El profesor (15 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

BOOK: El profesor
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¿Cómo podía comentar el desenlace de
La letra escarlata,
el final feliz para Hester y Pearl, si Louise estaba sentada unas filas de asientos más allá con el corazón roto, y Sal miraba al frente dispuesto a asesinar al primer irlandés que le saliera al paso?

Ray Brown levantó la mano. El bueno de Ray, siempre animando la clase.

—Oiga, señor McCourt, ¿cómo es que en este libro no salen negros?

Debí de poner cara de pasmo. Todos se rieron, menos Louise y Sal.

—No lo sé, Ray. Creo que en la antigua Nueva Inglaterra no había negros.

De pronto, Sal saltó de su asiento.

—Sí, Ray, había negros, pero los irlandeses los mataron a todos. Les caían encima por la espalda y les aplastaban la cabeza.

—¿Ah, sí? —dijo Ray.

—Sí —dijo Sal, y tomó su cartera, salió del aula y se dirigió al despacho de orientación.

El orientador me contó que Sal le había pedido el traslado a la clase del señor Campbell, que por lo menos no era irlandés y no tenía ese acento estúpido. Uno no se imaginaba que el señor Campbell le diera por la espalda con una estaca, pero... ese McCourt... Es irlandés, y de esos canallas traidores nunca te puedes fiar.

No sabía qué hacer con Sal. Faltaban tres meses para la graduación, y debería haber intentado hablar con él, pero no sabía qué decirle. En los pasillos del instituto solía ver con frecuencia a profesores que consolaban a los chicos. El brazo sobre el hombro. El abrazo cálido. No te preocupes, todo irá bien. El chico o la chica dan las gracias, lágrimas, el profesor le da un último apretón en el hombro. Eso quería hacer yo. ¿Debería haber dicho a Sal que yo no era un gamberro que empuñaba estacas? ¿Debería haberme empeñado en decirle lo injusto que era hacer sufrir a Louise por los actos de otro, que probablemente estaría borracho? «Ay, ya sabes cómo somos los irlandeses, Sal.» Y él se habría reído y habría dicho: «Vale, los irlandeses tienen ese problema», y habría hecho las paces con Louise.

¿O debería haber hablado con Louise, haberle soltado algunos tópicos como: «Ah, ya lo superarás con el tiempo», o «hay más de un pez en el mar», o «no estarás soltera mucho tiempo, Louise, los chicos irán a buscarte a tu casa»?

Sabía que si hubiera intentado hablar con cualquiera de los dos, habría estado torpe y balbuciente. Lo mejor era no hacer nada, que, en todo caso, era lo único que me sentía capaz de hacer. Algún día yo también consolaría a alguien en el pasillo con el brazo fuerte sobre el hombro, la palabra suave, el abrazo.

Los profesores se niegan a aceptar en sus clases a Kevin Dunne. El chico no es más que un soberano cargante, un revoltoso, un descontrolado. Si el director se empeña en metérselo en sus clases, ellos amenazan con tirar la toalla, pedir la jubilación, largarse. Ese chico debería estar en un zoológico, en la jaula de los monos, no en un instituto.

De manera que lo mandan al profesor nuevo, al que no puede decir que no: a mí. Además, con ese pelo rojo, con tantas pecas y con ese apellido, se ve de lejos que el chico es irlandés, y sin duda un profesor irlandés con deje auténtico podrá con ese pequeño bastardo. El orientador dice que confía en algo, ya sabe, atávico, en algo que pueda tocar una fibra sensible. Sin duda, un profesor irlandés de verdad podrá despertar algo racial en los genes de Kevin, ¿verdad? El orientador dice que Kevin va a cumplir los diecinueve y debería graduarse este año, pero después de haber repetido dos cursos ya no tiene posibilidad de llegar a ponerse el birrete y la toga de la graduación. Ninguna en absoluto. El instituto juega a ganar tiempo, con la esperanza de que abandone los estudios, de que se aliste en el Ejército o algo así. En estos tiempos aceptan en el Ejército a cualquiera, a los cojos, a los mancos, a los ciegos, a los Kevin del mundo. Me dicen que éste nunca llegaría a mi aula por sus medios y si tendría la bondad de ir yo a la oficina de orientación a recogerlo.

Está sentado en un rincón del despacho, embutido en un anorak que le viene muy grande, con la cara oculta por la capucha. El orientador dice:

—Aquí está, Kevin. Aquí está tu nuevo profesor. Quítate la capucha para que te vea.

Kevin no se mueve.

—Vamos, Kevin. Bájate la capucha.

Kevin sacude la cabeza. La cabeza se mueve, pero la capucha sigue en su sitio.

—Bueno, ve con el señor McCourt y procura colaborar —y me susurra—: Puede que, ya sabe, que se identifique con usted un poco.

No se identifica con nada. Se queda sentado en su pupitre, tamborileando con los dedos, oculto dentro de su capucha. El director, que hace su ronda, se asoma por la puerta y le dice:

—Hijo, quítate esa capucha.

Kevin no le hace caso. El director se vuelve hacia mí.

—¿Tenemos un problemilla de disciplina?

—Es Kevin Dunne.

—Oh —dice él, y se retira.

Me siento atrapado en algún misterio. Cuando hablo de él a otros profesores, levantan los ojos al cielo y me dicen que es frecuente que a los profesores nuevos les endilguen los casos imposibles. El orientador me dice que no me preocupe. Kevin es problemático, pero es disfuncional y no durará aquí mucho tiempo. Es cuestión de paciencia.

Al día siguiente, poco antes del mediodía, pide el pase para ir al baño. Dice:

—¿Por qué me da el pase así, sin más? ¿Por qué? Quiere librarse de mí, ¿verdad?

—Has dicho que querías el pase. Tómalo y vete.

—¿Por qué me dice que me vaya?

—No es más que una manera de hablar.

—No es justo. Yo no he hecho nada malo. No me gusta que la gente me diga «vete», como si fuera un perro o algo así.

Me gustaría llevármelo aparte para hablar con él, pero sé que eso no se me da bien. Es más fácil hablar a toda la clase que a un solo chico. No es tan íntimo.

Interrumpe la clase con comentarios irrelevantes: el inglés es el idioma que tiene más palabrotas. Si te pones el zapato derecho en el pie izquierdo y el zapato izquierdo en el pie derecho, el cerebro se te volverá más potente y todos tus hijos serán gemelos. Dios tiene una pluma a la que nunca se le acaba la tinta. Los recién nacidos lo saben todo, por eso no pueden hablar, porque, si hablaran, todos quedaríamos por estúpidos.

Dice que las judías te hacen tirarte pedos y que por eso es bueno dárselas a los niños pequeños, porque los cultivadores de judías tienen perros adiestrados en seguir el rastro de los niños pequeños por si se pierden o los secuestran. Sabe como cosa segura que las familias ricas alimentan a sus niños con muchas judías, porque los niños ricos siempre corren el peligro de que los secuestren, y cuando salga del instituto va a poner un negocio de criador de perros capaces de encontrar a los niños ricos comedores de judías siguiendo el rastro de sus pedos, y saldría en todos los periódicos y en la televisión, y ahora ¿podría darle el pase para ir al baño?

Su madre viene de visita el día de las Familias. No puede hacer nada con él, no sabe qué le pasa. Su padre los abandonó cuando Kevin tenía cuatro años, el muy canalla, y ahora vive en Scranton, Pensilvania, con una mujer que cría ratones blancos para los laboratorios. A Kevin le encantan los ratones blancos, pero odia a su madrastra porque se los vende a personas que les clavan cosas o los destripan sólo para ver si han subido o bajado de peso. Cuando tenía diez años amenazó con agredir a la madrastra y hubo que llamar a la policía. Ahora su madre quiere saber cómo le va en mi clase. ¿Aprende algo? ¿Le mando deberes? Porque nunca aparece en casa con ningún libro, ni cuaderno, ni lápiz.

Yo le digo que es un chico inteligente dotado de una viva imaginación. Ella dice:

—Sí, eso estará bien para usted, tener en su clase a un chico inteligente, pero ¿y su futuro?

Dice que teme que acabe en el Ejército y que lo manden a Vietnam, donde destacaría con su mata de pelo rojo y sería un blanco viviente para los amarillos. Yo le digo que no creo que lo aceptaran en el Ejército, y ella parece ofenderse.

—¿Qué quiere decir con eso? —dice—. Es un chico tan bueno como el que más de este instituto. Su padre estudió un año en la universidad, ¿sabe?, y leía los periódicos.

—Quiero decir que no me parece que tenga madera de militar.

—Mi Kevin es capaz de hacer cualquier cosa. Mi Kevin es un chico tan bueno como el que más de este instituto, y yo en su lugar no lo infravaloraría.

Intento hablar con él, pero no me hace caso o hace como que no me oye. Lo envío al orientador, y éste me lo devuelve con una nota en que me recomienda que lo mantenga ocupado. «Hágale fregar las pizarras. Mándelo al sótano a limpiar los borradores. A lo mejor puede subir al espacio con el próximo astronauta y quedarse allí en órbita.» Son las bromas de los orientadores.

Digo a Kevin que lo nombro administrador del aula, encargado de todo. Termina sus tareas en pocos minutos y dice a los de la clase que se fijen en lo rápido que es. Danny Guarino dice que él lo hace todo más rápido siempre que quiera, y que espera a Kevin en la calle después de clase. Los separo y les hago prometer que no se pelearán. Kevin pide el pase y después lo rechaza y dice que no es un niño de pecho como algunos de los presentes, que tienen que ir al baño cada poco rato.

Su madre lo adora; los demás profesores no lo soportan; el orientador me pasa la pelota, y yo no sé qué hacer con él.

En el armario encuentra centenares de recipientes de acuarela, con el contenido seco y cuarteado.

—Oh, oh —dice—. Ay, hombre. Botes, botes. Colores, colores. Míos, míos.

—De acuerdo, Kevin. ¿Te gustaría limpiarlos? Puedes quedarte ahí mismo, en esa mesa especial, y ya no tendrás que sentarte en tu pupitre.

Es un riesgo. Puede ofenderse al ver que le propongo una tarea puramente mecánica.

—Sí, sí. Mis acuarelas. Mi mesa. Voy a quitarme la capucha.

Se baja la capucha y el pelo le brilla como una llamarada. Le digo que nunca he visto un pelo tan rojo, y él sonríe. Trabaja con las acuarelas durante horas, extrayendo con una cuchara la pasta vieja, que guarda en un tarro grande de encurtidos, fregando las tapas, ordenando los botes en los estantes. Al final del curso sigue trabajando, no ha terminado todavía. Le digo que no podrá quedarse durante el verano, y llora de disgusto. ¿Puede llevarse las acuarelas a su casa?

—De acuerdo, Kevin. Llévatelas a tu casa.

Me toca el hombro con la mano multicolor, me dice que soy el mejor profesor del mundo y que si alguien me causa algún problema ya le arreglará él las cuentas, porque él tiene sus métodos para ocuparse de la gente que molesta a los profesores.

Se lleva a su casa docenas de botes de vidrio.

No vuelve en septiembre. Los orientadores del Consejo de Educación lo mandan a una escuela especial para incorregibles. Él se escapa y vive durante una temporada en el garaje de su padre con los ratones blancos. Luego, el Ejército se lo lleva y su madre viene al instituto a decirme que está desaparecido en Vietnam, y me enseña una foto tomada en su cuarto. Sobre la mesa, los botes de vidrio están colocados formando letras que dicen: MCCORT OK.

—Ya ve —dice su madre—. Lo apreciaba a usted por haberle ayudado, pero lo cazaron los comunistas, así que, dígame usted, ¿de qué sirvió? Mire a cuántas madres les revientan a sus hijos. Jesús, a una no le queda ni un dedo para poder enterrarlo, y ¿puede decirme usted qué está pasando en ese país de allá lejos, del que nadie había oído hablar? ¿Me lo puede decir usted? Termina una guerra, empieza otra, y considérate afortunada si sólo tienes hijas para que no las manden para allá.

Saca de un saco de lona el tarro de vidrio lleno de las acuarelas secas de Kevin.

—Mire esto —dice—. En este tarro están todos los colores del arco iris. Y ¿sabe una cosa? Se cortó todo el pelo y lo mezcló con esas pinturas. Es una obra de arte, ¿verdad? Y sé que él habría querido que se lo quedara usted.

Podría haber sido sincero con la madre de Kevin, haberle dicho que yo no había hecho gran cosa por su hijo. Me había parecido un alma perdida que iba flotando a la deriva, buscando un lugar donde echar el ancla, pero yo no supe lo suficiente, o fui demasiado tímido para manifestarle afecto.

Dejé el tarro sobre mi mesa, donde relucía, incandescente, y cuando miraba los mechones de Kevin me apenaba pensar cómo lo había dejado salir del instituto y acabar en Vietnam.

Mis alumnos, sobre todo las chicas, decían que el tarro era precioso, sí, una obra de arte, y que debía de haber costado mucho trabajo. Les conté lo de Kevin, y algunas chicas lloraron.

Un empleado que limpiaba el aula creyó que el tarro era un trasto viejo y lo tiró a los cubos de basura del sótano.

Hablé de Kevin con los demás profesores en el comedor. Sacudieron la cabeza.

—Qué pena —dijeron—. Algunos de estos chicos se caen por las fisuras del sistema, pero ¿qué demonios puede hacer el profesor? Tenemos clases numerosísimas, no tenemos tiempo, y no somos psicólogos.

8

Cuando tenía treinta años me casé con Alberta Small y empecé a estudiar en el Colegio Universitario de Brooklyn para obtener el máster en Literatura Inglesa, título que me ayudaría a ascender en la vida, merecerme el respeto de los demás y ganar más sueldo como profesor.

Para cumplir los requisitos para el título escribí una tesis sobre Oliver Saint John Gogarty, médico, poeta, dramaturgo, novelista, ingenioso, atleta, campeón de bebedores en Oxford, autor de un libro de memorias, senador, amigo (durante poco tiempo) de James Joyce, que lo convirtió en el Buck Mulligan del
Ulysses,
haciéndolo así famoso en todo el mundo y para siempre.

Mi tesis se titulaba «Oliver Saint John Gogarty: Un estudio crítico». La tesis no tenía nada de crítica. Había elegido a Gogarty por la admiración que sentía hacia él. Si le leía y si escribía sobre él, sin duda se me pegaría algo de su encanto, de su talento y su cultura. Podría desarrollar algo de su empaque y desparpajo, de su aire de desfachatez. Era un personaje dublinés, y yo tenía la esperanza de llegar a ser un irlandés poético, desenvuelto y bebedor como él. Sería un personaje neoyorquino. Haría estallar en carcajadas de risa a toda la mesa, y me haría el amo de los bares del Greenwich Village con mis canciones e historias. En el bar Lion's Head me bebía un whisky tras otro para armarme del valor necesario para ser pintoresco. Los camareros me recomendaban que bajara el ritmo. Los amigos decían que no entendían una sola palabra de lo que decía. Me sacaban en vilo del bar, me metían en un taxi, pagaban al taxista y le decían que no parara hasta dejarme en la puerta de mi casa, en Brooklyn. Con Alberta intentaba ser ingenioso a la manera de Gogarty, pero ella me decía que me callara, por Dios, y lo único que sacaba en limpio de mis esfuerzos por ser gogartiano era una resaca tan atroz que caía de rodillas y pedía a Dios que se me llevara.

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