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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (95 page)

BOOK: El quinto día
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Lo contempló en la palma de la mano.

Ahora era diminuto. Comenzó a desenvolverlo, pero sólo contenía papel. No había nada en su interior. Rompió el destrozado paquete, rasgó una tras otra las capas de papel y lo tiró. El paquete y sus padres yaciendo inmóviles habían desaparecido. Solamente quedaba el borde de hielo y las aguas negras.

Un enorme lomo surcó las olas y volvió a desaparecer.

Anawak giró lentamente la cabeza. Vio una casita de mísero aspecto, una casucha de chapa acanalada. Tenía la puerta abierta.

Su hogar.

«No —pensó—. ¡No!» Comenzó a llorar. Algo había salido mal. Eso no podía ser su vida. ¡No podía ser ése su lugar! ¡No lo habían planeado así!

Agachado en la nieve, miraba absorto la cabaña. No podía parar de llorar. Lo invadió una profunda aflicción. Los sollozos casi le desgarraban el pecho, resonaban en el cielo, llenaban el aire con su queja, en aquel lugar en que sólo estaba él.

No. ¡No!

Se hizo la luz.

Su cuarto del Polar Lodge.

Anawak estaba sentado en la cama. Le temblaba todo el cuerpo. El despertador indicaba las 2.30 horas. Pasó un rato hasta que pudo calmarse lo suficiente como para levantarse y abrir la pequeña nevera. Tenía la lengua pegada al paladar. Vio agua, refrescos y cerveza. Tomó una Coca-Cola, la abrió y la bebió a grandes tragos. Con la lata en la mano derecha, se dirigió a la ventana, apartó la cortina y miró al exterior.

El hotel estaba sobre una loma, de modo que ofrecía una vista magnífica de Kinngait y de los barrios aledaños. Era una noche clara y despejada, como en su sueño, pero, en lugar de estar cubierto por el inmenso cielo estrellado, Cabo Dorset yacía en la penumbra, que bañaba las casas, la tundra, las zonas nevadas y el mar de un color rosado irreal. En aquella época no oscurecía; sólo se difuminaban los contornos y los colores se tornaban más pálidos.

De golpe se dio cuenta de lo bello que era el lugar.

Miró cautivado el hermoso cielo; su mirada vagó por las montañas y la bahía. El hielo de la bahía Tellik relucía como la plata. Mallikjuaq yacía negra y jorobada frente a la costa, como una ballena dormida.

Miró hacia el horizonte mientras bebía su Coca-Cola.

¿Qué debía hacer?

Recordó lo que había sentido días atrás, cuando se reunió con Shoemaker y Delaware. Lo extraña que se había vuelto de golpe la estación, Tofino, todo. Y que en todas partes parecía faltar una habitación para huir del mundo. Estaba convencido de que sucedería algo importante. Había esperado lleno de entusiasmo y de temor, como si se fuera a cumplir en él una profecía.

En lugar de eso había muerto su padre.

¿Era eso? ¿Era ése el acontecimiento tan importante que lo aguardaba? ¿Regresar al Ártico para enterrar a su padre?

Sin duda tenía ante sí grandes desafíos. Uno de los mayores desafíos a los que se había visto expuesta jamás la humanidad. Él y unos cuantos más. Prácticamente nada lo superaba en importancia. Pero no tenía relación alguna con su vida. Su vida seguía otro sistema. Los tsunamis, las epidemias y las catástrofes de metano no tenían importancia alguna en ella. Su vida se había abierto paso con un mensaje de muerte. Y por primera vez desde que había recibido ese mensaje, Anawak comenzó a intuir que Nunavut le ofrecía la oportunidad de convertir la muerte en una nueva vida. Él mismo había estado muerto. Debía nacer de nuevo.

Al cabo de un rato se vistió, se puso su gorra y salió a la noche iluminada. Las calles estaban desiertas. Caminó por el pueblo durante más de una hora hasta que se sintió agotado, lo cual era más agradable que la anestesiante sensación del televisor encendido. Volvió al cálido Lodge, tiró sus ropas por el suelo sin mucho cuidado, se envolvió en las mantas y se quedó dormido en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada.

A la mañana siguiente llamó a Akesuk. —¿Quieres desayunar conmigo? —preguntó. Su tío pareció sorprendido.

—Mary-Ann y yo estamos desayunando. No había contado contigo.

—Bien. No importa.

—No, espera... Acabamos de empezar. ¿Por qué no vienes a disfrutar de una buena ración de huevos revueltos con jamón?

—De acuerdo. Hasta ahora.

La ración que le sirvió Mary-Ann era tan grande que Anawak se llenó con sólo mirar el plato, pero la devoró con valentía. Mary-Ann estaba radiante. Anawak se preguntó qué le habría dicho Akesuk. Debía de haber inventado algún motivo irrecusable para explicar por qué Anawak había rehusado su cena. No parecía de mal humor.

Era extraño tomar la mano que Akesuk y su mujer le tendían. Lo volvían a introducir en la familia. Anawak no sabía aún si eso le gustaba. La magia de la noche de luna había desaparecido y él todavía necesitaba tiempo para hacer las paces con Nunavut. Decidió involucrarse con cautela en todo lo que viniera.

Tras el desayuno, Mary-Ann limpió la mesa y se despidió; quería hacer algunas compras en el pueblo. Akesuk giró las perillas de un transistor, escuchó un minuto y dijo:

—Qué bien.

—¿Qué sucede? —preguntó Anawak.

—La IBC anuncia buen tiempo para los próximos días. No podemos tomar sus predicciones al pie de la letra, pero con que la mitad sea cierto, ya podemos ir al campo.

—¿Vais al campo?

—Sí, unos días. Salimos mañana. Si te apetece, hoy podemos hacer algo juntos. Por cierto, ¿qué planes tienes? ¿Quieres regresar en seguida a Canadá?

El viejo zorro lo había sospechado.

Anawak añadió leche a su café.

—A decir verdad, anoche estuve a punto de marcharme.

—No me sorprende —constató Akesuk con sequedad—. ¿Y ahora?

Anawak se encogió de hombros.

—No lo sé muy bien. He pensado en ir a Mallikjuaq o en viajar hasta Inuksuk Point. La verdad es que no me siento cómodo en Cabo Dorset, Iji. No lo tomes a mal. Es sólo que no es un lugar del que uno tenga buenos recuerdos con un... con un...

—Con un padre como el tuyo —completó su tío. Se pasó la mano por el bigote y asintió—. Lo que me extraña es que hayas venido. En los últimos diecinueve años no has mantenido contacto con ninguno de nosotros. Y ahora yo soy el último de tu familia. Te llamé porque consideré que debía informarte, pero en realidad me había hecho a la idea de que no te veríamos por aquí. ¿Por qué has venido?

—Ni idea, Iji. Desconozco el motivo. Creo que Vancouver quería deshacerse de mí durante cierto tiempo.

—Qué disparate.

—En cualquier caso no he venido por mi padre. Sabes muy bien que no he derramado ni una sola lágrima por él. —Su comentario sonó innecesariamente brusco, pero no pudo evitarlo—.

Y tampoco lo haré.

—Eres demasiado duro.

—¡Vivió mal, Iji!

Akesuk lo miró largo rato.

—Sí, tu padre vivió mal, León. Pero por aquel entonces no había más opciones. Has olvidado mencionarlo.

Anawak se quedó callado.

Su tío sorbió ruidosamente los últimos restos de su café. Luego sonrió de repente.

—Escucha, te haré una propuesta. Mary-Ann y yo nos vamos hoy. Esta vez queremos ir a otro lugar, al noroeste, a Pond Inlet.

Y tú vienes con nosotros.

Anawak se quedó mirándolo.

—No puedo —dijo—. Estaréis fuera varias semanas. No puedo ausentarme tanto tiempo. Y, además, tampoco quiero.

—No me has entendido bien. Vienes con nosotros, y al cabo de unos días tomas el vuelo de regreso. Ya eres adulto, no tengo que llevarte de la mano a todas partes. Supongo que sabrás encontrar solo tu avión.

—Te tomas demasiadas molestias, Iji, yo...

—Déjate de tonterías. ¿Qué molestia puede causar llevarte con nosotros al hielo? Allá arriba nos unimos a un grupo. Todo está preparado, y seguro que encontraremos espacio para tu civilizado trasero. —Le hizo un guiño—. Pero no creas que será un viaje de placer. Te tocará hacer guardia como a los demás.

Anawak se reclinó y se quedó pensando en el asunto. La invitación lo cogía desprevenido. Se había preparado para quedarse un día más. Un solo día, no tres o cuatro.

¿Cómo se explicaría a Li?

Por otra parte, Li le había dado a entender que podía ausentarse cuanto quisiera.

Pond Inlet. Tres días.

En realidad no era tanto. El avión de Cabo Dorset lo llevaría de regreso como máximo en dos horas. Tres días en el campo, dos horas de regreso y directo a Iqaluit.

—¿Qué te propones exactamente? —preguntó.

Akesuk se rió.

—¿Qué va a ser? Traerte a casa, muchacho.

En el campo.

En esas tres palabras se resumía toda la filosofía de vida de los inuit. Estar en el campo significaba huir del poblado y pasar los días de verano en campamentos, en las playas o cerca del borde del hielo marino; allí pescaban, mataban narvales y cazaban focas y morsas. Los inuit podían cazar ballenas para consumo propio. Para sobrevivir más allá de la civilización se llevaban cuanto necesitaban; cargaban ropa, equipos y utensilios de caza en ATV, trineos o botes. El campo al que se dirigían era una enorme zona salvaje que los hombres habían recorrido durante milenios hasta que una evolución no deseada los obligó a convertirse en sedentarios.

En el campo no existía el tiempo ni el orden perfecto de las ciudades y poblados. Las distancias no se medían en kilómetros o en millas sino en unidades temporales. Hasta cierto lugar había dos días, hasta aquel otro media jornada o quizá una. ¿Qué sentido tenía hablar de cincuenta kilómetros cuando debían superar barreras imprevistas, banquisas y fosas? La naturaleza no se sometía a la planificación. En el campo se vivía exclusivamente en el presente, pues cada instante estaba lleno de elementos imponderables. El campo seguía su propio ritmo y uno se sometía a él de buen grado. En milenios de vida nómada los inuit habían aprendido que en ese sometimiento residía el dominio. Hasta mediados del siglo XX habían recorrido el campo sin ataduras, y tal forma de vida seguía correspondiéndose más con su naturaleza que la existencia en casas y lugares fijos.

Entretanto habían cambiado algunas cosas, y así lo percibía Anawak conforme pasaba más horas con los inuit. Ellos parecían haber aceptado que el mundo les exigía que realizaran actividades reguladas para asegurar su lugar en una sociedad industrializada. Pero a diferencia de aquella época, cuando Anawak era niño, el mundo había comenzado a aceptar a los inuit. Les devolvía parte de lo que les había quitado, pero sobre todo les daba una perspectiva vital. Los estándares occidentales tenían allí tanto espacio como las tradiciones ancestrales.

Anawak había abandonado su tierra cuando no era más que una región sin sentido de los valores ni identidad propia. Había huido con la imagen de un pueblo profundamente deprimido y privado de energía, un pueblo que llevaba tanto tiempo sin ser respetado que dejó de respetarse a sí mismo. Si había alguien que hubiera podido cambiar esa imagen en aquel entonces, ése era su padre. ¡Pero precisamente él tenía una responsabilidad decisiva!

El inuit que ahora yacía en el pequeño cementerio de Cabo Dorset se había convertido en el símbolo de la resignación: un hombre colérico, destruido, constantemente alcoholizado, quejumbroso, que había fracasado en todo y que ni siquiera había logrado proteger a su familia. Cuando se hallaba a bordo del barco que partía de Cabo Dorset y éste comenzaba a desaparecer en la distancia, Anawak había gritado algo a la bruma, algo que nadie podía escuchar salvo él y que aún le retumbaba en los oídos, una pregunta dirigida a su padre y referida a todo su pueblo:

—¿Por qué no os matáis todos? Así nadie tendrá que avergonzarse de vosotros.

Durante un segundo había barajado la idea de ser el primero en seguir su propia recomendación tirándose por la borda.

Sin embargo se había convertido en un canadiense del oeste. Su familia adoptiva se había instalado en Vancouver; eran personas amables que apoyaron su educación cuanto pudieron, aunque en realidad nunca llegaron a acostumbrarse los unos a los otros. Siempre fueron una familia pragmática. Cuando León cumplió veinticuatro años, ellos se trasladaron a Anchorage, Alaska. Una vez al año le mandaban una postal que él contestaba con unas pocas líneas poco afectuosas. Jamás los había visitado, y ellos tampoco parecían esperar que lo hiciera. Probablemente, si hubiera viajado a Anchorage se habrían sorprendido. No podía decirse que se hubieran convertido en personas extrañas para él... sencillamente, nunca habían estado cerca.

No eran su familia.

La propuesta de Akesuk de viajar juntos al campo había despertado nuevos recuerdos en Anawak. Aquellas largas noches junto al fuego, cuando alguien contaba una historia y el mundo entero parecía animado. De niño, la reina de la nieve y el dios oso eran seres de cuya existencia no dudaba. Escuchaba a los hombres y mujeres que habían nacido en iglúes y se imaginaba adulto, recorriendo el hielo, cazando y viviendo en armonía consigo mismo y con el mito del Ártico. Dormir cuando uno está cansado. Trabajar y cazar cuando el tiempo lo permite o simplemente cuando uno tiene ganas. Comer cuando lo pide el estómago y no en el descanso del mediodía. A veces la caza duraba día y noche, cuando en realidad sólo habían salido un momento de la tienda de campaña. Otras veces se preparaban para cazar, pero los animales no aparecían. Los quallunaat siempre habían desconfiado de la desorganización en que parecían vivir los inuit. Simplemente no comprendían que se pudiera existir fuera de las pautas temporales reguladas y de los esquemas de rendimiento. Ellos construían mundos fuera del mundo. Excluían los procesos naturales en favor de los artificiales, e ignoraban o eliminaban lo que no se ajustaba a su plan.

Anawak pensó en el Château y en el enigma que intentaban resolver allí. Pensó en Jack Vanderbilt. En la pulsión con que el subdirector de la CÍA se aferraba a la idea de que los acontecimientos ocurridos en los últimos meses obedecían a la planificación y la acción humanas. Quien quisiera comprender a los inuit tenía que aprender a desprenderse de la psicosis de control que caracterizaba a las sociedades civilizadas.

Pero por lo menos eran seres humanos. Aquel poder desconocido, en cambio, no tenía nada de humano. Anawak estaba completamente convencido de que Johanson tenía razón. Si seguían pensando en términos de orden y valor humanos perderían aquella guerra. Personas como Vanderbilt perderían esa guerra simplemente porque no podían comprender otras mentalidades. Posiblemente el hombre de la CÍA incluso era consciente del error que cometía, pero no podía desprenderse de sus costumbres de honesto ciudadano americano, y por supuesto tampoco podía aproximarse a una especie no humana.

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