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Authors: Carlos Ruiz Zafón

El prisionero del cielo (13 page)

BOOK: El prisionero del cielo
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Antes de una hora el centinela y su compañero se personaron a la puerta de la celda número 13 para recoger a Fermín. Salgado lo observaba todo con una expresión canina desde el catre, masajeándose el muñón. Fermín le guiñó un ojo y partió bajo la custodia de los centinelas.

El señor director lo recibió con una sonrisa efusiva y un plato de pastas de Casa Escribá.

—Fermín, amigo mío, qué placer tenerle de nuevo aquí para mantener una charla inteligente y productiva. Tome asiento, por favor, y deguste a discreción esta fina selección de dulces que me ha traído la esposa de uno de los prisioneros.

Fermín, que hacía días que era incapaz de ingerir ni un grano de alpiste, cogió una rosquilla por no contradecir a Valls y la sostuvo en la mano como si se tratase de un amuleto. Fermín advirtió que el señor director había dejado de tutearle y supuso que el nuevo tratamiento de usted sólo podía tener consecuencias funestas. Valls se sirvió una copa de brandy y se dejó caer en su butacón de general.

—¿Y bien? Entiendo que tiene usted buenas noticias para mí —le invitó a hablar el señor director.

Fermín asintió.

—En el capítulo de Bellas Letras, puedo confirmarle a su ilustrísima que Martín está más que persuadido y motivado para realizar la labor de pulido y planchado que le solicitó. Es más, me ha comentado que el material que le proporcionó usted es de tan alta calidad y finura que cree que su tarea será sencilla, porque basta con poner puntos sobre dos o tres íes de la genialidad del señor director para obtener una obra maestra digna del más selecto Paracelso.

Valls se detuvo a absorber el cañonazo de palabrería de Fermín, pero asintió cortés sin aflojar la sonrisa helada.

—No hace falta que me lo endulce, Fermín. Me basta con saber que Martín hará lo que tiene que hacer. Ambos sabemos que la labor no es de su agrado, pero me alegra que se avenga a razones y que comprenda que facilitar las cosas nos beneficia a todos. Ahora, respecto a los otros dos puntos…

—A ello iba. Respecto al camposanto de los tomos enajenados…

—Cementerio de los Libros Olvidados —corrigió Valls—. ¿Ha podido sonsacarle a Martín la ubicación?

Fermín asintió con plena convicción.

—Por lo que he podido colegir, el susodicho osario está oculto tras un laberinto de túneles y cámaras bajo el mercado del Borne.

Valls sopesó aquella revelación, visiblemente sorprendido.

—¿Y la entrada?

—Hasta ahí no pude llegar, señor director. Imagino que en alguna trampilla oculta tras el aparejo y pestuzo disuasorio de algunos de los puestos de verduras al por mayor. Martín no quería hablar del tema y pensé que si le presionaba demasiado se cerraría en banda.

Valls asintió lentamente.

—Hizo bien. Prosiga.

—Y para finalizar, en relación con la tercera petición de vuecencia, aprovechando los estertores y las agonías mortales del abyecto Salgado pude persuadirle para que, en su delirio, confesara el escondrijo del pingüe botín de su criminal andadura al servicio de la masonería y el marxismo.

—¿Cree usted que va a morir, entonces?

—De un momento a otro. Creo que ya se ha encomendado a san León Trotsky y está a la espera del soplo final para ascender al politburó de la posteridad.

Valls negó por lo bajo.

—Ya les dije a esos animales que a la fuerza no le sacarían nada.

—Técnicamente le sacaron alguna gónada o miembro, pero coincido con el señor director en que con alimañas como Salgado la única vía de actuación es la psicología aplicada.

—¿Y entonces? ¿Dónde escondió el dinero?

Fermín se inclinó hacia adelante y adoptó un tono confidencial.

—Es complicado de explicar.

—No me venga con rodeos que lo envío al sótano a que le refresquen la oratoria.

Fermín procedió entonces a venderle a Valls aquella intriga peregrina que había obtenido de labios de Salgado. El señor director lo escuchaba con incredulidad.

—Fermín, le advierto que si me está mintiendo se arrepentirá. Lo que han hecho con Salgado no llegará ni a aperitivo de lo que harán con usted.

—Le aseguro a su señoría que le estoy repitiendo lo que me dijo Salgado palabra por palabra. Si quiere usted se lo juro sobre el retrato fehaciente del Caudillo por la gracia de Dios que obra sobre su escritorio.

Valls le miró a los ojos fijamente. Fermín le sostuvo la mirada sin pestañear, tal y como le había enseñado Martín. Finalmente el señor director retiró la sonrisa y, una vez conseguida la información que buscaba, el plato de pastas. Sin pretensión alguna de cordialidad chasqueó los dedos y los dos centinelas entraron para llevarse a Fermín de nuevo a la celda.

Esta vez Valls no se molestó ni en amenazar a Fermín. Mientras le arrastraban corredor abajo, Fermín vio que el secretario del director se cruzaba con ellos y se detenía en el umbral del despacho de Valls.

—Señor director, Sanahuja, el médico de la celda de Martín…

—Sí. ¿Qué?

—Que dice que Martín ha tenido un desvanecimiento y que piensa que podría ser algo grave. Solicita permiso para acudir al botiquín a buscar algunas cosas…

Valls se levantó, iracundo.

—¿Y a qué estás esperando? Venga. Llevadle y que coja lo que necesite.

16

P
or orden del señor director un carcelero quedó apostado frente a la celda de Martín mientras el doctor Sanahuja administraba sus cuidados. Era un joven de no más de veinte años, nuevo en el turno. Se suponía que Bebo tenía el turno de noche, pero en su lugar y sin explicación se había presentado aquel novato pardillo que no parecía capaz ni de aclararse con el manojo de llaves y que estaba más nervioso que cualquiera de los prisioneros. Rondaban las nueve de la noche cuando el doctor, visiblemente cansado, se aproximó a los barrotes y se dirigió al carcelero.

—Necesito más gasas limpias y agua oxigenada.

—No puedo abandonar el puesto.

—Ni yo puedo abandonar a un paciente. Por favor. Gasas y agua oxigenada.

El carcelero se agitó nerviosamente.

—Al señor director le disgusta que no se sigan sus instrucciones al pie de la letra.

—Menos le gustará que le pase algo a Martín porque usted no me ha hecho caso.

El joven carcelero sopesó la situación.

—Jefe, que no vamos a atravesar las paredes ni a comernos los barrotes… —argumentó el doctor.

El carcelero dejó escapar una maldición y partió a toda prisa. Mientras el carcelero se alejaba rumbo al botiquín, Sanahuja esperó frente a los barrotes. Salgado llevaba dormido dos horas, respirando con dificultad. Fermín se acercó sigilosamente hasta el corredor y cruzó una mirada con el doctor. Sanahuja le lanzó entonces el paquete, que no llegaba al tamaño de una baraja de cartas, envuelto en un jirón de tela y atado con un cordel. Fermín lo atrapó al vuelo y se retiró rápidamente a las sombras del fondo de su celda. Cuando el carcelero regresó con lo que Sanahuja le había pedido, se asomó a los barrotes y escrutó la silueta de Salgado.

—Está en las últimas —dijo Fermín—. No creo que llegue a mañana.

—Tú mantenlo vivo hasta las seis. Que no me joda la marrana y que se muera en el turno de otro.

—Se hará lo humanamente posible —replicó Fermín.

17

A
quella noche, mientras Fermín deshacía en su celda el paquete que el doctor Sanahuja le había pasado desde el corredor, un Studebaker negro conducía al señor director por la carretera que descendía desde Montjuic a las calles oscuras que bordeaban el puerto. Jaime, el chófer, prestaba particular atención para evitar baches y cualquier otro traspié que pudiera incomodar a su pasajero o interrumpir el trance de sus pensamientos. El nuevo director no era como el antiguo. El antiguo director solía entablar conversaciones con él cuando iban en el coche y en alguna ocasión se había sentado delante, a su lado. El director Valls no le dirigía la palabra excepto para darle una orden y raramente cruzaba la mirada con él a menos que hubiese cometido un error, o pisado una piedra, o tomado una curva demasiado de prisa. Entonces sus ojos se encendían en el espejo retrovisor y un gesto displicente afloraba en su rostro. El director Valls no le permitía encender la radio porque decía que las emisiones que se escuchaban insultaban a su inteligencia. Tampoco le permitía llevar en el salpicadero las fotografías de su esposa y de su hija.

Afortunadamente, a aquella hora de la noche ya no había tráfico y la ruta no presentó sobresaltos. En apenas unos minutos el coche rebasó las Atarazanas, bordeó el monumento a Colón y enfiló las Ramblas. En un par de minutos llegó frente al café de la Ópera y se detuvo. El público del Liceo, al otro lado de la calle, ya había entrado para la sesión de noche y las Ramblas estaban casi desiertas. El chófer descendió y, tras comprobar que no había nadie cerca, procedió a abrir la puerta a Mauricio Valls. El señor director se apeó y contempló el paseo sin interés. Se ajustó la corbata y se peinó los hombros de la chaqueta con las manos.

—Espere aquí —dijo al chófer.

Cuando entró el señor director, el café estaba casi desierto. El reloj que había tras la barra marcaba cinco minutos para las diez de la noche. El señor director respondió al saludo del camarero con un asentimiento y se sentó a una mesa del fondo. Se quitó los guantes con parsimonia y extrajo su pitillera de plata, la que le había regalado su suegro en el primer aniversario de bodas. Encendió un cigarrillo y contempló el viejo café. El camarero se aproximó bandeja en mano y pasó un paño húmedo que olía a lejía sobre la mesa. El señor director le lanzó una mirada de desprecio que el empleado ignoró.

—¿Qué tomará el señor?

—Dos manzanillas.

—¿En la misma taza?

—No. En tazas separadas.

—¿Espera el caballero compañía?

—Evidentemente.

—Muy bien. ¿Se le ofrece alguna cosa más?

—Miel.

—Sí, señor.

El camarero partió sin prisa y el señor director murmuró algo despectivo por lo bajo. Una radio sobre la barra emitía el murmullo de un consultorio sentimental e intercalaba anuncios de la firma de cosméticos Bella Aurora, cuyo uso diario garantizaba juventud, belleza y lozanía. Cuatro mesas más allá un hombre mayor parecía haberse dormido con un periódico en la mano. El resto de las mesas estaban vacías. Las dos tazas humeantes llegaron cinco minutos después. El camarero las puso sobre la mesa con infinita lentitud y luego dejó un tarro con miel.

—¿Será todo, caballero?

Valls asintió. Esperó a que el camarero hubiera regresado a la barra para extraer el frasco que llevaba en el bolsillo. Desenroscó el tapón y lanzó una mirada al otro parroquiano, que seguía noqueado por la prensa. El camarero estaba de espaldas tras la barra, secando vasos.

Valls tomó el frasco y vertió el contenido en la taza que quedaba al otro extremo de la mesa. Luego mezcló un chorro generoso de miel y procedió a remover la manzanilla con la cucharita hasta que estuvo completamente diluida. En la radio leían la angustiada misiva de una señora de Betanzos cuyo marido, al parecer contrariado porque se le había quemado el estofado de Todos los Santos, se había echado al bar con los amigos a escuchar el fútbol y ni paraba en casa ni había vuelto a misa. Se le recomendaba oración, entereza y que usase sus armas de mujer, pero dentro de los estrictos límites de la familia cristiana. Valls consultó de nuevo el reloj. Eran las diez y cuarto.

18

A
las diez y veinte Isabella Sempere entró por la puerta. Vestía un abrigo sencillo y llevaba el pelo recogido y el rostro sin maquillar. Valls la vio y alzó la mano. Isabella se quedó un instante observándole y luego se aproximó lentamente a la mesa. Valls se levantó y ofreció su mano sonriendo afablemente. Isabella ignoró la mano y tomó asiento.

—Me he tomado la libertad de pedir dos manzanillas, que es lo que mejor sienta en una noche desapacible como ésta.

Isabella asintió evitando la mirada de Valls. El señor director la contempló detenidamente. La señora de Sempere, como siempre que acudía a verle, se había desarreglado todo lo posible y había intentado disimular su belleza. Valls observó el dibujo de sus labios, el pulso en su garganta y la curva de sus senos bajo el abrigo.

—Usted dirá —dijo Isabella.

—Ante todo, permítame agradecerle que haya acudido a este encuentro con tan poco margen de tiempo. He recibido su nota esta tarde y he creído que era conveniente que hablásemos del tema fuera del despacho y de la prisión.

Isabella se limitó a asentir. Valls probó la manzanilla y se relamió los labios.

—Buenísima. La mejor de Barcelona. Pruébela.

Isabella ignoró su invitación.

—Como comprenderá, toda discreción es poca. ¿Puedo preguntarle si le ha dicho a alguien que venía usted aquí esta noche?

Isabella negó.

—¿Su esposo tal vez?

—Mi marido está haciendo inventario en la librería. No llegará a casa hasta bien entrada la madrugada. Nadie sabe que estoy aquí.

—¿Le pido otra cosa? Si no le apetece una manzanilla…

Isabella negó y tomó la taza en sus manos.

—Está bien así.

Valls sonrió serenamente.

—Como le decía, he recibido su carta. Entiendo su indignación y quería explicarle que todo se trata de un malentendido.

—Está usted chantajeando a un pobre enfermo mental, su prisionero, para que le escriba una obra con la que ganar reputación. No creo haber entendido mal nada hasta ese punto.

Valls deslizó una mano hacia Isabella.

—Isabella… ¿Puedo llamarla así?

—No me toque.

Valls retiró la mano, esgrimiendo un gesto conciliador.

—Está bien, sólo hablemos con calma.

—No hay nada de qué hablar. Si no deja usted en paz a David, llevaré su historia y su fraude hasta Madrid o hasta donde haga falta. Todos sabrán qué clase de persona y qué clase de literato es usted. Nada ni nadie me va a detener.

Las lágrimas asomaban en los ojos de Isabella y la taza de manzanilla temblaba en sus manos.

—Por favor, Isabella. Beba un poco. Le hará bien.

Isabella bebió un par de sorbos, ausente.

—Así, con una pizca de miel, es como sabe mejor —añadió Valls.

Isabella bebió dos o tres sorbos más.

—Debo decirle que la admiro, Isabella —dijo Valls—. Pocas personas tendrían el coraje y la entereza de defender a un pobre infeliz como Martín…, alguien a quien todos han abandonado y traicionado. Todos menos usted.

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