El que habla con los muertos (11 page)

BOOK: El que habla con los muertos
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—Ya ve, Stanley, no es nada agradable cuando uno se enfrenta con alguien más grande y más fuerte. Y es así como se siente Harry, ¿no es verdad, Keogh?

Harry, que aún se cubría la boca con la mano, respondió:

—Sé cuidarme solo.

El grandullón Stanley, aunque tenía un año más que Harry, y parecía aún mayor, estaba a punto de echarse a llorar.

—Se lo diré a mi padre —dijo mientras se iba.

—¿Qué? —rió Sargento, los brazos en jarra, mientras el matón se retiraba—. ¿A su padre? ¿A ese gordinflón que echa pulsos para ganarse las cañas de cerveza? Bien, cuando se lo cuente pregúntele quién le ganó anoche, y estuvo a punto de romperle el brazo.

Pero Stanley ya se marchaba corriendo.

—¿Cómo se encuentra, Keogh? —preguntó Lane mientras lo ayudaba a levantarse.

—Bien, señor. Me sangra un poco la boca, pero no tiene importancia.

—Hijo, manténgase lejos de ese matón —aconsejó el profesor—. Es una mala persona, y demasiado grande para usted. Cuando lo llamé flacucho, no quise decir que usted lo fuera; sólo estaba señalando la gran diferencia que hay entre ustedes. El grandullón Stanley no se va a olvidar de esto, de modo que cuídese.

—Sí, señor —respondió Harry.

—Muy bien, entonces. Y ahora, vuelva con los demás.

Lane hizo ademán de regresar a su refugio detrás de la duna, pero en ese preciso instante apareció la señorita Hartley, muy arreglada y compuesta.

Harry oyó a Sargento murmurar un «¡Mierda!» por lo bajo y sintió ganas de reír, pero temió que el labio se le partiera aún más. Se dirigió al lugar donde los demás chicos se reunían alrededor de la señorita Gower, ya preparados para regresar.

Era un martes por la tarde, en la segunda semana de agosto, y hacía calor. George Hannant, mientras se secaba la frente con un pañuelo, pensó que era curioso lo calurosa que podía ser una tarde como ésta. Uno pensaba que a medida que se acercaba la noche iría refrescando, pero el calor parecía más sofocante. Durante la mañana hubo una brisa; muy débil, pero brisa al fin. Ahora, el aire estaba inmóvil como el de un cuadro. Todo el calor del día, que la tierra había absorbido, emanaba ahora de ella y envolvía los cuerpos. Hannant volvió a secarse la frente y el cuello, bebió a sorbos una limonada helada, y pensó que muy pronto comenzaría a transpirar el líquido que estaba ingiriendo. Hacía un calor infernal.

Hannant vivía bastante cerca de la escuela, pero del lado opuesto a la mina. El otro era demasiado opresivo, demasiado deprimente. Esta noche tenía trabajos para corregir, y lecciones que preparar. No tenía ganas de hacer ninguna de las dos cosas; en realidad, no tenía ganas de hacer nada. No le vendría mal una copa, pero los
pubs
a esta hora estarían llenos de mineros en mangas de camisa y gorra, que hablarían con voz áspera y gutural. Daban una buena película en el Ritz, pero en las primeras filas el sistema de sonido era ensordecedor, y en las filas posteriores estarían las parejas de siempre haciéndose el amor, que lo perturbaban y distraían su atención de la pantalla con sus sudorosas maniobras. Y de todos modos, tenía trabajos para corregir.

Hannant vivía en una pequeña casa adosada, en una urbanización con vistas al boscoso valle, que se hacía más estrecho en dirección al mar, y estaba separada de la escuela por un cementerio con una iglesia antigua, tumbas bien cuidadas y altos muros limítrofes. Hannant habitualmente lo atravesaba rumbo a la escuela cada mañana, y volvía a cruzarlo de regreso a su casa, por las tardes. Había grandes castaños de Indias con bancos circulares construidos alrededor de sus troncos. Hannant siempre tenía la posibilidad de venir con sus papeles y sus libros y sentarse a la sombra de los castaños.

En realidad no era una mala idea. Seguramente habría algún que otro pensionado, superviviente de la mina, que vendría a sentarse con su perro y su bastón, y mascaría tabaco o chuparía una vieja pipa… y escupiría, por supuesto. Los pulmones enfermos eran un legado de las minas, pulmones enfermos y columnas vertebrales frágiles como cáscaras de huevo. Pero aparte de los vejetes el lugar era habitualmente muy tranquilo, alejado del centro del pueblo, de los
pubs
y del cine. Ah, y cuando comenzaran a caer las castañas habría un montón de críos, claro. Después de todo, ¿para qué sirven las castañas de Indias sino para que los críos se hagan juguetes con ellas? Hannant se sonrió. Alguien había dicho una vez que desde el punto de vista de un perro, un ser humano era una cosa que arrojaba palos. ¿Y cuál sería el punto de vista de una castaña de Indias? Quizá que los chicos eran cosas que las ataban con cuerdas y las partían en dos. Había algo que parecía indudablemente cierto: ¡los chicos no estaban hechos para estudiar matemáticas!

Hannant se duchó y se secó lenta y metódicamente (darse prisa sólo hacía que uno sudara aún más), se puso unos anchos pantalones de franela de algodón y una camisa sin corbata, cogió su maletín y salió de casa. Cruzó la urbanización en dirección al cementerio y se internó en el ancho sendero de grava que lo atravesaba. En las ramas más altas de los árboles jugaban las ardillas, y de vez en cuando hacían que alguna hoja se desprendiera. Los rayos del sol llegaban oblicuos desde más allá de las bajas colinas del oeste, donde la gran bola ardiente parecía suspendida para siempre, como si nunca fuera a permitir el paso del día hacia la noche. El día había sido hermoso; la tarde, a pesar del calor, también era estupenda, y ambos habían sido desperdiciados, o si no desperdiciados, perdidos lastimosamente… si es que había alguna diferencia entre ambas expresiones. Hannant se sonrió irónicamente al imaginar al joven Johnnie Miller dentro de un par de años, calculando la superficie de distintas circunferencias para distraer su aburrimiento mientras extraía carbón de la mina. ¿Para qué servía enseñarles matemáticas?

Y en cuanto a los chicos como Harry Keogh —¡pobre desgraciado!—, no tenían músculos para trabajar en las minas, ni cerebro para hacer otra cosa. Bueno, cerebro quizá sí, pero hasta ahora era como un iceberg del que sólo se veía una punta. ¿Y quién podía saber cuánto se escondía bajo la superficie? Hannant deseaba encontrar la manera de sacar a la luz, ahora que aún estaba a tiempo, la escondida inteligencia del chico. El profesor tenía un presentimiento con respecto a Keogh: aquello que el chico iba a hacer —o a ser— sea lo que fuera, tenía que comenzar a evidenciarse ahora. Era como contemplar el comienzo de la germinación de una extraña semilla, y esperar a ver cómo sería la flor.

Y hablando del papa… ¿no era Keogh ese chico sentado sobre una vieja tumba, a la sombra de un árbol, la cabeza apoyada sobre la musgosa lápida? Sí, era Keogh; ahora veía sus gafas, que el sol hacía brillar. El chico tenía abierto un libro sobre las rodillas y mordisqueaba un lápiz; con la cabeza echada hacia atrás, parecía completamente absorto en sus pensamientos. A Jimmy Collins no se lo veía por ningún lado; sin duda estaba jugando al fútbol con el resto del equipo en el gimnasio del colegio. Pero Keogh… no pertenecía a ningún equipo.

De repente, Hannant sintió compasión por el chico. Compasión… ¿o culpabilidad? ¡Por Dios, no! Keogh se había librado de una buena demasiadas veces. Uno de estos días se pondría a soñar despierto… y nunca más podría volver a la realidad. Con todo…

Hannant suspiró, y dejó que sus pies lo condujeran por los senderos que había entre las hileras de tumbas hasta donde estaba sentado el muchacho. Y cuando estuvo más cerca pudo ver que, una vez más, Harry estaba perdido en uno de sus ensueños, refugiado en la fresca sombra del árbol. Hannant se sintió furioso, hasta que vio que el libro que Keogh tenía en sus rodillas era el de deberes de matemáticas. Al parecer, el chico intentaba cumplir con su penitencia.

—¿Cómo va eso, Keogh? —preguntó Hannant, y se sentó sobre la misma piedra.

Este rincón del cementerio no le era desconocido al profesor de matemáticas; en muchas, muchas ocasiones había venido a sentarse aquí. En realidad, el intruso no era él, sino Keogh. Pero no creía que el chico lo supiera, y ni siquiera que pudiese entenderlo.

Harry se sacó el lápiz de la boca, miró al profesor e, inesperadamente, sonrió.

—Buenos días, señor. Perdón, ¿pero qué me decía?

Hannant tenía razón; el chico había estado ausente. El rey de los soñadores. ¡La vida secreta de Harry Keogh!

—Le pregunté cómo iba eso —dijo Hannant, intentando hablar sin gruñir.

—¡Oh, muy bien, señor!

—Menos formalidad, Harry. Deje el «señor» para la clase, y hablemos con franqueza. Lo que quiero es saber cómo le va con los problemas que le di.

—¿Los deberes? Ya los he resuelto.

—¿Aquí?

Hannant estaba sorprendido, pero si pensaba mejor la cosa, el lugar parecía muy apropiado.

—Este es un lugar muy tranquilo —respondió Harry.

—¿Querría mostrármelos, por favor?

—Si usted quiere… —Harry se encogió de hombros y le tendió el libro de problemas.

Hannant los revisó y se quedó doblemente sorprendido. El trabajo era muy pulcro, casi inmaculado. Había dos respuestas, y si la memoria no lo engañaba, ambas eran correctas. Claro está que el procedimiento para llegar a la solución era igualmente importante, pero por el momento no lo comprobó.

—¿Dónde está la tercera pregunta?

Harry frunció el entrecejo.

—¿Se refiere a la de la pistola de engrasar, donde…? —comenzó a decir.

Pero Hannant, impaciente, lo interrumpió.

—No dé vueltas al asunto, Harry Keogh. De las diez preguntas, sólo tenía que resolver tres. Las demás se refieren a cajas, no tienen nada que ver con circunferencias o cilindros. ¿O quizá me equivoco? Este libro es también nuevo para mí. Démelo, por favor.

Harry bajó la cabeza, se mordió el labio y le dio el libro. Hannant pasó deprisa las páginas.

—La pistola de engrasar —dijo—. Sí, éste es el problema —y golpeó con el dedo índice la página.

Había un diagrama, con las medidas en centímetros.

Las medidas eran internas; el tambor y el cañón eran cilíndricos, y estaban llenos de grasa. ¿Qué longitud tendría el chorro de grasa emitido al vaciar la pistola?

Harry lo miró.

—No pensé que tenía que resolver este problema —dijo por fin.

Hannant se sintió furioso. Dos problemas resueltos sobre un total de tres no estaba nada bien. Hubiera preferido tres respuestas equivocadas antes que esto.

—¿Por qué no dice que era demasiado difícil? —dijo, tratando de mantener la calma—. Ya he tenido bastantes mentiras por hoy. ¿Por qué no acepta que no sabe cómo resolverlo?

De repente, el chico pareció no encontrarse bien. La cara le brillaba, sudorosa, y tenía los ojos levemente vidriosos.

—Puedo hacerlo —dijo Harry con voz calma, y luego, más rápidamente y con cierta aspereza—: ¡Si un idiota podría resolverlo! Yo no pensé que era parte de los deberes, eso es todo.

Hannant no podía creer lo que había oído; durante un segundo pensó que no había entendido la respuesta del chico.

—¿Y la fórmula?

—No es necesaria —respondió Harry Keogh.

—¡Mierda, Harry! Es Pi por el radio al cuadrado por la longitud igual al contenido. Eso es todo lo que necesita saber. Mire —dijo Hannant, y garrapateó rápidamente en el libro:

Le devolvió a Harry el lápiz y dijo:

—Así. Después de eso, casi todo se anula a sí mismo. El divisor, claro está, es la superficie del corte transversal del chorro de grasa.

—Eso es una pérdida de tiempo —dijo Harry de tal modo que Hannant se dio cuenta de que aquello no era mera rebeldía; de hecho, aquélla no parecía la voz de Harry Keogh.

Esa voz tenía autoridad. Por un instante, Hannant se sintió casi intimidado. ¿Qué estaba pasando en la cabeza del chico? ¿Qué significaba esa mirada de no-estar-del-todo-allí que se percibía tras los cristales de las gafas?

—¡Explíquese! —exigió Hannant—. ¡Y con claridad!

Harry miró el diagrama, no la solución que había sugerido el profesor.

—La respuesta es 106,68 centímetros —respondió, con el mismo tono de autoridad de antes.

Tal como Hannant había afirmado antes, ese libro era nuevo para él y aún no lo conocía bien, pero hubiera apostado que el chico estaba en lo cierto. Y eso sólo podía significar que…

—Después de la playa volvió con Collins a la clase —le dijo con voz acusadora—. Yo le dije que cerrara con llave, pero antes usted abrió el cajón de mi mesa y miró las respuestas en el libro que tengo allí. Nunca lo hubiera creído capaz de algo así, Keogh, pero…

—Se equivoca. —Harry lo interrumpió con la misma voz inexpresiva, calma y pedante que había utilizado antes; luego, golpeteó con su dedo índice el diagrama—: Compruébelo usted mismo. Para resolver los dos primeros problemas hacían falta fórmulas, pero no para éste. Si tenemos un diámetro de cuatro decimales y queremos hallar la superficie de la correspondiente circunferencia, necesitamos una fórmula. Si tenemos la superficie y queremos hallar el radio, necesitamos prácticamente la misma fórmula, pero a la inversa. Pero ¿esto? Escuche:

»El diámetro del tambor es tres veces mayor que el del cañón. La superficie de la circunferencia es por consiguiente nueve veces mayor. La longitud del cañón es tres veces más grande. Nueve por tres es veintisiete. El tambor contiene veintisiete veces más grasa que el cañón. El tambor y el cañón juntos contendrán, por consiguiente, veintiocho veces el volumen del cañón. El cañón tiene 3,81 centímetros. Y eso por 28 es igual a 106,68 centímetros, señor.

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