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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (36 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Sacando de su escarcela una de las últimas y preciosas monedas de su tribu, Khardan reflexionó por un momento. No tenía idea de cuánto tiempo se verían obligados a permanecer en Kich hasta que regresara el amir. Necesitarían comida y un lugar donde dormir. Pero tenía que obtener información.

Lentamente, Khardan levantó la mano con la moneda entre el índice y el pulgar. Captando el destello del dinero, el mono corrió hacia él y se puso a dar saltos en el polvo a su alrededor, a los pies de Khardan, chillando enloquecidamente y batiendo palmas con sus diminutas manos para indicar que el nómada había de arrojar la moneda.

—No, no, pequeño —dijo Khardan sacudiendo la cabeza y hablando con el mono aunque sus ojos estaban en realidad puestos en su amo—. Tienes que venir tú y cogerla.

El amo del mono dijo una palabra y, para gran asombro del califa, el mono brincó sobre sus vestiduras y trepó al cuerpo del nómada como si se tratase de alguna especie de palmera datilera. Corriendo a lo largo de su brazo, el mono arrancó limpiamente la moneda de los dedos de Khardan y, entonces, dio una vuelta de campana hacia atrás para ir a caer de pie sobre la carretera. Aquellos que, entre la multitud, habían presenciado la hazaña aplaudieron y se rieron a costa del nómada.

El rostro de Khardan se puso rojo, y a punto estaba de obligar a hacer unas cuantas cabriolas al dueño del animal cuando oyó un extraño sonido detrás de él. Volviéndose, lanzó una furiosa mirada a Mateo.

—Lo siento, Khardan —murmuró el joven desde detrás de su velo, ahogando una risilla y con los ojos danzando de hilaridad—. No he podido evitarlo.

—¡Cállate, o llamarás la atención sobre nosotros! —ordenó Khardan con severidad, recordando a Mateo lo que él mismo había olvidado.

La mirada del califa se fue rápidamente hacia Zohra. Esta bajó los ojos, pero no antes de que él hubiese podido ver la risa chisporrotear en sus oscuras profundidades.

El propio Khardan sintió una sonrisa tirar de sus labios a pesar de sí mismo. «Debo de haber parecido ridículo, tengo que admitirlo. Y, oír al joven brujo reírse, después de tanto tiempo… y, en especial, delante de tan gran peligro, es una buena señal y la acepto».


Salaam aleikum
, amigo mío —dijo Khardan dirigiéndose al dueño del mono, quien había tomado la moneda de la manita del animal y, tras inspeccionarla de cerca, la había metido en una ajironada bolsa que llevaba echada por encima del hombro.

El amo del mono saludó con una inclinación y se desplazó hacia un lado para caminar junto a los dos nómadas y sus mujeres, con su aguda mirada puesta en la amplia vestimenta del califa de donde había visto emerger el dinero.

—Aleikum salaam
, efendi —contestó con humildad.

El mono no se mostró tan cortés. Subida en los hombros de su amo, la criatura enseñó sus afilados dientecillos a Khardan y siseó. Con una sonrisa desaprobadora, el amo acarició al animal y lo amonestó en una lengua extraña. Sacudiendo la cabeza y haciendo un ruido grosero, el mono se colocó de un salto en el otro hombro.

—Discúlpame, efendi —dijo el hombre—. A
Zar
no le gustan las bromas. Es su único defecto. Aparte de eso, es una maravillosa mascota.

—Y de gran utilidad, por lo que veo —observó Khardan, echando una ojeada a la bolsa de tela.

Estrechando súbitamente los ojos y frunciendo el entrecejo, el dueño del mono colocó una mano recelosa sobre la bolsa. Pero, viendo que el nómada que caminaba a su lado era amable y que su mirada era amistosa y desprovista de mala intención, el hombre se relajó.

—Sí, efendi —admitió—. Durante muchos años anduve por los caminos con el hambre por única compañera, hasta que me encontré con
Zar
. Su nombre significa «oro» y en ello ha valido su peso para mí y muchas veces más. Desde luego —añadió, haciendo una señal con la mano sobre la cabeza del animal—,
Zar
es una bestezuela de mal temperamento, como ya has visto. No son pocas las veces que me ha clavado los dientes en el pulgar. ¿Ves?

El hombre exhibió un sucio dedo.

Khardan expresó sus condolencias y, sabiendo que no sería aconsejable seguir hablando del mono, no fuera que el mal de ojo cayera sobre el animal y lo destruyera, el califa no encontró ninguna dificultad en cambiar de tema.

—Dijiste unas palabras que no entendí. Tú no eres de por aquí, ¿verdad?

El hombre movió negativamente la cabeza.

—Mi casa, si puedo llamarla así, está en Ravenchai. Pero no he vuelto allí desde hace muchos años. Para ser sincero, amigo mío —agregó acercándose más a Khardan y lanzándole una mirada cómplice desde sus estrechados párpados—, hay una esposa en aquella casa que me saludaría con algo menos que amorosa devoción si regresara, si entiendes lo que quiero decir…

—¡Mujeres! —gruñó Khardan.

—La culpa no fue suya —dijo el pillastre con magnanimidad—. El trabajo nunca fue conmigo.

—¿No? —repuso Khardan algo perdido, no entendiendo muy bien esta extraña observación.

—No, el trabajo y yo no nos llevamos nada bien. Alterno con él en ocasiones, pero siempre terminamos riñendo. Él exige que le sea fiel, mientras que yo más bien me siento inclinado a retirarme a comer algo o a echar una siestecita o a darme una vuelta por el
arwat
y tomarme un vaso de vino. Entonces, el trabajo termina abandonándome en un arrebato de ira y ahí me quedo yo, sin nada que hacer más que dormir, sin dinero para comprar comida con que alimentarme ni vino con que apagar la sed.

El hombre sacudió la cabeza mientras decía esto y parecía tan verdaderamente asolado por aquella mala fortuna que Khardan no encontró ninguna dificultad en proclamar al trabajo la cosa menos razonable de la existencia.

—Cuando
Zar
vino a mí… y ésa es una historia muy extraña, ya que
Zar
vino literalmente a mí…, yo andaba paseando por las calles de… Bueno, no creo que te importe qué calles eran… cuando el sultán salió a dar una vuelta en su palanquín para tomar el aire. Yo caminaba a su lado, por si se le caía algo que yo pudiese tener el honor de recoger para él, cuando vi separarse las cortinas y, ¡hop!, del interior del palanquín saltó este pequeño tipejo.

El hombre dio unas palmaditas al mono, que se había quedado dormido encima de su hombro, con la cola enroscada en torno al cuello de su amo.

—Saltó directamente a mis brazos. Yo me disponía a devolvérselo al sultán cuando me di cuenta de que los guardias estaban ocupados apartando a golpes a varios mendigos que se habían apiñado en torno al otro costado del palanquín. El sultán los observaba con interés. Al parecer, nadie había reparado en la ausencia de la criatura. Pensando que el pobre mono debía de haber sido bastante mal tratado, o de otro modo nunca habría abandonado a su dueño, yo me lo metí entre las ropas y desaparecí por un callejón. Eso fue hace varios años y, desde entonces, siempre hemos andado juntos.

«Y él te libra de verte involucrado con esa espantosa cosa que es el trabajo», pensó con cierto humorismo Khardan. En voz alta, se limitó a felicitar al hombre por su buena suerte y, después, añadió como quien no quiere la cosa:

—¿Por qué va toda esta gran muchedumbre a Kich?

El hombre miró hacia adelante. Las murallas de la ciudad se hallaban ya lo bastante cerca de ellos como para que Khardan pudiese ver con claridad a los guardias, pesadamente armados, paseando por las almenas. El sol de la mañana se reflejaba con intensa luminosidad en una cúpula de oro; una nueva adición al templo de Quar, dedujo Khardan, pagada con la riqueza y la sangre de las ciudades conquistadas de Bas, sin duda.

El amo del mono volvió su mirada hacia Khardan con cierta sorpresa.

—Vaya, debes de haber estado muy alejado, en el desierto, para no haber oído las noticias, nómada. Hoy el imán de Quar regresa victorioso a su ciudad.

Khardan y Auda intercambiaron rápidas miradas.

—¿Hoy? ¿Y el amir?

—Oh, él viene también, supongo —añadió el hombre, sin demasiado interés—. Es al imán a quien todos vienen a ver. A él y la gran matanza de
kafir
que va a llevarse a cabo esta noche en su honor.

—¡Esta noche!

—¿Matanza de
kafir
? —se apresuró Auda a preguntar para desviar la atención de la súbita palidez de Khardan—. ¿Qué quieres decir, amigo mío? Eso suena a algo que a mí no me gustaría perder.

—Pues, los
kafir
del desierto que han estado apresados en Kich durante muchos meses y que se negaron a convertirse a Quar… —explicó el hombre, y observó a Khardan y Auda, reparando con repentina incomodidad en los
haik
y en los holgados atuendos—. Esos
kafir
, ¿no serán parientes vuestros…?

—No, no —contestó Khardan con rudeza, una vez repuesto de la impresión—. Nosotros venimos de… de… —balbuceó, con su cerebro negándose a funcionar.

—Simdari —insertó Auda, bien consciente de que el mundo del nómada no abarcaba más allá de sus dunas de arena.

—Ah, Simdari —dijo el dueño del mono—. Nunca he viajado a aquella tierra, pero estoy pensando en ir allí cuando concluyan, estas celebraciones. Decidme, ¿qué sabéis de los
arwats
de Simdari…?

Auda y el pícaro hombre que no se llevaba bien con el trabajo se embarcaron en una conversación acerca de diversos mesones de los que Khardan jamás había oído una palabra. ¡Conque buenas señales! ¡Todos sus planes escurriéndose como la arena por entre sus dedos! ¿Cómo podía esperar ver al amir, quien estaría demasiado ocupado con su regreso a su palacio, a su ciudad? ¡Y el imán dispuesto a aniquilar a su gente aquella misma noche!

«Es inútil —pensó Khardan con desaliento—. ¡No puedo hacer otra cosa que aguantarme y ver cómo asesinan a mi gente! No, hay una cosa que puedo hacer. Puedo morir con ellos como debía haber hecho hace meses…»

Una mano tocó la suya. Creyendo que era Auda, se volvió, pero se encontró con Zohra que caminaba a su lado. Irracionalmente, sintió como si él fuese de alguna manera el culpable de aquella mala fortuna y ahora ella fuera, una vez más, a regodearse echándoselo en cara. Estaba a punto de ordenarle que volviera a su lugar cuando ella, adivinando su intención, se anticipó.

—¡No desesperes! —le dijo en un susurro—. ¡Akhran está con nosotros! Nos ha traído hasta aquí justo a tiempo, y su enemigo nos abre la puerta para que entremos.

Los oscuros ojos que asomaban por encima del velo centellearon; los dedos de la mujer rozaron ligeramente su mano. Antes de que él pudiera responder o estirar el brazo hacia ella, ésta se había ido.

Al volverse a mirar atrás, la vio hablando con Mateo, ambos con las cabezas inclinadas, susurrando. El joven brujo asintió varias veces, con énfasis. Su delicada mano gesticulaba con la gracia de una mano femenina. Él y Zohra caminaban el uno junto al otro, hombros y cuerpos tocándose.

Khardan sufrió una ligera punzada de celos al mirarlos a los dos y ver la obvia intimidad que compartían. No era la dolorosa y oprimente angustia que experimentaba cuando temía que Auda hubiese… bueno, eso. No podía estar celoso del joven de la misma manera. Sentía celos porque aquel endeble brujo estaba más cerca de su esposa de cuanto él, Khardan, podía llegar a estar jamás. Era una cercanía de intereses compartidos, respeto y admiración. Y entonces se le ocurrió pensar a Khardan que, del mismo modo que su esposa se hallaba mas cercana a Mateo que a él, asimismo él se encontraba más cerca de Mateo que de su esposa.

Khardan estaba genuinamente encariñado con el joven. Conocía su valor, pues lo había visto en el castillo Zhakrin. El hecho de que él, Khardan, pudiera relacionarse con Mateo como hombre y Zohra pudiese, al mismo tiempo, hacerlo como mujer era un fenómeno que desconcertaba por completo al califa. Éste dejó que ocupase su mente, expulsando de ella otros pensamientos más tristes y desesperados. Pensamientos que volvieron con renovada fuerza, sin embargo, cuando Auda se acercó y se puso a caminar a su lado una vez más.

—La situación no es tan desesperada como pensaste en un principio, si podemos fiarnos de lo que dice ese tipo. El imán pronunciará un discurso esta noche en el que exhortará a todos los
kafir
a renunciar a sus antiguos dioses y aceptar al Único y Verdadero Dios, Quar. Aquellos que rehúsen tendrán toda la noche de plazo para considerar su terquedad. Mañana, al amanecer, tendrán que elegir entre encontrar la salvación con Quar o ser proclamados ya más allá de toda redención en esta vida y sacrificados para que puedan encontrarla en la siguiente.

—Así que tenemos hasta el amanecer —murmuró Khardan, no demasiado consolado.

—Hasta el amanecer —repitió Auda—. Y nuestro enemigo nos abre las puertas.

«La segunda vez que oigo eso».hardan intentó ver aquello como el milagro que todos los demás veían. Y, sin embargo, le recordaba inquietantemente la fábula del león que le dice al estúpido ratón que él sabe de un maravilloso lugar donde el animalillo podría encontrar cobijo para el invierno.

«Aquí mismo —decía el león, abriendo la boca y señalando hacia su gaznate—. Simplemente entra. No hagas caso de los dientes».

Khardan levantó los ojos hacia las murallas de la ciudad, las grandes puertas de madera y los soldados apostados en gran número sobre las almenas.

No hagas caso de los dientes…

Capítulo 3

Atravesaron las puertas en medio de una marea de humanidad. Nadie los vio, y mucho menos intentó detenerlos o interrogarlos. Los nómadas corrían mucho más peligro a causa de las multitudes que de los soldados. Auda y Khardan tuvieron un gran trabajo tratando de mantener sujetos a sus caballos. Bravos en la batalla, acostumbrados a la sangre y a las embestidas del acero, así como a ser tratados con el máximo respeto por los humanos, los animales estaban irritados por los violentos empujones y codazos en los costados, lamentos de los mendigos, gritos de aclamación, tirones y sacudidas de la turba.

Nada más cruzar las puertas había una gran zona clareada donde se estacionaban las carretas que transportaban mercancías a la ciudad. Esclavos de toda apariencia y descripción conducían camellos y asnos hacia adentro, hacia afuera y alrededor del área de estacionamiento; los vendedores de forraje estaban haciendo un negocio más que redondo. Khardan miró con recelo a toda aquella confusión y, aunque por un momento había lamentado haber traído consigo los caballos, enseguida se alegró de haberlo hecho. Los necesitarían en su escapada… si Akhran lo quería.

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