Yo no quería ser el número seis. No sabía qué quería decir la interacción. Fuera lo que fuese, no quería hacerlo. ¿Cómo podía decirle lo que sentía, que todo aquello era una pérdida de tiempo y dinero? Tenía que ser educado, pasara lo que pasase. Seis semanas divagando en esta silla y me siento peor que nunca. ¿Cuándo seré capaz de abordar a la gente y charlar con esa facilidad de Alberta y Malachy?
Mi mujer dijo que era buena idea, aunque costara más dinero cada semana. Dijo que me faltaban ciertas habilidades del trato social, que tenía que pulirme un poco, que el trabajo de grupo podía conducirme a un gran avance.
A lo que nos condujo aquello fue a una riña de varias horas. ¿Quién era ella para decirme que tenía que pulirme, como si fuera un irlandesito recién desembarcado con el barro de la turbera en las abarcas? Le dije que no estaba dispuesto a pasarme las horas con un puñado de pirados de Nueva York lamentándose de sus vidas y desgranando secretos íntimos. Ya había sido bastante malo haberme pasado la juventud susurrando mis pecados a curas que bostezaban y me hacían prometer que no volvería a pecar, por miedo a ofender al pobre Jesús que estaba sufriendo allá arriba, en la cruz, por mis pecados. Ahora el loquero y ella querían que volviera a desembuchar. Pues no.
Dijo que estaba harta de oírme hablar de mi desgraciada infancia católica. No la culpé. Yo también estaba harto de mi infancia desgraciada, de cómo me había seguido desde el otro lado del Atlántico y de cómo me importunaba para que la diera a conocer en público. Alberta dijo que si no seguía con mi terapia, tendría un lío grande.
—¿Terapia? ¿Qué quieres decir?
—Eso es lo que estás recibiendo, y si no aguantas con ella, este matrimonio habrá terminado.
Aquello resultaba tentador. Si volvía a quedarme soltero, tendría libertad para vagar por Manhattan. Podría haber dicho: «De acuerdo. El matrimonio ha terminado», pero lo dejé pasar. Aunque me hubiera quedado libre, ¿qué mujer en su sano juicio me aceptaría a mí, un pedagogo deambulante poco pulido que desembuchaba su vida ante un Jeeves en la calle Noventa y seis Este? Recordé un dicho irlandés: «Más vale llevarse mal que estar solos», y me quedé donde estaba.
En aquel grupo se decían cosas horrorosas. Se hablaba de relaciones sexuales mantenidas con padres, madres, hermanos, hermanas, tíos que venían de visita, la esposa de un rabino, un setter irlandés, relaciones sexuales con un tarro de hígados de pollo, relaciones sexuales con un hombre que había venido a arreglar la nevera y se quedó varios días con la ropa tirada por el suelo de la cocina. Aquéllas eran cosas que uno sólo le contaría a un cura, pero a aquélla gente del grupo no les importaba revelar sus secretos al mundo. Yo sabía algo sobre el sexo. Había leído el
Kamasutra, El amante de Lady Chatterley
y
Los ciento veinte días de Sodoma,
del marqués de Sade, pero no eran más que libros y todo transcurría en la imaginación de los autores, según creía yo. D. H. Lawrence y el mismísimo marqués se habrían quedado horrorizados si hubieran asistido a aquel grupo.
Nos sentábamos en semicírculo, y ante nosotros estaba Henry, que escribía en su cuaderno, asintiendo de vez en cuando con la cabeza. Un día se produjo un silencio después de que un hombre contara que había ido a misa y se había llevado a su casa la hostia para masturbarse encima. Dijo que había sido su manera de cortar toda relación con la Iglesia Católica Apostólica Romana, y que le había resultado tan emocionante que solía repetir el jueguecito sólo por lo divertido que era. Sabía que no había en el mundo ningún cura que estuviera dispuesto a absolverlo de tal abominación.
Era mi cuarta sesión con el grupo y no había dicho todavía una sola palabra. En aquel momento me dieron ganas de levantarme y marcharme. Ya no era un gran católico, pero jamás se me habría ocurrido servirme de una hostia para mi disfrute sexual. ¿Por qué no se había limitado aquel hombre a dejar de ir a la iglesia y a ocuparse de sus asuntos?
Henry adivinó lo que estaba pensando. Dejó de escribir y me preguntó si quería decir algo a aquel hombre, y yo sentí que me ardía la cara. Negué con la cabeza. Una mujer pelirroja dijo:
—Ay, vamos. Ya has venido aquí cuatro veces y aún no has dicho palabra. ¿Por qué vamos a desvelar nosotros nuestras cosas para que tú te marches de aquí todos los días tan contento y calladito y vayas a contar nuestros secretos a tus amigos en los bares?
El hombre que había contado lo de la hostia dijo:
—Sí, amiguito, yo acabo de comprometerme, y nos gustaría oír qué nos cuentas. ¿Qué pretendes? ¿Quedarte ahí sentado para que trabajemos nosotros?
Henry preguntó a Irma, una mujer joven que estaba a mi izquierda, qué pensaba de mí, y para mi sorpresa ella me frotó el hombro y dijo que sentía fuerza. Dijo que le gustaría ser alumna en mi clase, que yo debía de ser un buen profesor.
—¿Has oído, Frank? —dijo Henry—. Fuerza.
Comprendí que esperaban que dijera algo. Debía hacer alguna aportación.
—Una vez me acosté con una prostituta, en Alemania —dije.
—Ay, bueno —dijo la pelirroja—. Lo ha intentado, hay que reconocérselo.
—Vaya cosa —dijo el hombre de la hostia.
—Cuéntanoslo —dijo Irma.
—Me metí en la cama con ella.
—¿Y? —dijo la pelirroja.
—Eso es todo. Me metí en la cama con ella. Le pagué cuatro marcos.
Henry me salvó.
—Se acabó el tiempo. Hasta la semana que viene.
No volví nunca. Pensé que quizá llamaría por teléfono para preguntar por qué lo había dejado, pero Alberta dijo que los terapeutas no hacían eso. Tenías que decidirlo por ti mismo, y si no volvías, quería decir que estabas más enfermo que nunca. Dijo que el psicoterapeuta sólo podía hacer algo hasta cierto punto, y que si yo quería jugar con mi salud mental, «que tu sangre caiga sobre tu cabeza».
—¿Qué?
—Es de la Biblia.
Salgo del despacho del profesor Walton, jefe del departamento de Lengua Inglesa en el Trinity College. Había dicho «sí, desde luego» a mi solicitud de admisión para el programa de doctorado, y «sí, desde luego» al tema de mi tesis, «Relaciones literarias entre Irlanda y Estados Unidos, de 1889 a 1911».
—¿Por qué esas fechas límite?
—En 1889 William Butler Yeats publicó su primer libro de poesía, y en 1911, en Filadelfia, el público bombardeó a los actores del teatro Abbey con diversos objetos tras una representación de
El farsante del mundo occidental
—Interesante —dijo el profesor Walton.
Y añadió que mi director de tesis sería el profesor Brendan Kenneally, un buen poeta joven y erudito del condado de Kerry.
Yo ya era oficialmente un hombre del Trinity, eminente, alojado en salones de mármol. Intenté salir por el portón principal como quien está acostumbrado a salir por ese portón principal. Fui caminando muy despacio para que los turistas norteamericanos se fijaran en mí. Cuando volvieran a Minneapolis, contarían a la gente que habían visto a un auténtico hombre del Trinity con su aire garboso.
Cuando te aceptan en el programa de doctorado del Trinity, bien puedes celebrarlo subiendo por la calle Grafton hasta la taberna de McDaid donde te sentaste hace mucho tiempo con Mary, la del Bewley. Un parroquiano que estaba en la barra me dijo:
—Ha venido de Estados Unidos, ¿no?
Le pregunté cómo lo sabía.
—Por la ropa. Siempre se reconoce a un yanqui por la ropa —dijo. Me sentí amistoso y le conté lo del Trinity, el sueño hecho realidad. Se volvió hostil.
—Jesús, qué tiempos más jodidos, si tiene que venirse a Dublín para ir a una jodida universidad. ¿Es que en Estados Unidos no las hay a espuertas? ¿O es que no lo querían allí? ¿Y qué es usted, protestante o qué?
¿Estaba de broma? Tendría que acostumbrarme al carácter de los hombres de Dublín.
Empezaba a entender que yo era un extraño, un forastero, un yanqui de vuelta y, para colmo, de Limerick. Había creído que volvería como un héroe triunfador, un yanqui de vuelta con títulos universitarios, licenciado y máster, un hombre que había sobrevivido casi diez años en los institutos de secundaria de Nueva York. Cometí el error de pensar que me integraría en la vida cálida de las tabernas de Dublín. Había creído que me movería en un círculo tan brillante, tan ingenioso y tan literario que los eruditos norteamericanos que rondasen por su periferia retransmitirían todas mis agudezas a los centros académicos de allá, y me invitarían a pronunciar conferencias sobre el mundillo literario irlandés ante las estudiantes irresistibles del Vassar y del Sarah Lawrence.
No pudo ser. Si es que existía un círculo, yo nunca formé parte de él. Rondé por su periferia.
Pasé dos años en Dublín. Mi primer apartamento estaba en Seaview Terrace, cerca de la carretera de Ailesbury, donde vivía Anthony Trollope cuando recorría Irlanda en su caballo como inspector postal y escribía tres mil palabras todas las mañanas. Mi patrona me dijo que su fantasma seguía por allí, y estaba convencida de que en las paredes de su antigua casa estaba escondido el manuscrito de una novela importante. Yo sabía que el fantasma del señor Trollope residía allí por el modo en que se congelaba de pronto la grasa alrededor de mis huevos fritos y lonchas de panceta cuando él salía a darse su paseo de media noche. Registré el apartamento buscando ese manuscrito hasta que los vecinos se quejaron de mis golpes en las paredes a todas horas. En Dublín me empantané. Empezaba cada jornada con las mejores intenciones. Por la mañana tomaba café en el Bewley y trabajaba en la Biblioteca Nacional o en la biblioteca del Trinity College. A mediodía me decía que tenía hambre y salía dándome un paseo a tomar un sándwich en alguna taberna de las proximidades: la de Neary, la de McDaid, la Bailey. Un sándwich hay que bajarlo con una pinta, y, como dicen los bromistas, un pájaro no vuela con un ala sola. Otra pinta me podía soltar la lengua y ayudarme a charlar con los demás clientes, y no tardaba en convencerme de que lo estaba pasando bien. Cuando cerraban las tabernas para la hora sagrada de la tarde, volvía a tomarme un café en el Bewley. Todo era dejar las cosas para más adelante. Pasaban las semanas, y mi investigación sobre las relaciones literarias entre Irlanda y Estados Unidos no iba a ninguna parte. Me dije que era un ignorante que no sabía nada de literatura norteamericana y sólo conocía a grandes rasgos la irlandesa. Necesitaría algunos antecedentes, y eso significaba leer la historia de ambos países. Cuando leía historia irlandesa, anotaba en fichas todas las referencias a Estados Unidos. Cuando leía historia de Estados Unidos, anotaba en fichas todas las referencias a Irlanda.
No bastaba con leer las historias. Ahora tenía que leer a los grandes autores y descubrir de qué manera estuvieron influidos o influyeron sobre sus colegas del otro lado del Atlántico. Estaba claro que Yeats tuvo relaciones e influencias en Estados Unidos. Estaba claro que Edmund Dowden, del Trinity College, fue uno de los primeros europeos que defendieron a Walt Whitman, pero ¿qué iba a hacer con todo aquello? ¿Qué iba a decir? Y, después de esforzarme tanto, ¿a alguien le importaría todo aquello un pedo de violinista?
Hice otros descubrimientos y recorrí, jadeante, caminos que me alejaban mucho del Trascendentalismo Norteamericano y del Resurgimiento Literario Irlandés. Había relaciones de cómo los irlandeses habían talado y cavado y peleado y cantado en la construcción del canal del Erie, del ferrocarril Union Pacific, y en la propia guerra de Secesión norteamericana. En bandos opuestos, los irlandeses solían luchar contra sus propios hermanos y primos. Parecía que siempre que había una guerra, los irlandeses luchaban en los dos bandos, incluso en Irlanda. En Limerick, en la escuela, oíamos una y otra vez la historia larga y triste de los sufrimientos de Irlanda bajo la bota sajona, pero apenas se decía una palabra de los irlandeses en Estados Unidos, de lo que habían construido y luchado y cantado. Ahora yo estaba leyendo acerca de la música irlandesa en Estados Unidos, del poderío y el genio de los irlandeses en la política americana, de las hazañas del regimiento 69, de los millones que abrieron a John F. Kennedy el camino hacia el Despacho Oval. Leí relaciones de cómo los yanquis ruines discriminaban a los irlandeses en toda Nueva Inglaterra, y de cómo los irlandeses reaccionaron y se hicieron alcaldes, gobernadores, jefes políticos.
Llevaba un montón de fichas aparte para la historia de los irlandeses en Estados Unidos, un montón que crecía más que el dedicado a las relaciones literarias. Aquello bastaba para que no fuera a las tabernas a la hora del almuerzo, para apartarme del trabajo que debería estar realizando sobre las relaciones literarias entre Irlanda y Estados Unidos.
¿Podría cambiar el tema de mi tesis? ¿Me permitiría el Trinity presentar algún aspecto de la vida de los irlandeses en Estados Unidos, la política, la música, la milicia, el espectáculo?
El profesor Walton dijo que aquello no sería posible en el departamento de Lengua Inglesa. Parecía que me estaba desviando al terreno de la historia, y para ello sería necesaria la aprobación del departamento de Historia, pero dudaba que fuera posible, ya que yo no tenía formación previa en historia. Ya llevaba un año en el Trinity y sólo me quedaría otro año para terminar mi tesis sobre las relaciones literarias entre Irlanda y Estados Unidos. El profesor dijo que hay que mantener la mano en el timón con firmeza.
¿Cómo iba a decir a mi esposa, en Nueva York, que había derrochado un año explorando las cunetas y las zanjas de la historia irlandoestadounidense cuando debía haber estado mejorando mis conocimientos de literatura?
Aguanté en Dublín, intentando vanamente pergeñar algún tipo de tesis. Si iba a almorzar a una taberna y me despejaba la cabeza con una pinta, sin duda me vendría una intuición, una chispa de inspiración. Sin duda. Ponía el dinero en la barra. Me venía la pinta. Nada más.
Me sentaba en un banco en Saint Stephen's Green, deseando a las oficinistas de Dublín. ¿Querrían escaparse conmigo a Coney Island, a lar Rockaway, a los Hamptons?
Miraba los patos del estanque y los envidiaba. Lo único que tenían que hacer en el mundo era decir cua, chapotear y abrir la boca para que les echaran de comer. No tenían que preocuparse por esa tesis que me estaba matando. ¿Cómo me había metido en esto, y por qué? ¡Jesús! Podría estar en Nueva York, contento con mi suerte, impartiendo mis cinco clases al día, marchándome a casa, tomándome una cerveza, yendo a ver una película, leyendo un libro, arrullando a mi mujer y metiéndome en la cama.