—Joder, tío.
—Se te están pudriendo los ojos.
No les contesté, cosa que no les hizo mucha gracia. Tan aburridos como ofendidos, optaron por marcharse poco después. Mateo se llevó una chocolatina que me había dejado mi madre y Jordi cogió de un estante el
Tractatus
, no con la intención de leerlo, sino simplemente con la idea de usarlo en la discoteca para ligar.
[7]
Uno de aquellos días también se presentó
Mireia.
En otras circunstancias, que nada más y nada menos que
Mireia
viniera a mi casa, me hubiera provocado taquicardia, sudores fríos y pánico. Probablemente hubiera intentado echar a mis padres, para que no me avergonzaran y me preguntaran por los motivos por los que
Mireia
venía a mi casa. ¿Quién es? ¿Es tu novia? Qué cosa más absurda, sólo era una antigua compañera del colegio, una amiga con la que de vez en cuando me cruzaba mails y con la que intentaba, normalmente sin éxito, quedar de vez en cuando para tomar café, cafés que ella aprovechaba para explicarme lo bien o lo regular que le iba con su penúltimo novio.
Pero lo cierto era que en aquel momento me dio un poco igual quién viniera o dejara de venir. Yo ya no era aquel joven romántico, enamoradizo, respirador.
Mireia
venía simplemente con la excusa de devolverme un libro que le había prestado otra persona, aunque ni siquiera me molesté en aclarar el malentendido. Tampoco quería que se sintiera incómoda. Aunque lo cierto es que a mi padre no le hizo gracia verla venir con aquel tomo bajo el brazo.
—Increíble –le dijo a mi madre, convencido por algún motivo de que estaba susurrando—. Un libro. Un libro. Sabe que se ha pegado un tiro y le trae un libro. ¿Qué quiere? ¿Que se ponga peor de lo que está? Un libro.
—No digas eso.
—¿El qué? ¿Libro?
—No, lo de que se ha suicidado. Es un suicida jamón, como dicen los portugueses. Ya sabes cómo odio los juicios paralelos.
Mireia
tampoco se quedó más de unos minutos. Primero intentó charlar un poco sobre el libro, pero yo ni siquiera lo había leído, así que simplemente no tenía nada que decir. Luego cambió de tema, pero a peor, y se puso a contarme que había quedado un par de veces con un tal Jorge, pero que no tenía muy claro si había futuro porque aunque ella estaba a gusto con él, él parecía un poco distante. Pero claro, por otro lado a lo mejor era su manera de ser y eso había que comprenderlo, lo cual no hacía más que darle más motivos de duda, ya que ¿hasta qué punto le interesaba alguien cuya manera de ser no le gustaba?
—¿Tú qué crees que es normal que sea tan así?
—... —contesté.
—Ya, supongo que hay que esperar. Menos mal que contigo puedo hablar. Espero que no te ejecuten, que si no, a ver a quién le cuento mis cosas.
—...
—Perdona, sólo quería hacer una broma para quitarle hierro al asunto.
—...
—Sí, será mejor que te deje solo. Estás un poco estúpido, hoy.
Al respecto de visitas y de los juicios paralelos que tan poco le gustaban a mi madre, los becarios de los medios de comunicación más prestigiosos y de algún que otro confidencial de internet, no dejaban de pasar de vez en cuando por el edificio donde vivíamos y aporrear al interfono, exigiendo valoraciones y opiniones e indignándose cuando mis padres ni contestaban.
—Somos periodistas y hacemos nuestro trabajo.
—¡Hacemos nuestro trabajo!
—¡Trabajo!
—¡Esto es censura!
—¡Es censura!
—¡Censura!
—¡La gente tiene derecho a estar informada!
—¡La gente tiene derecho!
—¡La gente!
—¡Díganle al asesino de su hijo que se ponga!
—¡Que se ponga su hijo!
—¡Asesino!
—Vaya jeta…
—Parece mentira.
—Nuestro trabajo es muy importante para la sociedad.
—Tienes razón, ¿cómo si no se sabrían las cosas importantes de la vida, como los divorcios de los famosos?
—Y los bautizos de los famosos.
—Y los folleteos extra o prematrimoniales de los famosos.
—¡Asesinos!
De vez en cuando se unía algún grupo de espontáneos o incluso venía de visita parte del club de señoras que gritaban en los juzgados, y vociferaban indignadas junto a los periodistas, que las grababan e incluso dirigían (más alto, usted póngase más a la derecha). Cabrones, asesinos, merece la muerte, cerdos, terroristas, moros de mierda, machistas, ¿Dónde habéis escondido el cadáver de Bin Laden? Violadores, pederastas, machistas, vosotros secuestrasteis a esa niña, a la cárcel, cadena perpetua, pena de muerte para el suicida, mirad, detrás de vosotros, un mono con tres cabezas.
Los periodistas también charlaban de vez en cuando con los vecinos que podían agarrar. éstos sólo decían cosas como “era un buen chico”, “siempre saludaba, aunque sin mucho entusiasmo, todo hay que decirlo”, “nadie lo hubiera dicho” o incluso “un chaval normal, con sus estudios y su tendencia a engordar más o menos controlados” o incluso algo así como “yo no soy racista y parecía buena persona, pero tampoco sabía que ese negro de mierda tuviera una pistola. Los negros y las mafias del este inventaron las pistolas. Los socialistas roban, las nubes se levantan y así va España, que se nos llena el barrio de suicidas que vienen de su país a robarnos los puestos de trabajo. Yo lo tengo claro, al que se suicide, que lo devuelvan a su país, que ya tenemos bastantes con los comunistas patrios como para encima aguantar a los de fuera. Además, ¿qué más quieren los catalanes, si ya les dejamos hablar catalán?”
Aunque me pude librar de hacer declaraciones, se habló de mí en varios debates televisivos, en los que de paso se discutió acerca de si el suicidio merecía o no la pena de muerte. La mayor parte de los contertulios y de los espectadores que participaban llamando por teléfono o enviando mensajes de texto, convenía en que la pena de muerte era una tradición bárbara que el neoimperialismo cultural americano había impuesto en España tras el 11S y a cambio de no investigar la muerte de Carrero Blanco, y que era más conveniente apostar por la cadena perpetua, el linchamiento o tradiciones más hispánicas como la picota o las torturas inquisitoriales.
El abogado Bienvenido estaba preocupado. Todos los juicios mediáticos paralelos me estaban sentenciando como culpable. Y en las casas de apuestas la pena de muerte era la condena favorita. A Bienvenido no le preocupaba especialmente lo que me pudiera pasar, ya que iba a cobrar de todas formas, pero en todo caso no quería un juicio largo porque había quedado para ir con los amigos a echar unas cañas y un veredicto de culpabilidad podía suponer recursos posteriores.
—Mira, sé que no me vas a ayudar, no es tu estilo, ya lo has dejado claro, pero creo que de todas formas tienes derecho a saber cuál será mi estrategia dado el curso que están tomando los acontecimientos publicados. Al principio creía que lo mejor sería destacar durante el juicio que no habías dejado ninguna nota de despedida. No fue mala idea, si lo hiciste aposta, porque así no dejaste pistas y en el peor de los casos parecería un ataque de locura transitoria, o algo así, que siempre viene bien como justificación. Aunque a mí no me sirvió cuando mi primera esposa me pilló en la cama masturbándome con la
Cosmopolitan
. Hablando de la
Cosmo
, también pensé en presentar tu asunto como fruto de un acceso de ira contigo mismo, aportando como prueba algunos artículos de esa revista. Estos artículos llevarían a cualquier hombre con un par de cojones al suicidio, por pensar que uno es un hijo de puta sin sentimientos, con miedo al compromiso y que sólo piensa con la polla. Sin embargo, he estudiado el caso detenidamente, estrujándome el escroto y devándome el capullo, y he cambiado de opinión. Ahora creo sinceramente que lo que tenemos que hacer durante el proceso es aferrarnos al problema de la bala. Lo que quiero decirte es que todavía no la han encontrado y, si no la encuentran –que a estas alturas ya no la encontrarán–, digo yo, podrás salir de ésta con vida. Más o menos. La cadena perpetua te cae casi seguro, pero al menos no te matarán, que ya es algo. No me mires así, yo creo que está bastante bien. ¿Qué te parece? ¿Eh? ¿Qué tal? Bien, ¿no? ¿No me lo vas a decir? ¿Seguimos igual, sin colaborar? ¿No? ¿No me vas a decir qué te parece? ¿No? Vale, de acuerdo. Ya veo que o te da lo mismo o no te caigo muy bien. Sé que no le caigo bien a la gente. Que los que me escupen cuando voy por la calle no lo hacen por error ni por casualidad. Pues mira chico, haré lo que crea más adecuado, y si no te gusta, te buscas a otro. Yo me voy al banco. Ellos me quieren por lo que soy: millonario.
Me quedé pensativo mirando a mi abogado mientras salía por la puerta y seguí mirando la puerta durante días, sin moverme ni nada, hasta que llegó el momento de ir al juicio.
Mi madre me lavó, me quitó la ropa sucia y raída y me puso un traje nuevo.
—Si no lo haces tú, lo tendré que hacer yo. Pero has de saber que el hecho de que estés muerto no es ninguna excusa para que te comportes como un guarro.
Desnudo parecía un drogadicto en fase terminal. Apenas quedaba carne en mi cuerpo, sólo algunos jirones de mojama, y mi cráneo estaba adornado con algunos parches de pelo.
—Pero mírate, hijo mío. Estás que das pena —me recriminaba mi madre, mientras me peinaba como buenamente podía, me cortaba las uñas (las dos) y me echaba algo de colonia—. Ahora estás mucho más guapetón —dijo antes de darme un beso.
EL ABOGADO BIENVENIDO NOS ESPERABA en la puerta del juzgado.
—Es por aquí. Venid conmigo.
Los cuatro atravesamos el muro de periodistas que aún mantenían la absurda esperanza de que yo hablara.
—Respeten su intimidad –bramaba Bienvenido mientras blandía una espada—. ¡Asesinos, paparazzi! ¡Mirad lo que hicisteis con Lady Di! Las últimas investigaciones demuestran que ella dijo: “Por favor, dejadme en paz mientras le aplico las curas a este niñito con lepra”, y uno de los fotógrafos le dio un puñetazo y le metió un dedo en el ano. Sin comentarios, malditos bastardos, no hay declaraciones, y menos gratis.
En la sala donde se iba a celebrar el juicio sólo estaban el fiscal y algunos curiosos en la zona del público, cerrada a periodistas por decisión del juez. Salvador Bienvenido se atusó el cabello, no muy convencido del significado del verbo atusar, se ajustó el nudo de la corbata y fue a hablar con su contrincante.
—Buenos días, campeón.
—Buenos días, figura.
—Veo que hoy te has traído pantalones.
—Casi me los vuelvo a dejar, no creas. Es que me molestan mucho. Yo soy muy partidario de llevar las rodillas al aire.
El juez Lucas Lozano entró en la sala, con una toga negra, una perilla puntiaguda y espesa, y un mazo en la mano.
—A ver, siéntense todos –rugió—. Un poco de silencio, a callar, he dicho. Muy bien, así que este es el asesino, perdón, acusado. A ver… Estudiante, qué asco; de filosofía, además. Joven, así que seguro que delincuentoso y drogadicto. Acusado por el ministerio fiscal de suicidio en primer grado. Bien, bien, joven, sepa que quien con electricidad juega, en la silla se quema. Hagan pasar al jurado.
Eran nueve: cuatro hombres y cinco mujeres. Todos iguales. Ellos eran delgaduchos y medían un metro setenta y dos centímetros. Se habían quedado calvos y lucían cuatro pelos negros, además de un bigote mal cortado. Trabajaban como contables y tenían dos hijos cada uno. Excepto dos de ellos, que compartían sus dos retoños por motivos que no vienen al caso.
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Las cinco mujeres medían un metro cincuenta y cuatro centímetros, pesaban setenta y seis kilos
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y llevaban el pelo teñido de color castaño claro, cuando su color natural era un castaño no tan claro, ni mucho menos. Las cinco trabajaban de administrativas en un hospital.
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En cuanto se sentaron, cada una sacó su librito de sudokus y se puso a resolverlos.
—Bien –rugió Lozano—, ¿los letrados tienen algo que objetar al jurado?
—Señoría –contestó Bienvenido—, a la defensa le gustaría saber por qué dos miembros del jurado comparten dos hijos en lugar de tener dos hijos cada uno.
—Lea la nota al pie.
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—Entendido señoría. Una vez aclarado este punto, la defensa manifiesta que los miembros del jurado le parecen lo suficientemente iguales.
—La acusación tampoco tiene nada que objetar.
—La defensa hace notar que el fiscal no hizo el servicio militar al ser objetor de conciencia y que por tanto sí tiene algo que objetar.
—La acusación manifiesta que tuvo algo que objetar, pero que no lo tiene ahora.
—A la defensa le gustaría saber si el señor fiscal haría ahora el servicio militar, dado que ya no tiene nada que objetar.
—Orden, orden –gruñó el juez Lozano—. ¡Orden, digo! ¡Que alguien recoja esas revistas y las ponga en el revistero! ¿Y qué hacen esos calcetines ahí tirados? ¡Orden, orden! No soporto las cosas mal guardadas y tiradas por ahí. Así mejor… Bien… Podemos comenzar.
Y empezaron a desfilar los primeros testigos de la acusación, que eran mis vecinos.
—Sí, oí un disparo a eso de las ocho y media –aseguró la del tercero—. Lo recuerdo porque estaba follando y yo follo de ocho y cuarto a nueve, esté mi marido o no. Sí, mi marido estaba. De todas formas, me tiré a un amigo común, porque él estaba cansado, pobre. Lo comprendo, no se crea: todo el día trabajando y luego llega a casa destrozado y no tiene ganas más que de encender la tele. A veces se toca mientras yo estoy a lo mío, eso sí.
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—Yo también oí el disparo –dijo el del quinto—. Además, estoy seguro de que el olor a sangre fresca venía de su piso. Seguí el rastro y llegué hasta su habitación, donde acababan de llegar los médicos. Vi que tenía un agujero en la cabeza y pude explicarle a la doctora que los agujeros en la cabeza son muy difíciles de tapar y que lo mejor es usar cemento. Pero no me hicieron caso. Igual por eso está tan muerto y no sólo un poco fallecido.
—Sí, mi hermano y yo oímos el disparo a las ocho y media –explicó uno de los vecinos de abajo—. Lo recuerdo porque creímos que finalmente había comenzado la cuarta guerra carlista, la guerra que llevaría a nuestro difunto tío al trono del reino de Navarra, dejándonos a nosotros como herederos del Pazo de Romanones. Reconozco que llegado ese momento, yo me asusté, pero mi hermano salió valientemente a la calle y disparó a todos los isabelinos que se le pusieron por delante hasta que la policía le abatió, sin ni siquiera explicarle que se había confundido ni darle por tanto la oportunidad de disculparse y de que todo quedara en lo que fue, en un error tonto.