El prisma negro (9 page)

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Authors: Brent Weeks

Tags: #Fantástico

BOOK: El prisma negro
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—¿Eh? —dijo Sanson—. ¿Yo?

Kip lo fulminó con la mirada.

—No, genio, estoy hablando con el cadáver. —Cruel, irreflexivo.

Los ojos de Sanson se anegaron de lágrimas.

—Lo siento, Kip. Intenté sacarla. Era demasiado tarde. —Estaba al borde de un ataque de nervios. Kip se maldijo por majadero.

—No, Sanson. No, lo siento. No digas eso. No fue culpa tuya. Escúchame. Es momento de actuar, no de perder el tiempo en cavilaciones. Corremos peligro. ¿Estás herido?

Los ojos de Sanson se despejaron. Levantó la barbilla y miró a Kip a los ojos.

—No, esta sangre es toda… no, estoy bien.

—Entonces tenemos que irnos ahora mismo, aprovechando que es de noche y está lloviendo. Tienen perros. Pueden seguirnos la pista. Es nuestra única oportunidad.

—Pero Kip, ¿adónde vamos a ir? —Curioso. Así de fácil, Kip era el líder. ¿Se debía a que había descubierto algún pozo de fuerza, ignorado hasta ahora, o en verdad era Sanson así de débil? No, ni siquiera pienses así, Kip. Confía en ti. ¿No puedes conformarte con eso?

¿Y si no soy digno de su confianza?

—Voy a convertirme en trazador —dijo Kip—, por lo visto. Así que tenemos que llegar a la costa. En Garriston deberíamos ser capaces de encontrar un barco que se dirija a la Cromería.

Sanson puso los ojos como platos, evidentemente pensando en lo que la madre de Kip le había obligado a jurar, pero no dijo nada más que:

—¿Cómo llegaremos a Garriston?

—Primero bajaremos por el río. —Kip se dio cuenta entonces de que había perdido la bolsa que le diera maese Danavis. Ni siquiera sabía cuándo. De modo que aunque consiguieran llegar río abajo, no podría pagar el viaje a la Cromería.

—Kip, los soldados formaban un círculo enorme alrededor de toda la ciudad. Si mantienen la formación, tendremos que cruzar esa línea dos veces. Y la ciudad todavía está ardiendo. El río podría estar bloqueado.

Sanson estaba en lo cierto, y por algún motivo eso enfureció a Kip de repente. Se dominó. Sanson no tenía la culpa. Kip sintió un escozor en los ojos. Todo era en vano. Pestañeó varias veces seguidas.

—Sé que es una estupidez, Sanson. —No era capaz de mirar a su amigo a los ojos—. Pero no se me ocurre otra idea. ¿Y a ti?

Sanson guardó silencio durante largo rato.

—En la orilla he visto algo de madera seca que podría servir —repuso por fin, y Kip supo que era su manera de asegurarle que confiaba en él.

—Pues entonces, nos vamos.

—Kip, ¿quieres… no sé, despedirte de ella? —Sanson inclinó la cabeza en dirección a la madre de su amigo.

Kip tragó saliva con dificultad mientras sostenía el estuche del cuchillo con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron. ¿Y decir qué? ¿Que lamento haber sido un fracaso, una decepción? ¿Que te quería, aunque tú jamás sintieras el menor cariño por mí?

—No —respondió—. En marcha.

12

Los muchachos abandonaron la cueva de puntillas. Kip encabezaba la marcha. Al parecer ese era el precio a pagar por convertirse en líder. Aunque había visto esas mismas estrellas sobre el río en docenas de ocasiones, el aire helado nunca le había parecido tan amenazador como esa noche. El viento había cambiado de dirección, y ahora la fragancia de la suave llovizna que removía la tierra se mezclaba con el olor de la madera quemada y el tenue bálsamo de las naranjas que maduraban en sus ramas. Ese aroma siempre le había levantado el ánimo. Pero esa noche era demasiado efímero y sutil, tan frágil como sus probabilidades de salir de esta.

Llegaron a la orilla del río sin ver ningún soldado. Los cuatro ya habían bajado antes por el río, en ocasiones impulsándose con tablas para acelerar el proceso, pero la mayoría de las veces tendidos y dejándose llevar por la corriente. Siempre habían esperado hasta finales de otoño, sin embargo, cuando las aguas no estaban tan crecidas. Aun así, terminaban cubiertos de rasguños y moratones a causa de las rocas que no conseguían esquivar. Ahora era pleno verano, y aunque el río fluía más lento que en primavera, seguía siendo caudaloso y veloz. Eso significaba que flotarían sobre las rocas que podrían haberlos entorpecido en otoño, pero aquellas que no consiguieran esquivar los golpearían con más contundencia.

Sanson encontró las ramas que había visto antes mientras Kip esperaba hecho un manojo de nervios, atento al menor indicio de soldados corriente abajo. Las nubes que se cernían sobre la aldea emitían un fulgor anaranjado, iluminadas por las llamas que se alzaban debajo de ellas. Sanson regresó con unas cuantas ramas, insuficientes para los dos. Los muchachos cruzaron las miradas.

—Quédatelas —susurró Kip—. Floto mejor que tú.

—¿Qué haremos si nos ven? —preguntó Sanson.

La determinación de Kip se tambaleó cuando pensó en ello. ¿Qué podían hacer? ¿Huir a pie? ¿A nado? Aunque llegaran a la ribera, ¿adónde podían ir? La ciudad ardía y a su alrededor solo había praderas. Unos hombres a caballo, con ayuda de perros, encontrarían a Kip y a Sanson en un abrir y cerrar de ojos.

—Nos haremos los muertos —dijo Kip. Después de todo, no deberíamos ser los únicos cuerpos que haya en el agua. Aunque eso no era del todo cierto; tan lejos corriente arriba, deberían ser los únicos cuerpos que hubiera en el agua. Si alguno de los soldados caía en la cuenta, los muchachos no tardarían en convertirse en cadáveres de verdad.

Aunque las montañas quedaban muy lejos, el agua seguía estando helada. Kip se sentó en el río, y la corriente empezó a tirar de él hacia la ciudad. Sanson imitó su ejemplo. Sortearon el primer recodo y se acercaron al punto del río al que se había dirigido Kip tras decidir que su plan original tenía demasiados defectos.

Hacerse el muerto significaba que en los tramos más peligrosos del río, allí donde Sanson y él más querrían ver o escuchar para saber si los habían descubierto, tendrían que mantener las orejas sumergidas y los ojos fijos en las nubes. Si los descubrían, el plan de Kip garantizaría que no se dieran cuenta hasta que fuese demasiado tarde.

Deberían salir del agua. No podía hacer esto. Kip miró atrás de reojo. Sanson ya estaba tendido de espaldas, flotando con las orejas cubiertas, relajadas las extremidades. Había sido arrastrado al otro lado del río y la corriente ya había dejado su cuerpo, más liviano, a la altura del de Kip. El corazón de Kip latía desbocado. Si salía del agua ahora, Sanson no se enteraría. Kip no podría agarrar a su amigo sin hacer tanto ruido como para alertar a todo el mundo en cien pasos a la redonda.

—Sí, majestad —sonó una voz procedente de la penumbra de la ribera—. Creemos que el trazador se encaramó a ese árbol. Los perros han seguido su rastro hasta allí antes de perderlo.

Lo primero que vio Kip fue la antorcha. Alguien se acercaba a la orilla del río, a menos de cinco pasos corriente abajo. Su primer pensamiento, correr como si lo persiguiera el diablo, sería su fin. Agitó los brazos una vez, dos, impulsándose aguas abajo, antes de tenderse de espaldas. El agua fría se cerró alrededor de sus orejas, amortiguando todos los sonidos salvo el desesperado martilleo de su pulso.

En este punto la ribera se elevaba un paso y medio, suficiente para que, aun tendido boca arriba, Kip pudiera ver al hombre. Kip se encontraba a menos de dos pasos de distancia, y la oscilante luz naranja de la antorcha que sostenía el hombre iluminaba un semblante imperioso. Aun suavizadas por el cálido resplandor, aquellas facciones denotaban una cualidad fundamentalmente fría, un rictus desagradable oculto en las comisuras de los labios. El monarca (pues a Kip no le cabía la menor duda, pese a haberlo visto tan solo medio segundo, de que este hombre era el rey Garadul) aún no había cumplido los treinta pero ya estaba medio calvo, con el resto del cabello peinado hasta los hombros. Poseía una nariz prominente sobre una barba hirsuta e inmaculada, y pobladas cejas negras. El rey miró fijamente corriente arriba, e incluso a la luz de la antorcha se le veía una vena en la frente, y escudriñaba la orilla opuesta por donde Kip había cruzado el río. El agua que envolvía los oídos de Kip redujo su airada pregunta a poco más que un murmullo.

El rey se giró justo cuando Kip empezaba a pasar junto a él. Y miró a la izquierda, hacia el muchacho. Kip no movió ni un músculo, pero no porque se lo dictara la prudencia. Sintió una tibieza que se propagaba por el agua helada entre sus piernas.

La antorcha que mediaba entre el rey y Kip fue lo que salvó a los muchachos. La mirada del monarca pasó justo por encima de ellos, pero, cegado por ese resplandor en la oscuridad, no vio nada. Se giró, masculló algo y desapareció.

Kip continuó flotando río abajo, con la cabeza echada hacia atrás, sin poder creerse del todo que aún siguiera con vida. El agua fría lo envolvía, las estrellas eran cabezas de alfiler en el manto de Orholam sobre su cabeza. Nunca se había percatado de que fueran tan hermosas. Cada una de ellas poseía su propio color, su propia tonalidad; rubíes brillantes, zafiros rutilantes, e incluso aquí y allá alguna esmeralda elusiva. Durante aproximadamente veinte pasos, Kip flotó sumido en una paz absoluta, absorto en aquella belleza.

Entonces chocó con una piedra. Se le enganchó un pie y giró hasta quedar flotando de costado. Luego otra roca, sumergida casi por completo, se trabó en su camisa y lo giró bocabajo en el agua. Emitió un gritito ahogado y pataleó, atenazado por el pánico cuando sacó la cabeza del agua y comprendió el ruido que acababa de hacer.

A escasa distancia corriente abajo, Sanson había levantado la cabeza del agua y observaba fijamente a Kip, horrorizado. ¿Cómo podía Kip hacer tanto ruido? Kip apartó la mirada, avergonzado. Flotaron en silencio durante un minuto interminable, con la mirada fija en las tinieblas, aguardando la aparición de más soldados. Se esforzaron por evitar las rocas, con las piernas estiradas en la dirección de la corriente, trazando pequeños círculos con las manos para mantenerse a flote. Pero no apareció nadie.

Flotaban tan cerca el uno del otro como les era posible, aunque Kip sabía que no era prudente. Quizá dos cadáveres flotando por separado no llamaran la atención, ¿pero dos que flotaban hombro con hombro? Aun así, no se apartó de Sanson. El silencio se adueñó de los muchachos conforme se aproximaban cada vez más al puente donde sus amigos habían muerto esa mañana. Parecía que hiciese una eternidad.

Y entonces Kip la vio, tendida en la ribera. Los asesinos de Isa habían extraído las flechas de su cuerpo. Pero aparte de darle la vuelta, no habían movido el cadáver. Yacía de espaldas, con los ojos abiertos y la cabeza torcida a la izquierda, hacia Kip, ondeando en el río sus cabellos oscuros. Tenía un brazo levantado por encima de la cabeza, rígido como un árbol caído en vez de mecido por la corriente. La cara interior del brazo e incluso su rostro se habían teñido de un morado espantoso a causa de la sangre condensada.

Kip apoyó los pies en las resbaladizas piedras del lecho fluvial, dispuesto a acudir junto a ella. Estaba a punto de incorporarse cuando un sexto sentido lo detuvo. Titubeó y, tendido aún en el agua, miró a su alrededor tanto como le era posible.

¡Allí! De pie en lo alto del puente, asomando tan solo la cabeza, el soldado montaba guardia. De modo que no eran estúpidos. Habían deducido que quienquiera que fuese este «trazador» con el que se habían tropezado antes, tendría la decencia de regresar para enterrar a sus amigos.

La corriente seguía llevándose a Kip. No tomar ninguna decisión era una decisión.

Pero ¿qué podía hacer? ¿Enfrentarse a los soldados? Si había uno, podría haber diez; y si había diez, podría haber cien. Kip no era un guerrero, era un chiquillo. Era gordo y débil. Un solo rival sería demasiado para él.

Kip apartó la mirada del cadáver de Isa y volvió a tumbarse en el agua. No quería recordarla así. Se le formó un nudo en la garganta, tan duro y tirante que amenazaba con estrangularlo. Solo el miedo al soldado sobre su cabeza impidió que rompiera a llorar mientras pasaba flotando por debajo del Puente Verde.

Ni siquiera se acordó de la daga guardada en la cajita ornamentada sujeta a su espalda hasta que estuvieron lejos corriente abajo. Podría haberlo intentado; al menos podría haber salido del agua para echar un vistazo. Isa se merecía algo más.

Pronto llegaron a la ciudad, donde el río discurría por un canal más estrecho y profundo, flanqueado a ambos lados por grandes rocas y cruzado a intervalos por recios puentes de madera.

Algunas zonas de la ciudad seguían ardiendo, aunque Kip no sabía si eso se debía a que los materiales empleados en su construcción eran menos inflamables, o a que el fuego había tardado más en propagarse por determinadas secciones y solo ahora estaba llegando a esos edificios. No tardaron en encontrar el primer cadáver. Un caballo. Amarrado aún a una carreta repleta de naranjas de finales de temporada, se había visto atrapado en una zona de la ciudad de la que ya solo quedaban rescoldos. Enloquecida por el fuego, la yegua había saltado al río. El carromato había aterrizado encima de ella, aplastándola o ahogándola, esparciendo naranjas en todas direcciones.

A Kip le pareció que podría tratarse del caballo y el carro de la familia Sendina. Sanson, poco dado a los sentimentalismos, recogió unas cuantas naranjas de los restos del carromato y se llenó los bolsillos con ellas.

Sanson hacía bien en aprovechar la ocasión. Kip no había probado bocado en todo el día, aunque no se había percatado hasta ahora, y estaba famélico. Sobreponiéndose a las arcadas que lo asaltaron, alargó un brazo por encima del caballo medio sumergido y agarró un puñado de naranjas a su vez.

Estaban cada vez más cerca del mercado fluvial, y el calor no dejaba de arreciar. Kip oyó unos gritos extraños. Aún había estructuras en llamas frente a ellos. El mercado fluvial era un pequeño lago circular que se dragaba con regularidad para obtener una profundidad uniforme. Se decía que tanto el río como la ciudad habían sido más grandes antaño. El río, supuestamente, había sido navegable desde el pie de las cascadas hasta el mar Cerúleo, y desde Rekton hasta las montañas, atrayendo así a comerciantes de todos los rincones de las Siete Satrapías, ávidos de las célebres naranjas de Tyrea y otros cítricos. Ahora, solo las balsas de fondo llano más pequeñas podían realizar el trayecto corriente abajo, y el número de salteadores encantados de aligerar a los comerciantes de todos sus objetos de valor había convencido a muchos agricultores para exportar sus naranjas por medio de caravanas, más lentas y mucho menos rentables, pero armadas hasta los dientes. Incluso las naranjas más pequeñas, duras y con las pieles más gruesas que viajaban por tierra en esas caravanas se pudrían mucho antes de llegar a las cortes lejanas, lo que no impedía que los nobles y los sátrapas pagaran fortunas por semejante manjar. De modo que un año sí y otro también se presentaba algún joven granjero que probaba suerte con el río; a veces conseguían llegar hasta Garriston y regresaban cubiertos de riquezas… si lograban evitar a los salteadores de nuevo en el camino de vuelta.

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