partir de entonces él personalmente la instruiría como su doncella, le enseñaría a barrer sus aposentos, a mantener siempre llena su copa de vino y a desempeñar todas esas tareas que Alexi realizaba para su majestad.

Además, desde ese día Bella dormiría en los aposentos del príncipe.

La princesa descubrió que todo el mundo la envidiaba y que únicamente el príncipe, y sólo él, era quien la castigaba a diario.

Cada mañana la dejaban con lady Juliana, que la hacía correr en el sendero para caballos. Luego, a mediodía, Bella servía el vino del almuerzo, y pobre de ella si derramaba una sola gota.

Por la tarde solía dormir para que por la noche pudiera servir al príncipe. Estaba previsto que en la siguiente noche de fiesta participara en una carrera de esclavos en el sendero para caballos, que su alteza confiaba que Bella ganara gracias a su entrenamiento diario.

Bella se enteraba de todo esto entre sonrojos y lágrimas, y se encorvaba una y otra vez para besar las botas del príncipe en respuesta a cada una de sus órdenes. El parecía todavía inquieto a causa del amor que ella le inspiraba y, mientras el castillo dormía, frecuentemente la despertaba con bruscos abrazos. Bella apenas podía pensar en Alexi en esos momentos, debido al temor que el príncipe le inspiraba y a que la estudiaba sin cesar.

Su vida se había convertido en una rutina diaria. Cada mañana la sacaban con sus botas con herraduras para deleitar a lady Juliana. Bella se mostraba asustada pero dispuesta. Lady Juliana era un encanto con su vestido de montar de color carmesí, y Bella corría deprisa sobre el llano sendero de grava. Con frecuencia, el sol la obligaba a torcer la vista cuando centelleaba sobre los árboles más altos, y siempre acababa el recorrido llorando.

Luego, ella y lady Juliana se quedaban a solas en el jardín. Ésta llevaba una correa de cuero que rara vez utilizaba, así que esos momentos resultaban relajantes para Bella. Solían sentarse sobre la hierba, con las faldas de lady Juliana formando una corona de seda bordada en torno a Bella. En ocasiones, lady Juliana le daba un fuerte y repentino beso, y Bella se quedaba sorprendida y se enternecía. La dama la acariciaba por todo el cuerpo, la colmaba de besos y cumplidos, y cuando decidía golpearla con la correa de cuero, la princesa lloraba apaciblemente, con profundos gemidos sofocados y un lánguido abandono. Pero al poco, ya estaba recogiendo florecillas con los dientes para lady Juliana, besando con suma gracia el bajo de sus faldones o incluso sus blancas manos. Todos estos gestos deleitaban a su ama.

«Oh, ¿me estoy convirtiendo en lo que Alexi quería que me convirtiera?», se preguntaba Bella de vez en cuando, aunque la mayor parte del tiempo no pensaba en ello.

También durante las comidas Bella se esmeraba enormemente en servir el vino con garbo.

No obstante, en una ocasión lo derramó y recibió su castigo colgada del paje, que la asía con fuerza. En cuanto purgó su pena, se fue corriendo hasta las botas del príncipe para

rogar silenciosamente su perdón. El se mostró furioso y, cuando ordenó que la volvieran a azotar, Bella sintió que la humillación bullía en su interior.

Aquella noche, antes de poseerla, la fustigó sin piedad con el cinturón. Le dijo que detestaba la menor imperfección en ella, y la encadenaron a la pared, donde pasó toda la noche entre lloros y sufrimiento.

Bella temía ser objeto de nuevos y más espantosos castigos. Lady Juliana insinuó que, en algunos aspectos, era tan sólo una virgen y que se la estaba poniendo a prueba con suma lentitud.

Además, la princesa también temía a lord Gregory, que la observaba en todo momento.

Cada mañana, mientras Bella trastabillaba por el sendero para caballos, lady Juliana la amenazaba con enviarla a la sala de castigos. Bella se echaba inmediatamente sobre sus manos y rodillas y besaba sus pantuflas, y aunque lady Juliana se apiadaba enseguida, con una sonrisa y un meneo de sus preciosas trenzas, lord Gregory, que se mantenía en las proximidades, mostraba su desaprobación.

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