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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (51 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—Yo creía que eras tú la amenaza que se avecinaba —comentó el dios de la Riqueza a Quar con despreocupación.

Las oscilaciones de la Gema nunca habían molestado a Kharmani, ya que la guerra significaba dinero, para algunos al menos.

Una risa nerviosa entre los ángeles más jóvenes saludó esta observación, pero enseguida fue reprimida por los más ancianos querubines cuyos rostros graves reflejaban la profunda preocupación que había en los ojos de su dios. Quar enrojeció de ira, pero se mordió la lengua casi hasta sangrar y habló con el tono de un inocente injuriado.

—Yo sólo intenté traer orden al caos reinante, ¡pero vosotros no lo comprendisteis y os dejasteis engañar por ese bandido del desierto! ¡Ahora sus hordas están dispuestas para atacar!
¡Jihad!
¡Eso es lo que Akhran el Errante, ahora llamado Akhran el Terrible, está preparando para todos vosotros!
¡Jihad!
¡Guerra Santa!

—Sí, Quar —repuso Promenthas con sequedad—. Ya sabemos lo que esa palabra significa. Recordamos bien haberla oído anteriormente de tus labios, aunque tal vez en otro contexto.

Mirando con detenimiento a cada dios, uno por uno, y viendo sus expresiones hostiles o, cuando menos, en algunos casos, indiferentes, Quar se desprendió de su endulzada fachada. Sus labios se desencajaron en un rugido.

—¡Sí, yo os habría gobernado…, estúpidos! ¡Pero mi mandato en los cielos y en el mundo inferior habría sido un mandato legal…!

—Según
tus
leyes —murmuró Promenthas.

—Justo…


Tu
justicia.

—Traté de liberar al mundo de los extremos, de llevar paz allí donde se derramaba sangre. Pero, en vuestro orgullo y vuestra soberbia, os negasteis a considerar lo que habría sido mejor para muchos y os preocupasteis tan sólo de vosotros mismos. Y ahora pagaréis por ello —prosiguió Quar con vengativa satisfacción—. Ahora vendrá a gobernar uno que no tiene ley ninguna, ni siquiera la suya propia. Anarquía, derramamiento de sangre, guerra entablada por diversión…, ¡esto es lo que habéis traído sobre vosotros mismos! ¡La Gema de Sul se desmoronará y se derrumbará de su sitio en medio del universo, y todos, los de aquí arriba y los de allá abajo, estaremos condenados!

—¡Mirad!

Oyendo un sonido tras él, Quar se volvió aterrorizado y apuntó con un dedo tembloroso.

—¡Mirad…, ahí viene! ¡Y la tormenta lo sigue!

Galopando a través de las dunas se acercaba Akhran, a lomos de un corcel tan luminoso como la luz de la luna y de cuya crin se desprendía, a su paso, un reguero de polvo de estrellas. Sus negros hábitos se agitaban en torno a él; las plumas del elaborado tocado de su caballo brillaban con un intenso rojo sanguíneo. El dios iba flanqueado por tres altos y musculosos djinn. Con sus fuertes brazos, adornados de brazaletes de oro, cruzados en actitud severa por delante de su pecho, éstos miraban desde arriba a los dioses, con rostros duros y amenazadores.

Akhran el Errante guió su corcel hasta el lugar de reunión de los dioses, y tan poderoso se había vuelto y tan imponente era su presencia que a los otros dioses les dio la impresión de que sus dominios iban a ser barridos por aquel viento del sur llamado siroco y que pronto se verían errando perdidos e indefensos en un desierto inmenso y vacío.

Deteniendo su caballo con tanta brusquedad que hizo que el animal se irguiera sobre sus patas traseras y lanzara un sonoro y triunfante relincho, Akhran se deslizó con gran habilidad de su silla. El
haik
le cubría la boca y la nariz, pero los ojos del dios brillaban como relámpagos y no veían ni prestaban atención a nadie más que a Quar. Lentamente y con determinación, Akhran el Errante caminó a grandes pasos sobre la arena, con la mirada fija en el acobardado dios de ojos almendrados. Poniendo la mano en la empuñadura de su cimitarra, el dios Errante sacó el arma de su adornada funda. Soles, lunas, planetas: todos se reflejaron en la brillante hoja de plata que resplandeció con una luz sagrada.

—¡Ahí está! —jadeó Quar, humedeciéndose los labios y dirigiendo una provocadora mirada a sus colegas—. ¿Qué os he dicho? ¡Se propone asesinarme, igual que sus malditos seguidores hicieron con mi sacerdote! Y vosotros —dijo, mirando amenazadoramente a los otros dioses—, ¡vosotros seréis los siguientes en sentir la hoja de su espada en vuestra garganta!

Si Quar no hubiese estado sumido en tal frenesí de terror, habría apreciado con suprema satisfacción el miedo y preocupación crecientes en los ojos de Promenthas, el terror volviendo de nuevo a los ojos de Uevin y el ansioso centelleo en los ojos de Benario. Pero Quar andaba tropezando aquí y allá, intentando escapar a la ira de Akhran, y no se dio cuenta de nada. Pero no había adónde ir. Retrocedió más y más hasta llegar al borde de un pozo profundo y oscuro. Estaba atrapado. No podía ir más lejos sin caer en el Abismo de Sul. Escupiendo débiles maldiciones y enseñando sus diminutos dientes como una rata atrapada por el león, Quar se acurrucó a los pies de Akhran y lo miró con ojos llameantes de odio.

Adelantándose hasta situarse delante del encogido y lloriqueante dios, Akhran levantó sobre la cabeza de Quar la espada que brillaba con la luz de la eternidad. La sostuvo en posición por un instante, durante el cual, tanto en la tierra como en el cielo, el tiempo se detuvo. Y luego, con toda su fuerza y poder, Akhran el Errante hizo descender la afilada hoja con un silbido.

Quar gritó.

Promenthas apartó los ojos.

El ángel, en el coro, enterró la cabeza entre las manos.

Y, entonces, Akhran comenzó a reír; una risa bronca y explosiva que retumbó como un trueno a través de los cielos y la tierra.

Ileso, indemne, de una pieza, Quar permaneció contraído delante de él. La hoja de la cimitarra no había tocado su cabeza por el grosor de un pelo partido en dos. El arma se clavó de punta en la arena entre sus embabuchados y temblorosos pies.

Mientras aún resonaban sus carcajadas por todo el universo, Akhran volvió su espalda a los otros dioses y silbó a su corcel. Poniéndose de un salto sobre la silla y regalándose con una última mirada divertida al tembloroso y acoquinado Quar, el Errante hizo saltar a su caballo hacia el oscuro cielo nocturno y se alejó entre las estrellas.

Suspirando con un inmenso alivio, los dioses se dispersaron uno por uno y volvieron cada uno a su propia faceta de Sul, a sus eternas disputas y discusiones acerca de la Verdad. El último en partir fue Quar, quien regresó cabizbajo a su arruinado jardín donde, notando que algunas de sus plantas continuaban floreciendo, se sentó sobre un banco de mármol rajado y tramó su venganza.

Mandando a los querubines, serafines y el resto de sus sirvientes de vuelta a sus abandonadas tareas, Promenthas ascendió la estrecha escalera de caracol que conducía hasta la galería del coro donde se sentaba el ángel con la cabeza escondida, sin atreverse a mirar.

—Hija mía —dijo con tono amable Promenthas—, todo ha terminado.

—¿Sí? —Y lo miró, temblorosa y esperanzada.

—Sí. Y aquí hay alguien que quiere hablar contigo, querida.

Levantando los ojos, Asrial vio aproximarse a dos altos y apuestos djinn, vestidos con ricas sedas y joyas. Al lado de uno de ellos, con su pequeña y blanca mano agarrada fuertemente a la de él, caminaba una hermosa djinniyeh.

—Asrial —dijo Sond con una inclinación desde la cintura—. Sabemos que nunca podremos ocupar el lugar de Pukah en tu corazón, pero sería para nosotros un honor si vinieses a habitar entre nosotros allá abajo en el mundo de los humanos, y arriba, en nuestro plano inmortal.

—¿Lo dices de verdad? —preguntó Asrial mirándolos con sorpresa—. ¿Puedo quedarme con vosotros y estar cerca… cerca de… Pukah?

—Para toda la eternidad —contestó Nedjma con lágrimas en los ojos y cogiéndose aún con más fuerza de la mano de Sond.

—¿Quién sabe? —añadió Fedj con una sonrisa—. Puede que algún día encontremos una forma de liberar a es… —iba a decir «esa pequeña calamidad» pero, considerando las circunstancias, pensó que sería mejor cambiarlo magnánimamente—… ese gran héroe.

Los ansiosos ojos de Asrial se fueron suplicantes hacia Promenthas.

—Ve y lleva contigo mi bendición… para ti y para el humano a quien tan valientemente has protegido y defendido. Creo que ya puedes relajar tu vigilancia sobre Mateo, pues, si no ando muy equivocado, pronto será compartida con otros.

—¡Gracias, padre!

Asrial inclinó la cabeza, recibió la bendición de Promenthas y, dando tímidamente la mano a Nedjma, se adentró en el desierto en compañía de la djinniyeh y de los dos djinn.

Capítulo 2

En lo alto de una cadena de colinas que dominaba la amurallada ciudad de Kich, Khardan estaba sentado en su caballo mirando escrutadoramente hacia el otro extremo de la llanura. Era poco después del amanecer. La ardiente esfera que brillaba en los cielos se reflejaba en las hojas desenvainadas de los
spahis
, los pastores de ovejas, los
meharistas
, los
goums
, los refugiados, los mercenarios, los rebeldes y todos aquellos que cabalgaban con el profeta de Akhran.

Khardan volvió su atención hacia la fortificada ciudad. Esta se elevaba a cierta distancia de donde él y su ejército esperaban en posición y listos para descender sobre ella como aves de presa. Pero el califa podía ver, o se imaginaba que podía, el templo de Quar. Se preguntó si los rumores acerca de él serían ciertos. Decían que había sido abandonado. Los refugiados habían traído consigo historias de que el templo estaba maldito, de que la mortífera niebla permanecía todavía dentro de sus estancias y de que a veces podía oírse al fantasma del imán predicando a sacerdotes tan incorpóreos como él. Bien que dicha maldición fuese verdad o no, lo que sí era cierto era que el templo había sido despojado de la mayor parte de su oro y joyas. Los adoradores de Benario profesaban muy poco respeto por las maldiciones de los otros dioses.

La inquieta mirada del califa se fue desde el templo hasta el mercado de esclavos, y su pensamiento retrocedió hasta aquel hombre de ojos crueles sentado en un palanquín blanco y una mujer esclava con el pelo de color de fuego. Echó una mirada a los
souks
y a las casas apiladas unas encima de otras. Después, sus ojos se fueron hacia el inmenso palacio con sus murallas de gruesa piedra que parecían volverse más gruesas y más altas a medida que las miraba. Khardan habría podido jurar que había visto al mendigo ciego sentado en su lugar acostumbrado y a una joven mujer rubia, vestida con seda rosada, languideciendo en sus brazos. Y allí vinieron Qannadi y Achmed, con sus armaduras resplandeciendo a la luz del sol, para ser saludados por los vítores de los soldados, quienes quizás hubiesen perdido momentáneamente la fe en su dios pero no en su reverenciado general.

Khardan parpadeó con asombro ante aquellas visiones imposibles. Ahora habría jurado que podía oler la ciudad y arrugó la nariz con desagrado, decidiendo que jamás se acostumbraría a ella y suponiendo que Khandar, capital del imperio y ciudad que contenía no miles sino millones de personas, debía de oler no mil sino un millón de veces peor.

Y él iba a ganar aquel tesoro a costa de la vida de su hermano. De niño, Achmed había dado sus primeros pasos desde los brazos de su madre hasta los de Khardan. Y en éstos, según la visión, Achmed encontraría la muerte.

El caballo del profeta se movió inquieto debajo de él. El animal olía ya la batalla y la sangre y ansiaba lanzarse hacia adelante, pero su amo no se movió. Khardan comprendió el desasosiego del caballo y le acarició el cuello con una mano temblorosa. Jamás en su vida había sentido el califa miedo antes de una batalla, pero ahora comenzó a jadear en busca de aliento, como si se sofocara. Levantando la cabeza, Khardan lanzó una desesperada mirada a su alrededor, buscando algún medio de escapar.

Escapar de una batalla que estaba seguro de poder ganar.

Su mirada se encontró con los feroces ojos del jeque Majiid, que cabalgaba a la derecha del profeta y observaba con impaciencia a su hijo, exigiendo mudamente le explicase la razón de aquel retraso. El plan consistía en atacar al amanecer, y allí estaba ya, desde hacía casi una hora, y el profeta no se había movido.

A la izquierda del profeta estaba el jeque Jaafar, con su rostro sumido en la acostumbrada expresión pesimista, que se acentuaba a medida que pasaba el tiempo y su ejército permanecía sentado allí, sobre las colinas, sudando bajo un sol que se elevaba y con la silla produciendo dolorosas rozaduras en su huesudo trasero.

A la izquierda de Jaafar estaba Sayah, hermanastro de Zohra e hijo mayor del jeque, lanzando secretas miradas de triunfo al califa como si durante todo el tiempo hubiese adivinado que el profeta no era más que un fraude.

A la derecha de Majiid, Zeid se elevaba magníficamente por encima de los jinetes a lomos de su piernilargo camello. Los maliciosos y estrábicos ojos del jeque se volvían más maliciosos y estrábicos cuanto más rato pasaban allí sentados, expuestos al enemigo sobre aquellas colinas.

Detrás de los jeques, murmurando y refunfuñando de impaciencia, el ejército del profeta comenzaba a preguntarse qué ocurría y a ofrecerse unos a otros respuestas que eran verdades a medias, mentiras y auténticos disparates, mientras poco a poco se hundían en un estado de confusión y desmoralización.

A cierta distancia de ellos, separados y aparte de los hombres, Zohra y Mateo observaban y esperaban. El corazón de la una se preguntaba el porqué de la actitud de Khardan; el del otro lo sabía y se compadecía, aunque se mantenía confiado.

De en medio del aire aparecieron de pronto tres djinn: Fedj, Raja y Sond. Inclinándose ante Khardan, lo saludaron en el nombre de
hazrat
Akhran, quien enviaba sus bendiciones a su gente.

—Ya era hora, también —dijo Zeid en voz alta.

—¿Era a éstos a quienes estábamos esperando? —preguntó Majiid a su hijo, haciendo un gesto despectivo hacia los djinn—. Bien, pues ya han vuelto. ¡Ataquemos antes de que acabemos desmayándonos todos por el calor!

—Sí —murmuró quejumbrosamente Jaafar—. Terminemos ya con esto de una vez. Tomemos la ciudad, robemos lo que queramos y hagámosla cenizas.
Entonces
podremos irnos a casa.

—¡Bah! —bufó con desdén Zeid—. ¿A qué viene toda esa cháchara de tomar la ciudad mientras seguimos aquí sentados, echando raíces en esta maldita roca? ¡Si el profeta no nos guía, yo lo haré!

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